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Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 2

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– Aquí no salimos de paradojas.

– Es la verdad pura.

– Vivimos en el país de los vice-versas.

– No exageremos, no exageremos, señores – dijo el marqués, removiéndose y tomando el tono particularísimo que reservaba para su protesta favorita, que era la protesta contra la exageración. – Aquí abusamos de las palabras, y calificamos a los hombres con mucha ligereza. La envidia por un lado, la ignorancia… Qué, ¿qué hay?

Esto lo dijo interrumpiendo su discurso y mirando con expresión de miedo a un criado que hacia los tres avanzaba apresuradamente.

– La señorita llama a vuecencia. Está mala otra vez.

– Vamos, mi hija está hoy de vena – dijo el marqués de mal humor, levantándose. – Ustedes me preguntarán que qué tiene Pepa, y yo les diré que no lo sé, que no sé nada absolutamente. Voy a verla.

Sus dos amigos callaban, mirándole partir. El marqués de Fúcar andaba lentamente a causa de su obesidad. Había en su paso algo de la marcha majestuosa de un navío o galeón antiguo, cargado de pingüe esquilmo de las Indias. También él parecía llevar encima el peso de su inmensa fortuna, amasada en veinte años, de esa prosperidad fulminante que la sociedad contemplaba pasmada y temerosa.

Capítulo IV. Siguen los panegíricos dando a conocer en cierto modo el carácter nacional

Frente a la gruta donde los bañistas tragaban vaso tras vaso, ávidos de corregir el oidium de su naturaleza, había una glorieta. Eran las diez, hora en que escaseaban ya los bebedores, y un nuevo grupo se había instalado en aquel ameno sitio. Formábanlo D. Joaquín Onésimo, León Roch y Federico Cimarra, que oprimía los lomos de una silla, caballero en ella, y haciéndola crujir y descoyuntarse con sus balanceos.

– ¿Sabes tú, León, lo que tiene la hija de Fúcar?

– Anoche se retiró temprano del salón. Está enferma.

Después de decir esto León miró atentamente al suelo.

– Pero su enfermedad es cosa muy rara, como dice el marqués – añadió Onésimo. – Veamos los síntomas. Ya saben ustedes que colecciona porcelanas. El mes pasado, cuando volvía de París, estuvo dos días en Arcachón. Las hijas del conde de la Reole le regalaron tres piezas de Bernardo Palissy. Dicen que son muy hermosas. A mí me parecen loza de Andújar. Además, trajo de París ocho piezas de Sajonia, de una belleza y finura que no pueden ponderarse. Estas obras de arte parecían ocupar por entero el ánimo de Pepa. No hablaba más que de sus porcelanas. Las guardaba, las sacaba sesenta y dos veces al día. Pues bien: esta mañana cogió los cacharros, subió a la habitación más alta de la fonda, abrió la ventana y los tiró al corral, donde se hicieron treinta mil pedazos.

Federico miró a León Roch, que sólo dijo:

– Sí, ya lo oí contar.

– Ayer tarde – prosiguió Onésimo, – cuando volvíamos de la gruta (que, entre paréntesis, tiene tan poco que ver como mi cuarto), se le cayó una de las gruesas perlas de sus pendientes de tornillo. La buscamos; al fin la distinguí junto a una piedra; me abalancé a cogerla, como era natural; pero, más ligera que yo, púsole el pie encima… y la aplastó, diciendo: «¿para qué sirve eso?». Además, cuentan que ha hecho un picadillo de encajes. ¿Pero no la vieron ustedes anoche en el salón? Yo juraría que está loca.

León no dijo nada, ni Cimarra tampoco.

– ¿Saben ustedes – añadió el fanal de la administración – que va a estar fresco el que se case con esa niña? ¡Qué educación, señores, pero qué educación! Su padre, que tan bien conoce el valor de la moneda, no le ha enseñado a distinguir un billete de mil pesetas de una pieza de dos. Es una alhaja la señorita de Fúcar. Ya me habían dicho que era caprichosa, despilfarradora; que tiene los antojos más ridículos y cargantes que pueden imaginarse. ¡Pobre marido y pobre padre!… Si al menos fuera bonita; pero ni eso… Ya le dará disgustos a D. Pedro. Luego no quieren que truene yo y vocifere contra estos hábitos modernos y extranjerizados que han quitado a la mujer española su modestia, su cristiana humildad, su dulce ignorancia, sus aficiones a la vida reservada y doméstica, su horror al lujo, su sobriedad en las modas, su recato en el vestir. Vean ustedes las tarascas que nos ha regalado la civilización moderna. Comprendo la aversión al matrimonio que va cundiendo, y que, si no se ataja, obligará a los gobiernos a dar una ley de novios y una ley de casamientos, estableciendo un presidio de solteros.

– ¡Graciosísimo! – exclamó Cimarra, poniendo bruscamente su mano sobre el hombro de León. – Del carácter y de las rarezas de Pepa podrá hablarnos este, que la conoce desde que ambos eran niños.

León dijo fríamente:

– Si la enfermedad y las rarezas de Pepa consisten en romper porcelanas y destrozar vestidos, no importa. El marqués de Fúcar es bastante rico, inmensamente rico, cada día más rico.

– Sobre este tema – indicó el fénix burocrático, – sobre la colosal riqueza del señor marqués, la frase más característica la debemos al amigo Cimarra, que es el hombre de las frases.

– Yo no he dicho nada, nada, de D. Pedro Fúcar – replicó Federico con aspavientos de honradez.

– ¡Lengua de escorpión! ¿No fue usted el que en casa de Aldearrubia… yo mismo lo oí… a propósito de la escandalosa fortuna de Fúcar, soltó esta frase: «Es preciso escribir un nuevo aforismo económico que diga: ‘La bancarrota nacional es una fuente de riqueza’»?

– ¡Eso se puede decir de tantos! – manifestó León.

– De muchos, de muchísimos – dijo Cimarra prontamente. – Como Fúcar ha labrado su rica colmena en el tronco podrido del Tesoro público… ¿qué tal la figura?… pues digo que, habiendo centuplicado su fortuna en las operaciones con el Tesoro, no será el único a quien se podrá aplicar aquello de la bancarrota nacional…

El señor de Onésimo se turbó breve instante. Mas reponiéndose, añadió:

– Yo he oído hacer a usted, querido Cimarra, un despiadado análisis de los millones del marqués de Fúcar. A los hombres de ingenio se les perdona la murmuración… No venga usted con arrepentimientos; ya sé que ahora es usted muy amigo de su víctima de aquel a quien supo pintar, diciendo: «Es un hombre que hace dinero con lo sólido, con lo líquido y con lo gaseoso, o lo que es lo mismo, con los adoquines, con el vino de la tropa y con el alumbrado público. El tabaco de sus contratas es de un género especial, teniendo la ventaja de que si amarga en la boca, puede servir para leña; y también son especiales su arroz y sus judías, las cuales se han hecho célebres en Ceuta: los presidiarios las llamaban píldoras reventonas del boticario Fúcar».

– Hablar por hablar – replicó Cimarra. – Sin embargo de esto, yo aprecio mucho al marqués. Es un hombre excelente. Todos hemos dado algún alfilerazo al prójimo.

– Ya sé que esto es pura broma. Aquí se sacrifica todo al chiste. Somos así los españoles. Desollamos vivo a un hombre, y en seguida le apretamos la mano. No critico a nadie; reconozco que todos somos lo mismo.

El marqués de Fúcar apareció en la glorieta.

– ¿Y Pepa? – le preguntó León.

– Ahora está muy contenta. Pasa de la tristeza a la alegría con una rapidez que me asombra. Ha llorado toda la mañana. Dice que se acuerda de su madre, que no puede echar del pensamiento a su madre… qué sé yo… no la entiendo. Ahora quiere que nos vayamos de aquí, sin dejarme tomar los baños. Yo no quería venir, porque me apestan estos establecimientos horriblemente incómodos de nuestro país. ¡Caprichos, locuras de mi hija! De buenas a primeras, y cuando nos hallábamos en Francia, se le puso en la cabeza venir a Iturburúa. Y no hubo remedio… a Iturburúa, a Iturburúa, papá… ¿Qué había yo de hacer?… Al fin, ya me había acostumbrado a esta vida ramplona, y la verdad, tanto como me contrarió venir, me contraría marcharme sin haber tomado siquiera seis baños… Eso sí, aguas como estas no creo que las haya en todo el mundo… ¿Y a dónde vamos ahora? Ni hay para qué pensarlo, porque las genialidades y los arrebatos de mi hija burlan todos los cálculos… Apenas tengo tiempo de pedir el coche-salón… Pepa está tan impaciente por marcharse como lo estuvo por venir… Ha de ser pronto, hoy mismo, mañana temprano a más tardar, porque estas montañas se le caen encima, y se le cae encima la fonda, y también el cielo se viene abajo, y le son muy antipáticos todos los bañistas, y se muere, y se ahoga…

Mientras D. Pedro expresaba así, con desorden, su paterno afán, los tres amigos callaban, y tan sólo Onésimo aventuró algunas frases comunes sobre las perturbaciones nerviosas, origen, según él, de aquellas y otras no comprendidas rarezas que a la más bella porción del género humano afligen. El marqués tomó del brazo a Federico Cimarra, diciéndole:

– Querido, hágame usted el favor de entretener un rato a Pepa. Ahora está contenta, pero dentro de un rato estará aburridísima. Ya sabe usted que se ríe mucho con sus ocurrencias ingeniosas. Ahora me dijo: «Si viniera Cimarra para murmurar un poco del prójimo…». Bien comprende que es usted una especialidad. Vamos, querido. Ahora está sola…

Adiós, señores; me llevo a este bergante, que hace más falta en otra parte que aquí.

Quedáronse solos D. Joaquín Onésimo y León Roch.

– ¿Qué piensa usted de Pepa? – preguntó el primero.

– Que ha recibido una educación perversa.

– Eso es: una educación perversa… Y ahora que recuerdo… ¿es cierto que se casa usted?

– Sí, señor… Llegó mi hora – dijo León sonriendo.

– ¿Con María Sudre?…

– Con María Sudre.

– ¡Lindísima muchacha!… ¡Y qué educación cristiana! Francamente, amigo, es más de lo que merece un hereje.

Benévola palmada en el hombro de León terminó este corto diálogo.

Capítulo V. Donde pasa algo que bien pudiera ser una nueva manifestación del carácter nacional

Había avanzado la noche, y el modesto sarao de los bañistas principiaba a desanimarse. Los últimos giros de las graciosas parejas se extinguieron en los costados del salón, como los últimos círculos del agua agitada mueren en las paredes del estanque; se deshicieron aquellos abrazos convencionales que no ruborizan a las doncellas, y al fin tuvo la condescendencia de callarse el piano homicida que dirigía con su martilleante música el baile. No faltó una beldad que quisiera prolongar aún la velada sacando de las cuerdas del instrumento un soporífero Nocturno, que es la más insulsa y calamitosa música entre todas las malas; pero este alarde de ruido elegíaco duró felizmente poco, porque las madres se impacientaron y alegres tribus de señoritas empezaron a desfilar sobre el piso de madera lustrosa. Resbalaban con agrio chirrido las patas de las sillas; al pío-pío de la charla juvenil se unía un sordo trompeteo de toses. Las bufandas se arrollaban como culebras en la garganta carcomida de los hombres graves, oradores, abogados y políticos, que eran la flor y el principal lustre del establecimiento.

En la pieza inmediata, las fichas abandonadas y revueltas del tresillo y del ajedrez hacían un ruido como de falsos dientes que riñen unos contra otros fuera de la encía. Las toses y carraspera arreciaban con la salida de los últimos, que eran los más viejos, y después, aquel murmullo compuesto de chácharas juveniles y del lúgubre quejido de la decrepitud prematura, que a lo más florido de la actual generación aqueja, se fue perdiendo en el largo pasillo, luego atronó la escalera y se extinguió poco a poco, distribuyéndose en las habitaciones del edificio celular. Podía existir la ilusión de considerar a este como un gran órgano, en el cual, después de que la gran sinfonía tocada por el viento volvía cada nota, profunda o aguda, a su correspondiente tubo.

En la sala del tresillo estaba el marqués de Fúcar leyendo periódicos. Su postura natural para este patriótico ejercicio era altamente tiesa, manteniendo el papel a bastante distancia y ayudando su vista con los lentes, que colocaba casi en la punta de la nariz y le oprimían las ventanillas. Si tenía que mirar a alguien, miraba por encima y por los lados de los vidrios. Frecuentemente reía en voz alta durante la lectura, sin dejar de leer, porque era muy sensible al aguijón punzante del epigrama, sobre todo si, como es frecuente en nuestra prensa, el aguijón estaba envenenado.

A su lado leían otros dos. En el salón grande cuatro o cinco hombres charlaban, reclinados perezosamente en los divanes. Federico Cimarra, después de pasear un rato con las manos metidas en los bolsillos, entró en la sala de tresillo a punto que el marqués de Fúcar apartaba de sí el último periódico y arrancaba de su nariz los lentes para doblarlos y meterlos en el bolsillo del chaleco.

– ¡Qué país, qué país! – exclamó el ilustre negociante, conservando en su fresco rostro la sonrisa producida por el último chiste leído. – ¿Sabe usted, Cimarra, lo que me ocurre? Aquí todo el mundo habla mal de los políticos, de los gobiernos, de los empleados de Madrid… pues voy creyendo que Madrid, los empleados, los gobiernos y la gavilla de políticos, como dicen, son lo mejor de la nación. Malos son los elegidos; pero creo que son más malos los electores.

– Donde todo es malo – dijo Federico, con frialdad filosófica que podría pasar por el sarcasmo de un corazón muerto y de una inteligencia atrofiada, metidos ambos dentro de un cuerpo enfermo, – donde todo es malo, no es posible escoger.

– Y la causa de todos los males es la holgazanería.

– ¡La holgazanería!, es decir, la idiosincrasia nacional; mejor dicho, el genio nacional. Yo digo: holgazanería, tu nombre es España. Poseemos grande agudeza, según dicen; yo no la veo por ninguna parte. Somos todos unos genios; yo creo que lo disimulamos…

– ¡Oh! Si hubiera gobiernos que impulsaran el trabajo…

Cimarra puso una cara muy seria: era su modo especial de burlarse del prójimo.

– ¡El trabajo!… Ya ni siquiera sabemos tejer paño pardo. Van desapareciendo las alpargatas, los botijos son cada vez más raros, y hasta las escobas vienen ya de Inglaterra… Pero nos queda la agricultura. ¡Ah!, este es el tema de los tontos. No hay un solo imbécil que no nos hable de la agricultura. Yo quiero que me digan qué agricultura puede haber donde no hay canales, y cómo ha de haber canales donde no hay ríos, y cómo ha de haber ríos donde no hay bosques, y cómo ha de haber bosques donde no hay gente que los plante y los cuide, y cómo ha de haber gente donde no hay cosechas… ¡Horrible círculo del cual no se sale, no se sale!… Cuestión de raza, señor marqués… Esta es una de las pocas cosas que son verdad: la fatalidad de la casta. Aquí no habrá nunca sino comunismo coronado por la lotería… este es nuestro porvenir. Que el Estado administre toda la riqueza nacional y la reparta por medio de rifas… ¿Qué tal?, esto sí que tiene sombra… ¡Oh! Verá usted, verá usted… ¡Magnífico! Este es un ideal como otro cualquiera. Consúltelo usted con D. Joaquín Onésimo, que pasa por una lumbrera de la Administración, y es, a mi juicio, una de las mayores calabazas que se han criado en esta tierra.

– ¿No está por ahí? – dijo Fúcar, riendo y mirando en derredor. – Que venga para que oiga su apología.

– Está hablando del orden social con D. Francisco Cucúrbitas, otra gran eminencia al uso español. Es de esos hombres que hablan mucho de administración y de trámites, es decir, de expedientes… ¡Oh!, ¿qué sería del mundo sin expedientes? Dios ha criado a estos señores para realizar el quietismo social, que después de todo, no es malo… Nada, señor marqués: mi sistemita de comunismo y rifas. Las contribuciones lo recogen todo y la lotería lo reparte. ¡Pistonudo! ¿Sabe usted, amigo, que aquí se aburre uno lindamente?

Durante la pausa que siguió a esta frase, acercose Federico a la puerta del salón para llamar a los que aún quedaban en él; después volvió junto al marqués, y sacando de su bolsillo una baraja, la arrojó sobre la mesa. Las cartas se extendieron, pegadas unas a otras y resbalando como una serpiente cuadrada.

– ¡Hombre, también aquí! – dijo Fúcar con expresión de disgusto.

Cimarra volvió al salón que ya estaba apagado. Empujados por él entraron cuatro caballeros. León Roch se paseaba solo en el salón, medio a oscuras. Después de hablar en voz alta con el mozo, Cimarra tomó el brazo de su amigo y paseó con él un rato. Entre los dos se cruzaron palabras apremiantes, agrias; pero al fin León subió a su cuarto, bajando diez minutos después.

– Toma, vampiro – dijo con desprecio a su amigo dándole monedas de oro.

Después se quedó solo. Acercándose a la puerta de la sala de tresillo, pudo ver el cuadro que en el centro de esta había, formado por seis personas, algunas de las cuales tenían un nombre no desconocido para la mayoría de los españoles. Es verdad que había entre ellos quien gozaba de reputación poco envidiable; pero también había alguien que la ganara ventajosa con sus bellos discursos, en los cuales no faltaban palabrejas muy sonoras contra el desorden social, los vicios y la holgazanería. El marqués de Fúcar era, de los allí presentes, el único que parecía tomar la ocupación como un verdadero juego, y apuntaba sonriendo las cartas, acompañando de picantes observaciones cada pérdida o ganancia. Cimarra, con el sombrero en la corona, el ceño fruncido, los ojos atentos y brillantes, la expresión entre alelada y perspicua, con cierta seriedad de adivino o de estúpido, tallaba. Sus delicados labios murmuraban a cada instante sílabas oscuras, que un inocente habría tomado por fórmulas de evocación para atraer espíritus. Era el tenebroso lenguaje del jugador, el cual, con gruñidos o sólo con el ardiente resuello, mantiene un diálogo febril con las cuarenta personas de cartón que se deslizan entre sus manos, y ora le sonríen, ora se mofan de él con horripilantes visajes.

La contienda con el azar es una de las luchas más feroces a que puede entregarse el hombre inteligente. La casualidad, que es el giro libre y constante de los hechos, no ha de ser hostigada; no se la puede mirar cara a cara; jugar con ella es locura. Revuélvese con las contorsiones y la fuerza del tigre, y ataca y destroza. Sus caricias, pues también las tiene, despiertan en el hombre un hondo anhelo que le consume como llama interior. El espíritu de este se pierde y delira con sueños semejantes a los del borracho, porque el ideal indeciso de aquella misma casualidad que con él forcejea, le penetra todo y hace de él una bestia. Atleta furibundo y desesperado en las tinieblas, el jugador es víctima de pesadilla horrenda, y se siente lanzado en una órbita dolorosa, como piedra que voltea en la honda sin salir nunca de ella.

El marqués decía a cada rato:

– Señores, que es tarde; que tenemos que madrugar. Bueno es divertirse un poco; pero no exageremos…

Capítulo VI. Pepa

León Roch no quiso ver más y salió del salón y del establecimiento. La noche tibia y calmosa convidábale a pasear por la alameda, donde no había alma viviente ni se oía otro ruido que el de los sapos. Después de dar cuatro vueltas, creyó distinguir una persona en la más próxima de las ventanas bajas. Era una forma blanca, mujer, sin duda, que apoyando su brazo derecho en el alféizar, mostraba el busto. León se acerco, y viendo que la forma no se movía se acercó más. Habría esta parecido una estatua de mármol, a no ser por el pelo oscuro y el movimiento de la mano, que jugaba con las ramas de una planta cercana.

– Pepa – dijo él.

– Sí, soy yo… Aquí me tienes hecha una romántica, mirando a las estrellas… Es verdad que no se ve ninguna; pero lo mismo da.

– Está muy negra la noche; no te había conocido – dijo León poniendo sus dedos en el antepecho de hierro. – La humedad puede hacerte daño. ¿Por qué no cierras? No esperes a tu padre. Ese ladrón de Cimarra ha puesto banca. Allí están entretenidos… Retírate.

– Hace calor en el cuarto.

León no pudo distinguir bien, por ser oscurísima la noche, las facciones de la hija de Fúcar; pero observaba la fisonomía de la voz, que suele ser de una diafanidad asombrosa. La voz de Pepa gemía. Su cabeza, echada hacia atrás, se apoyaba en la madera de la ventana. Tenía en la mano una flor (a León le pareció una rosa) de palo largo. A cada instante se lo llevaba a la boca, y arrancando un pedacito, lo escupía. León vio todo esto, y comprendiendo la necesidad de decir algo apropiado al momento, buscó en su mente, rebuscó; pero no hallando nada, nada dijo. Ambos estuvieron callados un rato, León atento e inmóvil, con ambas manos fijas en el frío antepecho, ella arrancando y escupiendo palitos.

– Se cuentan de ti estos días no pocas rarezas, Pepa – indicó él, considerando que para llegar a decir algo de provecho era preciso empezar diciendo una tontería. – Dicen que rompiste las porcelanas, que cortaste en pedazos los encajes, no sé qué encajes…

– ¡Qué tipo!… – exclamó Pepa, rompiendo a reír con un desentono que hizo temblar a León. – La pobre señora no sale de las sacristías… ¿No entiendes?… parece que eres idiota. Hablo de tu futura suegra, de la marquesa de Tellería… Cuando estuve en la playa de Ugoibea tuve el gusto de verla. Me contaron las picardías que habló de mí. Lo de siempre… que soy muy mal criada; que derrocho; que tengo modales libres y hábitos chocantes… chocantes, justamente… ¡La pobre señora ha cambiado tanto desde que empezó a marchitarse su hermosura!… Ya se ve: no se puede llevar una vida mundana cuando se tiene un hijo santo… Pues qué, ¿no te has enterado?, ¿no sabes que Luis Gonzaga, el hermano gemelo de tu novia, el que está de colegial en el Sagrado Corazón de Puyoo, tiene fama de ser un ángel con sotana? Chico, vas a vivir en medio de la corte celestial. Hasta tu suegra usa cilicio. ¿No lo crees?, pues créelo, porque lo han dicho sus amantes.

Al decir esto, Pepa escupió un palito de rosa con tanta fuerza, que fue a chocar en la frente de León.

– Pepa – indicó este con enojo. – No me gusta que las personas que estimo hablen así de una familia respetable.

– Se puede hablar de mí y llamarme loca, voluntariosa… Yo no puedo hablar… es verdad. En mí todo es informalidad, desenfreno, desorden, ignorancia… Pasemos a otra cosa. León, sentí mucho no ver cara a cara a tu futura esposa, María Egipcíaca. Dicen que está muy guapa: siempre fue guapa. En Ugoibea sale poco: ella y su tontísima mamá se van solas a tomar los aires puros. Cuentan que están muy tronadas; pero tú eres rico, y el marqués… ¡Oh!, dicen que es el único mentecato que no ha logrado hacerse un puesto en la política.

– Pepa, por Dios, no digas disparates. Me lastimas en lo más delicado con tu charla imprudente.

Pepa seguía escupiendo palos. El tallo de la rosa estaba reducido a la cuarta parte.

– Sí soy yo muy mal educada – dijo con amarga ironía. – Además ahora han descubierto que tengo muy mal corazón, un corazón cruel, un carácter rebelde y caprichoso…

– Eso no es verdad; pero has de hacer lo posible para que la gente no lo crea.

– Sí, mucho cuidado me da a mí la gente. ¿Acaso yo necesito de nadie?

– ¡Qué orgullosa eres!

– Dicen que no encontraré un hombre razonable que se case conmigo – exclamó, repitiendo el desentonado reír que parecía una conmoción espasmódica. – Esto como que da a entender que hay hombres razonables… Yo no soy de esas que se fingen santas y modestas para encontrar marido… Por mi parte, aseguro desde hoy que no me casaré con ningún sabio… Me repugnan los sabios. La suprema felicidad consiste en tener mucho dinero y casarse con un tonto.

– Veo que esta noche estás de humor de disparatar – le dijo León familiarmente. – Tú no crees lo que dices, y tus ideas son mejores que tu lenguaje.

Ya porque sus ojos se habituaran a la oscuridad, ya porque aclarase un poco la noche, León empezó a distinguir las facciones de Pepita Fúcar destacándose en el negro cuadrado de la ventana como la figura borrosa y pálida de un lienzo antiguo. La blancura de su tez, sus cabellos bermejos, la viveza de sus ojos pequeñuelos, en cuyas pupilas brillaba una brasa diminuta, el mohín mimoso de sus labios, la graciosa ferocidad de sus dientes partiendo palitos, y principalmente su enfado, casi la hacían aparecer bella estando algo distante de serlo.

– A otros podrías hacerles creer que tienes esas ideas extravagantes – dijo León-; pero no a mí, que te conozco desde que éramos niños, y sé que tu corazón es bueno. Una madre cariñosa habría formado en ti ciertos hábitos de que careces y corregido muchos defectos que te hacen parecer peor de lo que eres; pero has vivido en gran abandono; pasaste la niñez entre personas mercenarias y después, en la edad en que se forma el carácter y se hace, por decirlo así, la persona, tu padre te lanzó bruscamente a la vida en un torbellino de lujo, de frivolidades y riquezas. De tus caprichos hizo leyes, y no supo o no quiso poner tasa a tus genialidades dispendiosas. Tú sabes mejor que yo lo que ha sido tu palacio durante mucho tiempo, un maremágnum de desorden, la anarquía doméstica en su último grado. Confiada a ti alguna vez la dirección de tu casa, los criados se convertían en señores. Fue preciso que los extraños te llamasen la atención para que comprendieras el saqueo infame que allí reinaba, y echases de ver que te consumían en una semana los fondos de un trimestre. Tu padre, ocupado en ganar dinero, no pensó en enseñarte a conocer su valor, porque tu padre es también un delirante, un insensato que no piensa más que en los negocios, así como el jugador no piensa más que en la carta que ha de venir… ¡Pobre Pepa, tan rica y tan sola!… Ahora me explico muchas excentricidades de tu vida que el público comentaba de un modo desfavorable para ti y en las cuales yo te disculpo, sí, te disculpo… Hiciste construir una gran estufa en tu jardín, y una vez armada, la mandaste quitar de la fachada de Oriente para ponerla en la del Norte. Concluida de poner estaba, cuando la hiciste desmontar y la cambiaste por una colección de porcelanas. En un mismo año variaste tres veces todo el mueblaje y tapicería de tus habitaciones, y hoy comprabas bronces, tallas y telas carísimas, para venderlo todo mañana por la cuarta parte de precio. En tus viajes has gustado de comprar preciosidades, pero no en tanto número como las chucherías sin arte, ni elegancia, ni valor alguno. Reuniste una colección de pájaros para regalarlos después uno por uno. He oído contar que solicitada por otros deseos y antojos, estuviste dos días sin echarles de comer. Estableciste en tu casa un fotógrafo para que te sacara vistas del jardín, de la escalera y retratos de los caballos, y en tanto que así protegías las artes, no había en tu casa un solo libro, ni uno solo, como no fuera algún almanaque estúpido o alguna mala novela que pedías prestada a tus amigas. Haces limosna, amparas a los desvalidos, porque tienes un corazón excelente; pero oye cómo son tus caridades; es preciso que oigas esto, Pepa, y que luego medites. Un día se te presentó una mujer que pedía para celebrar una novena: sacaste de tu gaveta dos mil reales y se los pusiste en la mano. El mismo día se te presentó, la viuda de un albañil muerto en las obras de tu palacio, la cual se quedó con cinco hijos y sin recursos: a esa le diste un duro. No conoces el valor ni la extensión de las penas humanas, ni alcanzas la medida de las necesidades. Gran peligro es no ver jamás el fondo de esa arca de dinero en la cual metes sin cesar la mano para satisfacer tus gustos a cada instante renovados. ¡Pobre Pepilla!… No extrañes que use contigo este lenguaje, un poco duro, muy distinto de las adulaciones que oyes sin cesar, pero es sincero, leal y está inspirado en el deseo de tu bien. Es el lenguaje de un hermano que quiere verte corregida y en camino de ser feliz… porque temo por ti, Pepa, temo que han de venir para ti días muy amargos y hechos graves que te enseñarán con abrumadora prontitud y realidad lo que aún no sabes. La realidad, cuando hemos descuidado sus lecciones, viene súbitamente a sorprendernos en medio de los goces, y nos instruye a golpes… Tengo un sentimiento profundísimo al verte tan descarriada, tan sola, querida Pepa, en medio de este frío páramo de tus riquezas, y no poder conducirte fuera, porque nuestros destinos son distintos: a ti y a mí nos ha llevado Dios por sendas diferentes. Tengo un sentimiento grande, y si quieres que te lo diga claro, como deben decirse las cosas, te tengo lástima, sí, lástima… Yo te estimo, te aprecio mucho. ¿Cómo he de olvidar que hemos jugado juntos en nuestra niñez, que nos hemos tratado en todas las épocas de nuestra vida y aun… ¿por qué no decirlo?, que hemos tenido el uno para el otro estas inclinaciones superficiales, pasajeras, que nos hacen novios a los ojos del vulgo?… Esto no puede olvidarse. Siempre he sido y seré siempre para ti un buen amigo.

Pepa pilló fuertemente entre sus dientes el palo ya muy mermado de la flor, y tirando de esta la deshojó. Volaron las hojas en la ventana, y algunas fueron a posarse en la barba y cabeza del joven que hablaba. Después, Pepa se llevó su pañuelo a la boca.

– ¡Sangre! – dijo León cogiéndole la mano que oprimía el pañuelo.

– Es que me he clavado una espina en el labio – dijo Pepa, con voz tan hondamente transfigurada, que León Roch se estremeció de pena.

Después de una breve pausa, la de Fúcar volvió a hablar, y con acento más seguro, dijo:

– ¿Sabes que en tu nueva casa vas a estar divertido?…

– ¿Por qué?

Pepa rió, oprimiendo con las dos manos su seno agitado.

– Porque cuando tu cuñado Luis Gonzaga, el que está aprendiendo para misionero, empiece a echar sermones por un lado, y tú empieces a soltar herejías por otro, no habrá quien pare en la casa. León, lo dicho dicho, eres un sabio insoportable, y tu talento da náuseas.

– Ya sé que el verdadero juicio tuyo sobre mi persona no es tan poco benévolo.

Pepa se inclinó un poco hacia afuera. León sintió próximo a su rostro un aliento abrasado que le quemaba como una lámpara cercana.

– El que no ha estudiado otra ciencia que la de las piedras – dijo Pepa con la voz más amarga que puede oírse – es un idiota.

– Tal vez eso sea verdad… Ahora, querida Pepa, amiga a quien profeso un cariño puro y fraternal, dame tu mano.

Pepa se puso bruscamente en pie.

– Dame tu mano y despídete de mí lealmente… ¿No te dice tu corazón que algún día necesitarás de mí… quizás un leal consejo, quizás esa ayuda que los desgraciados se prestan unos a otros en los inevitables naufragios de la vida?

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
530 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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