Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo II (de 3)», sayfa 12
CAPÍTULO XXXII
Martín de Ribadeo. – La yegua facciosa. – Los asturianos. – Luarca. – Las siete bellotas. – Los ermitaños. – Narración de un asturiano. – Unos huéspedes raros. – El criado gigante. – Batuschca.
¿Qué se le ofrece a usted? – pregunté a un individuo bajo, grueso, de alegre rostro, vestido con una chaqueta de pana y pantalones de lienzo ordinario, que se presentó en mi habitación al obscurecer.
– Soy Martín de Ribadeo – contestó – , de oficio alquilador. He oído que su merced necesita un caballo para ir a Asturias, con un guía, naturalmente; si es así, le aconsejo que me ajuste a mí y a mi yegua.
– Ya estoy cansado de guías – repliqué – ; tanto, que estaba pensando comprar una jaca y seguir adelante sin guía ninguno. El último que hemos tenido era un pillo.
– Eso me han dicho, y no ha sido poca suerte para ese bribón que no estuviese yo en Ribadeo cuando ocurrió el suceso a que alude su merced. Al volver, ya se había ido con Perico; que si no, de seguro le sangro. Es la vergüenza del oficio, uno de los más honrados y antiguos del mundo. Al mismo Perico debía darle vergüenza de él, porque Perico, aunque sea una jaca, es persona muy cabal y de gran talento, conocidísima en los caminos. Sólo mi yegua le aventaja.
– ¿Conoce usted bien el camino de Oviedo? – pregunté.
– No, señor; sólo le conozco hasta Luarca, que es un día de viaje. No le quiero engañar a usted; por tanto, sólo iré con ustedes hasta ese pueblo; pero quizás podría servirles para todo el viaje, pues si no conozco el terreno, tengo lengua en la boca y pies ligeros para hacer preguntas y correr. De todos modos, no me comprometo más que hasta Luarca, donde ustedes harán lo que gusten. Deseo acompañarles a ustedes porque son extranjeros y la conversación de los extranjeros me gusta: siempre se aprende algo útil o entretenido. Además, deseo que ustedes se convenzan de que no todos los guías de Galicia son ladrones, y se convencerán con que me dejen acompañarles hasta Luarca.
Me chocaron tanto el buen humor y la franqueza de aquel hombre, y, sobre todo, la originalidad de carácter que descubrían sus palabras, que de buen grado le ajusté para que nos sirviera de guía hasta Luarca; cerrado el trato, me dejó, prometiendo venir a buscarme con la yegua a las ocho de la mañana siguiente.
Ribadeo es uno de los principales puertos de Galicia, admirablemente situado para el comercio en una profunda ensenada, donde desemboca el Eo. Contiene muy buenos edificios y una amplia plaza plantada de árboles. Había anclados en la rada varios navíos; la población, más bien numerosa, no mostraba aquella miseria y tristeza que acababa de ver en los ferrolanos.
Al día siguiente, Martín de Ribadeo se presentó con la yegua a la hora convenida. La yegua era flaca y macilenta y tenía poca más alzada que una jaca; pero era muy limpia de remos, y Martín aseguraba que no había otra mejor en toda España. «Esta yegua es facciosa – decía – , creo que alavesa. Los carlistas la trajeron, y como se quedó coja la desecharon y yo la compré por un duro. Pero ya no está coja, como verán ustedes muy pronto.»
Habíamos llegado a la ría que divide Galicia y Asturias. Una barcaza nos esperaba como a dos varas de la orilla. Martín se acercó al agua con su yegua, la animó con un grito, y sin vacilación alguna el animal se lanzó de un brinco a la barca. «Ya les he dicho que es facciosa– dijo Martín – . Sólo un animal faccioso da este salto.»
Embarcados en la lancha, cruzamos la ría, que tendría por allí una milla de anchura, y tomamos tierra en Castropol, primera ciudad de Asturias. Monté entonces en la yegua facciosa y Antonio en mi caballo. Martín iba delante, bromeando con cuantas personas se encontraba, y a veces nos alegraba el camino con sus canciones.
Estábamos ya en Asturias; al mediodía llegamos a Navia, pueblecito de pescadores situado en una ría; en las inmediaciones se alzan, formando semicírculo, unas ásperas montañas llamadas Sierra de Burón. En la rada había un barquichuelo, procedente, según averigüé más tarde, de las provincias Vascongadas, para cargar sidra o sagardúa, la bebida de que tanto gustan los vascos. Cuando íbamos por la angosta calle del pueblo, tres hombres, zapateros al parecer, sentados en una tiendecilla, saludaron a Antonio con un ¡Hola! Detúvose a conversar con ellos, y cuando se reunió con nosotros en la posada le pregunté quienes eran. «Mon maître– dijo – , ce sont des messieurs de ma connaissance.» He sido compañero de servicio de los tres varias veces; y de antemano le digo a usted que en este país apenas hay un pueblo donde no tenga yo un amigo. Todos los asturianos van a Madrid en cierta época de su vida en busca de colocación, y cuando han arañado algún dinero se vuelven a su país. Como yo he servido en todas las casas grandes de Madrid, conozco a la mayor parte de ellos. No tengo nada que decir contra los asturianos, salvo que son tacaños y mezquinos mientras están sirviendo; pero no son ladrones, ni en su país ni fuera de él, y he oído decir que se puede atravesar Asturias de punta a punta sin el menor riesgo de que le roben o le maltraten a uno, cosa que no sucede en Galicia, donde a cada momento estábamos expuestos a que nos cortaran el cuello.
Salimos de Navia y seguimos adelante, a través de una comarca desolada, hasta el puerto de Baralla, en una ingente barrera de granito, desnuda de toda vegetación, aunque desde lejos aparezca de un ligero color verde.
– Este puerto – dijo Martín de Ribadeo – tiene muy mala fama, y no me gustaría atravesarlo de noche. Aquí no hay ladrones, sino algo peor, los duendes de dos frailes franciscanos. Cuentan que en tiempos antiguos, mucho antes de suprimirse los conventos, dos frailes franciscanos salieron de su convento a mendigar. Recogieron muchas limosnas, y cuando al cerrar la noche pasaban por aquí, camino de su convento, disputaron sobre cuál de los dos había recogido más, empeñado cada uno en que había cumplido con su obligación mejor que el otro; al cabo, de las palabras vivas pasaron a los insultos, y de los insultos a los golpes. ¿Qué cree usted que hicieron aquellos demonios de frailes? Se quitaron las capas, haciéndoles en una punta sendos nudos con una gruesa piedra dentro, y se machacaron con tal furia, que ambos quedaron muertos. Yo no sé, mi amo, cuál es peor plaga, si los frailes, los curas o los gorriones.
¡Dios Nuestro Señor nos libre de todos los pajarracos,
frailes, curas y gorriones que por ahí van volando,
que los gorriones no dejan de trigo siquiera un grano,
los frailes se beben la uva que nosotros vendimiamos
y los curas tienen todas las mujeres a su mando.
Dios Nuestro Señor nos libre de todos los pajarracos!
Dos horas después llegamos a Luarca, cuya situación es singular. Se halla en una profunda hondonada, de tan rápidas vertientes, que no se ve el pueblo hasta que está uno encima de él. En el extremo Norte de la hondonada hay una pequeña bahía, en la que entra el mar por un boquete angosto. Encontramos una posada grande y cómoda; por consejo de Martín buscamos un guía y un caballo de refresco; pero nos dijeron que todos los caballos del pueblo estaban ausentes y que aún tardarían dos días en volver. «Al entrar en Luarca – dijo Martín – tuve el presentimiento de que no estábamos destinados a separarnos ahora. Tiene usted que alquilarnos a mí y a la yegua hasta Gijón; allí ya encontrará usted medio de trasladarse a Oviedo. Hablando con franqueza, no siento lo más mínimo que los guías estén fuera, porque la compañía de usted me agrada, y estoy seguro de que a usted le agrada la mía. Ahora voy a escribir una carta a mi mujer diciéndole que no volveré a Ribadeo en unos cuantos días.» Martín salió del aposento cantando la siguiente copla:
Un manco escribió una carta;
un ciego la está mirando;
un mudo la está leyendo,
y un sordo la está escuchando.
A la mañana siguiente, muy temprano, salimos de la hondonada de Luarca; en una hora de marcha, los caballos nos llevaron a Caneiro, profundo y romántico valle entre peñascos, sombreado por altos castaños. Por en medio del valle pasa un río muy rápido, que cruzamos en bote.
– En toda Asturias – dijo el botero – no hay otro río como éste para las truchas. Mire usted esas piedras grandes del fondo; pues cuando llega su época, si el tiempo es bueno, no se vende tantísima pesca como hay.
Dejando atrás el valle, entramos en una región de mucha piedra, montañosa, lúgubre y agreste. El día, nublado, sombrío, lo entristecía todo en torno nuestro.
– ¿Vamos bien por este camino para Gijón y Oviedo? – preguntó Martín a una vieja que estaba a la puerta de una casa.
– ¿Para Gijón y Oviedo? – replicó la comadre – . Aun tienen ustedes que cansarse de andar antes de llegar a Gijón y Oviedo. Por de pronto tienen ustedes que rajar las bellotas; cabalmente están ustedes debajo.
– ¿Qué quiere decir con eso de rajar las bellotas? – pregunté a Martín de Ribadeo.
– ¿No ha oído nunca su merced hablar de las siete bellotas? – respondió el guía – . A punto fijo no puedo decirle a usted lo que son, porque no las he visto nunca; pero creo que han de ser siete montañas que vamos a cruzar, y las llaman de ese modo porque las encuentran parecidas a las bellotas. He oído hablar de ellas bastante, y me alegro de tener ocasión de verlas, aunque, según dicen, se les indigestan a los caballos.
En aquella parte de Asturias alcanzan las montañas considerable altura. Son casi todas de obscuro granito, cubierto aquí y allá por una ligera capa de tierra. Se acercan mucho al mar, hacia el cual declinan en vertientes muy quebradas, donde se abren profundas y escarpadas gargantas; por cada una corre un arroyo, tributo de las montañas al piélago salado. El camino va por esos derrumbaderos. A siete de ellos los llaman en el país las siete bellotas. El más terrible de todos es el del centro, del cual desciende un torrente impetuoso. En lo más alto, a muchos cientos de varas de elevación, se alza una escarpada muralla de roca, negra como el hollín; cuando pasamos, un velo de bretima envolvía la cumbre. Esa garganta se ramifica por ambos lados en pequeñas cañadas o valles, tan cubiertos de árboles y tallares, que la mirada no puede penetrar en ellos.
– Estos sitios serían muy buenos para unas ermitas – dije a Martín de Ribadeo – . Aquí podían vivir felices, alimentándose de raíces y no bebiendo más que agua, unos cuantos santos varones, y dedicarse a la contemplación divina sin que el ruido del mundo viniese a turbarlos.
– Es verdad – respondió Martín – , y quizás por eso no hay ermitas en los barrancos de las siete bellotas. Nuestros ermitaños tienen poca afición a las raíces y al agua, y no se oponen a que de vez en cuando interrumpan sus meditaciones. ¡Vaya! Nunca he visto una ermita que no estuviese cerca de algún pueblo rico, o que no fuese un sitio frecuentado por todos los vagos de los alrededores. A los ermitaños no les gusta vivir en estos barrancos, porque los lobos y las zorras acabarían con sus gallinas. Conocía yo a un ermitaño que al morir dejó a su sobrina una fortuna de setecientos duros, ahorrada casi toda cebando pavos.
En la cima de esta bellota había una venta miserable donde descansamos, continuando después el viaje. Ya muy avanzada la tarde salimos del último de aquellos difíciles puertos. El viento comenzó entonces a soplar, trayendo en sus alas una lluvia menuda. Pasamos por Soto de Luiña, y prosiguiendo nuestro camino a través de una región muy agreste, pero pintoresca, nos encontramos al anochecer al pie de una escarpada montaña, a la que se subía por un camino de herradura, a través de un bosque de altísimos árboles. Mucho antes de llegar a la cumbre se hizo de noche; la lluvia arreció. Ibamos tropezando en la obscuridad y llevábamos de la brida los caballos, que a veces se arrodillaban por lo resbaladizo del sendero. Alcanzamos, por fin, la cumbre sin novedad, y con paso vivo llegamos, media hora más tarde, a la entrada de Muros, pueblo grande, situado precisamente al pie de la otra vertiente de la montaña.
Ardía un buen fuego en la posada, y su calor, que no tardó en secarnos los vestidos, nos recompensó, hasta cierto punto, de los trabajos sufridos al escalar las bellotas. ¡Singular paraje aquella posada de Muros! La casa era grande e irregular, con espaciosa cocina en el piso bajo. Escaleras arriba había un vasto comedor con inmensa mesa de roble, rodeada de pesados sillones de cuero muy altos de respaldo, que lo menos tenían tres siglos. Con este aposento se comunicaba una galería o voladizo de madera, abierta al aire, que conducía a un cuarto pequeño, provisto de un lecho antiguo, con dosel y cortinas, donde yo había de dormir. Era una de esas posadas que los novelistas gustan de introducir en sus descripciones, sobre todo cuando los sucesos narrados ocurren en España. El huésped era un asturiano locuaz.
El viento rugía sin cesar y llovía a torrentes. Me senté, soñoliento, al amor de la lumbre, y la conversación del huésped me despabiló.
– Señor– me dijo – , hacía ya tres años que no venían extranjeros a mi casa. Recuerdo que por esta misma época, y en una noche como la de hoy, llegaron a la posada dos hombres a caballo. Me chocó que no trajeran guía. En mi vida he visto dos individuos más raros; no se me olvidarán jamás. El uno era tan alto como un gigante; tenía unos bigotes rojizos que le tapaban la boca; la cara era coloradota y parecía muy torpe y estúpido; debía de serlo, en efecto, porque cuando le hablé no pareció haberme entendido, y me contestó farfullando un ¡válgame Dios! tan extraño, que me le quedé mirando con los ojos y la boca abiertos. El otro no era alto ni colorado, ni tenía pelos en la cara, ni apenas en la cabeza. Era diminuto y parecía jorobado; pero ¡válgame Dios, qué ojos los suyos! Tan penetrantes y malignos eran como los de un gato montés. Hablaba el español tan bien como yo; pero no era español. Un español no tiene aquel mirar. Iba vestido de zamarra, con muchos bordados y filigranas, y llevaba sombrero andaluz; no tardé en comprender que el pequeño era el amo, y el gigante el criado.
»¡Válgame Dios, qué malísimo genio tenía el jorobado! Con todo, era muy gracioso y zumbón, y a veces me decía unas chuscadas como para morirse de risa. Se puso a cenar en el comedor de arriba (permítame usted que le diga que durmió en el mismo cuarto en que su merced va a dormir esta noche), y su criado le servía. Bueno: yo tenía mucha curiosidad, y me senté también a la mesa sin pedirle permiso. ¿Por qué había de pedírselo? Yo estaba en mi casa, y un asturiano es buena compañía para un rey, y es a menudo de mejor sangre. La cena fué sorprendente. En cuanto el gigante se descuidaba lo más mínimo en el servicio de su amo, el jorobado se ponía en pie, se subía a la silla de un brinco, y agarrando al gigante por el pelo le daba de bofetadas, hasta el punto de hacerme temer que iba a arrojar las muelas por la boca. Pero el gigante no parecía dar gran importancia a estos incidentes; supongo que ya estaría acostumbrado. ¡Válgame Dios! Un español no lo hubiera llevado con tanta paciencia. Pero lo que más me sorprendía era que después de pegar al criado el amo se sentaba, y al instante comenzaba a hablar y a reír con él como si no hubiera ocurrido nada, y el gigante reía y conversaba con su amo como si no le hubiera pegado nunca.
»Ya supondrá usted, señor, que no entendí ni palabra de la conversación, porque no hablaban en cristiano, sino en la misma lengua extraña en que el gigante me contestaba cuando le dirigía la palabra; todavía me está sonando en los oídos. No se parecía a ninguna otra lengua, ni al vascuence, ni a la lengua en que su merced habla aquí a mi tocayo el signor Antonio. ¡Válgame Dios! A lo que más se parecía es al ruido que hace una persona al enjuagarse la boca con agua. Creo recordar todavía una palabra que no se le caía de los labios al gigante; pero su amo no la empleaba jamás.
»Pero aún no le he contado a usted lo más raro de esta historia. Cuando se acabó la cena estaba muy avanzada la noche; la lluvia golpeaba en las ventanas como en este momento. De pronto el jorobado sacó el reloj, ¡Válgame Dios, qué reloj! Sólo le diré a usted una cosa, señor: que con los brillantes engastados en las tapas se podía comprar toda Asturias y Muros encima, y relucían tanto que no hacía falta lámpara en el cuarto. El jorobado miró al reloj y me dijo: «Me voy a acostar.» Tomé la luz y le llevé por la galería a su cuarto, seguidos del criado. Bueno, señor: levanté la mesa y me quedé aquí abajo esperando al criado, a quien tenía preparada una buena cama cerca de la mía. Señor, esperé con calma una hora, pero al cabo se me agotó la paciencia; subí al comedor, entré en la galería, y al llegar a la puerta de la habitación de aquel viajero tan raro, ¿qué dirá usted que vi?
– ¿Cómo lo voy a saber? – respondí – . Acaso sus botas de montar.
– No, señor; no vi sus botas de montar. Tumbado en el suelo, con la cabeza apoyada en la puerta, de suerte que era imposible abrirla sin despertarle, estaba el gigante profundamente dormido; sus inmensas piernas ocupaban casi toda la longitud de la galería. Me santigüé lleno de admiración; y no me faltaban motivos, porque el viento era tan fuerte como esta noche, la lluvia entraba a chorros en la galería, y, sin embargo, allí se estaba el hombre dormido profundamente, sin abrigo, sin un leño siquiera por almohada, tumbado delante de la puerta de su amo.
»Señor, aquella noche dormí muy poco, porque pensé que había alojado a dos brujos o a gente que no era humana. Una o dos veces subí al piso de arriba y me asomé a la galería: el criado continuaba allí dormido; me persigné y me volví a la cama.
– Bueno – dije yo – , ¿qué ocurrió al día siguiente?
– Nada de particular: el jorobado bajó de su cuarto y estuvo bromeando conmigo en buen español; el criado bajó también, pero de todo lo que dijo, que no fué mucho, no entendí ni palabra, porque hablaba en aquella calamidad de lengua. Estuvieron aquí todo el día hasta después de cenar; entonces el jorobado me dió una onza de oro, montaron los dos a caballo y se fueron no sé adónde, en plena noche, de modo tan extraño como habían venido.
– ¿Es eso todo? – pregunté.
– No, señor; no es eso todo: razón tenía yo al suponer que eran brujos; al día siguiente llegó un correo y los buscaron mucho, y a mí me prendieron por haberlos tenido en mi casa. Esto ocurrió a poco de empezar la guerra. Se dijo que eran espías y emisarios de no sé qué nación, y que habían visitado todos los rincones de Asturias para conferenciar con los descontentos. Lograron escaparse y no volvió a saberse de ellos; pero los caballos que montaban parecieron, sin los jinetes, vagando por el monte; eran jacas ordinarias sin ningún valor. Se cree que los brujos se embarcarían en algún barquichuelo escondido en una de las rías de la costa.
Yo. – ¿Qué palabra era la que oía usted decir continuamente al criado, y que cree usted poder recordar?
El Huésped. —Señor, hace ya tres años que la oí, y a veces puedo recordarla, pero a veces no; en ocasiones me he despertado repitiéndola. Espere, señor; la tengo en la punta de la lengua: era Patusca.
Yo. – Quiere usted decir Batuschca; aquellos hombres eran rusos.
CAPÍTULO XXXIII
Oviedo. – Los diez caballeros. – Otra vez el suizo. – Petición modesta. – Los ladrones. – Benevolencia episcopal. – La catedral. – Un retrato de Feijóo.
Tengo que dar ahora un gran salto en mi viaje, nada menos que desde Muros a Oviedo, contentándome con decir que fuimos desde Muros a Vélez26 y desde aquí a Gijón, donde nuestro guía Martín se despidió, volviéndose con la yegua a Ribadeo. El buen hombre sintió mucho separarse de nosotros y hasta llegó a manifestar el deseo de que le tomase a él con su yegua a mi servicio.
– Tengo muchas ganas – me dijo – de correr toda España y hasta el mundo entero, y es seguro que no volveré a ver una ocasión como la que ahora se me presenta pegándome a los faldones de su merced.
Al recordarle yo que tenía mujer e hijos, respondió:
– Es verdad, es verdad; me había olvidado de ellos; dichoso el guía que no tenga más familia que una yegua y un potro.
Oviedo está a tres leguas de Gijón. Antonio fué en el caballo, y yo en una especie de diligencia que hace el servicio diario entre las dos poblaciones. El camino es bueno, pero montuoso. Llegué sin novedad a la capital de las Asturias, aunque en época más bien desfavorable, porque hasta las puertas de la ciudad llegaba el estruendo de la guerra y se oía «la exhortación de los capitanes y la gritería del ejército». Por la fecha a que me refiero, Castilla estaba en manos de los carlistas, que habían tomado y saqueado Valladolid, como habían hecho poco antes con Segovia. Se esperaba verlos marchar contra Oviedo de un día para otro; pero no hubieran dejado de encontrar resistencia, porque contaba la ciudad con una guarnición considerable que había erigido algunos reductos y fortificado varios conventos, especialmente el de Santa Clara de la Vega. Todos los ánimos se hallaban en un estado de ansiedad febril, muy especialmente por no recibirse noticias de Madrid, que, según los últimos informes, estaba en poder de las partidas de Cabrera y de Palillos.
Sucedió, pues, que una noche me encontraba yo en la antigua ciudad de Oviedo, en un apartado aposento, grande y mal amueblado, de una antigua posada, que fué en otros tiempos palacio de los condes de Santa Cruz. Eran más de las diez y llovía a mares. De pronto, conforme estaba yo escribiendo, me detuve al oír el ruido de numerosas pisadas en la crujiente escalera que conducía a mi cuarto. La puerta se abrió de súbito y entraron nueve hombres de elevada estatura, al mando de un personaje pequeñuelo y chepudo. Todos iban embozados en amplias capas españolas, pero al instante conocí en su porte que eran caballeros. Colocáronse en fila delante de la mesa en que yo escribía. De repente, se desembozaron todos a un tiempo y vi que cada uno llevaba un libro en la mano, libro que yo conocía muy bien. Después de una pausa que no fuí capaz de romper, porque estaba atónito de asombro, y casi me imaginaba que tenía delante una aparición, el chepudo avanzó un poco y con voz suave y argentina dijo: «Señor caballero, ¿ha sido usted quien ha traído este libro a las Asturias?» Me figuré que aquellos señores eran las autoridades civiles de la población que venían a arrestarme, y, poniéndome en pie, repuse: «Sí, por cierto: yo he sido, y es una gloria para mí haberlo hecho. El libro es el Nuevo Testamento de Dios; quisiera poder traer un millón.»
– Y yo también lo deseo de corazón – dijo el hombrecillo con un suspiro – . No tema usted nada, señor caballero; estos señores son amigos míos. Acabamos de comprar estos libros en la tienda donde usted los ha entregado para su venta, y nos hemos tomado la libertad de visitarle para darle las gracias por el tesoro que nos ha traído. Espero que podrá proveernos también del Viejo Testamento.
Respondí que sentía mucho decirles que por el momento me era completamente imposible complacerles, porque no tenía ejemplares del Antiguo Testamento; pero que no perdía la esperanza de procurarme en breve algunos, trayéndolos de Inglaterra.
Me hizo después muchas preguntas acerca de mis viajes de propaganda por España, de sus resultados y de las miras que la Sociedad Bíblica tenía respecto de este país; esperaba que nuestra sociedad dedicase atención especial a Asturias, el terreno más favorable, a su parecer, para nuestros trabajos, de toda la Península. Después de media hora de conversación, el chepudo me dijo de súbito en inglés: «Buenas noches, señor», y, embozándose en la capa, se fué como había venido. Sus compañeros, que hasta entonces no habían pronunciado una palabra, repitieron todos: «Señor, buenas noches», y, envolviéndose en las capas, le siguieron.
Para explicar esta escena extraña, he de decir que por la mañana había visitado yo al pequeño librero de la ciudad, Longoria, y, de acuerdo con él, le envié por la tarde un fardo de cuarenta Testamentos, todo lo que me quedaba, con unos cuantos carteles. El librero me aseguró que, si bien se encargaba de la venta muy gustoso, no había esperanzas de buen éxito, porque llevaba ya un mes sin vender un solo libro de ninguna clase, debido a lo revuelto de los tiempos y a la pobreza reinante en el país; estas noticias me desanimaron mucho. Pero la visita nocturna me advirtió que no debe uno abatirse cuando las cosas presentan un aspecto muy sombrío, porque entonces es cuando la mano del Señor interviene, por lo general, con mayor actividad, para que los hombres aprendan a conocer que cuanto de bueno se realiza no es obra suya, sino de El.
Dos o tres días después de esta aventura hallábame de nuevo en mi destartalado y mal amueblado aposento; serían las diez de una mañana melancólica, y la lluvia otoñal continuaba cayendo. Acababa de desayunarme y me disponía a escribir mis notas diarias, cuando se abrió la puerta de golpe y Antonio entró de un brinco.
– Mon maître– dijo, sin aliento – , ¿quién dirá usted que ha venido?
– El pretendiente, tal vez – dije yo con cierto sobresalto – . Si es así, estamos presos.
– ¡Bah!, ¡bah! – dijo Antonio – . No es el pretendiente; es uno que vale veinte veces más: es el suizo de Santiago.
– ¡Benedicto Mol, el suizo! – exclamé – . ¡Qué! ¿Ha encontrado el tesoro? ¿Cómo viene? ¿Cómo está vestido?
– Mon maître– dijo Antonio – , viene a pie, juzgando por los zapatos que trae, tan rotos, que los dedos le asoman por los agujeros; su ropa es un andrajo.
– Debe de haber algún misterio en todo esto – respondí – . ¿Dónde está ahora?
– Abajo, mon maître– replicó Antonio – . Viene a buscarnos. Pero en cuanto le vi he subido corriendo a darle a usted la noticia.
Pocos minutos después Benedicto Mol subía las escaleras. Venía, como Antonio me dijo, vestido de harapos y casi descalzo; su sombrero andaluz, tan viejo, chorreaba agua.
– Och, lieber Herr– dijo Benedicto – , ¡qué alegría tan grande verle a usted! ¡Oh! Sólo con verle a usted la cara estoy casi pagado de todas las miserias que he sufrido desde que me separé de usted en Santiago.
Yo. – Le veo a usted en Oviedo y apenas puedo dar crédito a mis ojos. ¿Qué motivo le trae a usted a esta población tan fuera de su camino y desde tan gran distancia?
Benedicto. —Lieber Herr, permítame que me siente y le contaré todo lo que me ha sucedido. Pocos días después de verle a usted por última vez, el canónigo me aconsejó que pidiese al capitán general permiso y ayuda para desenterrar el tesoro. Fuí a ver al capitán general, que al principio me recibió con amabilidad, me hizo muchas preguntas y me dijo que volviera. Continué visitándole, hasta que se negó a recibirme, y por más que hice, no pude volverle a ver. El canónigo entonces fué incomodándose, sobre todo porque me había dado unas pocas pesetas de las limosnas de la iglesia; y muy a menudo me llamaba bribón e impostor. Al cabo, una mañana fuí a verle, le dije que me proponía volver a Madrid para someter el asunto al Gobierno, y le pedí por favor una certificación en la que constase que yo había hecho una peregrinación a Santiago; pensaba yo que ese documento me sería útil en el camino, porque me permitiría pedir limosna con más autoridad. Apenas oyó mi pretensión, sin decir palabra ni darme tiempo para defenderme, se arrojó sobre mí como un tigre y me agarrotó el cuello con las manos, tan bien y tan fuerte, que pensé morir estrangulado. Pero yo soy suizo, nacido en Lucerna, y apenas me recobré un poco, no me costó trabajo rechazarle; entonces, amenazándole con el palo, me retiré. Me siguió hasta la puerta con horribles maldiciones, y me amenazó, si me atrevía a volver, con meterme en la cárcel por ladrón y hereje. Fuí entonces a buscarle a usted, lieber Herr; pero me dijeron que se había marchado usted a La Coruña, y a La Coruña me fuí en su busca.
Yo. – ¿Y qué le sucedió en el camino?
Benedicto. – Voy a decírselo. A mitad de camino, entre La Coruña y Santiago, y según iba yo pensando en el Schatz, oí un galope estrepitoso; miré en torno y vi que dos hombres a caballo venían derechamente hacia mí a campo traviesa con la rapidez del viento. Lieber Gott– dije yo – , estos son ladrones o facciosos; y lo eran, en efecto. En un momento me alcanzaron y me dieron el alto; tiré el palo, me quité el sombrero y los saludé. «Buenos días, caballeros» – dije – . «Buenos días, paisano» – respondieron – , y estuvimos mirándonos más de un minuto. Lieber Himmel, nunca he visto ladrones tan bien vestidos y armados, ni mejor montados que aquéllos. Llevaban dos jacas magníficas, tan fogosas que parecían poder subir hasta las nubes en un vuelo. Estuvimos mirándonos hasta que uno me preguntó quien era yo, de donde venía y a donde iba. «Caballeros – respondí – , yo soy suizo y he venido a Santiago a cumplir una promesa; ahora me vuelvo a mi país.» No dije una palabra del tesoro, porque temí que me fusilaran si se les ocurría pensar que llevaba conmigo parte de él.
– ¿Tienes dinero? – me preguntaron.
– Caballeros – respondí – , ya ven ustedes que viajo a pie y con los zapatos rotos; si tuviera dinero no iría así. No quiero engañarles, sin embargo: tengo una peseta y unos cuartos. Al decir esto, saqué lo que tenía y se lo ofrecí.
– Nosotros somos caballeros de Galicia – dijeron – y no quitamos pesetas, menos aún cuartos. ¿De qué partido eres? ¿Estás por la reina?
– No, caballeros – respondí – ; no estoy por la reina; pero al mismo tiempo, permítanme ustedes que les diga que tampoco estoy por el rey; no estoy enterado de ese asunto; soy suizo, y, por tanto, no peleo en pro ni en contra de nadie mientras no me paguen.
Esto les hizo reír; me preguntaron luego cosas relativas a Santiago, a las tropas que había y al capitán general; para no disgustarles conté todo lo que sabía y más aún. Entonces, uno de ellos, el más feroz y violento de los dos, me apuntó con el trabuco y dijo: «Si hubieses sido español, te hubiéramos hecho astillas la cabeza, tomándote por espía; pero vemos que eres extranjero y creemos lo que nos has dicho. Toma esta peseta y sigue tu camino; pero cuidado con decir a nadie nada de nosotros, porque si no, ¡carracho!…» Descargó el trabuco por encima de mi cabeza, y tan cerca que durante un segundo me tuve por muerto. Luego, dando una gran voz, salieron al galope; sus caballos saltaban por los barrancos como si estuvieran poseídos de los demonios.