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Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 16

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– Yo…

– Sí, tú; porque libre es quien rompe sus cadenas. ¿No dices que has sido abandonado?

– Sí.

Una vacilación dolorosa se pintaba en las facciones de León.

– ¡Oh!, ya veo que aquí la abandonada siempre soy yo, siempre yo – exclamó Pepa con desesperación. – Bien, bien.

– Abandonada, no; pero hay una imposibilidad moral que ni tú ni yo debemos despreciar. Yo me hallo en el conflicto quizás más delicado y temeroso en que hombre alguno se ha visto jamás.

Pepa fijó en él sus ojos, atendiendo con toda el alma a lo que iba a decir.

– Soy casado. No amo a mi mujer ni soy amado por ella; somos incompatibles; entre los dos existe un abismo. Nos separa una antipatía inmensa. ¿Pero por qué mi mujer ha llegado a ser extraña para mí? No ha sido por adulterio: mi mujer es honrada y fiel, mi mujer no ha manchado mi nombre. Si hubiera sido adúltera, la habría matado; pero no puedo matarla, ni puedo divorciarme, y hasta la separación legal es imposible. No nos ha separado el crimen, sino la religión. ¿De qué acuso a mi mujer? De que es santa, de que es fanática creyente en su religión. ¿Acaso esto es una falta? ¡Quién puede decirlo! A veces viene a mi mente un sofisma, y me digo que puedo acusarla de demencia. ¡Horrible idea! ¿Con qué derecho me atrevo a llamar demencia a la práctica exagerada de un culto? Sólo Dios puede determinar lo que en el fondo de la conciencia pasa, y fijar el límite entre la piedad y el fanatismo. En mi conciencia declaro que puedo tener a mi mujer por fanática; pero no me creo con derecho a declararlo a la faz del mundo.

Al expresarse así, en frases entrecortadas y preguntas y respuestas, la boca de León, por donde aquel lenguaje agitado y vivo salía, era como un tribunal donde se discutían el pro y el contra de un crimen.

– Mi mujer ha faltado al cariño, que es ley del matrimonio, como lo es la fidelidad – añadió-; pero no ha escarnecido ni llenado de befa mi nombre. Mi nombre está puro. ¿Hay bastante motivo para que yo me declare libre?

– Sí, porque tu mujer no te ama, porque ella ha destruido el matrimonio.

– Lo ha destruido por el fanatismo religioso. Y yo miro a mi conciencia turbada y digo: «¿No seré yo tan culpable como ella». Así como ella tiene un fanatismo que la impele a aborrecerme, ¿no tengo yo también otras que me la hacen aborrecible? Ella tiene un orden de creencias que me hacen huir de ella. ¿Por ventura no seré también fanático?

– ¡Tú no, ella, ella! – dijo Pepa con cierto encono.

– En el extremo a que nuestra desunión ha llegado, ¿quién es más culpable? Ella es fanática, sí; pero tiene un fondo de rectitud que no puedo desconocer. María es incapaz de toda acción verdaderamente deshonrosa… Es fanática, sí, y de pocas luces; pero es fiel. No me ama; pero no ama a otro. ¿Por ventura no soy más culpable yo, que amo fuera de casa?

Pasó la mano por su frente abrasada; después meditó para buscar salida a aquel dédalo terrible.

– Y en caso de que pueda declararme libre – dijo al fin, – no puedo unirme con otra, no puedo tratar de formarme una nueva familia, ni por la ley ni por la conciencia. Debo aceptar las consecuencias de mis errores. No soy, no puedo ser como la muchedumbre, para quien no hay ley divina ni humana, no puedo ser como esos que usan una moral en recetas para los actos públicos de la vida, y están interiormente podridos de malos pensamientos y de malas intenciones. La familia nueva que yo pueda formar será siempre una familia ilegítima… hijos deshonrados y sin nombre… una atmósfera de deshonor, envolviéndonos a todos. No creas tú que al hablarte así y al asustarme de la situación en que nos hallamos, obedezco a las hablillas de Madrid, ni que me fundo para tratar de ilegitimidad, en el sentido de la ley, que casi es impotente para resolver esta cuestión tremebunda: obedezco y atiendo a mi conciencia, que tiene el don castizo de hacerme oír siempre su voz por cima de todas las otras voces de mi alma. Interroga tú también a tu conciencia.

Pepa se inclinó suavemente, como si fuera a caer desfallecida, y, sosteniéndose la frente con la mano, murmuró:

– Mi conciencia es amar.

Este arranque de sensibilidad tenía elocuencia concisa y patética en los labios de la que conservaba en su alma tesoros inmensos de ternura, y habiendo estado mucho tiempo sin saber qué hacer de ellos, aún se veía condenada a la reserva, y a desarrollar sus afectos en la vida calenturienta y tenebrosa de la imaginación.

Capítulo XI. Esperar

– Represéntate – le dijo León – todo lo que hay de odioso y de disolvente en una familia ilegítima, mejor dicho, inmoral… hijos sin nombre… la imagen siempre presente de la que…

– No la nombres… te repito que no la nombres – dijo Pepa, procurando que su enojo no pareciera muy violento. – Su loco fanatismo la excluye, la excluye.

– ¿Y si también yo soy fanático?

– No, no importa.

– Bien; contra la turbación que a tu mente y a la mía pueda traer esa idea, hay un remedio.

– ¿Cuál?

– Esperar.

– Esperar – murmuró la de Fúcar, moviendo la cabeza, en cuyo centro la palabra esperar retumbaba con eco siniestro. – ¡Esperar, ese es mi destino! Hay alguien para quien la esperanza no es una dulzura, sino un tormento.

– ¿Ves ese ángel? – le dijo León, señalando a Monina, que dormía, muy ajena a la tempestad que arrullaba su sueño de pureza. – Pues ahí tienes tu verdadera conciencia. Cuando las agitaciones pasadas, tu despecho, aún no extinguido, tus malos recuerdos te empujen por una senda extraviada, pon en el pensamiento a tu hija. ¡Verás qué prodigioso amuleto! Lo que cien sermones y toda la lógica del mundo no podrían enseñarte, te lo enseñará una sonrisa de esta criatura, que por su pura inocencia, parece que no es aún de este mundo, y en cuyos ojos verás siempre no sé qué reflejo de la verdad absoluta.

– Es verdad, es verdad – exclamó Pepa, rompiendo en llanto.

– Esos ojos y ese rostro divino son un espejo, en el cual, si sabes mirarlo, verás algo del porvenir. Considera a tu hija ya crecida, considérala mujer. Dentro de quince años, ¿te gustará que una voz malévola susurre en su oído palabras deshonrosas acerca de la conducta de su desgraciada madre? Figúrate el horrible trastorno que habrá en su pura conciencia cuando se le diga «tu madre no esperó a que pasaran dos meses de viudez para tomar por amante a un hombre casado, al esposo de una mujer honrada».

– ¡Oh!, no, no – gritó Pepa con súbita indignación. – No le dirán eso.

– Se lo dirán, ¿por qué no? Se dice lo que es mentira, ¿cómo no habría de decirse lo que sería verdad? ¿Has reflexionado en la influencia decisiva, lógica, que tienen sobre la conducta de los hijos las acciones de los padres?… Hay en las familias una moral retrospectiva que evita muchas caídas y deshonras.

– Por favor, no me hables de que mi hija deje de ser la misma virtud – exclamó Pepa con brío, anegada en lágrimas.

Después callaron ambos, y sentados junto al lecho de Ramona, enlazados los brazos, casi juntas las caras, envueltos en una atmósfera de ternura que de ambos emanaba con el aire tibio de la respiración, estuvieron largo rato contemplando íntimamente su dicha. En el fondo, muy en el fondo del alma de Pepa, había una idea que hablaba así: «Hija de mi vida: soy feliz haciéndome la ilusión de que eres toda mía y de que puedo darte a quien me agrade. Naciste de mis entrañas y de mi pensamiento».

Después se apartaron de la cama de Monina. Pepa se sentó en un ángulo de la sala.

– Es preciso que me retire – le dijo León.

– ¿Ya? – dijo Pepa con sorpresa y temor, acariciándole con su mirada.

León iba a decir algo; pero calló de improviso, porque había sentido pasos.

El marqués de Fúcar entró en la habitación. Tenía costumbre de despedirse de su hija y de su nieta antes de recogerse. Al ver a León manifestó sorpresa, aunque la hora no era impropia ni desusada la visita.

– Pues qué, ¿está mala Monina?

– No, papá. Está buena.

– ¡Ah!… Me figuré…

El marqués besó a su nieta.

– Gracias a Dios que se te ve por aquí – dijo cariñosamente a León.

– He venido a despedirme de Pepa… y de usted.

– ¿Viajas? Hombre, es lo mejor que puede hacer un cónyuge aburrido. ¿Hacia dónde vas?

– No lo sé todavía.

– ¿Y sales…?

– Mañana.

– Si vas a París te daré un encargo. ¿No habrá tiempo mañana?… Pasaré por tu casa temprano… Yo me voy a mi cuarto: tengo jaqueca.

León comprendió que debía retirarse al momento.

– Adiós, adiós – dijo, estrechando las manos de la hija del marqués.

La mirada de Pepa y la de él se cruzaron como las dos espadas de un duelo: la de ella era todo enojo por aquella súbita despedida.

Después León miró un momento a Monina y salió con apariencia serena. Al pasar por las espléndidas habitaciones silenciosas, se sentía extraño en ellas; pero aquella hermosa estancia de donde acababa de salir le parecía tan suya, se adhería tan fuertemente a su corazón, que casi estuvo a punto de volver para respirar un instante más aquella atmósfera de paz y sosiego, saturada del delicioso perfume del hogar propio, que simplemente se formaba del amor de una mujer y del sueño de un niño.

D. Pedro le dijo al retirarse a su cuarto:

– Estoy muy inquieto por no haber recibido detalles de la muerte de Federico.

León no dijo nada a esto y salió del palacio al jardín. Tanto le llamaban de atrás sus afectos, que a cada seis pasos se detenía. Había entrado en la alameda que conducía al establo, cuando se sintió llamado por una voz, por un ce que sonaba como la vibración del aire al paso de una saeta. Se volvió: era Pepa, que hacia él iba, envuelta en un pañuelo de cachemira, descubierta la cabeza, vivo el paso, difícil la respiración.

La mano de Pepa hizo presa con fuerza en la mano del matemático.

– No he podido resignarme a que te despidas así – le dijo. – Eso no está bien.

– Así debió ser… – replicó León, muy turbado. – ¿Y qué importa? Hubiera vuelto mañana un momento.

– ¡Un momento! – exclamó la dama con elocuente dolor. – ¡Qué triste es haber dado años como siglos y verse pagada con momentos!

León le tomó las dos manos.

– Querida mía – le dijo, – es preciso que uno de los dos se someta al otro. He comprendido que, si me dejara arrastrar por ti, nuestra perdición sería segura. Déjate, no arrastrar, sino conducir por mí, y nos salvaremos.

– Pues di… Ya sé lo que vas a decir… ¡Esperar! Cada loco tiene su estribillo.

Puso la joven una cara que demostraba la más profunda lástima de sí mismo que puede tener un ser humano, y como la compasión suele anunciarse con sonrisas desgarradoras, sonrió la dama de un modo que haría llorar a las piedras, y dijo:

– ¡Esperar! ¿Y si me muero antes?

– No, no te morirás – murmuró León, cogiendo entre sus manos la cabeza de Pepa, como se cogería la de un niño, y besándola.

– Está visto que soy más tonta… – balbució Pepa, que apenas podía hablar. – Harás de mí lo que quieras, bárbaro.

– ¿Me obedecerás?

– Eso no se pregunta a la que durante mucho tiempo te ha obedecido con el pensamiento. Yo he soñado que tú venías a mí cuando ni siquiera te acordabas de mi persona; he soñado que me mandabas faltar a todos los deberes, y con la idea, con la inspiración de mi alma, te he obedecido. Esta obediencia ha sido mi único gozo, ¡qué satisfacción tan triste! No me acuses por estas miserias de mi corazón lacerado… Es para hacerte ver que la que hubiera ido detrás de ti al crimen no puede negarse a seguirte si la llevas al bien.

– ¿Adonde quiera que yo te lleve? – murmuró León, pasándose la mano por la frente. – Dime: ¿y si yo te dijera…?

– ¿Qué? – preguntó Pepa sin aguardar a que concluyera, mejor dicho, cazando la idea con la presteza del pájaro que coge el grano en el aire antes de que caiga.

– La idea de la fuga… ¿ha pasado por tu imaginación?

– ¡Oh!, por mi imaginación han pasado todas las ideas.

– De modo que si yo te dijera…

– «Vamos», partiría sin vacilar.

– ¿Ahora?

– Ahora mismo. Tomaría en brazos a mi hija…

Pepa, encendida en amante impaciencia, miraba a su casa y a su amigo. Su alma, desligada de todo lo del mundo, fluctuaba entre dos objetos queridos, dos solos. León tuvo un momento de terrible lucha interior. Después hirió el suelo con el pie como los brujos antiguos cuando llamaban al genio tutelar.

– Pues te mando que me dejes partir solo y que me esperes – dijo al fin con resolución que tenía algo de heroísmo.

Pepa inclinó la frente con expresión de cristiana paciencia.

– Te lo mando así porque te quiero con el corazón; te lo mando así por egoísmo, porque no quiero destruir un hermoso sueño.

– Me someto – dijo Pepa, envolviendo su palabra en un gemido.

Sollozó sobre el pecho de su amigo. Después añadió:

– Pero fija un término, un término… Si me muero antes…

La idea de un morir prematuro estaba en su mente como una luz siniestra que de ningún modo se quería apagar.

– Fijaré un término. Te lo juro.

– Y pasado ese término…

– Pasado ese término… – repitió León, cuyo pecho respiraba difícilmente entre el nudo de aquella soga, ferozmente apretado por los demonios.

– Supón que Dios no quiera allanarnos el camino…

– Verás como lo allanará.

– ¿Y si no lo allana?

– Verás como sí lo allana.

– Pero… ¿y si no?

– Verás como sí.

– Diciéndomelo tú de ese modo, no sé por qué lo creo – dijo Pepa, acomodando mejor su cabeza sobre el pecho de su amigo, como la acomodamos en la almohada cuando empezamos a dormir. – Ahora, si quieres que me vaya contenta a mi casa, dime que me quieres mucho.

Su pasión tomaba un tono pueril.

– ¿No lo sabes?

– Que me querías hace tiempo.

– Que debí quererte desde que jugábamos cuando éramos niños, cuando nos pintábamos la cara con moras silvestres… – añadió León, estrujando la cabeza de oro.

– ¡Qué tiempos! – dijo Pepa, sonriendo como un bienaventurado en la gloria. – ¡Si pudiéramos hablar largamente de eso y recordarlo, pasando los recuerdos de memoria en memoria y las palabras de boca a boca!… ¡Si nuestra vida fuese ahora verdadera vida, y no estos momentos pasajeros, estos saltos horribles!… ¡Si pudiéramos hablar, reír, recordar, pensar cosas, decir disparates, reñir en broma, adivinarnos las ideas y los deseos!…

– Si pudiéramos eso…

– Pero no; hemos de separarnos. Separados hemos estado toda la vida, y ahora me parece que es la primera vez que te digo adiós. Tú, a ese caserón; yo, a mi palacio.

– Espérame con tu hija.

– ¡Oh!, ¡qué triste pensamiento me ocurre!… Si tardas mucho no te va a conocer cuando vuelvas. ¡Alma mía!, te tendrá miedo.

– Se acostumbrará pronto.

– Pero ¿no vuelves mañana a casa?

– ¿Para qué? ¿Para que una nueva despedida nos haga más amarga nuestra separación? Si te viera otra vez, quizás me faltaría valor.

– Mandaré a Monina a tu casa mañana.

– Sí, mándala.

León tosió secamente.

– ¡Hombre, por Dios! – exclamó Pepa, con amante solicitud, alzándole el cuello de la levita. – Que te constipas… hace frío… déjate cuidar… así…

– Gracias, querida mía. Es verdad que tengo frío.

– Pero qué, ¿nos separamos ya?

– Sí – dijo el matemático. – Ahora o nunca.

Pepa tuvo ya en sus labios las palabras pues nunca; pero no se atrevió a pronunciarlas.

– ¿Me escribirás con frecuencia, chiquillo?

– Todas las semanas.

– ¿Cartas largas?

– Largas y prolijas como el pensamiento del que espera.

– ¿A dónde te escribo?

– Ya te lo diré… Vamos hacia tu casa. No quiero que vuelvas sola. Nos separaremos allí.

– Acompáñame hasta la puerta del museo; por allí salí y por allí entraré.

Anduvieron un rato. León la rodeaba con su brazo derecho, y con la mano izquierda le estrechaba ambas manos.

– Está oscura la noche – dijo Pepa, obedeciendo a esas inexplicables desviaciones del pensamiento que se verifican cuando este actúa más fijamente en un orden de ideas determinado…

– ¿Estás contenta? – le preguntó León, queriendo dar al diálogo un tono ligero.

– ¿Cómo he de estarlo cuando te vas? Y sin embargo, lo estoy por lo que me has dicho. No sé lo que hay en mí de júbilo y pena al mismo tiempo. Yo digo «¡qué dicha tan inmensa!», y digo también «¡si me muero antes!…».

– En mí sucede lo mismo – replicó León sombríamente.

Llegaron a la puertecilla del museo.

– Adiós – dijo ella devorándole con sus ojos. – Adiós… ¡Todo mío!

– Hasta luego – dijo León con voz imperceptible, dándole dos besos. – Este para Monina, este para su mamá.

La puerta del museo, abierta, mostraba una escalera oscura. León empujó suavemente a Pepa hacia adentro y se alejó despacio. Ella volvió al umbral; él la saludó de lejos con la mano…

Poco después entraba en su casa, y, medio muerto de dolor, se revolcaba en el sillón de estudio como un enfermo, como un demente, no sabiendo si buscar en el llanto o en la desesperación honda el lenitivo de su corazón destrozado. No obstante, aún no había llegado el momento de que aquel vaso de reserva, que en su ancha capacidad contenía pasiones o ideas mil del género más turbulento, estallase atropellando todo lo que hallara delante de sí.

Capítulo XII. Donde se trata de la hidalguía castellana, de las leyes morales, de todo lo que hay de más venerando y de otras cosillas

La crisis porque pasaba la casa de Tellería continuaba sin resolución. Era tan grande el desastre, que parecía locura pensar en ponerle remedio, y sólo quedaba el recurso de disimularlo hasta donde fuera posible. Antes de llegar a una bochornosa declaración de pobreza, los histriones incorregibles apuraban todos los artificios para prolongar su reinado exterior; y si en sus soliloquios domésticos decían: «estamos sin criados; no hay tienda que quiera abastecernos; carecemos hasta de ese pan de la vanidad que se llama coche», públicamente era preciso hacer creer que todos estaban enfermos… ¡El marqués!, ¡ah!, sufría horriblemente de su reuma. La marquesa, ¡ah pobrecita!, se hallaba en un estado espasmódico muy alarmante… La familia toda gemía bajo el peso de una gran tribulación. No se recibía ni a los íntimos, no se daba de comer ni a los hambrientos, no se paseaba, no se iba ni a los estrenos ruidosos. La iglesia era lugar propicio para mostrarse con entristecido continente. ¿Qué cosa más edificante que ir a escuchar la palabra de Dios y derramar una lágrima delante de la que es consuelo de los afligidos? ¡Pobre Milagros! Los feligreses que la veían entrar y salir, dando con su compunción ejemplo a los más tibios, tributaban a su pena el debido homenaje, diciendo: – ¡Infeliz señora, cuánto ha padecido con sus hijos!

La tertulia de la San Salomó, refugio de la desgraciada familia, era una reunión escogida, de poco bullicio, a donde iban algunos poetas, guapísimas damas, media docena de beatos y otros que lo parecían sin serlo. Allí se hablaba mucho de Roma, se leía L’Univers y se recitaban versos muy cargados de perfume religioso, y entre los vapores sofocantes de tal incienso se excomulgaba a todo el género humano. Se anunciaba con anticipación cada discurso político de Gustavo Sudre para que se preparase a aplaudir la alabarda (no hay otra palabra) de uno y otro sexo; se fabricaban reputaciones de mancebos recién salidos de las aulas, y que ya eran cual un San Pablo, cual un San Ambrosio, bien un Tertuliano o un Orígenes, por lo que toca al talento, se entiende; en una palabra, la tertulia de San Salomó tenía ese marcadísimo carácter de club, que es un fenómeno muy atendible de la sociabilidad contemporánea. Las pasiones políticas han subido la escalera y rugen entre el placido aliento de las damas. Ya se conspira más en los salones que en los cuarteles, y hasta los demagogos encuentran de mal gusto las logias. La tertulia de que hablamos era, pues, un club de cierta clase, así como hay tertulias que son el Grande Oriente del doctrinarismo, y otras que lo son de la democracia.

La marquesa era joven, bonita, alta y bien distribuida de miembros, aunque un poco ajada; graciosa, amante de los versos, sobre todo cuando tenían mucha melaza mística y palabreo de cándidas tórtolas, palmeras de Sión, etc., furiosa enemiga de toda la cursilería materialista y liberalesca, y delirante por los discursos contra esa basura de la civilización moderna. Elegante y muy discreta, sabía hacer brevísimas las horas a sus fervorosos tertulios; tenía el don de salpimentar con gracia mundana y joviales conceptos el constante anatema que allí se fulminaba, y mantenía en su casa y en su mesa un delicioso confortamiento que agradaba a los patriarcas, a los poetas, a los San Agustines y a los San Ambrosios. Sin duda ellos perjuraban interiormente que eso de ser cenobita es mejor para dicho que para practicado. El marqués de San Salomó, hombre también que se hubiera dejado asar en parrilla antes que ceder ni un ápice de sus doctrinas, ¡vaya si tenía doctrinas!, era el menos asiduo en las tertulias. Iba mucho al teatro, al casino o a otros pasatiempos oscurísimos. De día recibía en su despacho a los toreros, caballistas, cazadores de reclamo, derribadores de vacas, y este sport burdo y de mal gusto, junto con las barrabasadas de sus compañeros de aventuras, constituía las tres cuartas partes de su conversación y de sus ideas. Era rico, y tenía asignada a su mujercita, a más de la partida de alfileres, otra no floja para los triduos y novenas. Había en la administración de la casa una cuenta corriente con el Cielo. De la que el marqués tenía abierta con las bailarinas, no es ocasión de hablar.

Aquella noche (y todos los datos comprueban que fue la noche del día, recuérdese bien, en que el marqués visitó a León Roch), la de Tellería hablaba animadamente con un señor viejo y engomado, caballero de no sabemos qué orden, varón inocentísimo, no obstante su jerarquía militar, pues era uno de esos generales que parecen existir para probarnos que el ejército es una institución esencialmente inofensiva.

– No intente usted consolarme, general. Estoy abrumada de pena… Usted ha dicho, en preciosos versos, que el corazón de una madre es tesoro inagotable de sufrimiento; pero el mío ya está hasta los bordes, el mío no puede resistir más, se rebosa.

– ¿Y de qué sirve la resignación cristiana, querida? – dijo aquel Marte, cuya inocencia envidiarían los querubines a quienes pintan sólo con cabeza y alas. – El Señor enviará a usted consuelos inesperados. ¿Y María, está resignada?

– ¿Cómo ha de estar ese ángel? ¡Pobre hija mía! ¡La crucificarán y no exhalará un gemido!… Dios permite siempre que los seres más virtuosos y más santos se vean sujetos a mayores pruebas. Como a mi adorado Luis, a María la quiere Dios para sí: a aquel le dio padecimientos físicos, a esta se los da morales.

– Cada día – dijo el general, haciendo un movimiento de horror que daba cómica ferocidad a su cara de arcángel con bigotes blancos – vemos que aumenta el número de los escándalos, de las miserias, de las desvergonzadas infamias… Cada día disminuye el respeto a las leyes divinas y humanas… No se ve un carácter entero, no se ve un rasgo caballeresco, no se ve más que descaro y cinismo… Juzgue usted, querida Milagros, a dónde llegará una sociedad que cada día, cada hora se aparta más de las vías religiosas… Pero no, ¡pese a tal!, aún hay santos, señora, aún hay mártires. Su hija de usted, abandonada cruelmente por su marido, a causa de su misma virtud, y precisamente por su inaudita virtud, precisamente por su virtud, repitámoslo mil veces, es un ejemplar glorioso, es más, es una enseña, una bandera de combate.

Era ciertamente una bandera de combate. En el salón había varios grupos, y en todos se hablaba de lo mismo. ¡Abandonarla sólo por la misma sublimidad de su virtud!… Esto merecía la ira del Cielo, esto clamaba venganza, un nuevo diluvio, la sima de Coré, Dathán y Abirón, el fuego de Sodoma, las moscas de Egipto, la espada de Atila… De todas estas calamidades, la que parece prevalecer hoy, cuando los extravíos de los hombres exigen enmienda, es la de las moscas de Egipto, pues esta muchedumbre picona es lo que más se asemeja a la cruzada de chismes, anatemas de periódico y excomuniones laicas con que la gente de ciertos principios azota a la humanidad prevaricadora.

– Si la separación hubiera sido por otros móviles… – decía un poeta a un periodista, – podría tolerarse… pero ya es un hecho evidente que León…

Siguió un cuchicheo mezclado de risillas. Dos viejas metían su hocico en el grupo para aspirar con delicia la atmósfera de maledicencia, más grata para ellas que el aroma de finísimas rosas.

– Hace tiempo que yo lo sospechaba – dijo la de San Salomó a un diputado que ocupaba el sillón arzobispal en el coro ultramontano. – Pepa Fúcar es una descocada. En esa casa de Fúcar la moral ha sido siempre un mito. El modo de hacer millones corre parejas con el modo de querer. Hay familias predestinadas.

– Sin duda las relaciones de León con Pepa son antiguas – dijo el diputado, que gustaba mucho de comer en casa de San Salomó, y que solía agradecerlo aceptando con aumento las insinuaciones malignas de la marquesa.

– Por lo que se sabe ahora y por ciertos datos que yo tenía – indicó Pilar, saludando con una mirada de reconvención a Gustavo, que a la sazón entraba, – puede asegurarse firmemente que son muy antiguas.

Después siguió hablando al oído de aquel digno hombre, que, a pesar de estar resuelto a no asombrarse de nada malo, no pudo ocultar su pasmo y perplejidad.

– ¡Hija de León! – murmuró.

No lejos de allí, el marqués de Tellería expresaba una idea nueva, enteramente nueva; una idea que salía de su boca entre alambicadas frases, que eran como los cuidados de que la rodeaba el cariño paternal. Esta idea era que todos somos iguales, que no hay nadie que sobresalga, que el mundo es horriblemente uniforme; que él (el marqués) va perdiendo la fe en la tradicional y proverbial caballerosidad del pueblo español…

– Se ve palpablemente la ruina y acabamiento de la sociedad – declaró el general-; y aún hay ilusos que no quieren creerlo, lo cual no empece que sea cierto… Observen ustedes un hecho, un hecho inconcuso…

Todos miraron al general, esperando la declaración de aquel hecho que podría parecer una batalla, según la expresión de valor negativo con que el general lo anunciaba.

– Observen ustedes este hecho. Siempre que hay un escándalo, un ruidoso escándalo, véase quién lo ha producido. ¿Quién lo ha producido? Pues un hombre sin religión, uno de esos homúnculos enfatuados y soberbios que insultan con su desprecio a la moral cristiana, y a quienes vemos por ahí haciendo gala de una fortaleza impudente, alzar la fronte e minacciar le stelle .

Un silencio solemne, señal del asentimiento más solemne aún de los circunstantes, acogió estas palabras. Entre el diputado arzobispal y un periodista trabose ligera disputa sobre si León Roch era un criminal de ligereza o criminal de perversión.

– Desengáñese usted – dijo el diputado, – la corrupción es general; pero si los que tienen fe están en situación de enmienda probable, y por consiguiente, en la posibilidad de salvarse, los racionalistas caminan a su completa ruina. Ellos han desquiciado este admirable edificio moral de la sociedad española; han derribado el templo, como Sansón, y como Sansón perecerán entre los escombros.

La de San Salomó y Gustavo hablaban en voz baja donde los demás no podían oírles.

– Es preciso, es indispensable – afirmaba ella – decirle la verdad a María.

– ¿La verdad?… No nos fiemos de apariencias. Yo no he formado aún juicio sobre la conducta de León. Mientras yo no le vea y le hable, nada diré a mi hermana.

– Pues se le dirá.

– Pues no se le dirá.

Pilar mostraba un empeño maligno, una impaciencia de mujer quisquillosa, de esas que creen carecer del aire respirable todo el tiempo que tardan en clavar su aguijón en el pecho de la amiga.

– Aseguro que se le dirá – añadió, mostrando las ventanillas de la nariz muy dilatadas, la mirada viva, demudado el color.

– En asuntos de mi familia, mi familia decidirá.

– ¡Oh!, también he decidido yo en asuntos de tu familia – dijo Pilar, dando al tu familia una entonación impertinente.

– No ha sido con mi aprobación – repuso Gustavo, que contenía en su pecho la ira.

Estaba pálido: su frente, su ceño, su seriedad hosca anunciaban tormentas pasadas. Tiempo vendrá de conocerlas.

– Me anuncia este padre de la patria – dijo Pilar alzando la voz – que no pronunciará mañana el discurso contra la totalidad del artículo veintidós.

Sonó un rumor de descontento.

– El presidente le concederá aplazar el turno.

– ¡Y yo que tengo las papeletas en casa!

– ¿Cuándo será?

– Este triste asunto de su hermana – dijo la de San Salomó, mirando a Gustavo con expresión de afectada pena – le ha trastornado el cerebro.

Gustavo se acercó al grupo en que estaba su madre.

– Serénate, chico – le dijo esta con acento cariñoso. – Todos padecemos tanto como tú; pero no nos falta paciencia.

– Pues a mí me falta.

– ¿Han tratado ustedes de averiguar la verdad de lo que se dice sobre el pobre león? – dijo a la de Tellería el diputado arzobispal, que en aquellos lugares asumía la autoridad de cien concilios.

– ¡Oh!, sí, no nos faltan datos. Hoy estuvo allá Agustín… le vio, quiso hacerle comprender su deber…

Siguió la conversación sobre este tema, sin más de notable que haber afirmado el marqués su creencia firmísima de que todos somos lo mismo. Después clareose considerablemente el grupo, porque Pilar atrajo mucha gente leyendo en voz alta un artículo de Luis Veuillot. Gustavo y su madre pasaron al gabinete inmediato.

– ¿Es cierto que papá ha estado hoy a ver a León?

– Ya lo has oído.

– Me temo que su viaje a Carabanchel llevaría otro objeto. Será una nueva ignominia…

– ¿Qué hablas ahí de ignominia, tonto Quijote?

– Sí – dijo Gustavo, revelando en los ojos su ira, – me temo que papá haya ido a postrarse a los pies de nuestro enemigo para pedirle…

– ¡Qué cosas tan horribles dices, hijo!… Nosotros, nosotros solicitar de ese…

– No me llamaría la atención. Estoy acostumbrado a ver cosas muy horrendas. No extrañe usted, mamá, que las vea en todas partes. Yo visitaré a León, yo le hablaré. Quién sabe si no es tan culpable como le suponen… Hay en el mundo equivocaciones atroces, y así como es indudable que no todos los que pasan buenos lo son, otros… Si realmente ha abandonado a mi hermana para vivir con otra mujer, nuestras relaciones con él deben concluir. Será un extraño para nosotros. ¡Qué cosa tan infame, tan infernal, haber recibido ciertos favores de tal hombre, y no poder arrojarle a la cara…!

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
530 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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