Kitabı oku: «Tormento», sayfa 14
«Ya me lo figuraba yo—indicó Polo tomándole una mano, que ella quiso y no pudo retirar—. Conozco al consabido; le he visto una vez. Es un pobre hombre, de buen natural, pero de cortos alcances. Le manejarás como quieras, si eres lista, le gobernarás como se gobierna a un niño y harás en todo tu santísima voluntad».
La intención que estas palabras revelaban, no se ocultó a la infeliz joven, que tuvo más miedo. Pero en las naturalezas sometidas a rudísimas pruebas acontece que el peligro sugiere el recurso de la salvación, y que del exceso de pavura surge el rapto de valor, por la ley de las reacciones. Comprendiendo, pues, Tormento, por aquel indicio de las ideas y palabras de su enemigo que este quería conducirla a una solución criminal y repugnante, sintió estremecimientos de su dignidad y protestas de la innata honradez de su alma. Miró al bruto, y tan odioso le parecía, que entre morir luchando y el suplicio de verle y tratarle prefirió lo primero. Herida de su propio instinto como de un látigo, se levantó bruscamente, y sin disimular su ira habló así:
«En fin… ¿esto se acaba o no? He venido para saber si me dejas tranquila o quieres concluir conmigo».
–Calma, calma, niña—murmuró Polo palideciendo—. Ya sabes que de mí no consigues nada por malas. Por buenas, todo lo que quieras…
Tormento hizo un esfuerzo para tener prudencia, tacto, habilidad. Enjugándose las lágrimas que acudieron a sus ojos, dijo:
«Tú no puedes querer que yo sea una desgraciada; debes desear que yo sea una mujer buena, digna, honrada. Has hecho cosas malas; pero no tienes mal corazón; debes dejarme en paz, no perseguirme más, marcharte a Filipinas como pensabas y no acordarte nunca del santo de mi nombre».
–¡Oh!, pobre Tormento—exclamó él con honda amargura—. Si eso pudiera ser tan fácilmente como lo dices… Has dicho que no soy un perverso. ¡Qué equivocada estás! Allá en aquellas soledades, varias veces estuve tentado de ahorcarme de un árbol, como Judas, porque yo también he vendido a Cristo. A veces me desprecio tanto que digo: «¿no habrá un cualquiera, un desconocido, un transeúnte que, al pasar junto a mí, me abofetee?». Y te hablaré con franqueza. Mientras fui hipócrita y religioso histrión y no tuve ni pizca de fe. Después que arrojé la careta, creo más en Dios, porque mi conciencia alborotada me lo revela más que mi conciencia pacífica. Antes predicaba sobre el Infierno sin creer en él; ahora que no lo nombro, me parece que si no existe, Dios tiene que hacerlo expresamente para mí. No, no, yo no soy bueno. Tú no me conoces bien. ¿Y qué me pides ahora? Que te deje en paz… ¿Para qué me mirabas cuando me mirabas?
Ante esta pregunta, el espanto de la medrosa subió un punto más. Las cosas que por su mente pasaron habríanle producido una muerte fulminante si el cerebro humano no estuviera construido a prueba de explosiones, como el corazón a prueba de remordimientos.
«¿Para qué me miraste?—repitió el bruto con la energía de la pasión, sostenida por la lógica—. Tu boca preciosa ¿qué me dijo? ¿No lo recuerdas? Yo sí. ¿Para qué lo dijiste?».
Ante esta lógica de hachazo, la mujer sin arranque sucumbía.
«Las cosas que yo oí no se oyen sin desquiciamiento del alma. Y ahora, ¿lo que tú desquiciaste quieres que yo lo vuelva a poner como estaba?…».
Ella se echó a llorar como un niño cuando le pegan. Durante un rato no se oyeron más que sus sollozos y los lejanos ayes de Celedonia. Polo corrió al lado de la enferma.
«Pero yo—dijo volviendo poco después, apresurado—, recojo para mí toda la culpa. Tengo sin duda la peor parte; pero me la tomo toda. Yo falté más que tú, porque engañé a los hombres y a Dios».
Tormento le miró más suplicante que airada; le miró como el cordero al carnicero armado de cuchillo, y con lenguaje mudo, con los ojos nada más, le dijo: «Suéltame, verdugo».
Y él, interpretando este lenguaje rápida y exactamente, respondió, no con miradas sólo, sino con palabras enérgicas: «No, no te suelto».
Poseída ya de un vértigo, la infeliz se lanzó al pasillo para buscar la puerta y huir. ¡Horrible pánico el suyo! Pero si corrió como una saeta, más corrió Polo, y antes que ella pudiera evadirse, cerró la puerta con llave y guardó esta.
Amparo dio un chillido.
«Suéltame, suéltame»—gritó oprimiéndose contra la pared, cual si quisiera abrir un hueco con la presión de su cuerpo, y escapar por él.
Polo la tomó por un brazo para llevarla otra vez adentro. Desasiéndose, corrió ella hacia la sala. Ciega y desesperada, iba derecha hacia la entreabierta ventana para arrojarse al patio. El cerró la ventana.
«Aquí… ¡prisionera!»—murmuró con rugido.
Dejose caer Amparito en el sofá, y hundiendo la cara en un cojincillo que en él había, se clavó los dedos de ambas manos en la cabeza.
XXIX
Largo rato trascurrió sin que se moviera. De pronto oyó estas palabras, pronunciadas muy cerca de su oído:
«Ya sabes que por malas nada, por buenas todo. Quieres tratarme como a perro forastero y eso no es justo… Aunque procure contenerme, no podré evitar un arrebato, y haré cualquier barbaridad».
La situación deplorable en que la joven se hallaba y el temor a la catástrofe trabajaron en su espíritu, infundiéndole algo de lo que no tenía, a saber: travesura, tacto. La vida hace los caracteres con su acción laboriosa, y también los modifica temporalmente o los desfigura con la acción explosiva de un caso terrible y anormal. Un cobarde puede llegar hasta el heroísmo en momentos dados, y un avaro a la generosidad. Del mismo modo aquella medrosa, aguijada por el compromiso en que estaba, adquirió por breve tiempo cierta flexibilidad de ideas y algunas astucias que antes no existían en su carácter franco y verdadero. «Por este camino—pensó—no conseguiré nada… Si yo supiera lo que otras mujeres saben, si yo acertara a engañarle, prometiendo sin dar y embaucándole hasta rendirle… Haremos un ensayo».
«¡Qué manera más extraña de querer!—dijo incorporándose—. Parece natural que a los que queremos, deseemos verles felices… digo, tranquilos. No comprendo que se me quiera así, haciéndome desgraciada, indigna, miserable, para que me desprecie todo el mundo. ¡Pobre de mí! No puedo alzar mis ojos delante de gente, porque me parece que todos me van a decir: 'te conozco, sé lo que has hecho'. Quiero salir de tal situación, y este egoísta no me deja».
D. Pedro dio un gran suspiro.
«¿Egoísta yo? ¿Y lo que tú haces es abnegación? Yo soy pobre, él es rico. ¿No es eso lo mismo que decir: 'yo, yo y siempre yo'? Bueno es que nos sacrifiquemos los dos, pero ¡que me sacrifique yo solo y tú triunfes…! Bien veo lo que tú quieres: casarte y ser poderosa, y que el mismo día de la boda, yo me pegue un tiro para que todo quede en secreto».
–No, no quiero eso.
Amparo sintió que se afinaban más sus agudezas y aquel saber de comedianta que le había entrado. Comprendió que un lenguaje ligeramente cariñoso sería muy propio del caso.
«No, no quiero que te mates. Eso me daría mucha pena… Pero sí quiero que te vayas lejos, como pensabas y te aconsejó el padre Nones. No puede haber nada entre nosotros, ni siquiera amistad. Alejándote, el tiempo te irá curando poco a poco, sentirás arrepentimiento sincero, y Dios te perdonará, nos perdonará a los dos».
Profundamente conmovido, el bárbaro miraba al suelo. Creyendo en probabilidades de triunfo, la cuitada reforzó su argumento… llegó hasta ponerle la mano en el hombro, cosa que no hubiera hecho poco antes».
«Hazlo por mí, por Dios, por tu alma»—le dijo con dulce acento.
–Eso, eso—murmuró Polo lúgubremente sin mirarla—. Yo todos los sacrificios, tú todos los triunfos… ¿Sabes lo que te digo? Que ese hombre me envenena la sangre… le tengo atragantado. Se me figura que le vas a querer mucho en cuanto vivas con él; y esto me subleva, me quita el valor de marcharme; esto me pone furioso y me incita a ser más malo todavía.
Levantose, y dando paseos de un ángulo a otro de la sala, exclamó con angustiada voz:
«Dios, Dios, ¿por qué me diste las fuerzas de un gigante y me negaste la fortaleza de un hombre? Soy un muñeco indigno forrado en la musculatura de un Hércules».
Y parándose ante ella le dijo en tono más familiar:
«Te juro, Tormentito, que si me marcho, como deseas, a Filipinas, y me voy sin retorcerle el pescuezo a ese tu marido, debes tenerme por santo, pues victoria mayor sobre sí mismo no la ha alcanzado jamás ningún hombre. Y yo quisiera hacerte el gusto en esto, quisiera dejarte a tus anchas; pero ni tú con tus ruegos, ni Nones con sus consejos lo conseguirán de mí. De bárbaro a santo hay mucho camino que andar, y yo… empiezo bien, pero a la mitad me faltan fuerzas, y… ¡atrás bárbaro, atrás!».
Amparo sintió frío sudor en su rostro. No había remedio para ella, y la solución negativa y terminante se apoderó de su mente.
«Estoy decidida, decidida… Ya sé lo que tengo que hacer».
–¿Qué?
–No me puedo casar… ¡Imposible, imposible!… ¿Pues qué?, ¿así se pasa por encima de una falta tan grave? Mi conciencia no me permite engañar a ese hombre de bien… Ya sé lo que tengo que hacer. Ahora mismo voy a mi casa; le escribo una carta, una carta muy meditada, diciéndole: «no me puedo casar con usted por esto, por esto y por esto».
–Siempre se te ocurre lo peor—indicó Polo con aparente tranquilidad—. Me parece tu plan muy absurdo… No, ya no tienes más remedio que apechugar con él. Negarte ahora, después de haber consentido y de haber callado por tanto tiempo tus escrúpulos, sería una deshonra. No, no cásate… No demos ahora un escándalo.
La relajación que se desprendía de este plural no demos hirió tanto a la joven, que desconcertada y transida de horror, no supo qué decir. Él no le dio tiempo a reflexionar sobre aquel mal cubierto propósito, siguiendo así:
«Comprendo que esto debe concluir; comprendo que yo debo sacrificarme… porque soy el más criminal. ¿Pero tú no te sacrificarás también un poquito?».
–¿Yo, cómo?—preguntó ella sin comprender.
–No despidiéndome como se despide a un perro. Hace poco dijiste que no quieres a tu novio. Si deseas que yo te obedezca en esto de quitarme de en medio, no me hagas creer que tampoco me quieres a mí, porque entonces lo echaré todo a rodar. Si te conviene que yo tenga fuerzas para ese acto heroico que me exiges, dámelas tú.
–¿Yo?, ¿cómo?
Amparo le habría dado un bofetón de muy buena gana.
«¡Así!…—gritó el bruto con salvaje ímpetu de amor, estrechándola en sus brazos—. Si me dices que quieres a ese pelele más que a mí… ahora mismo, ahora mismo, ¿ves?, te voy apretando, apretando hasta ahogarte. Te arranco el último suspiro y me lo bebo».
Y conforme lo decía lo iba haciendo, iba oprimiendo más y más, hasta que Tormento, sofocada y sin respiración, dio un grito: «¡ay… que me ahogas!…».
«Concédeme un día, un día nada más. Yo te doy una vida entera de tranquilidad y no te pido más que un día».
Pero ella, sofocadísima, sacaba los últimos restos de su aliento para decir: «no».
«¡Sí!»—gritaba él con brutal anhelo.
–Que no.
–¡Un día!
–Ni un minuto.
–¡Ah… perra!
Frenético aflojó los brazos… Era aquello un ataque de insano furor espasmódico… Amparo saltó despavorida, buscando la salida otra vez. No hallándola y recorriendo toda la casa, fue a dar al cuarto donde estaba la enferma. Aquel sitio la pareció lugar sagrado, donde podía disfrutar el derecho de asilo. Arrimose al único rincón libre que en la habitación había, y esperó. Los labios de la enferma balbucieron algo, entre queja y curiosidad. Pero Tormento nada decía, se había quedado sin palabra. Poco después entró él.
«¿Qué tal, Celedonia?».
–Ahora dormía un poquito; pero me han despertado con el ruido… ¡Qué cosas!… ¡retozando aquí!…—tartamudeó la enferma, despabilándose y mirando a las dos personas que en su presencia estaban—. ¡Retozando aquí!… ¡Dónde y cuándo se les ocurre pecar!… ¡a la vera de una moribunda…!
–Si no pecamos, tonta, viejecilla—dijo Polo con cariño—. ¿Quieres tomar algo?
–Quiero pensar en mi salvación… Condénense ustedes si gustan; pero yo me he de salvar… Me muero, me muero… Mande recado al padre Nones y déjese de retozos.
–Ya vendrá Nones, ya vendrá. Pero no estás tan mal. El médico dijo esta tarde que eso se te pasará.
–Tan lila es el médico como usted… Perdido, sin vergüenza… quite allá; no me toque… Me parece ver al Demonio que me quiere llevar…
–¿Bromitas tenemos?—dijo Polo, arropándola—. Pues mira, te voy a poner otra vez las bayetas calientes. ¿Tienes dolores?
–Horr…rrorosos…
–Tormentito, vas a ir a la cocina a calentar las bayetas. Debe de haber lumbre. Viejecilla, no seas mal agradecida, ya ves que esta pobre viene a cuidarte. ¿No ves que es un ángel?
–¿Ángel?—murmuró la anciana, mirando a ambos con extraviados ojos—. De las tinieblas, sí. Buenos están los dos. Pero no me llevarán, no me llevarán… Que venga el padre Nones, que venga pronto.
Amparo fue a la cocina. No podía negarse a prestar un servicio tan fácil y tan cristiano al mismo tiempo. Entre tanto, el bruto atendía a remover el dolorido cuerpo de la enferma, a mudarle los trapos y vendas que envolvían sus hinchadas piernas. Mostraba en ello una delicadeza y una habilidad como sólo las tienen las madres y los enfermeros que se habitúan a tan meritorio oficio.
«Ahora te voy a dar una taza de caldo»—le dijo; y corriendo a la cocina, mandó a Tormento que lo calentase.
Aplicadas sobre aquel pobre cuerpo las bayetas, amén de unturas varias y algodones, el bárbaro le dio el caldo acompañando su acción de palabras muy tiernas: «Vamos, poco mal y bien quejado. Ahora te vas a dormir tan ricamente. ¿No tienes ganas? Haz un esfuerzo; estás muy débil. Este caldo te lo vas a tomar a nuestra salud, a la salud mía y de la señorita Amparo, que ha venido a cuidarte. Con que… ¡a pecho!… Bien, bien. Descansa ahora; no te doy más cloral esta noche, porque te puede hacer daño».
La vieja, delirando, mezclaba las risas con los lamentos, y acariciaba con sus torpes manos una cruz pendiente de su cuello. «¡Ay… ay!… ¿Quieren llevarme?… Sí, para ustedes estaba. Este, este que está en la cruz me defenderá».
Cuando la enferma se aletargó, Polo dijo por señas a Amparo que saliera. Ambos volvieron a la sala. Durante aquel triste paréntesis, que de un modo tan extraño interrumpiera su angustiosa lucha con el monstruo, la medrosa había pensado que no debía esperar nada de él por medio de conferencias y explicaciones. Grandísima simpleza había sido visitarle. No tenía ella diplomacia, ni sabía sortear las dificultades por medio de palabras mañosas. No le quedaba ya más recurso que escapar de la casa como pudiera y entregarse a su mísero destino. Ya conceptuaba imposible la boda; ya no podía dudar que aquel caribe daría un escándalo… La deshonra era inevitable. Tendría que escoger entre darse la muerte o soportar la ignominia que iba a cubrirla como una lepra moral, incurable y asquerosa. Todo era preferible a tratar con semejante fiera y a sufrir sus bárbaros golpes o sus repugnantes caricias. Desesperada, luego que estuvieron en la sala, le dijo con serenidad:
«Nada más tenemos que hablar. ¿Me dejas salir?».
–Antes encenderemos una luz. Casi es de noche. Hazme el favor…
Le señaló la bujía que sobre la cómoda estaba, juntamente con la caja de cerillas.
«La llave de la puerta, la llave—gritó Tormento luego que encendió la luz—. Quiero salir, me estoy ahogando».
–Calma, calma. Hazme el favor de cerrar las maderas de la ventana… Y no me vendría mal que cogieras ahora una agujita y me cosieras este chaleco… ¡Holgazana! Quiero hacerme por un momento la ilusión de que eres el ama de la casa. Debieras prepararme la cena y cenar conmigo.
–No estoy para bromas… ¡La llave!
Su respuesta fue un abrazo, apretando, apretando…
«Dime que me quieres como antes y te dejo salir,—declaró en aquel infernal nudo—. Si no, te ahogo…».
–Mejor… prefiero que me mates—murmuró la infeliz, llegando a tener idea de las horribles contracciones del boa constrictor.
–¿Bromitas tenemos?… ¿Con que matarte, reina y emperatriz del mundo?… Vaya, di que me quieres…
–Bueno, pues sí—replicó la medrosa, sintiendo otra vez la necesidad de ser diplomática.
–Dilo más claro.
–Te… quiero—declaró cerrando los ojos.
–No, lo has dicho de mala gana. Pronúncialo con calor y mirándome.
Ya Tormento no tenía paciencia para más. Iba a gritar con brío: «Te aborrezco, bestia feroz»; pero aún supo contenerse, midiendo las consecuencias de una frase tan terminante. Hizo un desmedido esfuerzo y pudo expresar esto:
«¿Cómo quieres que… te quiera con estas brutalidades?… Para quererte sería preciso… que te portaras de otra manera».
–Dime tú cómo.
En esto la soltó.
«Primero, no dándome sofocos y tratando razonablemente».
–Acompáñame esta noche—dijo Polo con brutalidad.
–No, no mil veces—replicó Tormento con toda su alma.
–Déjame concluir… Te juro que mañana eres libre y que no te molestaré más.
Amparo meditó un rato. El extremo de gravedad a que habían llegado las cosas, la ponía en el triste caso de tomar en consideración la infernal propuesta. Pero su conciencia triunfó pronto de su vacilante debilidad, inspirándole estas palabras que revelaban tanto asco como valentía:
«De ninguna manera. Prefiero morirme aquí mismo».
–Mañana serás libre.
–Prefiero ser cadáver…
Y volviendo a dudar y a pesar en la balanza de la razón el nefando trato, dijo:
«¿Y quién me asegura que cumples tu palabra…?».
Mas volviendo a triunfar de sus dudas, exclamó con énfasis:
«¡Oh!, no y mil veces no. Es una vergüenza peor que la que ya tengo encima. No quiero, no quiero. No tengo más salida que la muerte, y estoy decidida a dármela yo misma, ¡yo misma con mis manos, sí, salvaje, demonio de los infiernos…!».
Transfigurada, la cordera tomaba aspecto de leona. Jamás había visto Polo nada semejante a aquel sublime coraje de la que era toda paz, mansedumbre y cobardía.
«Sí, no tienes ya ni tanto así de conciencia. Yo no soy así—añadió ella con ardiente expresión—. Yo soy cristiana, yo sé lo que es el arrepentimiento, y sé morirme de pena, deshonrada, antes que caer en el lodazal a donde quieres arrastrarme».
El bárbaro pestañeaba como quien en sus ojos adormecidos recibe de improviso luz muy viva. Tuvo en su alma uno de aquellos arranques expansivos que de tarde en tarde le disparaban, ya en dirección del bien, ya en la del mal, y entregando la llave a su víctima, le dijo con cavernoso acento:
«Puedes salir cuando quieras».
El primer impulso de la prisionera fue echar a correr, y después de dudar un instante así lo hizo. Pero no había dado un paso en la escalera, cuando la voz de su conveniencia la detuvo una vez más. Era la vacilación misma. Pensó que aquel generoso rapto de su enemigo no bastaba a ultimar la temida cuestión. No quería irse sin la seguridad de que todo había concluido y de que recobraba la ansiada paz. Movida de estos escrúpulos del egoísmo, tornó adentro, padeciendo el descuido de dejar abierta la puerta.
«¿Pero no me perseguirás, no darás un escándalo, no harás nada en contra mía?».
Polo, que estaba en pie, le volvió la espalda pero ella dio una vuelta hasta ponérsele delante. En su delirio, llegó hasta tomarle una mano, inclinándose ante él…
«Por Dios y la Virgen… no me deshonres, no me pierdas, no reveles nada de este secreto, que es mi muerte; no veas a nadie… Que lo pasado sea como si hubiera sucedido hace mil años; que ningún nacido lo sepa… Tú no eres malo; no eres capaz de cometer una infamia… lo que debes hacer…».
–Sí, ya sé, ya sé—murmuró él dando otra vuelta para ocultar su rostro—. Lo que tengo que hacer es… echarme a rodar lejos, lejos…
Con rápido movimiento apartose de ella y entró en la alcoba. Amparo no quiso seguirle. Desde la sala vio allá dentro un bulto, arrojado en negro sillón, la cabeza escondida entre los brazos y estos apoyados en un lecho revuelto; y oyó bramidos, como de bestia herida que se refugia en su cueva.
XXX
Dudaba Tormento si entrar o retirarse. «Creo que le he vencido—pensaba—; pero aún no estoy segura. Lo que me da esperanzas es que él no hace nunca las cosas a medias. Si hace maldades no se para hasta lo último; si la da por el bien, capaz es de llegar a donde llegan pocos». La fiera reapareció súbitamente, demudado el rostro, las manos trémulas.
«¡Ah!, ¡perra!—le dijo—, si no te quisiera como te quiero… Todavía, todavía sé valer más que tú, y ponerme en donde tú no te pondrás nunca. ¡Hablas de matarte!… ¿qué sabes tú de eso, tonta, que te asustas de la picada de un alfiler?…».
En esto estaban, cuando sintieron ruido en la escalera, y después el áspero chillido de la puerta que se abría. Ambos pusieron atención. Amparo, llena de miedo, notó que los que habían entrado avanzaban ya por el pasillo.
«¡Mi hermana!»—murmuró D. Pedro.
Al oír este nombre, la medrosa no supo lo que le pasaba. En su azoramiento y consternación no tuvo tiempo más que para esconderse precipitadamente en la alcoba. ¡Ay!, si tarda dos segundos más en huir, me la cogen allí. Los visitantes eran Doña Marcelina y el padre Nones. Amparo oyó con espantó la voz de aquella señora, y temiendo que también entrase en la alcoba, hizo propósito de esconderse en un armario. Felizmente había en el fondo de la pieza un cuartito triangular y muy estrecho, atestado de cosas viejas, en el cual se ocultaría en caso de necesidad.
El escueto y rechupado clérigo, la señora con cara de caoba y vestido negro, tomaron asiento en la sala. El primero parecía haberse escapado de un cuadro del Greco. La segunda estaba emparentada con los Caprichos de Goya.
«Pero, di, caribe, ¿todavía no te has quitado esas barbazas de Simón Cirineo?—dijo la hermana al hermano—. ¿No te da vergüenza de que la gente te vea en esa facha?».
–Es que se está equipando de misionero, señora—observó el indulgente y jovial Nones sacando su petaca—. ¿Y cómo está esa pobre?
–Muy mal. Ahora parece que duerme un poco.
–Vamos a cuentas—dijo Marcelina, clavándose en un extremo del sofá—. El Sr. D. Juan Manuel y yo hemos arreglado todo. Por la calle me venía diciendo este bendito: «Es preciso tener mucho cuidado con ese pedazo de bárbaro. Se me escapó de la dehesa para volver a las andadas. Cada día que pasa sin que le empaquetemos para los antípodas, corre más peligro de perderse y darnos a todos muchos disgustos». ¿Es verdad esto, padre?
–Es el Evangelio—replicó Nones risueño.
–Bueno, bueno—añadió la consabida—. Ya hemos arreglado tu viaje. Gracias a una señora que vive conmigo, he reunido lo del billete. Con lo que te dieron esta mañana los prenderos por aquellos trastos y lo que te facilita este señor de Nones… anticipándote lo que te debe el Ayuntamiento… dale las gracias, hombre; con todo eso, digo, tienes para lo que se te puede ofrecer por el camino. Te he buscado cartas de recomendación.
«Y yo le doy una que es como pan bendito»—interrumpió D. Juan Manuel.
–En cuanto llegues, tomas posesión de tu destino, que es, según dicen, una ganga. Ahora, contesta. ¿Estás decidido a marcharte?
–Sí—afirmó Polo con resolución.
–Mira que el vapor sale de Marsella el día 8, y si quieres alcanzarlo tienes que echar a correr mañana mismo.
–Pues mañana mismo.
–Así me gustan a mí los hombres—declaró Nones dando afectuosa palmada en el hombro de su amigo.
–Gracias, gracias infinitas doy al Señor—expresó la piadosa hermana con vehemencia, por esta determinación tuya. A ver si allá vuelves a ser lo que eras, y te enmiendas, y te purificas. No te faltarán modos de hacerte bueno y meritorio, porque hay por allá mucho salvaje por convertir.
–Lo primero—dijo Nones con sorna—es que se nos convierta él y se nos formalice, que a los demás salvajes, señora mía, no faltará quien los meta en cintura.
–De suerte, querido y desgraciado hermano que ya no te veré más—manifestó ella conmoviéndose y elevando un poco su mano en dirección de sus ojos, los cuales de fijo habrían llorado si no fueran de madera—. ¡Oh!, todo acabó, para mí. Gracias que me consuelo con mis ideas. Hágome la cuenta de que estoy en un convento muy grande, que las calles de Madrid son los claustros, que mi casa es mi celda… Voy y vengo, entro y salgo, aisladita en medio del tumulto, callada entre tanto bullicio… En esta vida solitaria los afectos de familia siempre viven en mí… Por mucho que piense en Dios, no puedo dejar de querer a mi hermano, y la idea de los trabajos que le esperan en aquellas tierras me hará pasar muy malas noches… Oyendo misa esta mañana, me decía yo: «Pero Señor, ¿este hombre no podrá corregir sus pasiones, no podrá enfrenarse a sí mismo como han hecho otros que han llegado a ser santos? ¿Tan débil es, tan poca cosa, que se dejará dominar por un vicio asqueroso?» ¡Ay!, hermano, no cabe el odio en mi corazón; pero hay momentos, el Señor me lo perdone, hay momentos en que peco, sin poderlo remediar; peco acordándome de la buena pieza que te ha trastornado la cabeza, apartándote de tus deberes; sí, peco, peco… peco porque me da rabia…
–Señora—dijo el simpático Nones—, no nos aflija usted ahora con sus sentimientos, que hartos motivos de duelo tenemos. Mi amigo Perico se nos va mañana. El rato que de su compañía nos queda empleémosle en agasajarle y en mostrarle nuestro cariño.
–Es que no me fío de él, no me fío—añadió la excelente señora mirándole como se mira a un niño de quien se sospechan travesuras—. Usted le conoce tan bien como yo, y no ignora sus mañas. Por Celedonia supe que antes de ir al Castañar, recibió aquí a esa… Sr. de Nones, no sea usted tan santo, no se haga usted el bobito. Bien sabe usted que hace un rato, cuando subíamos esa cansada escalera, dije yo que me parecía haber sentido voz de mujer, y usted se echó a reír y… recuerde bien sus palabras: «todo podrá ser… nada hay nuevo debajo del sol… en efecto me huele a fémina».
–¡Qué disparate!—balbució Polo, a quien un sudor se le iba y otro le venía.
–Podrá ser disparate; pero tú das lugar a que de ti se piense siempre mal. ¡Ay!, hermano mío, la idea de que puedas condenarte me pone enferma. Hace pocas noches soñé que te habías ido, y que allá en unas tierras de indios, donde hay árboles muy grandes y olor a canela, clavo y alcanfor, estabas tu, ¡ay!, en una choza, y que te morías, sí, te morías de horribles calenturas. Pero lo que a mí me espantaba era que te morías pensando en esa maldita mujer, con lo cual dicho se está que Dios no te podía perdonar… Créeme, hermano, desperté acongojada, con unos fríos sudores… En mi vida he sentido angustia mayor.
–¡Qué disparate!—volvió a decir Polo, fatigadísimo y consternado.
–Señora—indicó el simpático Nones—, que nos va usted a hacer llorar.
–Pues si estuviera llorando este pecador tres días seguidos, nada perdería… Vuelvo a lo que estaba diciendo… ¡Ah! Ya sabrás que el mes que entra se casa la niña. Todas las malas personas tienen suerte. ¡Chasco como el que se lleva ese bobalicón…!
–Señora, no se habla mal del prójimo.
–Déjeme usted seguir… ¡Y qué regalos! Rosalía Bringas me los ha enseñado todos. Esta mañana la encontré en la Buena Dicha y se empeñó en que había de ir con ella a su casa. No pude desairarla, y allí nos estuvimos charla que charla lo menos dos horas, Obsequiome con una copita y bizcochos…
–Señora, eso de las copitas me parece peligroso, y ocasionado a hablar más de la cuenta.
–Siento mucho,—dijo Polo—, que esa señora y tú hablarais de lo que no os importa…
Al llegar aquí, Marcelina, que fijamente miraba al suelo, inclinose y sin hacer aspavientos de sorpresa recogió un objeto arrojado y como perdido sobre la estera. Era un guante. Tomándolo por un dedo lo mostró a su hermano, y dijo con frialdad inquisitorial:
«¿De quién es este guante?».
Polo se turbó.
«¡Ah!… no sé… será de… Sin duda es de una persona que estuvo aquí esta mañana, la hermana de Francisco Rosales el tintorero».
–¡Buena la hemos hecho!—exclamó Nones dando fuerte palmetazo en el hombro de su amigo.
–Yo conozco esta mano—afirmó Marcelina examinando el cuerpo del delito, pendiente de un dedo.
Después lo sopló para hincharlo con aire y ver la forma de la mano.
«Toma, guárdalo: yo no quiero estas pruebas materiales de tus infamias, porque no he de utilizarlas para nada. Pues si yo fuera mala, si yo quisiera hacer daño a esa joven…».
–Basta, señora—dijo expansivamente don Juan Manuel—, todos sabemos que es usted un ángel.
–Sí que lo soy—replicó ella, castigando la rodilla del clérigo con su abanico—. Todas las ocasiones no son para bromitas, Sr. de Nones. No soy yo ángel ni serafín; pero sí mejor que muchos… ¡Si yo quisiera hacer daño…! ¡Ah!, dos cartas poseo de esa casquivana, dos papelitos que te envió y que te quité cuando reñimos y nos separamos. Los conservo como oro en paño, pero mientras yo viva no los verán ojos nacidos. Pues si yo quisiera dárselos a Rosalía Bringas, ¿qué perjuicios no podría causar…? Mas no soy vengativa; tú y la dichosa niña podéis estar tranquilos.
–Así me gusta a mí la gente—dijo Nones—. Por ahí se va al Cielo, señora.
–Pero de eso a ser tonta va mucha diferencia—prosiguió la dama, encarándose enojadísima con su hermano—. A mí no me engañas tú ni nadie. Esa… no quiero decir una mala palabra, ha estado hoy aquí.
–No digas absurdos—respondió Polo en el colmo de la zozobra.
–Señora, señora—gritó Nones—, que nos pone usted a todos en un compromiso.
–Y es más, y digo más—añadió la hermana irritadísima, husmeando el aire—. Sostengo que está aquí todavía.
Diciendo esto, fijaba sus apagados ojos en la puerta de la alcoba.
«Juraría que he sentido ahí run-run de faldas que se escabullen…».
–Tú estás delirando, mujer.
–Pues abre.
Resueltamente fue Nones hacia la alcoba y abrió la puerta, diciendo:
«Pronto vamos a salir de dudas».
Polo tenía la luz, y dio algunos pasos dentro de la estancia. Marcelina miró con ávida curiosidad a todos lados. Humillose hasta arrastrar sus miradas por debajo de la cama, tras de los muebles, tras la percha cargada de ropa.
«Allí hay una puerta…—dijo, señalando a la del cuartito—. Juraría que oí…».
–Es una puerta que está condenada. Da a la casa inmediata.
Marcelina miró a su hermano con severa incredulidad.
–Ábrela.
–Pero, señora, si está clavada—dijo Nones poniendo los brazos en cruz—. ¿También quiere usted echar abajo el edificio?
–Si deseas registrar toda la casa…—indicó D. Pedro.
Volvieron a la sala.