Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo II (de 3)», sayfa 13
Yo. – ¿Qué le ocurrió a usted al llegar a La Coruña?
Benedicto. – Al llegar a La Coruña pregunté por usted, lieber Herr, y me dijeron que precisamente el día anterior se había marchado usted a Oviedo; al oirlo se me heló el corazón, viéndome en el extremo más remoto de Galicia sin un amigo que me socorriera. Estuve un día o dos sin saber qué hacer; al fin resolví dirigirme a la frontera de Francia, pasando por Oviedo, donde esperaba verle a usted y pedirle consejo. Mendigué entre los alemanes establecidos en La Coruña un socorro para el camino, y saqué muy poco, sólo unos cuartos, menos de lo que los facciosos me dieron en el camino de Santiago; con eso salí para Asturias por el camino de Mondoñedo. Och, qué ciudad, ¡Mondoñedo!, llena de canónigos, de curas, de pfaffen, más carlistas todos que el propio don Carlos.
»Un día fuí al palacio del obispo y hablé con él, diciéndole que volvía de una peregrinación a Santiago y le pedí un socorro. Díjome que no podía remediarme, y en cuanto a lo de ser peregrino de Santiago se holgó mucho de ello, esperando que fuese de gran provecho para mi alma. Salí de Mondoñedo y me metí por las montañas, pidiendo limosna a la puerta de cada choza que encontraba; decía a todos que era un peregrino procedente de Santiago, y mostraba mi pasaporte en prueba de que había estado allí. Lieber Herr, nadie me dió un cuarto, ni siquiera un pedazo de broa; gallegos y asturianos se reían de Santiago y me dijeron que el nombre del santo no era ya un talismán en España. Me hubiera muerto de hambre a no ser porque de vez en cuando arrancaba una o dos mazorcas de algún maizal; también cogía tal cual racimo de las parras y moras de zarza; de este modo fuí tirando hasta llegar a las bellotas; allí encontré un cabrito perdido, lo maté y me comí un pedazo, crudo y todo, porque el hambre era mucha; me sentó muy mal, y estuve dos días postrado en un barranco, medio muerto, incapaz de valerme; fué una gran suerte que no me devorasen los lobos. Después, a campo traviesa, seguí a Oviedo; no sé cómo he llegado; parecía un espectro. La noche pasada dormí en una pocilga vacía, a unas dos leguas de aquí, y antes de abandonarla me hinqué de rodillas y pedí a Dios que me permitiese encontrarle a usted, lieber Herr, porque usted era mi última esperanza.
Yo. – ¿Y qué piensa usted hacer ahora?
Benedicto. – ¿Qué quiere usted que le diga, lieber Herr? No sé qué hacer. Me someto en todo a sus consejos.
Yo. – Estaré en Oviedo unos pocos días más; durante ellos, puede usted alojarse en esta posada, y trate de recobrarse de las fatigas de tan desastrosos viajes; quizás antes de marcharme se me ocurra algún plan para sacarle a usted de esta situación tan apurada.
Oviedo tiene unos quince mil habitantes. Está en una situación pintoresca, entre dos montañas: el Morcín y el Naranco; la primera es muy alta y escabrosa; durante la mayor parte del año se halla cubierta de nieve; las vertientes de la otra están cultivadas y plantadas de viñedo. El ornamento principal de la ciudad es la catedral; su torre, extremadamente alta, es quizás uno de los más puros ejemplares de la arquitectura gótica que existen hoy en día. El interior de la catedral es decente y apropiado; pero muy sencillo y sin adornos. Sólo vi un cuadro: la Conversión de San Pablo. Una de las capillas es cementerio, donde descansan los huesos de once reyes godos. ¡Paz a sus almas!
En La Coruña me habían dado una carta de recomendación para un comerciante de Oviedo, el cual me recibió con gran cortesía, y dedicó, por lo general, un rato todos los días a enseñarme las cosas notables de Oviedo. Una mañana me dijo:
– Usted habrá oído, sin duda, hablar de Feijóo, el famoso filósofo benedictino, cuyos escritos han contribuido mucho a disipar las supersticiones y los errores populares, tanto tiempo acreditados en España; está enterrado en uno de los conventos de Oviedo, donde pasó gran parte de su vida. Venga usted conmigo y le enseñaré su retrato. Nuestro gran rey Carlos III envió desde Madrid a su pintor para que lo hiciera. Ahora pertenece a mi amigo el abogado don Ramón Valdés.
Fuimos a casa de don Ramón Valdés, quien, muy cortésmente, me enseñó el retrato de Feijóo, de forma circular, como de un pie de diámetro, rodeado de un pequeño bastidor de cobre, algo así como el borde de una bacía de barbero. Tenía el semblante ancho y grueso, pero correcto; arqueadas las cejas, los ojos vivos y penetrantes, la nariz aguileña. Llevaba en la cabeza un gorro de seda; el cuello de la túnica apenas llegaba a verse. Era, sin duda, un cuadro bueno, y me llamó mucho la atención, como uno de los mejores ejemplares del moderno arte español que había visto hasta entonces.
Uno o dos días después dije a Benedicto Mol: – Mañana me voy a Santander. Es hora ya de que resuelva usted lo que ha de hacer: o volverse a Madrid o dirigirse rápidamente a Francia, y desde allí continuar hacia su país.
– Lieber Herr– dijo Benedicto – , iré detrás de usted a Santander en jornadas cortas, porque en un país tan montañoso no puedo andar mucho; una vez allí, acaso encuentre medio de ir a Francia. En estos viajes tan horribles me sirve de mucho consuelo pensar que voy siguiendo las huellas de usted y la esperanza de alcanzarle de nuevo. Esta esperanza me salvó la vida en las bellotas, y sin eso no hubiera llegado jamás a Oviedo. Saldré de España lo antes posible y me iré a Lucerna, aunque es fuerte cosa dejar detrás de mí el Schatz en la tierra de los gallegos.
Al separarnos le regalé unos pocos duros.
– Benedicto es un hombre extraño – me dijo Antonio a la mañana siguiente, cuando, acompañados por un guía, salimos de Oviedo – . Es un hombre extraño, mon maître, el tal Benedicto. Ha llevado una vida extraña y le espera una muerte extraña también: lo lleva escrito en el rostro. No creo que se marche de España, y si se marcha será para volver, porque está embrujado con el tesoro. Anoche envió a buscar una sorcière, y delante de mí la consultó; le dijo que estaba destinado a encontrar el tesoro, pero que antes tenía que cruzar agua. Le puso en guardia contra un enemigo, que Benedicto supone que será el canónigo de Santiago. He oído hablar mucho del ansia de dinero de los suizos; este hombre es una prueba. Por todos los tesoros de España no sufriría yo lo que Benedicto ha sufrido en estos últimos viajes.
CAPÍTULO XXXIV
Salida de Oviedo. – Villaviciosa. – El joven de la posada. – La narración de Antonio. – El general y su familia. – Noticias deplorables. – Mañana moriremos. – San Vicente. – Santander. – Una arenga. – El irlandés Flinter.
Salimos, pues, de Oviedo e hicimos rumbo a Santander. El guía que llevábamos, y a quien había yo alquilado la jaca que montaba, nos lo recomendó mi amigo el comerciante de Oviedo. Resultó ser un individuo desidioso e indolente; iba, por lo general, doscientas o trescientas varas rezagado de nosotros, y en lugar de alegrarnos el camino con cantares y cuentos, como Martín de Ribadeo, apenas abrió los labios, salvo para decirnos que no fuésemos tan de prisa, o que le iba a reventar la jaca si le daba tantos espolazos. Además era ladrón, y aunque se ajustó para hacer el viaje a seco, o sea corriendo de su cuenta sus gastos personales y los del caballo, se las arregló de modo que, durante todo el viaje, unos y otros pesaron sobre mí. Cuando se viaja por España, el plan más barato es que en el ajuste entre la manutención del guía y de su caballo o mula, porque así el precio del alquiler disminuye lo menos un tercio, y las cuentas en el camino rara vez suben más por eso; mientras que, en otro caso, el guía se embolsa la diferencia, y, no obstante, queda libre de su escote a expensas del viajero, gracias a la connivencia de los posaderos, unidos a los guías por una especie de espíritu de cuerpo.
Entrada la tarde llegamos a Villaviciosa, ciudad pequeña y sucia, a ocho leguas de Oviedo, al borde de una ensenada que comunica con el golfo de Vizcaya. Suele llamarse a Villaviciosa la capital de las avellanas por la inmensa cantidad de ese fruto que se cosecha en su término; la mayor parte se exporta a Inglaterra. Al acercarnos al pueblo, dábamos alcance a numerosos carros de avellanas que llevaban la misma dirección que nosotros. Me dijeron que en la rada había anclados algunos barcos ingleses. Por extraño que parezca, y a pesar de hallarnos en la capital de las avellanas, nos fué muy difícil procurarnos un puñado de ellas para postre, y más de la mitad de las que nos dieron estaban hueras. Los de la posada nos dijeron que como las avellanas eran para la exportación, no se les ocurría siquiera comerlas ni ofrecérselas a los huéspedes.
Al día siguiente llegamos muy temprano a Colunga, lindo pueblecito, situado en una elevación del terreno, entre frondosos castañares. El pueblo es famoso, al menos en Asturias, por ser cuna de Argüelles, padre de la Constitución española.
Al desmontar a la puerta de la posada, donde pensábamos reparar las fuerzas, una persona, asomada a una ventana del piso alto, lanzó una exclamación y desapareció. Estábamos todavía en la puerta, cuando el mismo individuo llegó corriendo y se arrojó al cuello de Antonio. Era un joven bien parecido, de unos veinticinco años, vestido con elegancia y tocado con una gorra de montero. Antonio, después de mirarle un momento, exclamó: Ah, monsieur, est ce bien vous?, y le dió un afectuoso apretón de manos. El desconocido le hizo señas de que le siguiera, y en el acto se fueron los dos al aposento de encima.
Preguntándome lo que podría significar aquello, me senté a almorzar. Pasó una hora, y Antonio no volvía. Por entre las tablas que formaban el techo de la cocina, oía yo su voz y la de su amigo, y me parecía oír a veces sollozos entrecortados y gemidos. Hubo después un largo silencio. Ya empezaba a impacientarme e iba a llamar a Antonio, cuando el hombre se presentó; pero no le acompañaba el desconocido.
– Sepamos, por todas las extravagancias de este mundo – pregunté – ¿qué ha estado usted haciendo por ahí? ¿Quién es ese hombre?
– Mon maître– dijo Antonio – , c’est un monsieur de ma connaissance. Con su permiso, voy a tomar un bocado, y por el camino le contaré a usted lo que sé de él.
– Monsieur– dijo Antonio cuando cabalgábamos ya fuera de Colunga – , está usted impaciente por saber la historia de ese caballero a quien ha visto usted abrazarme en la posada. Sepa usted, mon maître, que estas guerras de carlistas y cristinos han causado muchas miserias y desventuras en este país; pero no creo que haya en toda España persona tan plenamente desdichada como ese pobre y joven caballero de la posada; todas sus desventuras provienen del espíritu de partido y de facción que en estos últimos tiempos prevalecía tanto.
»Mon maître, como le he dicho a usted repetidas veces, he vivido en muchas casas y servido a muchos amos; sucedió que hará unos diez años entré a servir al padre de ese caballero, muy niño entonces. La familia estaba en muy buena posición; el padre era general del ejército y bastante rico. Constituían la familia el padre, su señora y dos hijos; el más joven es el que usted ha visto; el otro le llevaba unos cuantos años. ¡Par Dieu! En aquella casa lo pasé muy bien; todos los individuos de la familia me trataban con bondad. De muchas casas me han despedido; pero de aquella, no; cosa notable. Las tres veces que me salí fué por mi libre voluntad. Me enfadaba con los otros criados, o con el perro o el gato. La última vez me fuí por culpa de una codorniz colgada en la ventana de madame, y que me despertaba todas las mañanas con su canto. Eh bien, mon maître, así corrieron las cosas durante los tres años que, con tales alternativas, estuve al servicio de la familia; al cabo de ese tiempo, decidieron que el señorito más joven se fuese a viajar, y se pensó que yo le acompañase como criado. Tenía yo muy buenas ganas de irme con él; mas, par malheur, me encontraba por aquellos días muy disgustado con madame, su madre, por causa de la codorniz, e insistí en que antes de acompañar al señorito matarían al pájaro y lo echarían al puchero. Madame se negó a esto de modo terminante; y hasta el pobre señorito, que siempre se había puesto de mi parte en tales ocasiones, dijo que eso era una extravagancia; me fuí de la casa muy amoscado, y no volví más.
»Eh bien, mon maître, el señorito se fué a viajar y estuvo fuera varios años; desde su partida hasta que le he encontrado en Colunga, no había vuelto a verle ni oído hablar de él; pero sí tenía noticias de su familia: de monsieur, su padre; de madame, su madre, y de su hermano, oficial de caballería. Poco antes de la guerra civil, o sea antes de morir Fernando VII, monsieur, padre de este joven, fué nombrado capitán general de La Coruña. Aunque muy buen amo, monsieur era bastante orgulloso, amigo de la disciplina, de la obediencia y de todas esas cosas. Además, no era amigo del populacho, de la canaille, y profesaba singular aversión a los nacionales. Por esto, al morir Fernando, se susurraba en La Coruña que el general no era liberal, y que era más amigo de Carlos que de Cristina. Eh bien: aconteció que un día se celebraba en la bahía una gran fête en la que tomaban parte los soldados y los nacionales; yo no sé cómo sucedió; el caso es que hubo una émeute, y los nacionales echaron mano a monsieur, el general, le ataron una cuerda al cuello, le zambulleron en el agua desde la falúa en que iba, y lo llevaron a remolque hasta que se ahogó. Entonces fueron a su casa, la saquearon, y maltrataron de tal modo a madame, que por entonces estaba enceinte, que a las pocas horas expiró.
»Le digo a usted, mon maître, aunque le cueste trabajo creerlo, que al saber la desgracia de madame y del general, lloré por ellos, y sentí haberme despedido de la casa airadamente, por causa de la maldita codorniz.
»Eh bien, mon maître, nous poursuivrons notre histoire. El hijo mayor, oficial de caballería, como le he dicho, y hombre enérgico, en cuanto supo la muerte de sus padres juró vengarse. ¡Pobre infeliz! No se le ocurrió más que desertar con dos o tres camaradas descontentos, y, metiéndose en Galicia, levantaron una pequeña facción y proclamaron a don Carlos. Por un poco de tiempo hicieron mucho daño a los liberales, quemando y arrasando sus propiedades, y dieron muerte a varios nacionales que cayeron en sus manos. Pero esto duró poco; su facción fué dispersada y el jefe preso y ahorcado, y su cabeza clavada en un palo.
»Nous sommes déjà presque au bout. Cuando llegamos a la posada, el joven me llevó a su cuarto, como usted vió, y durante un buen rato las lágrimas y los sollozos no le dejaron hablar. Su historia se cuenta en dos palabras: volvió de su viaje, y la primera noticia que le aguardaba a su regreso era que habían ahogado a su padre, asesinado a su madre y ahorcado a su hermano, y que, además, todos los bienes de la familia estaban confiscados. Y no era eso todo: donde quiera que iba le miraban como faccioso, y los nacionales le apaleaban. Acudió a sus parientes, y algunos, del bando carlista, le aconsejaron que se alistara en el ejército de don Carlos, y el mismo Pretendiente, que fué amigo de su padre, le ofreció un empleo en su ejército. Pero, mon maître, como le dije a usted antes, se trata de un joven pacífico, manso como un cordero, que aborrece el derramamiento de sangre. Además, no era de ideas carlistas, porque durante sus estudios había leído libros escritos en tiempos antiguos por algunos compatriotas míos, donde no se habla más que de repúblicas, de libertades y de derechos del hombre, de suerte que se inclinaba más al sistema liberal que al de don Carlos; declinó, por tanto, la oferta de don Carlos, y todos sus parientes le abandonaron, mientras los liberales le acosaban de pueblo en pueblo como a bestia salvaje. Al fin, vendió unas tierrecillas que le quedaban, y con el producto se retiró a Colunga, donde nadie le conoce; aquí lleva hace varios meses una vida muy triste; la lectura de dos o tres libros y correr de vez en cuando una liebre con su perro son todas sus distracciones. Me pidió consejo, pero no pude darle ninguno y no hice más que llorar con él. Al cabo, dijo: «Querido Antonio, para mí no hay remedio, ya lo veo. Dices que tu amo está abajo; ruégale de mi parte que se espere hasta mañana; mandaremos llamar a las muchachas del pueblo, buscaremos un violín y una gaita, y bailaremos para olvidar nuestros cuidados un momento.» Entonces me dijo unas palabras en griego viejo; apenas las entendí, pero creo que significan algo así como: «Bebamos y comamos y alegrémonos, que mañana moriremos.»
»Eh bien, mon maître: le dije que usted es un señor muy serio, que no se divierte nunca y que estaba de prisa. Lloró otra vez, y, abrazándome, nos dijimos adiós. Ya sabe usted, mon maître, la historia del joven de la posada.»
Dormimos en Ribadesella, y al mediar el siguiente día llegamos a Llanes. El camino corría entre la costa y una inmensa cadena de montañas que alzaba su barrera formidable a una legua del mar. El terreno por donde íbamos era regularmente llano y parecía bien cultivado. Abundaban los viñedos y los árboles, y a cortos intervalos se alzaban los cortijos de los propietarios, edificios de piedra, de planta cuadrada, rodeados de un muro exterior. Llanes es una ciudad antigua, de gran importancia en otros tiempos. En sus cercanías está el convento de San Cilorio, uno de los edificios monásticos más grandes de España. Ahora está abandonado, y se alza solitario y desolado en una de las penínsulas de la costa cantábrica. Dejado Llanes, entramos a poco en una de las regiones más áridas y tristes que pueden imaginarse, donde todo era piedra y rocas, sin árboles ni hierba. La noche nos cogió en aquellos lugares. Continuamos la marcha, no obstante, hasta llegar a una aldea llamada Santo Colombo. Allí pasamos la noche en casa de un carabinero, hombre atlético, a quien encontramos a la puerta, armado de fusil. Era castellano, con todo el ceremonioso formulismo y la grave urbanidad que en otro tiempo dieron tanta fama a sus compatriotas. Regañó a su mujer porque hablaba con la criada delante de nosotros de asuntos de la casa. «Bárbara – dijo – , esa conversación no puede interesarles a unos caballeros forasteros; cállate, o vete a otra parte con la muchacha.» No quiso aceptar remuneración alguna por su hospitalidad. «Soy un caballero como ustedes – dijo – . No acostumbro a albergar gente en mi casa para ganar dinero. A ustedes les admití porque se les había hecho de noche y la posada estaba lejos.»
Madrugamos mucho y seguimos nuestra ruta por un terreno tan triste y pedregoso como el recorrido el día antes. En cuatro horas llegamos a San Vicente, pueblo grande y destrozado, habitado principalmente por miserables pescadores. Conserva, empero, notables reliquias de su pasada magnificencia; el puente, tendido sobre la profunda y ancha ría en cuya margen se alza la ciudad, no tiene menos de treinta y dos arcos, y es de granito gris. Su fábrica es muy antigua; se halla tan ruinoso en algunos sitios, que ofrece peligro.
Dejando atrás San Vicente, caminamos unas cuantas leguas por la costa; a veces atravesábamos alguna angosta ría. El terreno comenzó a mejorar; en las cercanías de Santillana era ya fértil y ameno. Como una hora antes de llegar al país de Gil Blas, atravesamos un extenso bosque, con muchas rocas y precipicios. En un lugar como éste se hallaba la caverna de Rolando, según se cuenta en la novela. El bosque tenía mala fama; el guía nos dijo que en él se cometían robos; pero nada nos sucedió, y llegamos a Santillana a eso de las seis de la tarde.
No entramos en la ciudad; hicimos alto en una gran venta o posada, en las afueras, delante de la que se alzaba un fresno gigante. Apenas hospedados, estalló una espantosa tormenta de agua y viento, con muchos truenos y relámpagos, que se prolongó sin interrupción varias horas, y cuyos efectos observé durante el viaje del siguiente día: todos los ríos que encontramos iban muy crecidos; al borde del camino yacían descuajados algunos árboles. Santillana cuenta con cuatro mil habitantes, y dista de Santander, adonde llegamos al otro día temprano, seis leguas cortas.
No hay cosa que contraste más con la región desolada y los pueblos medio en ruinas que acabábamos de atravesar, que el bullicio y la actividad de Santander, casi la única ciudad de España que no ha padecido con las guerras civiles, a pesar de hallarse en los confines de las Provincias Vascongadas, reducto del Pretendiente. Hasta las postrimerías del siglo pasado, Santander era poco más que una obscura ciudad de pescadores; pero en estos últimos años ha monopolizado casi por completo el comercio con las posesiones ultramarinas de España, especialmente con la Habana. La consecuencia de esto ha sido que, mientras Santander se enriquecía con rapidez, La Coruña y Cádiz han ido decayendo al mismo paso. Santander posee un muelle muy hermoso, sobre el que se alza una línea de soberbios edificios, mucho más suntuosos que los palacios de la aristocracia en Madrid; son de estilo francés, y en su mayoría los ocupan comerciantes. La población de Santander es de unos sesenta mil habitantes.
El día de mi llegada comí en la table d’hôte de la fonda principal, regida por un genovés. La concurrencia era muy mezclada: franceses, alemanes y españoles hablaban en sus idiomas respectivos, y en una punta de la mesa, sentados frente a frente, dos catalanes, uno de los cuales pesaría veinte arrobas, gruñían en su áspero dialecto. Mucho antes de terminar la comida, un individuo sentado junto al catalán corpulento monopolizó la atención y las conversaciones de todos. Era un hombre delgado, de mediana estatura, rubicundo y con una irregularidad en la mirada que, si no era estrabismo, se le parecía mucho. Llevaba uniforme militar, azul, y por el gusto de perorar se olvidaba de los manjares que tenía delante. Hablaba en correctísimo español, pero con un leve acento extranjero. Entretúvose un buen rato en discurrir acerca de la guerra y de sus particularidades, criticando con mucha libertad la conducta de los generales, tanto carlistas como cristinos, en la presente lucha, y, por último, exclamó:
– Si el Gobierno me diese veinte mil hombres tan sólo, acababa yo la guerra en seis meses.
– Dispense usted, señor – dijo un español sentado a la mesa – ; la curiosidad me mueve a pedirle a usted el favor de decirnos su distinguido nombre.
– Yo soy Flinter – contestó el militar – , nombre que las mujeres, los niños y los hombres de España traen de boca en boca. Soy Flinter el irlandés y acabo de escaparme de las garras de don Carlos en las Provincias Vascongadas. Al morir Fernando me declaré por Isabel, estimando que todo buen caballero irlandés al servicio de España debía hacer otro tanto. Todos ustedes han oído hablar de mis hazañas; permítanme ustedes decir que aún hubiese hecho mucho más si la envidia de mi gloria no hubiese trabajado para privarme de los medios de acción necesarios. Hace dos años me mandaron a Extremadura a organizar las milicias. Las partidas de Gómez y de Cabrera entraron en la provincia, sembrando la devastación en torno; con todo, me encontraron en mi puesto, y si mis subalternos me hubieran secundado como era debido, los dos cabecillas no habrían vuelto ante su amo a jactarse de sus triunfos. Estando a la defensiva en mis atrincheramientos, se destacó de las filas carlistas un hombre y nos intimó la rendición. «¿Quién eres?» – le pregunté – . «Soy Cabrera» – respondió – . «Y yo soy Flinter – repliqué desenvainando el sable – ; retírate a tus líneas o mueres inmediatamente.» Amedrentado, hizo lo que le mandé. Una hora después nos rendimos. Me llevaron prisionero a las Provincias Vascongadas, y los carlistas se regocijaron mucho con mi captura, porque el nombre de Flinter era muy sonado en sus filas. Me arrojaron en una mazmorra repugnante, donde estuve veinte meses. Hacía mucho frío, yo estaba desnudo, pero no me desanimé por eso: mi indomable espíritu no podía sentir tal flaqueza. Al cabo, mi carcelero se compadeció de mis desdichas. Díjome que «le apesadumbraba ver morir sin gloria a hombre tan valiente». Combinamos un plan de fuga, adquirimos unos disfraces y nos lanzamos juntos a la ventura. Pasamos inadvertidos hasta llegar a las líneas carlistas sobre Bilbao; allí nos dieron el alto. Pero mi presencia de ánimo no me abandonó. Iba yo disfrazado de carretero catalán, y la frialdad de mis respuestas engañó a mis interrogadores. Nos dejaron pasar y no tardamos en vernos en salvo dentro de los muros de Bilbao. Aquella noche hubo iluminación en la ciudad, porque el león había roto sus redes, Flinter se había escapado y volvía a reanimar una causa abatida. Acabo de llegar ahora de Santander, de paso para Madrid, donde voy a pedir al Gobierno el mando de veinte mil hombres.
¡Pobre Flinter! Seguramente no se han visto juntos en el mismo cuerpo un corazón más intrépido ni una boca más fanfarrona. Se fué a Madrid y, por la influencia del embajador británico, amigo suyo, obtuvo el mando de una pequeña división, con la que se dió traza para sorprender y derrotar, en las cercanías de Toledo, un cuerpo de carlistas al mando de Orejita, tres veces superior en número a sus tropas. En pago de esa hazaña, el Gobierno, que era entonces moderado o juste milieu, le persiguió con incansable animosidad; el primer ministro, Ofalia, apoyó con toda su influencia numerosas y ridículas acusaciones de robos y saqueos aducidas contra el demasiado victorioso general por los canónigos carlistas de Toledo. Fué asimismo acusado de negligencia por haber consentido, después de la batalla de Valdepeñas, ganada también por él con gran intrepidez, que las fuerzas carlistas se posesionaran de las minas de Almadén; bien que el Gobierno, empeñado en perderle, hizo cuanto pudo para impedir que se aprovechara de la victoria, negándole todo género de recursos y refuerzos. Privado de los frutos de su victoria, cegáronse sus esperanzas, y una melancolía morbosa se apoderó del irlandés; resignó el mando, y menos de diez meses después de haberle visto en Santander, dió a sus cobardes y envidiosos enemigos un triunfo que los satisfizo, cortándose el cuello con una navaja de afeitar.
¡Almas ardorosas, nacidas en otros climas, que aspiráis a distinguiros al servicio de España y a ganar recompensas y honores, acordaos de la suerte de Colón y de otro no menos valiente y apasionado: Flinter!