Kitabı oku: «Tormento», sayfa 15
«¿No pasas a ver a Celedonia? Se alegrará la pobre mujer».
–Sí, entraré un momento, pero no largo, porque no tengo corazón para ver padecer a nadie.
–Ahora me parece que descansa un poco.
–Es realmente un mérito tu caridad con esa mujer… Pero no creas que vas a borrar tus pecados: méritos pequeños no limpian culpas grandes… Por mi parte, me gustaría mucho asistir enfermos, revolver llagados y variolosos, limpiar heridos… pero no tengo estómago. Cuando lo he intentado me he puesto mala. También se auxilia a los desgraciados rezando por ellos.
Polo no dijo nada sobre esta opinión. Sintieron los gemidos de Celedonia. Los tres fueron allá.
Al entrar en el angosto cuarto, la pobre mujer padecía horriblemente. A la incierta luz de la lamparilla, su semblante lívido, acariciado por la muerte, era la fría máscara del dolor que casi infundía más espanto que compasión. Su cerebro estaba trastornado.
«¿Qué tiene la viejecita?—le dijo el bárbaro con cariñosa lástima—. ¿Quieres un poco de cloral?».
–¡Ay!…—gritó ella, mirando a todos con extraviados ojos—; parece mentira que aquí, en este hospital… ¿Pero todavía están los dos tórtolos retozando…? ¡Qué modo de pecar!… Yo me muero: pero no me llevaréis, no. Que venga Nones.
–Si está aquí, ¿pero no le ves?
–¿Es de veras el padre Nones?—balbució la enferma abriendo mucho los ojos.
–Sí, yo soy, pendón… ¿Que te quieres morir?—dijo el buen clérigo—. Eso no puede ser sin mi permiso.
–Retozando…—repetía Marcelina, atormentada por su idea fija.
–¿Es usted D. Juan Manuel…?, ya le veo… ya le veo…—tartamudeó la enferma con súbito despejo—. Gracias a Dios que me viene a ver. ¿Quiere confesarme?
–¿Ahora?, déjalo para mañana.
–Ahora mismo…
–¡Qué prisa! Lo mismo da un día que otro.
La infeliz parecía un tanto aliviada con la alegría de ver al cura.
«Ea—dijo Nones con mucho gracejo a los dos hermanos—, váyanse ahora ustedes dos a retozar por ahí fuera, que Celedonia y yo tenemos que hablar. Se le ha despejado la cabeza; aprovechémoslo».
XXXI
Los dos hermanos salieron para volver a la sala. Cuando en ella entraron, la dama delante él detrás, mudo y con las manos cruzadas a la espalda, la mujer de caoba hizo un movimiento de susto y sorpresa, diciendo en el tono más desabrido que se puede oír:
«No me lo niegues ahora. He sentido bien clarito el ruido de faldas, como de una mujer que corre a esconderse».
–Ea, no tengo ganas de oírte… Déjame en paz…
No hallándose presente el padre Nones, que tanto le cohibía, el ex-capellán contestó a su hermana con gesto y expresiones de menosprecio.
«Te digo que está aquí».
–Bueno, pues que esté… No se te puede sufrir… Le acabas la paciencia a un santo.
Viendo que Marcelina se sentaba tranquilamente en el sofá, como persona dispuesta a permanecer allí mucho tiempo, el endemoniado don Pedro se amostazó, y con aquella prontitud de genio que le había sido tan perjudicial en su vida, agarró a la dama por un brazo y se lo sacudió, gritándole:
«Mira, hermana, plántate en la calle… Ea, ya se me subió la sangre a la cabeza, y no puedo aguantarte más».
–Me plantaré, sí señor, me plantaré—replicó la figura de caoba, levantándose tiesa—. Me plantaré de centinela hasta verla salir y cerciorarme de tus pecados.
D. Pedro le había vuelto la espalda. Ella le seguía con los ojos. Su cara, aquella tabla tallada por toscas manos, aquel bajo relieve sin arte ni gracia, no tenía expresión de odio, ni de cariño, ni de nada, cuando los labios de madera terminaron la visita con estas palabras:
«No me retiraré a mi casa hasta no saber a punto fijo si eres un perverso o si yo me he equivocado. Busco la verdad, bruto, y por la verdad ¿qué no haría yo? No quiero vivir en el error. Puesto que me echas de aquí, en la calle me he de apostar, y una de dos: o sale, en cuyo caso la veré, o no sale, en cuyo caso no estará en su casa a las ocho, hora en que ha de ir a visitarla una persona que yo me sé… Como eres tan mal pensado, crees que tengo la intención de ir con cuentos… ¡Oh!, ¡qué mal me conoces! De mi boca no saldrá una palabra que pueda ofender a nadie, ni aun a los más indignos; pecaminosos y desalmados. No digo que sí ni que no; no quito ni doy reputaciones. Pero quiero saber, quiero saber, quiero saber…».
Repitiendo doce veces, o más, esta última frase, en la cual sintetizaba su curiosidad feroz, especie de concupiscencia compatible con sus prácticas piadosas, salió pausadamente.
Cuando se oyó el golpe de la puerta, violentamente cerrada tras ella, Amparo salió de su escondite. Tenía los ojos extraviados y su palidez era sepulcral.
«No tengo salvación»—murmuró dejándose caer en el sofá.
El bárbaro la miró compasivo.
«¿Oíste lo último que dijo?».
–Sí… o no saldré, o me verá salir.
–Es capaz Marcelina de darse un plantón de toda la noche. La conozco. ¡Si es de palo…! Si allí no hay alma, no hay más que curiosidad rabiosa. Se cortará una mano por verte salir. No la acobardarán el frío ni la lluvia, ni tu desesperación ni mi vergüenza.
Aquella casa irregular tenía una sola habitación con vistas a la callo de la Fe. Era un cuartucho, situado al extremo del anguloso pasillo, la cual pieza servía a Polo de comedor durante el verano, por ser lo más fresco de la casa. En invierno estaba abandonada y vacía. Ambos fueron allá, recorriendo a pasitos muy quedos el pasillo, para que no les sintiera Nones; y por la estrecha ventana miraron a la calle. Estaban los vidrios empañados a causa del frío, y Amparo los limpió con su pañuelo. En la acera de enfrente y en el hueco de una cerrada puerta, junto a la botica, estaba Marcelina sentada, como los mendigos que acechan al transeúnte.
«¡Qué horrible centinela!».
–Ahí se estará hasta mañana—dijo Polo. Dios la hizo así.
Volvieron a la sala. Al recorrer el pasillo, con paso de ladrones, oyeron el susurro de la voz de D. Juan Manuel y ahogados monosílabos de la enferma. Pasaron con grandísima cautela para no hacer ruido, él tratando de impedir que chillaran sus botas, ella recogiendo las faldas para evitar el menor roce.
En la sala sentáronse el uno frente al otro, igualmente desalentados y abatidos. No acertaba ella a tomar una resolución ni él a proponerla. La sucesión atropellada de tantas contrariedades habíala puesto a ella como idiota, y en cuanto a Polo, únicamente daba señales de vida en la tenacidad con que la miraba… ¡tan hermosa y para él perdida! Los juicios del desgraciado varón oscilaban, con movimiento de péndulo, entre el bien que perdía y aquel largo viaje que iba a emprender irrevocablemente.
«¿Qué hora es?»—preguntó Amparo cortando aquel silencio tristísimo.
–Las siete y media… casi las ocho menos veinte. Estás presa.
–¡No, por Dios!—exclamó ella levantándose inquieta—. Me voy. Que me vea… Tengo mi conciencia tranquila.
Pero se volvió a sentar. Su falta de resolución nunca se manifestó como entonces. Pasó otro rato, todo silencio y ansiedad muda. Cuando menos lo temían ambos, apareciose en el marco de la puerta una figura altísima y venerable, gran funda negra, cabellos blancos, mirada luminosa… Era el padre Nones, que por gastar zapatos con suela de cáñamo, andaba sin que se le sintieran los pasos. La vista de este fantasma no les impresionó mucho. Estaba ella tan agobiada, que casi casi entrevió en la presencia del buen sacerdote un medio de salvación. El bruto no hizo movimiento alguno y esperó la acometida de su amigo, el cual, llegándose a él despacio, le puso la mano en el hombro y se lo oprimió. Imposible decir si fueron de terrible severidad o de familiar broma estas palabras de Nones: «Tunante, así te portas…».
El flexible espíritu del clérigo nos autoriza a dudar del sentido de sus frases. Sin esperar respuesta, añadió: «No me la pegarás otra vez».
Pero lo más particular fue que soltándole el cuello, se puso delante de él, y haciendo con sus dos brazos un amenazador movimiento parecido al de los boxeadores, lo echó este réspice:
«Todavía, con mis años, yo tan viejo y tú con esa facha de matón… Todavía, amiguito, soy capaz de meterte el resuello en el cuerpo».
Nada de cuanto se diga del buen Nones en punto a formas extravagantes y a geniales raptos parecerá inverosímil. Los que han tenido la dicha de conocerle saben bien de lo que era capaz. Al verlo hacer cosas tan extrañas y al oírle, fue cuando Amparo tuvo el mayor miedo de su vida, pensando así: «Ahora vuelve contra mí y me echa un sermón que me mata».
Pero Nones se contentó con mirarla, como dicen que miraba Martínez de la Rosa, con la diferencia de que Nones no usaba lentes.
Polo tomó a su amigo por un brazo, y sin decirle nada, le llevó a lo interior de la casa. Amparo comprendió que iban a mirar a la calle. Siguiéndoles de lejos por el pasillo, oyó las risas de D. Juan Manuel. Después, charlaron ambos largo rato. El que más hablaba era Polo, con desmayado y triste acento; pero no podía la joven oír lo que decían. Cerca de media hora duró aquel coloquio, y ella, ahogada por la impaciencia, sentía permanecer allí y no se determinaba a salir. En aquel largo intervalo llamaron a la puerta, y Amparo, en quien el miedo de los males grandes había ahogado el de los pequños, abrió. Eran dos vecinas que venían a ver a Celedonia. Las tales pasaron, metiendo mucha bulla, al cuarto de la enferma.
Desde la sala oyó Amparo luego la voz de Nones. Había vuelto al cuarto de Celedonia y decía: «A ver cómo se arregla aquí un altarito, que le vamos a traer a Dios esta noche… Aunque no se ha de morir, ni mucho menos, ella quiere recibir a Dios, y eso nunca está de más».
Cuando el ecónomo y su colega entraron de nuevo en la sala, este dijo que la centinela no se había movido de su sitio.
Tormento les miró a entrambos, revelando en sus ojos toda la irresolución, toda la timidez, toda la flaqueza de su alma, que no había venido al mundo para las dificultades.
«¡A la calle, a la calle!—le dijo Nones, tomando su enorme sombrero—. Aquí no hace usted falta maldita. Saldremos juntos; no tenga usted miedo».
Decía esto en el tono más natural del mundo, y volviéndose a Polo:
«Ten presente, badulaque, lo que va a entrar aquí esta noche. Mucho juicio, ¿estamos? Volveré dentro de media hora. ¡Y usted…!».
Al decir con tan bronca voz aquel y usted… encarándose con la medrosa, esta creyó que se le caía el cielo encima; rompió a llorar como una tonta.
«En fin, me callo—gruñó Nones, indicando a la joven que le siguiera—. Ya sé que hay arrepentimiento… ¡Y tú…!».
Al decir y tú… se encaró con Polo echándole miradas tan severas, que este retrocedió.
«En fin, tampoco digo nada ahora—añadió el clérigo con calma mascullando las sílabas—. De ti me encargo yo… Vamos».
Nones y Amparo iban delante, detrás Polo alumbrando, porque la escalera era como boca de lobo. La idea de que no la vería más puso al bárbaro a dos dedos de hacer o decir cualquier disparate. Pero tuvo energía para contenerse. La medrosa no volvió la cabeza ni una sola vez para ver lo que detrás dejaba. Al llegar al primer peldaño, Nones echó miradas recelosas a la empinada escalera. Viendo que la joven quería ir delante para sostenerle, le dijo:
«No, puede usted agarrarse a mi brazo si quiere… Yo no me asusto de nada».
Pero ella, atenta y respetuosa con la vejez, se puso a su lado, diciéndole:
«No, usted se apoyará en mí… Cuidado».
Y Nones, volviéndose para ver a su amigo que alumbraba, se echó a reír y no tuvo reparo en hacer esta observación:
«¡Vaya un cuadro!… ¿Estamos bonitos, eh?… Como que vamos ahora a Capellanes».
La risita hueca y zumbona se oyó hasta lo profundo de la escalera.
Cuando llegaron al portal, D. Juan Manuel dijo a Amparo en baja voz: «Allí está; no haga usted caso, no mire. Viniendo conmigo, no se atreverá a decirle una palabra».
Y en efecto, el pavoroso vigía no se movió; no hacía más que mirar.
Cuando dieron los primeros pasos en la calle, Nones, soltando toda su voz áspera y ronca, echó primero una fuerte tos burlesca, y luego esta frase: «¡Vaya unos postes que se usan ahora…!».
En medio de su grandísimo sobresalto, Amparo no pudo menos de sonreír. Dio al clérigo la acera; pero este con galantería no la quiso tomar. Después habló en tono naturalísimo de cosas también muy naturales, como si aquella compañía que llevaba fuera lo más corriente del mundo.
«Esa pobre Celedonia ¡qué mala está!… Ya se ve, con setenta y ocho años… Yo también me voy preparando, y cada día que amanece se me antoja que ha de ser el último… ¡Dichoso aquel que ve venir la muerte con tranquilidad, y no tiene ni en su alma ni en sus negocios ningún cabo suelto de que se pueda agarrar ese pillete de Satanás! Trate usted de arreglar su vida para su muerte… Abríguese bien, que hace frío… La acompañaré a usted hasta que encontremos un coche. Sí, lo mejor es que se meta en un simón… ¿Tiene usted dinero? Porque si no, le ofrezco una peseta que traigo…».
–¡Oh!, muchas gracias, tengo dinero. Por allí viene un coche.
–¡Cochero!… Ea, con Dios. Salud, pesetas y buena conducta. Me voy a la parroquia para llevar el Viático a esa pobre… Buenas noches.
XXXII
Cuando Amparo llegó a su casa, díjole doña Nicanora que a las ocho había estado un señor… aquel señor, y que cansado de tirar de la campanilla se había marchado. A la joven no le cogió esto de nuevo; lo temía; mas no fue por eso menor su disgusto. ¿Qué pensaría de ella su novio? En aquel momento, quizás él y Rosalía estarían hablando de ella en el palco del teatro. ¿Qué dirían? Felizmente podría explicar su ausencia con la mentira de perseguir sin descanso a su hermana para traerla al buen camino. Toda la noche la pasó en un estado de agitación que no pueden apreciar sino los que se hallen en trance parecido. Ya no le quedaba duda de que sobrevendrían catástrofes y de que el asunto de su casamiento iba a tener un mal desenlace. Pero no se le ocurría medio alguno para evitarlo. El gran recurso de la explicación franca con Caballero parecíale, no sólo más difícil cada vez, sino tardío, y como tal, ocasionado a traer sobre ella el desprecio antes que el perdón. Lo que había oído a Doña Marcelina era motivo para enloquecer. En su delirio, pensaba que al día siguiente la tal señora de palo iba a salir por las calles pregonando un papel con la historia toda de Amparito, como los que cantando venden los ciegos con relatos de crímenes y robos.
Ya era de día cuando la venció el sueño. Durmió algunas horas, y mientras arregló su casa y se dispuso para salir, dieron las once de la mañana. Había hecho propósito de ir a la Costanilla de los Ángeles, porque si no iba, las sospechas de la Pipaón serían mayores… ¿Encontraría a Caballero en la casa?… ¿Encontraría a Doña Marcelina, que ya estuvo el día anterior tomando vino y bizcochos? Estos pensamientos le quitaban las ganas de ir; pero ¡Dios poderoso!, si no iba… Valor, y adelante.
Cuando entró en la casa, estaba como los sonámbulos, a causa de los disgustos y la falta de sueño. No se enteraba de lo que oía; sus movimientos eran cual los de un autómata.
«Chica—le dijo la dama—. Estás hoy más seria que un ajusticiado. Parece que no has dormido en toda la noche. ¿Y qué?… ¿encontraste al fin a la buena pieza de tu hermana? Como no estabas en tu casa cuando Agustín fue a buscarte, supongo que la correría de anoche ha sido larguita».
Estas frases podían ser dichas sin mala intención; pero a la joven le parecieron astutas y picarescas. Disculpose como pudo, embarullándose, y explicando de la manera más incoherente su malestar y los motivos de su insomnio. Lo que más le llamaba la atención era que tal señora estaba enojada, antes bien, de muy buen humor y casi gozosa.
«Pues yo me levanté muy temprano—dijo Rosalía con la satisfacción íntima de quien da felices noticias—. He estado toda la mañana en la Buena Dicha… Mira, haz el favor de ir a la cocina y lavarme estos dos pañuelos».
Tiempo hacía que a la Emperadora no se le mandaban tales cosas. Cuando volvió de desempeñar aquel encargo, díjole la Bringas:
«Hoy tengo costura larga. Estoy decidida a reformar la falda del vestido de baile… Veo que estás como asustada… Sosiégate, mujer; no correrá la sangre al río».
Cada una de estas oscuras frases era para la medrosa como puñalada. Almorzaron en silencio, pues aunque Rosalía intentaba amenizar el acto con las agudezas que le sugería su inexplicable regocijo, D. Francisco estaba más serio que un funeral. Amparo observó en la fisonomía de su bondadoso protector una tristeza que la aterraba. Varias veces hubo de dirigirle ella la palabra sin obtener de D. Francisco una contestación. Ni siquiera la miró una sola vez. Esto llegábale al alma, confirmándola en la sospecha de que se acercaba la hora de su desventura.
«Estos días—le dijo Rosalía cuando se quedaron solas—, es preciso apretar de firme. Toda la falda ha de quedar adornada mañana… No te distraigas, no hagas la preciosita. Hoy no viene Agustín. Hija, como te cree tan ocupada por esas calles buscando con candil a tu hermana, él también se va de paseo. Es natural».
Más tarde la volvió a mandar a la cocina, y ella, dando ejemplo de humildísima sumisión, obedecía sin chistar. Una de las muchas órdenes que lo dio fue esta:
«Haz una taza de tila y tráetela para acá».
Cuando Amparo trajo la taza y la presentó a la dama, esta, sonriendo con malicia, la dijo:
«Si es para ti…».
–¡Para mí!
–Sí, tómatela para que se te aplaquen esos nervios… Me parece que no debes andar en misterios conmigo… Haremos todo lo posible para que el buenazo de Agustín no sepa nada. Esto, como cosa pasada y muy vergonzosa, debe quedar en el secreto de la familia.
–¿Qué?—murmuró la Emperadora como un muerto que habla…
–No querrás que te lo cuente yo, bobona… Pero si te empeñas en ello…
Amparo cayó redonda al suelo, como si recibiera en la sien un tiro de revolver. La taza se hizo pedazos, y el agua de tila se vertió sobre la bata de Rosalía.
«¿Ataquitos de nervios?—dijo esta—. Mira cómo me has puesto la bata. Pero qué, ¿te desmayas de veras o es comedia?… Amparo, Amparito, por Dios, hija, no nos des un disgusto… Yo no he de decir nada… ¡Niña, por Dios!»
La joven, recobrándose, se incorporó. Su tribulación se resolvía en un llorar seco y convulsivo. Sollozos y ayes la sofocaban; pero sus ojos permanecían secos.
«Eso se te pasará llorando. Expláyate, desahógate…—le dijo Rosalía—. Vale más que te levantes, hija, y pases al gabinete. Te echarás en el sofá…».
La ayudó a levantarse, y ambas pasaron al gabinete.
«Acuéstate, descansa un ratito, y llora todo lo que quieras. Pondré esta toalla en la cabecera del sofá para que no me lo mojes con tus lágrimas… ¿Qué tal? ¿Te encuentras mejor?… Ya no se usan síncopes. Es de mal gusto… ¿Quieres que te deje sola un momento? ¿Quieres un poco de agua?».
Le prodigaba, justo es decirlo, los mayores cuidados. Después la dejó sola, porque había entrado alguien. Lo que Amparo pensó y sintió en aquel rato en que estuvo sola no es para contado. Toda su alma era vergüenza; vergüenza sus ideas, y el horrible calor de su piel y de su rostro, vergüenza también. Desde el gabinete oía las voces confusas de la Bringas y del visitante, que sonaban en la inmediata sala. Era el señor de Torres. ¿De qué hablarían? De ella quizás.
Cuando la dama volvió, el estado moral de Amparo era el mismo. Creeríase que después de aquella crisis se había quedado paralítica y con el juicio nublado. No se movía del sofá, no daba señales de entender lo que se le decía, y sólo contestaba con miradas ansiosas.
«¿Te ha pasado ya el sofoco?—le dijo Rosalía, inclinándose ante ella—. Comprendo que la cosa no es para menos. Debiste tener valor desde el primer momento para decir la verdad a ese ángel y sacarle de su engaño. Ahora sería muy expuesto que hablaras con él de esos horrores. No le conoces bien. Es el hombre más rigorista, más enemigo de enredos… Para él todo ha de ser en regla, todo muy conforme a la moral. Y con lo está tan ciego por ti, si hablas y le quitas la venda, creo que será como si le dieras un pistoletazo…».
Ninguna contestación, como no fuera con los ojos.
«¿Por qué me miras así?… ¿Has perdido el uso de la palabra?… ¿Te encuentras mejor?… Con que fíjate bien en lo que te digo. Lo mejor que puedes hacer ahora es callar, que nosotros procuraremos que ese inocentón no sepa nada… ¿Qué se va a remediar con el escándalo?… Y no temas que Doña Marcelina te venda. Es una señora excelente y muy piadosa, incapaz de hacer daño a nadie, ni aun a sus enemigos. Y si quisiera, hija, bien podría hundirte… porque… no te alteres otra vez; si te sofocas me callo».
Las miradas de Amparo revelaban pavor semejante al de aquel a quien apuntan con un arma de fuego.
«No me mires así que me causas miedo… ¿Quieres al fin la taza de tila?… Pues te decía que Doña Marcelina tiene dos cartas, dos papeluchos que escribiste a cierto sujeto… Pero puedes estar segura de que no los mostrará a nadie. Es señora de mucha delicadeza. ¿Por qué cierras los ojos, apretando tanto los párpados?… No seas así; no temas nada. Para que lo sepas, la misma señora de Polo me ha dicho a mí que antes se dejará hacer trizas que enseñar a nadie los tales documentitos… Y lo creo. No le gusta a ella indisponer a las personas… ¿Qué?… ¿se te ocurre llorar ahora? Eso, eso te sentará bien».
La infeliz derramaba pocas y ardientes lágrimas, que con dificultad salían de sus ojos enrojecidos. Rosalía llevó su bondad hasta tomarle una mano y acariciársela. En aquella hora de angustias, tuvo la pecadora momentos de cruel desesperación, y otros en que, como distraída de su pena, se fijaba en cosas extrañas a ella, o cuya relación con ella era muy remota y confusa. Esta discontinuidad de la fuerza o vehemencia es condición del humano dolor, pues si así no fuera, ningún temperamento lo resistiría. Observaba a ratos Amparo lo guapa y lo bien puesta que estaba Rosalía dentro de casa. Este fenómeno iba en aumento cada día, y en aquél, el peinado, la bata, el ajuste de cuerpo y todo lo demás revelaban un esmero rayano en la presunción. Como en esto del observar se va siempre lejos, sin pensarlo, la desdichada notó también, al través de aquel velo espeso y ardiente de su aflicción, que sobre la persona de Rosalía lucían algunos objetos adquiridos para ella, para la novia.
«¿Qué miras?—le dijo la de Bringas—, ¿te has fijado en esta sortija que Agustín compró para ti?… No creas que soy yo de las que se apropian lo ajeno. El primo me dijo ayer que podía tomarla para mí…».
La novia no respondió nada. Accidentes de tan poca importancia no solicitaban su atención sino en momentos brevísimos. La dama no se apartaba de ella, temerosa de que la acometiera otro desmayo. Cuando menos lo pensaba, Amparo se incorporó diciendo:
«Quiero irme a mi casa».
–Gracias a Dios que recobras la palabra. Pensé que te habías vuelto muda… No creas, ha habido casos de perder las personas la voz, cuando no el juicio, por un bochorno grande. ¿De veras que te quieres ir?… No me parece mal. Eso es; te vas a tu casita y te metes en la cama, a ver si descansas. Tendrás quizás un poco de fiebre.
Amparo se levantó con dificultad.
«¿Quieres que vaya Prudencia contigo?».
–No… Puedo andar sola…
–¡Bah!… si no tienes más que miedo… ¿Necesitas algo?
–No, gracias…
–De seguro irá Agustín a verte en cuanto sepa que estás mala… Veremos como me arreglo yo sola para acabar mi vestido. No te preocupes de esto, ni hagas un esfuerzo para venir mañana si no te encuentras bien. Traeré una costurera…
Ayudola a ponerse el mantón y el velo, y parecía que la empujaba cual si quisiera verla salir lo más pronto posible.
«Sal por la sala—le dijo cariñosa—. Naturalmente, no querrás que te vea Prudencia, ni Paquito y Joaquín que andan por los pasillos… Adiós».
Bajó Amparo paso a paso la escalera. No le faltaban fuerzas para andar, pero temía caerse en la calle, y no se separaba de las casas para sostenerse en la pared en caso de que se le mareara la cabeza.
«Si este malestar que siento—pensaba—, si este horrible frío, si este acíbar que tengo en la boca fueran principio de una enfermedad de la cual me muriera, me alegraría… Pero no quiero morirme sin poderle decir: 'No soy tan mala como parece'». Encerrada en su casa, acostose vestida en su lecho y se arropó con todo lo que halló a mano. ¡Qué frío y que calor al mismo tiempo!… No le quedaba duda de que Rosalía, de un modo o de otro, habría de hacer que alguien llevara el cuento a Caballero. Aunque sencilla y bastante cándida, no lo era tanto que creyese en las hipócritas expresiones de la orgullosa señora. Que el ignominioso escándalo venía era cosa evidente. Pero si él la visitaba, si lo pedía explicaciones, si ella se las daba y a su dolorido arrepentimiento correspondía con la indulgencia precursora del perdón… ¡Oh!, ¡qué cosa tan difícil era esta! Aquel hombre, con ser tan bueno, no podría leer en su alma, porque para estas lecturas los únicos ojos que no son miopes son los de Dios.
Amparo tenía ya poca esperanza de remedio; pero aún contaba con que Caballero viniese a verla… Seguramente, en aquel trance no podría ella disimular más y la verdad se le saldría de la boca. Si por el contrario Agustín no iba, era señal de que le habrían dicho cualquier atrocidad y… Toda aquella tarde aguardó la infeliz Emperadora, contando el tiempo. Pero llegó la noche y Agustín no fue.
«Sin duda ha estado esta tarde en casa de Rosalía—pensaba ella, tiritando y con la cabeza desvanecida—. Si no viene, es porque no quiere verme más».