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Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 3

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Pepa arrojó con violencia los restos de la rosa, cuyo roído tallo fue a azotar la frente del joven. Este creyó sentir un latigazo.

– ¡Yo necesitar de ti…! – exclamó. – ¡Vanidoso!… Verdaderamente me pareces un estúpido… Puede ser que si algún día veo que se me acerca un pedante dando el brazo a una simplona, le pregunte: «¿quién es usted?». ¡Despedirme de ti! Bueno: lo mismo me da que sea hasta mañana o hasta la eternidad.

– Como tú quieras – dijo León, alargando su mano. – Adiós. Te vas mañana con tu padre. Yo no voy a Madrid por ahora. Quizás no nos veamos en mucho tiempo.

Pepa le volvió la espalda con brusco movimiento, y desapareció en las tinieblas de su cuarto. León miraba hacia dentro sin ver nada. Perfume delicado y tan ligero que parecía una ilusión del olfato era lo único que de la persona de la marquesita de Fúcar había quedado en la ventana junto al sabio perplejo. Era como un hueco conservando la forma de la figura ausente.

– Pepa, Pepilla… – dijo León con acento cariñoso.

Pero no tuvo respuesta ni distinguió nada en aquel cuadro de tinieblas profundas. Después oyó un débil gemido. Largo rato estuvo en la ventana llamando a intervalos sin obtener contestación. Pero los gemidos seguían, anunciando que en el fondo de aquella oscuridad existía un dolor.

Esperó más; al fin se alejó paso a paso turbado como un pecador y tétrico como un asesino.

Capítulo VII. Dos hombres con sus respectivos planes

Tropezó con un bulto, sintiendo al mismo tiempo fuerte palmetazo en el hombro, acompañado de estas palabras: «¡La bolsa o la vida!».

– Déjame en paz – dijo León apartando a su amigo y siguiendo adelante.

Pero Cimarra se pegó a su brazo y le retuvo, haciéndole girar sobre un pie. Por un instante se habría podido ver en aquel grupo el paso vacilante y el vaivén de un grupo de borrachos. Pero suposición tan fea se hubiera desvanecido al oír a Cimarra, el cual, muy serio, ceñudo y con la voz ronca y airada, dijo a su amigo:

– ¡Suerte deliciosa!… Estoy luciéndome en Iturburúa.

– Déjame, tahúr – replicó León con ira, sacudiendo el brazo en que hacia presa su amigo. – No tengo humor de bromas ni intención de prestarte más dinero… ¿Se ha retirado del juego el marqués de Fúcar?

– Ahora va a su cuarto. Es hombre de una suerte abrumadora. Así está el país… ¡Infeliz España!… Solís ha ganado mucho. Desde que le han hecho gobernador de provincia tiene una suerte loca; las víctimas somos Fontán, el jefe de la Caja de X… y yo… Es temprano, León, sube a tu cuarto y trae guita.

León no dijo nada porque su espíritu estaba en gran confusión y desasosiego, muy distante de la esfera innoble en que el de su amigo se agitaba.

En vez de subir, como Federico quería, entró con él en la sala de juego. Una de las víctimas antes mencionada roncaba en un diván. La otra se disponía a salir con gesto y voz que indicaban un humor de todos los demonios, andando perezosamente y tomando precauciones contra el fresco de la noche.

Los dos amigos se quedaron solos.

– No juego – dijo León bruscamente.

Conociendo el genio poco voluble de León Roch, Cimarra pareció resignarse, y sentado junto a la mesa acariciaba con sus dedos finos y esmeradamente cuidados la baraja. El grueso anillo que ceñía su meñique, despedía pálidos reflejos a la luz ya mortecina del quinqué, y fijos los cansados ojos en las cartas, las pasaba y repasaba, mezclándolas y remezclándolas de todas las maneras posibles. Eran en sus manos como una masa blanda que aceptaba la forma que le querían dar.

– Yo no tengo la culpa, yo no tengo la culpa – dijo lúgubremente León que se había sentado en un diván, mostrando hallarse muy agitado.

– ¿De qué? – preguntó Federico, mirándole con asombro. – A ti te pasa algo, bandido. ¿En dónde has estado?

– No estoy enfermo. Lo que me pasa no puedo confiártelo… Es una pena singular, un remordimiento… no, remordimiento no, porque en nada he faltado… una pena, un sentimiento… tú no comprenderías esto aunque te lo explicase: eres un libertino, un depravado, un corazón muerto, y tus emociones son de un orden profundamente egoísta y sensual.

– Gracias. Si no soy digno de recibir, la confianza de un amigo…

– Tú no eres mi amigo; no puede haber verdadera amistad entre nosotros dos. El acaso nos hizo amigos en la infancia; la Naturaleza nos ha hecho indiferentes el uno al otro. En esta región frívola, de pura fórmula cuando no de corrupción, en que tú has vivido siempre, no puedo yo respirar ni moverme. Llevome a ella la vanidad de mi pobre padre, cuyo cariño hacia mí ha tenido extravíos y alucinaciones. Mi carácter y mis gustos me inclinan a la vida oscura y estudiosa. Mi padre, que ganó una fortuna con el sudor de su frente en el rincón de una chocolatería, quiso hacer de mí un ser infinitamente distinguido y aristocrático, tal como él lo concebía en su criterio errado, y me dijo: «Sé marqués, gasta mucho, revienta caballos, guía coches, seduce casadas, ten queridas, enlázate con una familia noble, sé ministro, haz ruido, pon tu nombre sobre todos los nombres». Sus palabras no eran estas; pero su intención sí.

La agitación de su alma no permitía a León permanecer sentado por más tiempo, y se levantó. Hay situaciones en que es preciso aventar los pensamientos para que no se aglomeren demasiado y anublen el cerebro, formando en él como una negra nube de espeso, humo.

– ¿Y a qué viene eso? – preguntó Federico con hastío. – No hables tonterías y echemos un…

– Dígote esto porque estoy decidido a desertar… Me son insoportables los caracteres de esta zona social a donde mi padre me hizo venir. No puedo respirar en ella; todo me entristece y fastidia, los hechos y las personas, las costumbres, el lenguaje… y las pasiones mismas, aun siendo de buena ley. Sí, me entristecen también los afectos disparatados, el sentimiento caprichoso y enfermizo que se ampara de todas aquellas almas no ocupadas por una indiferencia repugnante.

– Enérgico estás – dijo Cimarra, tomando a risa el énfasis de su amigo. – A ti te ha pasado algo grave: tú has recibido una picada repentina, León. A prima noche te vi tranquilo, razonable, cariñoso, un poco triste, con esa melancolía desabrida de un hombre que se va a casar y vive a ocho leguas de su novia… De repente, te encuentro en la alameda, alterado y trémulo, te oigo pronunciar palabras sin sentido, entramos aquí, y noto una palidez en tu cara, un no sé qué… ¿Con quién has hablado?

El jugador le observaba atentamente sin dejar de remover las cartas entre sus dedos.

– No te diré – indicó León, ya más sereno – sino que mi cansancio, va a concluir pronto. Yo labraré mi vida a mi gusto, como los pájaros hacen su nido según su instinto. He formado mi plan con la frialdad razonadora de un hombre práctico, verdaderamente práctico.

– He oído decir que los hombres prácticos son la casta de majaderos más calamitosa que hay en el mundo.

– Yo he formado mi plan – prosiguió León, sin atender a la observación del amigo, – y adelante lo llevo, adelante. No puede fallarme; he meditado mucho, y he pensado el pro y el contra con la escrupulosidad de un químico que pesa gota a gota los elementos de una combinación. Voy a mi fin, que es legítimo, noble, bueno, honrado, profundamente social y humano, conforme en todo a los destinos del hombre y al bienestar del cuerpo y del espíritu; en una palabra, me caso.

Federico le miraba y le oía con expresión de malicia socarrona.

– Me caso, y al elegir mi esposa… no está bien dicho elegir, porque no hubo elección, no; me enamoré como un bruto. Fue una cosa fatal, una inclinación irresistible, un incendio de la imaginación, un estallido de mi alma, que hizo explosión, levantando en peso las matemáticas, la mineralogía, mi seriedad de hombre estudioso y todo el fardo enorme de mis sabidurías… Pero esto no impide que antes de decidirme al matrimonio no haya hecho una crítica fría y serena de mi situación y de las cualidades de mi novia. Debo hacer lo que voy a hacer, Federico, debo hacerlo; estoy en terreno firme; este paso es acertadísimo. María me cautivó por su hermosura, es verdad; pero hay más, hay mucho más. Yo procuré dominarme, acerqueme con cautela, miré, observé científicamente, y en efecto, hallé dentro de aquella hermosura un verdadero tesoro, no menos grande que la hermosura misma que lo guardaba. La bondad de María, su sencillez, su humildad, y aquella sumisión de su inteligencia, y aquella celestial ignorancia unida a una seriedad profunda en su pensamiento y en sus gustos, me convencieron de que debía hacerla mi esposa… Te hablaré con toda franqueza: la familia de mi novia es poco simpática. ¿Pero qué me importa? Yo me divorciaré hábilmente de mis suegros… No me caso más que con mi mujer, y esta es buena; posee sentimiento y fantasía, y esa credulidad inocente, que es la propiedad dúctil en el carácter humano. Su educación ha sido muy descuidada, ignora todo lo que se puede ignorar; pero si carece de ideas, en cambio hállase, por el recogimiento en que ha vivido, libre de rutinas peligrosas y de los conocimientos frívolos y de los hábitos perniciosos que corrompen la inteligencia y el corazón de las jóvenes del día. ¿No te parece que es una situación admirable? ¿No comprendes que un ser de tales condiciones es el más a propósito para mí, porque así podré yo formar el carácter de mi esposa, en lo cual consiste la gloria más grande del hombre casado?… Porque así podré hacerla a mi imagen y semejanza, la aspiración más noble que puede tener un hombre y la garantía de una paz perpetua en el matrimonio. ¿No te parece, así?

– ¿Me consultas a mí, que soy un egoísta corrompido?… – dijo Federico con ironía. – León, tú estás loco.

– Te consulto como consultaría a ese banco – dijo León volviéndole la espalda con desprecio. – Hay situaciones en que el hombre necesita decir en voz alta lo que piensa para convencerse más de ello. Haz cuenta que hablo solo. No me contestes si no quieres… Sí, lo haré a mi imagen y semejanza; no quiero una mujer formada, sino por formar. Quiérola dotada de las grandes bases de carácter, es decir, sentimiento vivo, profunda rectitud moral… Conocimientos muy extensos del mundo, y la ridícula instrucción de los colegios, lejos de favorecer mi plan, lo embarazarían; tendría que demoler para edificar sobre ruinas; tendría que ahondar mucho para buscar buena cimentación.

Entonces hubo un cambio de actitudes. Arrojó Federico la baraja sobre la mesa, levantose, y después de dar algunas vueltas alrededor de León, que permanecía sentado, le puso la mano en el hombro, y en voz baja le dijo:

– Señor sabio, también los ignorantes depravados fijan su mirada en el porvenir, también forman sus planes, no con matemáticas pero quizás con más garantías de seguridad que los hombres prácticos. Digamos, entre paréntesis, que el burro es un animal práctico… No condenan el matrimonio, al contrario, le consideran necesario para el adelantamiento de las sociedades y el perfeccionamiento de las condiciones…

Dio otras dos vueltas y después añadió:

– De las condiciones del individuo. Ya comprenderás lo que quiero decir… Por acá no somos sabios, ni después de enamorarnos como cadetes hacernos un estudio exegético de las cualidades de las dignas hembras que van a ser nuestras mujeres… no aspiramos tampoco a fabricar caracteres: esta manufactura la tomamos como está hecha por Dios o por el Demonio. Eso de casarse para ser maestro de escuela, es del peor gusto. A otra cosa más que al carácter debemos atender en estos apocalípticos tiempos que corren. La desigualdad de fortuna entre los seres creados, y el desgraciado sino con que algunos han nacido; el desequilibrio entre lo que uno vale y los medios materiales que necesita para luchar con y por la vida, ¡oh!, el pícaro struggle for life de los trasformistas es mi pesadilla… la falta de trabajo que hay en este maldito país, y la imposibilidad de ganar dinero sin tener dinero… ¿oyes lo que digo?… pues estas causas todas y otras más nos obligan a considerar antes que el mérito de nuestras futuras…

– ¿Qué?…

Cimarra hizo con los dedos un signo muy común, diciendo:

– El trigo.

Como se ve, de su agraciada boca afluía el lenguaje completo de ciertos jóvenes del día, y mezclaba el idioma de los oradores con el de los tahures, las elegantes citas en habla extranjera con los vocablos blasfemantes que aquí no se pueden decir…

– La vida moderna – añadió – se hace cada vez más difícil; los ricos como tú pueden echarse a volar por el mundo de las moralidades y no poner en su corazón deseo que no sea puro, y no tener pensamiento que no sea la quinta esencia del éter más delicado. Pero no hay que exagerar, como dice Fúcar. Yo sostengo que eso que los tontos llaman el vil metal puede ser un gran elemento de moralidad. Yo por ejemplo…

– ¡Tú!, ¿de qué eres ejemplo tú…?

Yo… quiero decir que hallándome en posesión de una fortuna, sería un modelo de patricios, y quizás pasaría a la posteridad con el calificativo de ilustre. ¿Pues no es ya frase de cajón, frase hecha, llamar ilustre a don Francisco Cucúrbitas?

– Aunque quieras disimularlo, en ti hay un resto de pudor – le dijo Roch. – Tu relajación no es tanta como quieres hacer creer.

– Todo es al respective, como dice, siempre que bromea, mi amigo Fontán – repuso Cimarra alzando los hombros. – No se puede juzgar así, tan a la ligera, a un hombre que vive entre ricos y es pobre. Fíjate bien en esto. A ti se te puede hablar con franqueza. Mis proyectos no son todavía más que ante-proyectos, querido… allá veremos… se me figura que he empezado bien. El tiempo lo dirá. Puede que algún día, cuando vivas olvidado de mí en medio de tu felicidad de marido pedagogo, oigas decir que este perdido de Cimarra se ha casado. A eso vamos, a eso marchamos. Este pobre tiene también sus planes y sus filosofías. Todos somos galápagos, y otros tienen más conchas que yo… No creas que me desentiendo de las prendas morales de mi mujer; y estoy seguro de que no me caso con un monstruo. Habrá honradez, señor sabio; habrá honradez, hijos y hasta nietos.

– ¿Has elegido?

– He elegido… Te advierto que no doy gran valor a la belleza física. Los hombres superiores no se dejan seducir y enloquecer como tú por unos ojos más o menos grandes y una boca que luego han de afear los años… La hermosura vive poco ¡ay!, como dijo el poeta, l´espace d’un matin… Hay un conjunto agradable y simpático, maneras distinguidas, cierta discreción, cierta travesura agradable, chiste y hasta zandunga… De educación no estamos bien; pero no pensamos poner cátedra… Hay mucho bueno, algo que no lo es tanto; abundan las genialidades tontas, los caprichos, los hábitos de despilfarro…

León se puso pálido, fijando en su amigo una mirada ávida.

– A mí me importa poco que rompa platos que no valen nada, que haga pedazos un cuadro de Murillo, que haga picadillo de encajes… Hay cosas en que los maridos no deben meterse.

Roch miró con estupidez el hule verde de la mesa en que apoyaba sus codos.

– ¡Hombre, cómo se va el tiempo!… – dijo bruscamente, levantándose y abriendo la ventana. – ¡Si es de día!…

La claridad de la mañana entró en la sala. Iluminados por aquella, los dos rostros parecieron melancólicos y pálidos. La luz de la lámpara brillaba aún lacrimosamente dentro del tubo y alargaba fuera una lengüeta negra delgada, hedionda.

– ¡Qué vida para reparar la salud! – dijo León.

Miró luego por la ventana el cielo turbio y lloroso, cuya tristeza servía de cuadro sombrío a la tristeza de los dos trasnochadores. León empleó un rato en la contemplación vaga de que apenas se da cuenta el espíritu en horas de cansancio y que fluctúa entre el sueño y la pena, no siéndonos posible decir si dormimos o padecemos. En aquel momento Federico halló en su amigo un aspecto excesivamente triste, pues todo en él era negro, la ropa y la barba; y su hermosa fisonomía, de un moreno subido, tenía cierto tinte acardenalado, a causa del insomnio. Su ancha frente, llena de majestad, mas revelando brumosas cavilaciones, dominaba su persona como un cielo cerrado y opaco que guardaba en sí la luz y sólo muestra las nubes.

Volviéndose repentinamente hacia su amigo, León dijo:

– Pues buena suerte.

– Siento no poder dormir un poco – manifestó Federico. – Me muero de sueño; pero tengo que ponerme en camino con Fúcar.

– ¿Te vas?

– ¿No te lo había dicho? Se han empeñado en que les acompañe… Vamos adelante, adelante con los faroles.

Cimarra aderezó sus palabras con una sonrisa maliciosa.

– Buen viaje – dijo León, volviéndole la espalda.

Sintiose más tarde el ruido de los coches del marqués, que estaban ya dispuestos para llevar a los viajeros a la estación de Iparraicea. Subió Federico a su cuarto para arreglarse precipitadamente, y al poco rato oyose en el falansterio el estrépito que acompaña a la salida y entrada de huéspedes, arrastre de equipajes, rugido de mozos, chillar de criados. León permaneció en la sala de juego, y aunque sentía la voz del marqués y de su hija que entraban en el comedor para desayunarse, no quiso salir a despedirlos.

Media hora después partió un ómnibus cargado de mundos y de criados, seguido de la berlina que llevaba a los tres viajeros. León vio el primer coche pasar junto a su ventana; pero antes de ver el segundo, dio media vuelta y marchando de un ángulo a otro con las manos en los bolsillos, dijo para sí:

– Debo estar tranquilo: yo no tengo culpa.

Salió después al pasillo, donde empezaban a aparecer, arrebujados y claudicantes, los bañistas de más fe. Los bañeros, con sus mandiles recogidos, entraban en los calabozos donde yacen las marmóreas tinas, y con el vaho sulfuroso salía por las puertecillas ruido de los chorros de agua termal y el de las escobas fregoteando el interior de las pilas.

Después salió a la alameda, y como viese a lo lejos los dos coches que subían por el cerro de Arcaitzac, dio un suspiro y dijo para sí:

– ¡Desgraciados los que no logran encadenar su imaginación!

Descansó dos horas en su cuarto y a las nueve ocupaba un asiento en el coche de Ugoibea. Su semblante había cambiado por completo y parecía el más feliz de los hombres.

Capítulo VIII. María Egipcíaca

Pasaron algunos meses después de aquel verano en las provincias, y León Roch se casó el día señalado, a la hora señalada y en el lugar señalado para tan gran suceso, sin que cosa alguna contrariase el plan formado a su debido tiempo y con todo rigor cumplido. Su alma gozaba de aquel contento que viene tranquilo, manso y sin ruido, como el soplo de primavera; contento que recrea la vida sin embriagarla, y que ofreciéndose al alma en dosis mesuradas, no la deja satisfacerse por entero, y así la pone a salvo del tedio. Filósofo y naturalista, León creyó que ningún estado mejor podía ni debía ambicionar.

La belleza de María Egipcíaca tomó desarrollo admirable después de la boda, y en este aumento de hermosura vio el esposo un como gallardo homenaje tributado por la Naturaleza a la idea del matrimonio, tan sabia y filosóficamente llevada de la teoría a la práctica. «Somos un doble espejo – decía, – en el cual mutuamente nos recreamos, y a veces no sabemos si la imagen contemplada es la mía o la de ella. De tal modo se confunden nuestros sentimientos».

El amor de María Egipcíaca, que era al principio tímido y frío como corresponde a un Cupido bien educado que se acaba de quitar la venda, fue bien pronto arrebatado y ardoroso. La pasión que primero había estado detrás de la cortina, presentose después con su tea incendiaria, su cáliz divino, su dogal de ansias perpetuas que producen una estrangulación deliciosa, por lo que el marido estuvo durante algún tiempo olvidado de sus planes pedagógicos, aunque su razón en los momentos lúcidos le hacía comprender la urgente necesidad de ponerlos en uso y de realizar en la práctica el mejor de los sistemas. Poco a poco fue recobrando su habitual equilibrio y los sentimientos irritados descendieron al punto subalterno que les correspondía en su alma. Hallose al fin como quien sale de un letargo. Vio su espíritu como grande y hermoso país que ha estado largo tiempo ocupado por una inundación, pero ya las aguas bajaban dejando ver primero los picachos más altos, después las lomas, al cabo la llanura. Entonces, dijo: «Esto va pasando: necesariamente tiene que pasar. Cuando pase, yo abordaré resueltamente la temida cuestión, y empezaré a modelar (empleaba con mucha frecuencia este término de escultura) el carácter de María. Es un barro exquisito, pero apenas tiene forma».

La mujer de León Roch era de gallarda estatura y de acabada gentileza en su talle y cuerpo, cuyas partes eran tan concertadas entre sí y con tan buena proporción hechas, que ningún escultor las soñara mejor. Sus cabellos eran negros y su tez blanca, linfática, con escasísimo carmín, y así se realzaba su expresión seria y apasionada en tal manera, que cuantos la veían se enamoraban y sentían envidia de su esposo. No tenía tipo español, y su perfil parecía raro en nuestras tierras, pues era el perfil de aquella Minerva ateniense que rara vez hallamos en personas vivas, si bien suele verse en España y en Madrid mismo, donde hallará el curioso un ejemplar, único, pero perfecto. Sus ojos eran rasgados, grandes, de un verde oceánico, con movible irradiación de oro, y miraban con serenidad sentimental, que podría pasar por sosa aquí donde, si se reúne mucha gente y un ejército de ojos negros, se ve un verdadero tiroteo granizado de saetazos. Pero las miradas de María no tenían fama de desabridas, sino de orgullosas. Sus labios eran tan rojos como recién abiertas heridas; su cuello airoso, su seno proporcionado y sus manos pequeñas y de dulce carne acompañadas, como las de Melibea.

Hablaba con calma y cierto dejo quejumbroso que llegaba al alma de los oyentes, y reía poco, tan poco que cada día iba creciendo su fama de orgullo, y era tan reservada en sus amistades, que en realidad no tenía amigas. Había adquirido desde su infancia tal renombre de sensatez, que sus mismos padres la diputaban como lo más selecto que la familia había dado de sí en todo el decurso de su gloriosa existencia.

Con esta belleza tan acabada que parecía sobrehumana, con esta mujer divina en cuya cara y cuerpo se reproducían, como en cifra estética, los primores de la estatuaria antigua, se casó León Roch después de diez meses de relaciones platónicas. Fue ocasión de su esclavitud un súbito enamoramiento que le sobrecogió al verla por primera vez y tratarla en una reunión de la Corte, cuando María, recién salida al mundo, se hallaba en aquel peregrino estado de pimpollo en que la belleza de la mujer se marca con un sello de inocencia y aparece matizada aún con el rocío de esa encantadora mañana que se llama infancia. Se enamoró como un pastor, vergüenza da decirlo, y él mismo se asombraba de ver que el teodolito de topógrafo y el soplete de mineralogista trocábanse en sus manos en caramillo o flauta de bucólico vagabundo.

¿Pero vio en su mujer algo más que una extraordinaria belleza? ¿Qué parte tenía su corazón en aquel delirio? Sería gracioso que se dejase arrastrar por la imaginación quien tanto se jactaba de tenerla por esclava.

Criose María en un pueblo próximo a Ávila, con su abuela materna, señora de grandísima terquedad y tiesura, que hablaba mucho de principios sin dar nunca a conocer de un modo concreto cuáles eran los suyos y en qué se distinguían de los ajenos. Al amparo de esta noble señora, que a los sesenta años tuvo la abnegación de trocar las vanidades del mundo por la estrechura de una casa rústica, el lujo y bullicio por la huraña soledad de un páramo, y la crónica escandalosa de Madrid por la chismografía de aldea, recibió María su primera instrucción. Sabía leer bien, escribir mal, y la doctrina la recitaba sin perder una coma. A excepción de algunas ideas gramaticales y geográficas que le inculcó una maestra de gran sabiduría, todo lo demás lo ignoraba. Más tarde supo María hojeando algunos libros, allegar ciertos conocimientos de esos para cuya adquisición no se necesita gran esfuerzo.

Compañero en aquel período de su vida en el páramo fue su hermano gemelo Luis Gonzaga. La abuela les quería locamente a los dos y les llamaba los ángeles de su muerte, porque decía que teniéndolos a su cabecera en la hora tremenda, le sería más fácil enderezar a Dios con devoción profunda sus últimos pensamientos. Ellos que también se amaban con toda su alma, compartían sus juegos, los trabajos de las lecciones, el pan y queso de las meriendas y los húmedos besos de su abuela. Paseaban juntos por los horribles pedregales avileses, y de noche se sentaban con la cabeza echada atrás para contar a competencia las estrellas que en aquel país se ven más claras que en ningún otro paraje del mundo. Se les oía decir:

– Cuenta tú por ese lado, que yo contaré por este… No me quites mi cielo ni te salgas del tuyo… Vaya, que lo de este lado me toca a mí… Medio cielo para cada uno.

– Todo será para entrambos – les decía una clueca voz desde la ventana alta. – Vaya, angelitos míos, venid a cenar que es tarde.

Leían a menudo vidas de santos, única lectura que en aquellas soledades era posible; y tan a pechos tomaron ambos niños las estupendas historias de padecimientos, trabajos y martirios, que sintieron deseo de que les martirizaran también a ellos, y ocurrioles la misma idea que cuenta Santa Teresa en el relato de su infancia, cuando ella y su hermanito discurrieron ir a tierra de infieles para que les cortaran la cabeza. María y Luisito salieron una mañana por aquellas áridas tierras, resueltos a no detenerse hasta que no les deparase Dios un par de moros que los descuartizaran. Quedáronse dormidos al amparo de una peña, y allí el Autor de todas las cosas, Dios omnipotente, les dio un beso y les entregó a la Guardia civil. Recogidos por la pareja, fueron llevados a la casa.

Vivían en un país casi desértico, lejos de todo humano comercio. El cura les llamaba los niños del yermo, y les sentaba sobre sus rodillas para entretenerse con ellos en el juego de los dedos, en el cual cada uno de los de la mano es un personaje figurado y entre todos representan una especie de comedia o pasillo, verbi gratia: el dedo gordo es un frailazo que llega a la puerta de un convento de monjas, llama con gruesa voz, y al punto contesta el dedo anular con voz de tiple. «Tan, tan. – ¿Quién…? – El fraile que quiere entrar». Todo se reduce a que fray Pedro va en busca de unas coles, que las monjas le dan de palos y él se retira refunfuñando. Con esto se reían mucho los dos gemelos, en edad en que los chicos apetecen por lo común los muñecos más divertidos que sus propios dedos.

Crecieron, y sus juegos iban siendo menos primitivos; sus lecturas las mismas y sus caracteres muy serios y formales. Luis Gonzaga cautivaba a todos por su índole reservada y juiciosa, así como por su incapacidad para travesuras. Únicamente le reprendían su afán de vagar solo por las soledades pedregosas, aspirando el ambiente fino y helado que sin cesar bate las inmensas moles graníticas, semejantes a ruinas de una colosal arquitectura, o a osamenta de un mundo cuya carne se han llevado las aguas. Gustaba de estar solo, ambicionaba apacentar las cabras sedientas y flacas que saltan de hueso en hueso sobre aquel esqueleto de una Arcadia muerta ya y seca. Despreciaba el frío, despreciaba el calor. Un día le encontraron tendido a la sombra de un pino, único ejemplar allí existente de la familia arbórea, y que triste, pelado y vacilante, parecía decir, como el cartujo: «De morir tenemos». Luis Gonzaga escribía cosas en un papel, valiéndose de un lápiz trompudo, sin cesar mojado en saliva. Sorprendido por el cura, arrebatole este el escrito, y vio unos renglones desiguales sin rima, sin numen, sin gramática ni ortografía, que le causaron risa, porque él también entendía un poco de humanidades.

– Ni esto es verso – le dijo – ni es tampoco prosa.

No era verso ni prosa, pero era poesía; eran estrofas, renglones bíblicos, que expresaban las agitaciones de un alma contemplativa. ¡Cómo se reía el cura leyendo: «Llega el oscuro de la noche, y las ovejas del cielo se extienden por el grandísimo campo azul, guardadas por los ángeles bonitos… El Señor ha pasado ayer en un carro de truenos, del que tiraban relámpagos, que resollaban con granizo y sudaban con lluvia… Yo temblé como llama en el viento, y di mil vueltas en mi idea, como la piedrecilla arrastrada por el río… ¡Soy como el cardo seco a quien se pega fuego haciéndome humo, suelto mi ceniza y subo al cielo!».

Un día la abuelita se levantó más tarde que de costumbre, el rostro encendido, el habla torpísima, las pupilas resplandecientes como dos botones viejos, a los cuales con el roce se hubiera dado brillo. Observaron con dolor todos los de la casa que la señora decía mil disparates, y aunque esto no era en absoluto una novedad, éralo por la repetición constante de los despropósitos, sin ningún intervalo de discreción. Cuando el cura le tomaba el pulso, la señora se agarró de su brazo, después de echarse un mantón por los hombros, y riendo con estupidez delirante, gritó:

– Al baile… ¡señor cura, vamos al baile!

Hizo dar dos vueltas al reverendo y después cayó como un plomo. No le alcanzó más que la Extremaunción. Muerta y enterrada, los dos gemelos volvieron a la casa de sus padres, que estaban entonces en un período de grandísima escasez y apretura. Luis Gonzaga fue mandado a Carrión de los Condes, de donde pasó a Francia; y María, que afligió a la familia por su estado cerril, fue llevada a un establecimiento de esos que llevan el nombre de colegio. Salió de él a los dos años con el barniz que en tales casas se da, y su madre la presentó a los amigos; entonces la familia de Tellería principió a salir del abatimiento y oscuridad en que estaba, a causa de un cambio favorable en su fortuna; al fin la marquesa abandonó aquel apartamiento que tanto le repugnaba, y durante algún tiempo se vio a madre e hija discurrir por las varias esferas de la sociedad distinguida y andar en lenguas de aduladores como en plumas de revisteros, y hartarse de palco y landó, y eclipsarse en los veranos para reaparecer en los inviernos con nuevo brillo. Por último, vino un día deseado y María se casó.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
530 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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