Kitabı oku: «La Fontana de Oro», sayfa 14
CAPÍTULO XXII
#El "vía crucis" de Lázaro#.
Lázaro continuó andando sin dirección fija. Su brusca y misteriosa salida de la cárcel, el conocimiento de Bozmediano y el aturdimiento producido por sus palabras, le impidieron por algún tiempo darse clara cuenta de su difícil y rarísima situación. Pero cuando se vió solo y anduvo un buen rato, empezó á comprender que no tenía á donde ir, ni á quién dirigirse, ni con quién vivir. Las palabras dichas por el viejo no le dejaban duda respecto á su carácter. Era un realista fanático, un ciego amante de la tiranía. Con los ojos encendidos de cólera y el habla venenosa y fuerte, le había dicho que no fuera á su casa mientras no cambiara de ideas, ¿Qué hacer? Era imposible vivir con aquel hombre misántropo y cruel, melancólico y feroz como un fanático musulmán. ¡Cuán contrarias las ideas de uno y otro! ¿Qué podía hacer? ¿Fingir y ser hipócrita? ¿Aparentar un amor á la tiranía que le parecía criminal? "No: eso no puede ser", pensaba Lázaro. Además, en la agitación actual de los partidos, fingir semejantes ideas era peor que profesarlas. El viejo no podía admitirle en su casa. Entonces, ¿qué determinación debía tomar? ¿Adónde iba? ¿Volvería á Ateca? ¿Y Clara?
Al acordarse de su infortunada compañera, los pensamientos del joven tomaron otro sesgo. La idea de los pesares de aquella infeliz, condenada á vivir con un ser tan antipático, principió á atormentarle. Era preciso ir allá y ver lo que pasaba en la casa. ¿Pero cómo, si era imposible visitar á su tío?
¿Iba ó no iba? La necesidad le apremiaba. Estaba solo, agobiado de extenuación, hambriento y desnudo. Doce cuartos era toda su fortuna; porque en el camino había perdido un doblón, y los gastos de viaje consumieron el otro. Entre tanto se acercaba la noche y no tenía dónde dormir. Si acudía á casa de sus amigos, temía no encontrarlos tan benévolos como la noche anterior. Además, eran pobres, tan pobres como él, y no podían darle agasajo.
Era preciso ir. También se le ocurrió tomar el camino de su pueblo y volverse allá. Conocía un arriero en el parador, que le llevaría de fiado. Pero ¿y Clara?
Estos eran sus pensamientos cuando acertó á pasar por la Fontana. Sintió gran algazara, paróse maquinalmente y tuvo intenciones de entrar. "No—dijo dominándose—no entraré." Y al mismo tiempo dió un paso hacia la puerta.
Sin embargo, atracción fatal le arrastraba hacia aquel recinto, abismo de sus primeras y más bellas ilusiones.
Los sonidos que allí dentro se oían retumbaban en su cerebro como ecos infernales de singular fascinación.
Retrocedió, volvió á avanzar, se consultó, discutió mentalmente, y al fin, uniéndose la curiosidad á su instintivo deseo de entrar, no dudó más y entró.
Estaban en una discusión muy acaloraba. Por todas partes se alzaban voces, lo mismo en la región turbulenta del público que en la del club. El que estaba en la tribuna logró dominar el ruido y pudo hacerse oír; pero bien pronto los gritos ahogaron de nuevo su voz. Trataba de la vergonzosa derrota que habían sufrido los exaltados ante la autoridad de Morillo, y algunos habían llevado esta cuestión á un terreno personal. Celosos del decoro de la sociedad y del buen nombre del partido, algunos oradores denunciaban á los infames que, disfrazados con el nombre de liberales, iban á corromper á aquella asamblea, á hacer vergonzosos tratos en nombre del Rey, á comprar la elocuencia exaltada y á promover alborotos que no tenían otro objeto que desprestigiar el liberalismo y dar armas á la reacción.
–¡Lobos—decía el orador—disfrazados de cordero, que vienen aquí fingiendo un amor á la libertad que no tienen! ¡Ofrecen oro á los oradores en pago de un discurso que exalte los ánimos de la multitud ignorante!
–Sí: esos infames—decía otro orador—son los que preparan las asonadas y los que apedrean las casas de los Ministros. El objeto de esta asociación es sostener una cátedra permanente de las buenas ideas, dirigir los sufragios; pero nunca patrocinar el libertinaje, ni el escándalo, ni la anarquía.
–No—gritó otro orador, en quien se fijaban las miradas de todos, y que se levantó lleno de ira á protestar contra las palabras anteriores.—No: aquí no hay traidores. Los que tal hacen no pertenecen á la raza de los humanos: no creo en ellos, y si los hay, que se digan sus nombres. Sepamos quiénes son; conozcámonos.
–¡Que se digan los nombres!—repitieron cien voces.
–Es preciso—decía el primer orador—purificar esta noble asamblea. Merced á los infames que la han corrompido, corren por la corte injuriosas calificaciones de nosotros y de nuestro club. ¡Que esos infames salgan de aquí!
–¡Que se digan sus nombres!—respondió la multitud con un rugido.
–No—decía otro:—esa especie de hombres no existe.
–Sí existe—exclamó exasperado el primero.—Frecuentan este sitio personas que vienen á pagar con el oro del rey el frenesí oratorio que enloquece al pueblo.
–¡Quién! ¡Quién!
–¿Quién de nosotros—continuó el orador—no conoce al llamado Coletilla? Es un realista fanático, un malvado agente de la casa grande. ¿No le conocéis? Este hombre es una culebra que se desliza entre nosotros para corromper á los oradores jóvenes. Yo sé que muchos han recibido dinero en cambio de discursos muy calurosos. Las asonadas absurdas que vemos todos los días, ¿á qué se deben? No lo dudéis: ¡abrid los ojos, ciegos! Se deben al oro de Fernando de Borbón, al oro repartido por ese hombre insidioso, por ese Coletilla.
–¿Quiénes son los venales? Sepámoslo.
–Desconfiad de los autores de asonadas.
–Ese es algún amigo del Gobierno—exclamó señalando al orador un individuo que estaba en la parte del público.
–¿Amigo del Gobierno?—dijo el orador indignado.—¿Por qué? ¿Porque amo la libertad sin licencia, la petición sin escándalo? Vosotros amáis la anarquía y cedéis á la venalidad. Me dirijo á los aragoneses, que este sitio se distinguen por su lenguaje procaz y su amor á los alborotos.
–¿Qué se atreve usted á decir?—exclamó Núñez levantándose como una furia y apostrofando al primer orador.
–¡Qué injuria dirige usted á mis amigos, á mi!
–Sí, señores—gritó el otro:—desconfiad de los aragoneses. Un aragonés agitó las turbas el día de la procesión del retrato.
Algunos miraron á Lázaro que, mudo y helado, presenciaba aquella escena.
–Y no lo dudéis—continuó el orador.—El que habló en aquella ocasión era un vil instrumento de los agentes del Rey.
–¡Es éste! ¡Aquí está!—exclamó uno, señalando á Lázaro á la atención de toda la asamblea.
–Sí: el sobrino de Coletilla.
–¡Sobrino de Coletilla! ¡Sobrino de Coletilla!—repitieron muchas voces.
Tumulto espantoso resonó en todo el ámbito. Todos se levantaron y miraron á Lázaro.
–¡El que habló la otra noche excitando á la rebelión!
–¡Alborotador de la Plaza Mayor!
–¡El sobrino de Coletilla!
Estas últimas palabras eran el mayor padrón de deshonra. Núñez se levantó á defender á su amigo; pero no pudo: su voz no fué escuchada. Muchos que temían verse acusados, en cuanto vieron el aluvión que sobre Lázaro caía, descargaron sobre él toda su ira.
–¿Cuánto te dieron por los gritos del día de la procesión, prendita?—exclamó desde el rincón el augusto Calleja.
–¡Afuera con él!
–¡Fuera los traidores, fuera!
–¡A la calle, á la calle!
Lázaro trató en aquel momento supremo de desesperación de reunir todo su aplomo para hablar, para defenderse, para gritar, para decir á todos que era inocente, que era un infeliz, un pobre diablo, el último de los seres. No le escuchaban. No podía hablar, ni para defenderse, ni para despreciarlos: se doblegó bajo el peso insoportable de tanta mirada y de tanta cólera. La multitud redobló su furia al ver el estupor y la postración de su víctima, y tras las palabras vinieron los movimientos: le mandaron salir, le empujaron hacia la puerta, le echaron. El círculo en que le tenían se estrechaba cada vez más; el desdichado joven vió cien manos sobre su cuerpo; se sintió cogido, como si una culebra se le enroscara echándole fuertes nudos y apretándole en sus robustos anillos. El vocerío, el calor, la angustia, la vergüenza, le aturdieron hasta el punto de hacerle perder la claridad del conocimiento. Sintióse arrastrar sin ver quién le arrastraba; fuerzas descomunales tiraban de sus puños, le golpeaban la espalda, le impelían hacia fuera, sintió abrirse la puerta con estrépito, sintió que su cuerpo recibía una fuerte sacudida, sintióse arrojado y libre de aquellos brazos terribles; cayó al suelo. El ruido continuaba en torno suyo, formado principalmente de carcajadas infernales; pero al fin el ruido se alejó poco á poco: el infeliz comenzó á experimentar el dolor de la caída y el frío de la tierra. Estaba en la calle.
Permaneció en el suelo algunos minutos sin darse clara cuenta de aquél hecho, y el sudor que le cubría su rostro le produjo una impresión glacial. Entonces adquirió conocimiento exacto de su situación, y vió que estaba en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, inclinada la frente, caído y revuelto el cabello. El sombrero rodaba á su lado, su ropa estaba desgarrada y sentía un dolor agudísimo en el codo izquierdo, duramente estropeado en la caída. El ruido de la Fontana resonaba como enjambre lejano: á los gritos se unían las palmadas, y una voz agitada y sonora se elevaba á ratos sobre aquella tempestad de entusiasmo.
Lázaro vió en torno suyo á tres pilletes que le contemplaban con burla, y uno de ellos atisbaba una ocasión oportuna para quitarle el sombrero. Los transeúntes principiaron á formar corro, y alguno llegó á inclinarse con curiosidad para ver si el caído estaba difunto ó simplemente desmayado. Levantóse, porque aquella curiosidad impertinente le molestaba tanto como el rumor que de la Fontana salía, y se alejó de allí, dirigiéndose á la Puerta del Sol. Los gateras le seguían, acompañados de algunos más; los serenos le dirigían de lleno la luz de sus linternas, y los transeúntes se paraban mirándole alejarse, seguros de que no era difunto ni estaba desmayado, sino simplemente borracho.
Subió la calle de la Montera, y preguntó por la calle de Válgame Dios, porque había resuelto dirigirse á Casa de su tío. Ya no dudaba: su determinación era fija, y en aquel angustioso trance, la casa del fanático, en cuya puerta había de dejar sus creencias, sus sentimientos, le pareció un refugio de paz.
Después de todo, los pocos días pasados en Madrid habían sido continuado martirio, y la idea de la apostasía que en casa del realista se le obligaba á hacer, no le molestaba tanto. Estaba herido de muerte en la imaginación, es decir, flaqueaba por su parte más poderosa. Ya no era aquel joven ardiente que se creía destinado á grandes fines; era un pobre desheredado sin vigor de espíritu, sin esperanza y sin ideas. No sabía lo que pensaba, no podía medir la inmensidad del trastorno que su pariente le exigía, no estaba resuelto sino á echarse en brazos del primero que fuera capaz de consolarle.
Llegó por fin, después de preguntar mucho, á la calle de Válgame Dios. Vió el número de la casa, miró á las ventanas del segundo piso y había luz en las habitaciones. Sin duda estaba allí Clara cansada de esperarle, desconfiada de verle otra vez. Entró en el zaguán y subió la escalera tan agitado y palpitante, que al llegar á la puerta se detuvo porque apenas podía respirar. Después de algunos segundos, en que trató de reponerse, alargó la mano, tomó el cordón de la campanilla y tiró muy suavemente, porque le parecía que iba á incomodar á su tío y á alarmar á Clara si tocaba más de lo necesario para hacer constar en el interior la presencia de un forastero. Pero la suavidad con que tiró su mano temblorosa fué tal, que la campanilla no sonó. Quiso hacerlo con más energía, y como estaba tan nervioso, tiró tanto que la campana atronó la casa. Lázaro se asustó, creyendo que Elías iba á salir hecho una furia, clamando contra el que así alborotaba. Largo rato pasó sin que nadie abriera; pero al fin distinguió alguna claridad al través del ventanillo; sintió pasos; una mano descorría la tabla, abrióse el agujero y aparecieron dos ojos.
No eran los de Clara.
–¿Quién?—dijo desde dentro la voz de Pascuala.
Lázaro preguntó por su tío.
–Sí pero no está.
–¿Vendrá pronto? Soy su sobrino.
Pascuala abrió la puerta y Lázaro dió un paso hacia adentro sorprendido de no oír la voz de Clara.
–No vendrá ni pronto ni tarde, porque se ha mudao—contestó la alcarreña.
–¿Cómo?
–Como que se ha mudao hoy mismo. Yo estoy aquí todavía, porque quedan algunas cosillas y el ropero grande, y estoy aquí pa cuidarlo; pero mañana me voy.
–¿Y á dónde se ha mudado?
–Aquí cerca, en la calle de Belén, en casa de unas señoras que llaman de Porreño, que le han cedío el cuarto segundo pa que viva solo.
–¿Y Clara?—preguntó Lázaro con mucha ansiedad.
–Ésa hace ocho días que está allá viviendo con las señoras. El amo la puso allí porque se enfaó con ella.
–A ver, á ver, ¿qué es lo que dices?
–¡Ah! ¿Pero usted es sobrino del amo?
–Sí.
–Usted es aragonés. Dígame: ¿conoce por casualidad en Cariñena á Ventura Palomino, hermano de Jusepe Palomino, que casó con Colasa Sanahuja?
–No—contestó Lázaro impaciente:—no soy de Cariñena.
–¿Y sabe usted si ha parío la mujer de Antón Telares, hermano de mi novio Pascual, con quien me voy á casar la semana que entra, si Dios me ayuda?
–No sé, hermana; no conozco á esa gente. Pero diga usted, ¿por qué ha ido Ciara á vivir con esas señoras?
–¡Ah!—dijo la alcarreña riendo con mucha gana:—no me acordaba de que era usted su novio. El amo la mandó allá, porque decía que no la podía aguantar … pues … le diré á usted … el amo es así, un poco … Decía que era una niña como las del día, que era muy sardesca … Pero ella es muy buena, y no sé cómo la pobre no se ha podrío de tristeza en esta casa.
–¿Y salió con gusto de aquí?
–A la verdad, caballero … el amo tiene un genio, así … vaya. Las dos nos quedábamos muertas de miedo siempre que le veíamos entrar. No nos hablaba nunca, y de noche, después de acostarnos, le sentíamos dando unas patadas.
–¿Y por qué la mandó á casa de esas señoras?
–Vea usted, yo le voy á decir la verdad porque es de la casa. Había un melitarito que se metió un día en casa, porque vino acompañando al amo, que fué herío en la calle. Después pasaba todos los días por ahí, y siempre que me encontraba en la calle me paraba pa preguntarme por doña Clarita. ¡Ay! un día me vió mi Pascual hablando con él, y por poco … mi Pascual tiene un genio del demonio, y cuando se enfaa … usted no supo cómo le pegó de cachetines al carnicero de ahí enfrente … Luego, como es una así … tan guapetona.
–Siga lo que iba contando: después sabremos lo que hace el señor Pascual—dijo Lázaro, impaciente por las digresiones de la criada.
–Pues decía que el melitarito, ofreciéndome dinero, quería colarse aquí.
–¿Y entró?…
–Espere usted y seguiré contando. No pasaba de la esquina, y el amo le alcanzó á ver algunas veces. Porque el amo, aunque parece que no ve nada, lo oserva todo.
–Y ella, ¿qué decía?
–Espere usted … El me decía que quería entrar.
–¿Y qué decía él de ella?
–Que era muy guapa para estar aquí encerrada sin ver el mundo; que era una lástima que una mujer así viviera en compañía de un viejo tan feo y tan … Decía: "yo la sacaré de aquí."
–¿Y ella sabía que él decía eso?
–Sí: él mismo se lo dijo.
–Luego estuvo aquí—exclamó Lázaro con mucha ansiedad.
–Espere usted.
–Y ella, ¿qué decía de él?
–Que era una persona amable y de muy buen trato; que era buen sujeto y caballero muy cumplido. Un día se nos metió aquí. ¡Jesús, qué susto!
–Y ella, ¿qué hizo?
–Le dijo que se fuera.
–¿Y se fué?
–Ca: aquí estuvo hablando mil cosas.
–Y ella, ¿qué le decía?
–Que se fuera, porque la iba á comprometer; que si era verdad que se interesaba por ella, se marchara al momento, no dando lugar á que le vieran allí.
–Y él, ¿qué dijo?—preguntó Lázaro, que no cabía en sí de zozobra.
–Mil cosas, mil monerías. Lo cierto es que el amo entró y le vió. Se enfadó mucho, nos riñó mucho.
–Y á él, ¿qué le dijo?
–Nada. A nosotras nos estuvo riñiendo todo el día. Después le dijo á doña Clarita que era una loca; que ya estaba cansao de sus coqueterías … cosas del viejo, porque ella, la pobre … por fin le dijo que la iba á mandar á casa de esas tres viejas para que la corrigieran y la enseñaran á buen vivir.
–Pero ¿por qué causa mi tío la llama loca? ¿Qué ha hecho?
–Naa; pero el amo dice que las ideas del día …
–¿Y qué más le dijo?—preguntó Lázaro, que no se cansaba nunca de las terribles respuestas de aquel fatal interrogatorio.
–Que debía aplicarse á la oración y á una vida santa.
–¿Y ese militar no la ha vuelto á ver más?
–Estos días le he visto rondando por la calle de Belén, y yo … me figuro….—¿A ver? ¿Qué se figura usted?
–Me figuro … El melitarito es muy pillo … apuesto á que se ha colado allá.
–¿Y usted no conoce á esas tres señoras?—dijo Lázaro, tratando de disimular la mala impresión que la anterior respuesta le había producido.
–No: el amo decía que son buenas, y que una es santa.
–¿Dónde viven?
–En la calle de Bebén, núm. 4. Su tío vive en la misma casa. Ya las conocerá usted.
–Diga usted—preguntó Lázaro, después de una pausa, en que dudó si marcharse ó prolongar más aquel coloquio doloroso;—diga usted, ¿ese militar es un joven alto, con bigotes negros? …
–Sí: un poquito más alto que usted; tiene una voz muy clara y anda con mucha gracia, y se ríe con mucha gracia.
–¿No sabe usted cómo se llama?
–No, señor: lo iba á averiguar; pero como mi Pascual es tan celoso, tuve miedo. ¡Ah, qué hombre! Cuando se enfaa …
Lázaro estuvo un momento silencioso contemplando la bárbara efigie de aquella mujer, oráculo de su desventura. Después se hizo repetir las señas de la nueva casa, y salió.
Ya la determinación de ir allí era inquebrantable, y antes hubiera muerto que dejar de hacerlo. La curiosidad, los celos, la necesidad de encontrar una solución á aquella serie precipitada de dudas, le impulsaban hacia la nueva casa. ¿Y la abjuración exigida? Casi no pensaba ya en tal cosa. Sin duda alguna podía asegurar que el militar, de quien le habló Pascuala, era el mismo que le acababa de poner en libertad. ¡Nuevo y doloroso misterio! Hubiera dado muchos días de vida por saber todo con claridad, y al mismo tiempo se horrorizaba al pensar que iba á saberlo. La idea de la deslealtad de Clara, de su deshonra, era demasiado grande en su horror, y no le cabía en la cabeza. Lo que más le confundía era la extraña rapidez, la fatal impaciencia con que se precipitaban sobre él tantas contrariedades, tantas amarguras, que no le daban tiempo para buscar aliento y esperanza en su inteligencia y en su corazón.
Entró en la casa, y subió lentamente la escalera de la casa del siglo décimoctavo. No pudo prescindir de una sensación de respeto hacia aquellas tres damas, desconocidas todavía para él, que le parecían tres perfectos modelos de virtud. Tocó, y le abrió una de ellas. La decoración le afectó un poco: los retratos históricos de la antesala le miraron todos con sus ojos apolillados. Lázaro tuvo miedo. Precedido por Paz, atravesó por entre aquellas sombras que la débil luz del pasillo hacía más misteriosas, y entró en la sala.
CAPÍTULO XXIII
#La Inquisición.#
Cuando Coletilla, después de instalado en el piso segundo, manifestó á las señoras la probabilidad de que su sobrino fuese á vivir con él, Salomé se quedó un poco pensativa; pero María de la Paz dijo que no había inconveniente, supuesto que el joven, bajo la vigilancia y tutela de su tío, habría de tener el comedimiento y la dignidad que aquella casa imponía á sus habitantes.
Lázaro, precedido por María de la Paz, entró en la sala. Lo primero que vieron sus ojos fué á Clara, que estaba sentada junto á la devota y cosía con la cabeza baja, sin atreverse á mirar á nadie. Vió su turbación y su empeño en disimularla. Después miró á todos lados y vió á su tío, respetuosamente sentado al lado de Salomé, cuyos reales estaban plantados al extremo oriental de María de la Paz. Lázaro les vió á todos inmóviles, como figuras de palo: todos le miraban, excepto Clara, la cual insistía en acercar tanto los ojos á su labor, que era difícil comprender cómo no se sacaba los ojos con la aguja.
Elías miró á Lázaro con asombro. Paz con asombro, Salomé con asombro, todos con asombro, y él mismo llegó á creer que era un fantasma evocado, el temeroso espectro del sobrino de Coletilla. Salomé le indicó una silla con el dedo en que tenía las sortijas, y Paz le dijo con el registro de voz más desdeñoso y augusto:
–Siéntese usted, caballerito.
Cuando el joven dijo "gracias, señora," su voz resonó débil y dolorida, anunciando tanto sufrimiento y postración, que Clara no pudo menos de alzar los ojos y mirarle con súbita impresión de interés. Le encontró muy pálido y abatido; comprendió lo que el infeliz había pasado en aquellos días, y necesitó todo el esfuerzo de que su alma valerosa era capaz para no echarse á llorar como una tonta en presencia de aquellas tres rígidas damas y del furibundo Coletilla.
–Ya estas señoras saben lo que has hecho al llegar á Madrid—dijo Elías á su sobrino con mucha severidad. Paz y Salomé fruncieron el ceño para que nadie pudiera poner en duda su indignación. Lázaro no contestó, porque estaba muerto de vergüenza, y en aquel momento las dos damas le parecían las dos personificaciones más perfectas de la justicia humana.
–¿Recuerdas lo que te dije cuando fuí á verte á la cárcel?
–Sí, señor: no lo he olvidado.
–Ahora vivo aquí, en casa de estas señoras que nos han ofrecido á mí y á Clara un asilo.
–Sólo por usted, señor don Elías—dijo Salomé.
–Ya lo sé; sólo por mí—contestó el viejo.—Pero yo—continuó dirigiéndose á Lázaro,—si te llamé estando en la otra casa, ahora no me atrevo á darte hospitalidad porque….
–Señor don Elías—dijo Paz,—de lo de arriba puede usted disponer á su antojo. Ya sabe usted lo que hemos convenido. Sólo lo hacemos por usted.
–Yo no puedo—prosiguió Elías, haciendo una gran reverencia,—yo no puedo decir á este muchacho que se quede en esta casa. Su conducta ha sido tan escandalosa, que no me atrevo….
–No hay falta, por grande que sea, que no pueda corregirse—dijo Salomé, mirando con sublime protección al desdichado Lázaro, á quien parecieron aquellas palabras el colmo de la generosidad.
–Efectivamente—dijo Paz en tono de enfática indulgencia.—Hay faltas tan enormes, que por su misma enormidad necesitan indulgencia. Mi opinión es que este caballerito debe quedarse con usted, señor don Elías, porque si no, ¿qué va á ser de él?
Elías manifestó comprender.
–¿Qué va á ser de él si continúa abandonado y sin guía?—prosiguió la dama.—Por lo que ha pasado podemos colegir lo que pasará. Sin el amparo de una persona tan virtuosa y magnánima como usted, ¿qué será de este caballerito, en quien han germinado las semillas de todas las malas ideas del día?
–Yo creo que aún es tiempo, porque, aunque ha brotado la cizaña en esa tierra malignamente fecunda, con un buen sistema de educación podrá ser arrancada de raíz esa mala hierba, y aun expurgar y purificar la mala tierra—dijo Salomé, que, desde el tiempo en que los poetas le dedicaban madrigales, había conservado gran afición á las alegorías.
–¿Qué te parece, Paula?—dijo Paz, que creía á veces que en aquella casa no podía emitirse palabra ni consejo de ningún valor, sin ser refrenado por el exequatur ortodoxo de la devota.
–Ella, que es una santa, dirá lo que se ha de hacer—exclamó Elías.
Mientras todos le pedían su opinión, la devota contemplaba el rostro del estudiante, como si quisiera leer en él su delito. Expresión de lástima afectuosa y aun de admiración ingenua brillaba en los ojos de doña Paulita, que en aquel momento parecía manifestarse naturalmente. Pero en cuanto advirtió que le pedían un consejo, recordó su misión, arqueó las cejas, y dió al viento la metálica voz con estas palabras:
–¡Oh! ¿Qué hay que consultar sobre este punto? ¿Quién dice si se debe perdonar al que ha faltado? ¿Quién hay tan poco cristiano que haga semejante pregunta? ¡Perdonar! ¿Qué es grave la culpa? Mejor: Por lo mismo necesita perdón y olvido. Y si fuera más delincuente más pronto la perdonaría.
Paz y Salomé miraron á la par á don Elías para complacerse en leer en sus ojos la admiración que había de causarle tanta sabiduría.
–¿Cómo me consultan ustedes eso?—continuó Paulita.—Digan dónde hay pecadores para perdonarlos á todos. ¿Y os priváis de la alegría de perdonar? No sólo digo á todos que le perdonen, sino también que le amen como si nunca hubiera pecado. Acordaos del hijo pródigo. Hoy es día de júbilo en esta casa, porque ha vuelto el delincuente, ha vuelto el que se creía perdido para siempre. Voy á dar gracias á Dios por haberme proporcionado el favor inefable de recibir en mi casa un delincuente cargado de culpas, de poderle decir: "levántate y no vuelvas á pecar."
Era fácil conocer en la mirada de la santa que hablaba en aquel momento con profunda verdad y gran convicción. El pecador se sintió conmovido de gratitud. Clara no hubiera hablado con tanta elocuencia; pero de seguro pensaba y decía interiormente cosas parecidas.
La devota se sonrió al concluir su homilía, acontecimiento rarísimo que hubiera sorprendido á todos, si la preocupación de aquellos momentos les hubiera permitido repararlo. El joven vió aquella sonrisa en la boca de la que juzgaba santa (y lo era), y le pareció la cosa más natural del mundo. Se sintió aligerado de un gran peso, respiró tranquilo ante aquella profesión de bondad é indulgencia, y creyó asistir al juicio supremo.
–Visto el admirable dictamen de esta santa—dijo Elías, porque es una santa, Lázaro, entiéndelo bien, te quedarás conmigo; pero en expectativa, en entredicho.
–No admito entredicho: perdón definitivo—dijo la devota.
–Bien: perdonado, pero sujeto á vigilancia. A pesar de la actitud severa de las dos damas y de su tío, Lázaro experimentó cierto descanso moral en aquella casa. Advirtió á Clara silenciosa y apartada: no alzaba los ojos, no decía palabra.
Lázaro, siempre que miraba hacia aquel sitio, encontraba los ojos negros de la devota fijos en él con tenaz atención.
La escena se hallaba dispuesta de este modo: Paz y Salomé estaban sentadas en la actitud ceremoniosa que les era habitual. A la derecha tenían á Elías, y Lázaro se hallaba frente á ellas en la postura de un reo. Detrás de las dos viejas, Clara y la devota formaban otro grupo junto á un pequeño velador que sostenía la lámpara, cuya débil luz iluminaba aquel cuadro. El resplandor daba de lleno en el rostro del joven: en la sombra quedaban Clara y la devota, y los ojos negros, profundamente negros de ésta, brillaban en el fondo sombrío de la sala con vivacidad felina. Las dos viejas, que volvían la espalda al segundo grupo, no veían nada; pero Lázaro, que estaba de frente, notaba la expresión atentamente curiosa y fascinadora de aquellos dos ojos, y se preguntaba qué podía haber en su fisonomía y en su persona que pudiera excitar la curiosidad infatigable de aquella señora.
Elías entre tanto no hubiera creído que aquel concilio ecuménico era decoroso, sin hacer un pomposo elogio de las virtudes de los tres venerandos restos de la ilustre familia de los Porreños.
–En verdad, señoras—dijo,—que no sé cómo agradecer tantas bondades. No sé á qué debo yo, persona de tan humilde origen, el que usías me traten con tanta benevolencia y me colmen de favores. ¿Qué he hecho? ¿Quién soy? ¡Ah! Usías son la bondad y nobleza misma. ¡Cómo se conocen la alteza del origen y la excelencia de la sangre! ¡Ah! ¡Usías se han puesto de ser redentoras de todos los que en torno mío me abruman á penas, amargando mi vida! ¿Y qué sería de esa pobre niña sin el amparo de usías, cuando las ideas del día han echado en su corazón tan perniciosas raíces?
La devota dejó de mirar al recién venido y dijo:
–No me la riñan más, que bastante ha padecido. Lázaro advirtió que Clara se estremecía, poniéndose roja como una amapola.
–No me la riñan más, que bastante la han reñido—añadió compungidamente la devota.—Yo respondo de ella. Yo sé que tiene buen fondo, aunque al exterior aparezcan los defectos de las pestilenciales ideas del siglo. Yo sé que tiene buen fondo: ¿qué importan las faltas más graves, cuando van seguidas del arrepentimiento?
Lázaro advirtió que Clara hizo un movimiento, como si tratara de contradecir aquellas palabras; pero en su ceguera no supo ver, no supo apreciar que en aquel instante el alma de su amiga pasaba por el más duro trance de dolor y paciencia de que es capaz la naturaleza humana.
–Yo sé que se corregirá—continuó la devota.—¡No se ha de corregir! Grandes pecadoras ha sido santas. Animo, amiga mía. Con la vista fija en Dios, ¿qué se puede temer? Yo sé cómo se curan los males del espíritu, y mi amiga Clara aparece ya bajo la benéfica influencia de una reacción feliz. Perdonémosla también; yo respondo de que se corregirá.
A Lázaro le llenaron de confusión estas palabras. ¿Qué había hecho Clara? Estuvo casi dispuesto á levantarse, acercarse á ella y decirle en alta voz: "Clara, ¿qué has hecho?" La miró y la vió llorar; miró á todos, buscando en aquellas caras de pergamino la solución de tan gran misterio; pero ninguna le reveló la culpa de la muchacha, ni aun la cara de la devota, que, después del sermón, volvió á fijar en él, desde el fondo sombrío de la sala, el intenso rayo de su mirada escrutadora y ansiosa, suficiente á turbar á otro menos tímido.