Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo II (de 3)», sayfa 14
CAPÍTULO XXXV
Salida de Santander. – Alarma nocturna. – La hoz tenebrosa.
Tenía yo encargado que mandaran desde Madrid a Santander 200 Testamentos; con no pequeño disgusto hallé que no habían llegado, y supuse o que los carlistas se habían apoderado de ellos en el camino, o que mi carta se había extraviado. Pensé pedir a Inglaterra provisión de ellos; pero abandoné la idea por dos razones: en primer lugar, hubiera tenido que perder un mes aguardando, ocioso, su llegada, y la ciudad era muy cara, y en segundo lugar, me encontraba muy mal de salud y no podía procurarme buena asistencia médica en Santander. Desde que salí de La Coruña me afligía una disentería terrible, complicada últimamente con una oftalmía. Resolví, por tanto, marcharme a Madrid. Pero no era esto empresa fácil. Partidas del ejército de don Carlos, batidas en Castilla, merodeaban por la región que yo iba a cruzar, sobre todo por la parte llamada La Montaña, de modo que las comunicaciones de Santander con el Sur estaban cortadas. Sin embargo, determiné confiar, como siempre, en el Todopoderoso y afrontar el peligro. Compré un caballejo, y en compañía de Antonio me puse en camino.
Antes de marcharme hablé con los libreros para el caso de que me fuera posible enviarles un depósito de Testamentos desde Madrid; arregladas las cosas a gusto mío, me puse en manos de la Providencia. No me detendré en referir este viaje de 300 millas. Pasamos por en medio del fuego, aunque parezca raro, sin chamuscarnos un pelo de la cabeza. Delante, detrás y a cada lado de nosotros se cometían robos, muertes y todo género de atrocidades; pero ni siquiera nos ladró un perro, aunque en cierta ocasión se concertó un plan para cogernos. A unas cuatro leguas de Santander, mientras echábamos pienso a los caballos en la posada de un pueblo, vi salir corriendo a un hombre que había estado cuchicheando con el mozo que nos daba la cebada para las bestias. En el acto le pregunté lo que el hombre le había dicho; pero obtuve sólo respuestas evasivas. Luego resultó que hablaron de nosotros. Dos o tres leguas más lejos había otro pueblo y otra posada, donde tenía pensado detenerme, y de seguro lo dije así; pero al llegar a ella, como aún quedaba bastante sol, decidí continuar hasta otra posada que creía encontrar a una legua de distancia; me equivoqué en esto, porque no encontramos ninguna hasta Ontaneda, a nueve leguas y media de Santander, donde había un pequeño destacamento de soldados. A media noche nos despertó el grito de alarma; el faccioso estaba cerca; acababa de llegar un emisario del alcalde del pueblo inmediato, donde había tenido yo intención de pernoctar, diciendo que una partida carlista había sorprendido el lugar en busca de un espía inglés que suponían alojado en la posada. Al oír esto, el oficial que mandaba la tropa no se creyó seguro, y al instante reunió su gente y se retiró a un pueblo próximo fortificado, guarnecido por un destacamento más poderoso. Nosotros ensillamos los caballos y continuamos nuestro camino en la obscuridad. Si los carlistas llegan a cogerme me hubieran fusilado en el acto, y arrojado mi cuerpo en las peñas para pasto de buitres y lobos. Pero «no estaba escrito», decía Antonio, que, como muchos de sus compatriotas, era fatalista. A la noche siguiente nos libramos también de buena: llegábamos cerca de la entrada de un paso horrible llamado El puerto de la puente de las tablas, que atraviesa una montaña pavorosa y negra, al otro lado de la cual está la ciudad de Oña, donde me proponía pasar la noche. Hacía un cuarto de hora que se había puesto el sol. De pronto un hombre, con el rostro lleno de sangre, salió precipitadamente de la hoz.
– Vuélvase atrás, señor – dijo – , en nombre de Dios; en la hoz hay ladrones, y acaban de robarme la mula y todo lo que tengo; con trabajo he salido vivo de sus manos.
No sé por qué no le hice caso, y sin responder seguí adelante; cierto que estaba yo tan cansado y enfermo que me importaba muy poco lo que pudiera sucederme. Entramos; a derecha e izquierda se alzaban las rocas a pico e interceptaban la escasa luz del crepúsculo, de suerte que en torno nuestro reinaban tinieblas sepulcrales o, más bien, las tinieblas del valle de la sombra de muerte, y no sabíamos por dónde íbamos; pero confiábamos en el instinto de los caballos, que avanzaban con las cabezas pegadas al suelo. No se oía más ruido que el fragor del agua al despeñarse por la hoz. A cada momento creía que iba a sentir un puñal en el cuello; pero «no estaba escrito». Atravesamos la hoz sin hallar ser humano, y a los tres cuartos de hora de haber entrado en ella nos encontrábamos en la posada de la ciudad de Oña, atestada de tropas y de paisanos armados en espera de un ataque del grueso del ejército carlista, que andaba muy cerca.
Bueno: llegamos a Burgos sin novedad; llegamos a Valladolid sin novedad; pasamos el Guadarrama sin novedad, y, por último, llegamos sin novedad a nuestra casa en Madrid. La gente ponderaba nuestra buena suerte; Antonio decía: «No estaba escrito»; pero yo digo: Loado sea el Señor por las mercedes que nos otorgó.