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Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 4

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Fue considerado este matrimonio como un golpe de suerte para los Tellerías, nobles de segunda fila y cuyo bienestar material no era a propósito para inspirarles grandes escrúpulos en la elección de maridos. Dígase lo que se quiera, las familias nobles del día no profesan a sus pergaminos un culto fanático, y si se exceptúan media docena de nombres que unen a su resonancia histórica un caudal sano, aquellas no vacilan en aceptar las alianzas convenientes y sustanciosas, fundiendo la nobleza con el dinero; y así vemos todos los días que las doncellas de ilustre cuna dan la mano, y la dan con gusto, a los marqueses de nuevo cuño hechos al minuto, a los condes haitianos, a los políticos afortunados, a los militares distinguidos y aun a los hijos de los industriales. La sociedad moderna tiene en su favor el don del olvido, y se borran con prontitud los orígenes oscuros o plebeyos. El mérito personal unas veces y otras la fortuna, nivelan, nivelan, nivelan con incansable ardor, y nuestra sociedad camina con pasos de gigante a la igualdad de apellidos. No hay país ninguno entre los históricos que esté más próximo a quedarse sin aristocracia. A esto contribuyen, por un lado, el negocio, haciéndoles a todos plebeyos, y por otro el gobierno, haciéndolos a todos nobles.

La felicidad de los dos esposos no tuvo en los primeros meses otras contrariedades que la sombra que proyectaban a veces sobre ellos los parientes de María. Pasado algún tiempo, León empezó a creer que se prolongaba más de lo regular la ternura apasionada, inquieta y quisquillosa de su mujer. Esto no hubiera sido alarmante si con ello no coincidiera una resistencia acerada a plegarse a ciertas ideas y sentimientos de su marido. Grandísima tristeza tuvo León cuando vio que, sin dejar de amarle arrebatadamente, María no iba en camino de someterse a sus enseñanzas, que no eran ciertamente del orden religioso, pues en esto el discreto marido respetaba la conciencia de su mujer. ¡Estupendo chasco! No era un carácter embrionario, era un carácter formado y duro; no era barro flexible, pronto a tomar la forma que quieran darle las hábiles manos, sino bronce ya fundido y frío, que lastimaba los dedos, sin ceder jamás a su presión.

Una noche, al año de casados, estaban solos en su gabinete. Habían hablado larga y cariñosamente de la conformidad de pensamientos como base inquebrantable de los matrimonios pacíficos. Agotada la conversación, el uno había tomado un libro para hojearlo junto a la chimenea, y la otra rezaba. De repente María Egipcíaca dejó el reclinatorio, y acercándose a su marido, le puso la mano en el hombro.

– Tengo una idea – le dijo clavando en él su misteriosa mirada verde, que tenía entonces, con los reflejos de esmeralda y oro, dulzura extraordinaria, sin duda porque sus ojos volvían de ver a Dios-; tengo una idea que me enorgullece, León.

León aguardó un rato, por no dejar interrumpido el párrafo, y después oyó a su mujer.

– Voy a manifestarte mi idea – añadió ella. – Yo, mujer débil, inferior a ti en muchas cosas y principalmente en saber y experiencia, lograré un triunfo que jamás alcanzará tu orgullosa superioridad.

León le tomó su mano y se la besó tres veces diciéndole:

– Yo no soy superior a nadie, y menos a ti.

– Sí lo eres: esto aumenta mi gozo y me empeña más en mi empresa… Tú, con tu juicio que crees tan fuerte, aspiras a cambiar mi carácter. Yo, con mi amor, que es más grande que todos los juicios, aspiro a conquistar el juicio tuyo, haciéndote a mi imagen y semejanza. ¡Qué batalla y qué victoria tan grande!

– ¿Cómo lograrás eso? – dijo León riendo y rodeando con el brazo su cintura.

– No sé si intentarlo poco a poco… ¡o así!

Al decir así, María arrebató violentamente el libro de las manos de su esposo y lo arrojó a la chimenea, que ardía con viva llama.

– ¡María! – gritó León aturdido y desconcertado, alargando la mano para salvar al pobre hereje.

Ella le estrechó en sus brazos, impidiéndole todo movimiento; le besó en la frente, y después volvió al reclinatorio, donde se puso a rezar de nuevo.

¿Qué decía el libro?, ¿qué decía el rezo?

Capítulo IX. La marquesa de Tellería

Los marqueses de Tellería vivían en el principal de su casa. León Roch, atento a que entre la vivienda de sus suegros y la suya hubiese la mayor extensión posible de superficie terráquea, había alquilado una hermosa casa en lo más apartado de la zona del Este. Allí le encontraremos dos años después de su boda.

– Buenos días, León… ¿Estás solo? ¿Y Mariquilla?… ¡Ah!, estará en misa: yo pensaba ir también; pero ya es tarde… Alcanzaré la de once de San Prudencio… ¿Qué tienes?… estás pálido. ¿Habéis reñido?… Pero me sentaré… Dime ¿cuánto te han costado esas estatuas? Son hermosísimas. Tienes una linda colección de bronces… Pero dime, ¿todavía vas a meter más libros en este despacho? Esto es la biblioteca de Alejandría. ¡Oh!, ¡no es como tú toda la juventud de estos tiempos!… ¡Qué chicos los de hoy! Yo no sé qué será del mundo cuando llegue a la edad madura esa multitud de jóvenes viciosos, ociosos y enfermos que hoy son el adorno principal de esta sociedad… Pues todavía hay un mal mucho peor. Pase que los muchachos sean casquivanos y sin sustancia… pero los viejos son más viciosos, más frívolos, más disipadores, más holgazanes que los chicos… He llegado al asunto delicadísimo de que quiero hablarte, querido hijo. Siéntate y atiéndeme un poco.

La marquesa azotó con su hermosa mano el brazo de la butaca más próxima, y sentado en ella León, dispúsose a oír a su madre política. Era esta una dama de gentil porte, bruscamente desmejorada después de un larguísima juventud, por repentinas dolencias que se habían presentado cual acreedores, tanto más implacables cuanto más rezagados. Y sin embargo, aún la hermosura de la dama prevalecía resplandeciendo débilmente en su cara, y descendía hacia el horizonte entre las caliginosas brumas de un blanquete no siempre aplicado con comedimiento y habilidad. Aquella puesta de sol no era de las más espléndidas. Su cuerpo airoso, y antaño lleno de majestad, se inclinaba ya como presintiendo su bajada a las frías honduras del sepulcro, si bien el férreo costillaje del corsé mantenía en aparente estado de firmeza y redondez aquella desplomada arquitectura. Sus ojos, negros y hermosos, eran lo menos muerto de aquel conjunto moribundo, y a veces se abrillantaban con gracia y embeleso semejando a un sesgo de inspiración en medio de la oda académica llena de imágenes arcaicas y manoseadas. Su cabello, que del negro andaluz había pasado al rubio veneciano en otros días, pasaba ahora del rubio veneciano a un plateado indeciso y pulverulento.

Su tez áspera ya y sin lisura desaparecía bajo una especie de vello artificial en que se confundían sutiles alquimias olorosas, dispuestas para engañar al espectador, bien así como en los teatros el pintado lienzo imita la verdura de los bosques y aun la diafanidad y pureza del cielo. Pero aquel efecto, conseguido hasta cierto punto en las acecinadas mejillas de la señora en decadencia, se perdía a veces, porque la comprada blancura del rostro hacía que amarilleasen un poco los dientes, todavía enteros, hermosos, iguales. Su sonrisa, llena de gracia y desdén, los mostraba a cada rato, por un hábito antiguo que bien pronto habría de modificarse, si aquel lindo teclado doble comenzaba a desorganizarse como un ejército que cree haber peleado bastante.

Vestía gallardamente y con elegancia. Su habla era abundante, con pretensiones, no siempre inútiles, de añadir tal cual frase ingeniosa al aluvión de palabras insustanciales que forma el fondo de la conversación corriente entre personas sin médula.

– Ya escucho, señora – dijo León.

– No me gustan rodeos – añadió la marquesa. – Además María te habrá hablado de esto. Tu padre político es un perdido.

– Creo que es un poco exagerado lo que usted dice. El marqués gusta de divertirse… Es gusto muy general entre las personas que no tienen nada que hacer.

– No, no, no le defiendas. La conducta de Agustín es indefinible… ¡A su edad!… Lo extraño es que en sus mejores tiempos ha sido un hombre recogido, prudente, callado y metido en casa. Créelo, me repugna ver al marqués hecho un viejo verde. Y no es otra cosa; aquí le tienes pintado en dos palabras: un viejo verde. Hace dos años, casi desde que te casaste con mi hija, mi querido esposo empezó a frecuentar el Círculo de los muchachos; tropezó con algunos mozalbetes que le enloquecieron, cambió de lenguaje, de modo de vestir, trasnochó, jugó… ¿Pero tú no notas que hasta parece rejuvenecido? ¿No te has reído alguna vez, confiesalo con franqueza, al ver su empeño de parecer pollo? Le verás siempre en las cuadrillas de muchachuelos que mariposean por Madrid… De veras es para reír… Siempre está de flor en el ojal… Esta mañana le he dicho algunas verdades un poco duras. Yo no sé cómo se las compondrá él con su sastre, porque es un gasto de ropa que abruma… Aquí, en la confianza de la familia, se puede decir todo, León. Mi buen marido gasta lo que no tiene ni puede tener en toda su vida. Nunca fue ordenado, pero tampoco disipador; jamás escribió un número en un pedazo de papel, pero tampoco se dejó arrastrar por el afán de un lujo imposible… ¿Y quién es la víctima de esto? Yo, yo, que habiéndome sacrificado siempre, debo sacrificarme también ahora, cuando mi salud está quebrantada y necesito sosiego, descanso, paz. ¡Ay!, ¡cuánto envidio a la que reina en esta casa! ¡Con cuánto gusto aceptaría un rincón en ella, aunque fuera el más humilde!… Es un tormento mi vida. Agustín gasta lo que no tiene; Gustavo es formal y bueno, pero muy poco apegado a sus padres; Leopoldo no es ni será nunca nada, por su ineptitud y esos hábitos de ociosidad y disipación adquiridos a pesar de mis esfuerzos para evitarlo. Y gracias que el Señor, al paso que me da tales pruebas de sus rigores, me las da por otro lado clarísimas de su misericordia… ¡Qué orgullo tan grande para una madre tener dos hijos como Luis Gonzaga y María!, aquel tan profundamente apegado a su carrera eclesiástica, que será, según me dicen los padres, una lumbrera de la religión, un santo, un verdadero santo; ésta, casada contigo, feliz contigo, ofreciendo contigo un modelo de matrimonios pacíficos y en completa armonía. ¡Qué lástima que no tengáis hijos!

Al llegar aquí la marquesa, dejándose llevar de su sentimiento, dio libertad a algunas lágrimas que no llegaron a rodar por sus mejillas: tan prontamente las atajó secándolas con su pañuelo. Después siguió exponiendo las penas que afligían su corazón de esposa y de madre. Según dijo, ella había padecido mucho por el carácter ligero del marqués y la condición díscola o superficial de Gustavo y Leopoldo; había consumido su juventud y lo mejor de su vida en esfuerzos heroicos para evitar el hundimiento de la casa de Tellería; había sacrificado para este fin importantísima parte de su dote, que no era un grano de anís; pero reservaba lo mejor, sí, y lo reservaría aunque los chicoleos juveniles del marqués y los extravíos de sus hijos llegasen al último extremo. Ella no podía exponerse a una vejez de estrechura y miseria, ni a vivir de la limosna de su hija, casada con un hombre rico; sus hábitos, sus principios, su dignidad, no le permitían sacrificar tampoco lo mejor de su dote al hombre imprudente que había esparcido por las mesas verdes de los casinos y por los cuartos de las bailarinas el patrimonio de Tellería… Y si ella lo dijese todo, si ella revelase lo más negro…

– Sí, lo revelaré… a ti se te puede decir todo – añadió mirando a su yerno con cierto arrobo. – Eres mi hijo, eres el esposo de mi hija. No sólo tienes el deber, sino el derecho de conocer las debilidades de tus padres… Me han dicho que el marqués está enredado con… la habrás visto, habrás oído hablar de ella… esa que llaman la Paca o la Paquira…; no vale nada, pero es graciosa y elegante. Le comió al duque de Florunda lo poco que le quedaba… Figúrate tú ese mamarracho de Agustín, que casi está con un pie en el sepulcro… Esto, más que ira, da compasión, ¿no es verdad?

León meditaba.

– ¿En qué piensas, hijo?

– En que la virtud cardinal del matrimonio es la paciencia.

– Eso quiere decir que sufra y aguante… Pero si mi vida ha sido un martirio… Yo seguiría resistiendo si los despilfarros y las locuras de Agustín no me trajeran compromisos graves que tocan el buen nombre de nuestra casa. Estoy apuradísima… ¿qué crees? ¡Oh! Siento mucho decirte que no puedo darte los sesenta mil reales que me prestaste y que yo debía devolverte este mes, como convinimos.

– No importa – dijo León, deseando cortar delicadamente aquel asunto. – No se ocupe usted de eso.

– Es que no sólo no puedo darte aquellos tres mil duros, sino que me hacen falta otros tres mil.

– Tampoco importa; los tendrá usted.

– ¡Otros tres mil! Esto es horrible. ¡Cómo abuso de tu bondad!… Será la última vez, porque estoy decidida a montar la casa con un régimen muy estrecho… Yo te doy garantías con mi casa de Corrales de Arriba.

– No es preciso garantía… Repito…

– ¡Gracias, gracias!… ¡Eres tan buen hijo!… ¡te quiero tanto!… ¿Cómo te pagaré?… – dijo la marquesa, visiblemente trastornada por una emoción verdadera. – No creas, también tú tienes que agradecerme. Me ocupo de ti, de tu bien, y algunas veces me apresuro a quitar de en medio alguna nubecilla que pueda dar sombra a tu felicidad. Anoche reñí con tu mujer.

– ¿Con María?

– Con María, sí; también ella tiene sus defectos, aunque de aquellos que, según dicen, no son otra cosa que exageración de las virtudes. Ya sabes que es muy religiosa, excesivamente religiosa. Hace tiempo comprendí que por este motivo de la religión habría en vuestro hogar algunos disgustillos.

León dio un suspiro.

– Algunos – dijo – pero no graves.

– Vamos, no vengas a quitar importancia a vuestras desazones – dijo la marquesa, contrariada de que León suavizase lo que a ella le convenía endurecer. – La pobre muchacha te quiere ciegamente; su amor está sobre todo; pero la atormenta mucho tu fama de ateo. Ya sabes que los pensamientos de mi hija son indóciles e indomesticables como las fieras del desierto.

León hizo con la cabeza un triste signo que indicaba una respuesta afirmativa más triste aún.

– Pase que no vea con gusto tu irreligiosidad… Eso es natural… Nos han enseñado una fe y en ella debemos vivir y morir. Pero que llore y se desespere porque no vas todos los días a la iglesia como ella, ni confiesas cada mes, ni gastas tu dinero en boberías… vamos, esto es ridículo. ¡Cuánto le he predicado anoche!… ¿qué crees?… me enfadé, le reñí, golpeé en su cabeza dura como se golpea en un yunque, y al fin…

– ¿Y al fin?…

– La convencí, sí; la convencí de que no se puede exigir a los hombres ciertas prácticas que si en nosotras están bien, en ellos serían ridículas, ferozmente ridículas. Buen trote llevan los hombres del día para que se les quiera meter en las iglesias. Yo digo una cosa: María empleando su tiempo en devociones y tú gastándolo en tus estudios podéis ser muy felices. ¿A qué entrar en honduras? ¿Acaso tú le impides que rece todo lo que quiera? Los hombres de hoy tienen sus ideas y no es posible luchar con ellos. Nadie hay más religiosa que yo; pero no quiero meterme en cosas que no entiendo. Las mujeres no somos sabias: creemos y creemos y creemos. Un matrimonio que se desavenga por esto me parece el colmo de la tontería… ¿Pero no sabes su pretensión? Aspira nada menos que a convertirte, a hacerte aborrecer tus ideas y adorar las suyas… Vamos, no pude tener la risa cuando le oí esto. ¿Sabes qué dice? Que su mayor gozo sería quemarte todos los libros que tienes aquí… ¡Qué lástima!, ¡unas encuadernaciones tan bonitas!… Buen cuidado me daría a mí de que mi esposo no me imitara en mis devociones, con tal que me amase mucho y no amase a ninguna más que a mí… ¡Celos de los libros!, jamás. Eso es de mujeres tontas. No puedes figurarte con qué fuerza le hablé; le dije que tú eras el hombre mejor de la Tierra… Ella convenía en esto, pero… nunca le faltaban peros. Le dije que vales más que ella, infinitamente más que ella; que eso del ateísmo es un fantasma, que aunque se habla de ateos, no hay tales ateos, así como se hablaba antes de las brujas, a pesar de no existir tales brujas. Le dije que no pensara en esa sandez de convertirte, y que lo mejor que podía hacer, para tener paz perpetua en su casa, era aflojar un poco en su monomanía, ¿no te parece?… Quizás le convenga mudar de confesor, ¿no te parece?… En esto debe imitarme. Yo soy muy religiosa; cumplo fielmente todos los preceptos; contribuyo al culto con lo que puedo; pero nada más. ¿No crees que mi hija debe imitarme?

León no contestó nada. Estaba taciturno y abstraído. Bruscamente echó de sí una idea lúgubre, como quien espanta un abejón que zumba, y mirando a la marquesa, le dijo:

– Hoy mandaré a usted los sesenta mil reales.

– ¡Ah!, ¿te ocupabas de eso? – repuso la marquesa, cuyo semblante parecía que con la irradiación del gozo, se ponía fosforescente. – Bueno, mándalo; te daré el recibo… ¡Pero cómo me estoy aquí charla que charla! Con tu buena compañía me olvido de que tengo prisa, mucha prisa, muchísima. ¡Las once!… ¡Voy a perder la misa!…

Levantose apresuradamente y dio la mano a su yerno.

– El padre Paoletti predica hoy… Adiós… Corro a San Prudencio. ¿Qué quieres para tu mujer? Le diré que venga pronto a casa, que estás muy solo. Abur, abur.

Capítulo X. El marqués

Era de cuerpo pequeño, rostro fino y afeminado, al cual daba por cálculo, trocado al fin en costumbre, una gravedad pegadiza, semejante a un cosmético que empleara diariamente metiendo el dedo en los botes de su tocador de viejo florido. Ojos, nariz y boca eran en él, como los de su hija, de una corrección admirable; mas lo que en ella cautivaba, en él hacía reír, y lo serio se mudaba en cómico, porque nada es tan horriblemente bufón como la fisonomía de una mujer hermosa colgada como de espetera en las facciones de un viejo mezquino.

Su vestir correctísimo y elegante, sus ademanes desembarazados, su cortesía refinada y desabrida, que encubría una falta absoluta de benevolencia, de caridad, de ingenio, adornaban su persona, brillando como la encuadernación lujosa de un libro sin ideas. No era un hombre perverso, no era capaz de maldad declarada, ni de bien; era un compuesto insípido de debilidad y disipación, corrompido más por contacto que por malicia propia; uno de tantos; un individuo que difícilmente podría diferenciarse de otro de su misma jerarquía, porque la falta de caracteres, salvas notabilísimas excepciones, ha hecho de ciertas clases altas, como de las bajas, una colectividad que no podrá calificarse bien hasta que los progresos del neologismo no permitan decir las masas aristocráticas.

Y aquel ser vacío y sin luz tenía palabras abundantes, no exentas de expresión, y manejaba a maravilla todos los lugares comunes de la prensa y de la tribuna, sin añadirles nada, pero tampoco sin quitarles nada. Era, pues, un propagandista diligente de ese tesoro de frases hechas que para muchas personas es compendio y cifra de la sabiduría. Era de los que constantemente desean que haya mucha administración y poca política; estaba convencido de que este país es ingobernable; deseaba que se conservasen las venerandas creencias de nuestros antepasados, para que volviéramos a ser asombro de propios y extraños; creía firmemente que aquí no puede haber nada bueno; que este es un país perdido, a pesar de la fertilidad del suelo; y al mismo tiempo sostenía con rutinaria devoción los dogmas inquebrantables de la hidalguía castellana, de la religiosidad nunca desmentida del pueblo español, de la tendencia materialista del siglo, etc. Tenía además grandísimo horror a las utopías, y para él todo lo que no entendía era una utopía. A la pandereta de su verbosidad no le faltaba, como se ve, ninguna sonaja.

– ¡Siempre aquí, siempre en este bendito despacho, que parece la celda de un prior por sus buenas luces y su tamaño, y habitación de un príncipe por las obras de arte que contiene!… siempre aquí, querido León. No se te ve en ninguna parte. ¿Y María? Anoche estuvo en casa; no faltaron las lágrimas de siempre. Va a que su mamá la consuele, y Milagros y ella cuchichean… Yo creo que entre las dos te ponen como ropa de Pascuas. Allí no se piensa más que en los abonos de los teatros y en los Triduos de San Prudencio. Después de misa se reúnen todas a hablar de modas… ¿Estás enfermo? Te encuentro pálido; ¿qué tienes?

– ¿Yo?… – dijo León, mirando a su suegro como quien despierta de un sueño y se encuentra delante de un desconocido. – ¿Decía usted?…

– Que si estás malo. Tienes muy mala cara. Anoche se habló de ti en casa de Fúcar… Por cierto que nunca he visto al marqués de tan mal humor. Desde que Pepa se casó con Cimarra, el pobre D. Pedro no hace más que tragar hiel… ¡Pobre Pepa! Se cuentan de Federico horribles bribonadas… ¡Y qué niña tan bonita tiene Pepa! ¿La has visto? ¿No vas por allá?… Tienes buenos cigarros, a fe mía…

El humo de los dos habanos se juntaba subiendo al techo. Por un instante reinó profundo silencio en la hermosa pieza. Oíase tan sólo el efervescente rumor del chorro de la manga de riego con que el jardinero refrescaba los macizos del jardín. En habitaciones lejanas cantaban algunos pájaros aprisionados, cuyo charlar parecía una disputa de todas las notas musicales, discutiendo sobre el mejor modo de formar una sinfonía en un cerebro wagneriano. En el despacho, un gran atlas geológico, abierto sobre ancho atril casi tan grande como un facistol, mostraba, en franjas de colores, las edades del mundo. En la mesa veíanse flores abiertas en canal, mostrando sus ovarios misteriosos; insectos rotos en estado de autopsia; ejemplares conquiliológicos aserrados por la mitad, revelando el secreto de sus graciosas bóvedas, esmaltadas de rosa y nácar; láminas representando huevos en distintos grados de incubación; modelo del ojo humano en cartón y del tamaño de un coco; y en medio de tales baratijas resplandecía el lente de un microscopio, reflejando un rayo de sol y enviándolo cual mirada curiosa sobre la cabeza del marqués, que, por lo desnuda de cabello, convidaba al estudio de la craneoscopia.

– ¿Te dedicas también a la Historia Natural? – dijo este con expresión de tolerancia. – Esa parece ser la ciencia del día, la ciencia del materialismo. ¡Bonito servicio estás haciendo al género humano, arrancándole sus venerandas creencias, para darle un cambio… ¿qué?… la famosa hipótesis de que somos primos hermanos de los monos del Retiro!

Riose con pueril carcajada de su propia ocurrencia y después echó una ojeada sobre los estantes de libros.

– ¿Sabes – dijo súbitamente – que soy ponente de la Comisión que ha de dar informe sobre la Ley de vagos?

– Darán ustedes un informe brillante.

– ¡Oh!, es cuestión delicada – añadió el marqués, echándose atrás en la remadera, de modo que se quedó mirando al cielo y con los pies en el aire-; es la cuestión madre. Yo le he dicho varias veces al presidente del Consejo: «Mientras no tengamos una buena Ley de vagos no hay que pensar en una buena política». Hay que ir al fondo de la cosa, a las causas fundamentales, ¿no te parece? De la multitud de holgazanes y gentes de mal vivir, cesantes hambrientos y pillastres que aguardan las revueltas públicas para hacer su agosto, proviene el malestar en que vivimos. Bárreme toda esa inmundicia y te respondo del orden social.

– Muy bien pensado – dijo León. – Barrer, barrer es lo que importa.

– Ahí lo malo es que no puedo dedicar a la Comisión todo el tiempo que deseara. Estoy muy ocupado. Y a propósito, querido León, tengo que hablarte de un negocio.

Había llegado al punto que era objeto de su visita; pero abordándolo con grandísimo interés, que hacía palpitar su corazón, lo disimulaba expertamente. No podían faltar a aquel hombre enteco emociones íntimas y donosura cortesana para velarlas.

– Ya sabes que soy consejero de administración del Banco de Agricultores. Es una empresa grande, patriótica. Hemos de levantar el crédito territorial del abismo en que yace.

Esta y otras frases del suelto financiero andaban por la boca del marqués de Tellería como Pedro por su casa. Dijo después de varias cosas jamás oídas, a saber: que España es esencialmente agrícola; que la riqueza agrícola no puede desarrollarse por falta de capitales; que los capitales existen… ¿pues no han de existir?… pero que es preciso reunirlos, encauzarlos, distribuirlos convenientemente para que fertilicen… para que beneficien… para que fecunden… El marqués no pudo acabar la frase, que por ser de su invención y no del repertorio, se le atascó. El Banco de Agricultores estaba íntimamente ligado a la gran compañía inglesa Spanish Phosphate Limited, destinada a hacer una trasformación en nuestro país… Era una idea estupenda. ¡Capitales, abonos! He aquí los dos polos del eje sobre que ha de virar la regeneración agrícola del país. (Esta también era frase de prospecto.) El marqués concluyó la arenga diciendo, con aparente indiferencia:

– ¿Qué te parece? ¿Colocarás parte de tus capitales en nuestras acciones?

– Necesito mi capital para vivir – dijo León con fingida inocencia.

– ¡Hombre…!

León le dijo algo tan crudo sobre ciertas sociedades, que el marqués perdió de súbito aquel colorete enfermizo que teñía sus mejillas y parte de su nariz, un no sé qué purpúreo como zumo de moras, que eclipsándose o apareciendo en su cara, expresaba los distintos afectos de su alma. Después de una pausa, durante la cual empeñose en dar a las guías de su bigote blanquinegro el aspecto terrorífico de las astas de un toro, se levantó y se puso a observar los objetos de Historia Natural.

– Bien; no hay más que hablar de este asunto – murmuró.

Siguió observando, revolviendo, tocando todo, cogiendo algunos objetos para acercarlos a sus ojos, y adaptando después uno de estos al ocular del microscopio, para decir con el singular orgullo de sí misma que caracteriza a la ignorancia:

– Pues yo no veo nada… Yo no sirvo para esto… Gracias… que te aproveche tu microscopio. Dime, ¿y con esto ven ustedes el alma?… ¡Ya!, como no la ven, sostienen que no existe.

Y antes que su yerno le diese contestación, fuese a él, parósele delante, le miró un buen rato, y, moviendo la cabeza, le dijo:

– Estoy pensando que a mi pobre hija no le falta razón para quejarse… No es esto decir que no seas un bendito, León; pero vamos a cuentas. Ella tiene sus creencias; tú tienes las tuyas; mejor dicho, no tienes ninguna. Tu falta de religiosidad y tu desdén por las venerandas creencias del pueblo español la ofenden, la lastiman, la afligen sobre manera. Querido – añadió poniéndole la mano en la frente con apariencias de cariño, – recuerda que el pueblo español es eminentemente religioso. Pues qué, León, ¿estamos aquí en Alemania, país de las locas utopías?

León dijo algo.

– No, no, no, basta que la dejes en libertad – replicole Tellería con viveza. – Es preciso que tú hagas algo. Tienes una fama de ateo que espanta. Yo te soy franco, mas querría perder mi posición y mi nombre en el mundo, que tener esa fama de ateísmo que tú mismo te has ganado. Comprendo las angustias de María; ella es religiosa; parece que, nacidos de un mismo vientre ella y su hermano, nacieron para ser santos… ¡Y concluirá por tenerte horror, y te aborrecerá, y no querrá vivir contigo…! Y si así sucede, tuya será la culpa por haberte significado demasiado en tus obras. Hombre, el que más y el que menos, todos tenemos nuestra levadurilla de herejía… es decir, yo no tengo nada, yo soy ortodoxo hasta la medula; a mí no me vengan con filosofías… Lo que hay es que todos, aun siendo creyentes, cumplimos mal, nos descuidamos; pero somos prudentes, tenemos tacto, guardamos las apariencias… consideramos que vivimos en un pueblo eminentemente religioso… recordamos que las clases populares necesitan de nuestro ejemplo para no extraviarse. Aquí no estamos en Alemania. ¡Oh!, te juro que aborrezco las utopías. El pueblo español tendrá muchos defectos; pero jamás ultrajará lo que ha sido causa de su gloria y del respeto que infundió a propios y extraños. Por encima de nuestras miserias descollará siempre la hidalguía castellana, para…

El noble señor no pudo concluir su frase porque León le interrumpió, hablándole con viveza y energía. Oyose durante largo rato la voz de uno y otro, y allá en la pieza lejana, donde cantaban los pájaros, María y su hermano Leopoldo suspendieron su conversación para prestar oído al rumor parlamentario que del despacho venía.

– Estos malditos pájaros no dejan oír una palabra – dijo el mancebo. – ¿Oyes, María? Papá y tu señor disputan… ¡Qué ganas de perder el tiempo!

María puso atención, después de decir a los pájaros con acento de enojo: – Callad, tontos.

Poco después, un brusco movimiento de la cortina dio paso a los bigotes corniformes del marqués, a su cara, en la cual la gravedad se hermanaba con el humorismo, como si en ella quisiera poner la Naturaleza un símbolo vivo del eterno y capital dualismo del arte.

– Ya lo sabes – dijo agridulcemente, entre serio y festivo. – Yo soy un hipócrita, un vividor… Tu caro esposo me lo ha dicho con buenas palabras… Un vividor, un hipócrita… sí, eso ha querido decir.

Y dio un beso a su hija.

– Positivamente – añadió – la cabeza de León está un tanto perturbada… ¡Lástima grande, porque es un guapo chico!… Estos malditos pájaros no dejan hablar.

– Callad, tontos.

¡Con cuánto ardor toman ellos parte en las disputas de los hombres! Entre los conceptos de la conversación acalorada o apacible, arrojan sus notas para ahogar las disputas humanas en una lluvia de alegría.

Mucho se habló después; pero los pájaros no lo dejaban oír. El lector tendrá paciencia para esperar a que callen los pájaros.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
530 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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