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Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo II (de 3)», sayfa 3

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El posadero. – No me gusta el criado, y menos todavía el amo. Es un hombre sin formalidad ni educación; me dice que no es francés, le hablo de los irlandeses cristianos, y parece que tampoco es de su casta. Tengo más que barruntos de que es hereje o, por lo menos, judío.

Su mujer. – Acaso sea las dos cosas. ¡María Santísima! ¿Qué haremos para purificar la casa cuando se vayan?

El posadero. – ¡Oh! Lo que es eso irá a la cuenta, como es natural.

Dormí profundamente, y me levanté algo entrada la mañana; después de desayunarme pagué la cuenta, y bien conocí, por su exorbitancia, que no habían dejado de poner en ella los gastos de purificación. Los vendedores ambulantes se habían marchado al rayar el día. Sacamos luego los caballos y montamos; en la puerta de la posada había un grupo de gente que no nos quitaba ojo. – ¿Qué significa esto? – le pregunté a Antonio.

– Se susurra que no somos cristianos – respondió – y han venido para persignarse al vernos partir.

En el momento de romper la marcha, en efecto, lo menos doce manos se pusieron a hacer la señal de la cruz, que ahuyenta al Malo. Antonio se volvió al instante y se santiguó al modo griego, mucho más complejo y difícil que el católico.

¡Mirad qué santiguo, qué santiguo de los demonios!– exclamaron varias voces, mientras avivábamos el paso por temor a las consecuencias.

El día fué por demás caluroso, y con mucha lentitud proseguimos la marcha a través de las llanuras de Castilla la Vieja. En todo lo perteneciente a España, la inmensidad y la sublimidad se asocian. Grandes son sus montañas y no menos grandes sus planicies, ilimitadas, al parecer; pero no como las uniformes e ininterrumpidas llanadas de las estepas rusas. El terreno presenta de continuo escabrosidades y desniveles; aquí un barranco profundo o rambla, excavado por los torrentes invernales; más allá una eminencia, muchas veces fragosa e inculta, en cuya cima aparece un pueblecito aislado y solitario. ¡Cuánta melancolía por doquier; qué escasas las notas vivas, joviales! Aquí y allá se encuentra a veces algún labriego solitario trabajando la tierra; tierra sin límites, donde los olmos, las encinas y los fresnos son desconocidos; tierra sin verdor, sobre la que sólo el triste y desolado pino destaca su forma piramidal. ¿Y quién viaja por estas comarcas? Principalmente los arrieros y sus largas recuas de mulas, adornadas con campanillas de monótono tintineo. Vedlos, con sus rostros atezados, sus trajes pardos, sus sombrerotes gachos; ved a los arrieros, verdaderos señores de las rutas de España, más respetados en estos caminos polvorientos que los duques y los condes, vedlos: mal encarados, orgullosos, rara vez sociables, cuyas roncas voces se oyen en ocasiones desde una milla de distancia, ya excitando a los perezosos animales, ya entreteniendo la tristeza del camino con rudos y discordantes cantares.

Muy entrada la tarde llegamos a Medina del Campo, una de las principales ciudades de España en otro tiempo, y al presente lugar sin importancia. Inmensas ruinas la rodean por todas partes, atestiguando la pasada grandeza de la «ciudad de la llanura». La plaza principal o del mercado es notable; rodéanla sólidos porches, sobre los que se alzan negruzcos edificios muy antiguos. Medina estaba llena de gente, porque la feria se celebraba de allí a un par de días. Algún trabajo nos costó conseguir que nos admitieran en la posada, ocupada principalmente por catalanes llegados de Valladolid. Esa gente no sólo llevaba consigo sus mercancías, sino sus mujeres e hijos. Algunos tenían malísima catadura, sobre todo uno, gordo y de aspecto salvaje, como de cuarenta años de edad, que se portó de atroz manera: sentado con su mujer, quizás su concubina, a la puerta de un aposento que daba al patio, no cesaba de expeler horribles y obscenos juramentos en español y en catalán. La mujer era de notable hermosura; pero muy recia y al parecer no menos salvaje que el hombre; su modo de hablar era igualmente horrendo. Ambos parecían dominados por incomprensible furor. Al cabo, ante cierta observación hecha por la mujer, el hombre se levantó y sacando de la faja un gran cuchillo le tiró un golpe a su compañera en el pecho desnudo; la mujer, empero, interpuso la palma de la mano y recibió en ella el navajazo. Estúvose un momento el agresor mirando gotear la sangre en el suelo, mientras la mujer levantaba en alto la mano herida; luego, arrojando un estruendoso juramento, salió corriendo del patio a la plaza. Me acerqué entonces a la mujer y dije: «¿Por qué ha sido todo eso? Espero que ese tunante no le habrá herido de gravedad.» Volvió hacia mí el semblante con expresión infernal y mirándome despreciativamente exclamó: «Carals, ¿que es eso? ¿No puede un caballero catalán hablar de sus asuntos particulares con su señora sin que usted los interrumpa?» Se vendó luego la mano con un pañuelo y entrándose en el cuarto sacó una mesita, puso en ella diferentes cosas para disponer la cena, y se sentó en un taburete. En seguida volvió el catalán y, sin decir palabra, se sentó en el umbral, como si nada hubiera ocurrido; la singular pareja comenzó a comer y a beber, sazonando los manjares con juramentos y burlas.

Pasamos la noche en Medina, y a la mañana siguiente, muy temprano, reanudamos el viaje, pasando por una comarca muy parecida a la que recorrimos el día antes; a cosa del mediodía llegamos a una pequeña venta, a media legua del Duero, y en ella descansamos durante las horas de más calor; montamos después nuevamente y, cruzando el río por un hermoso puente de piedra, nos encaminamos a Valladolid. Las márgenes del Duero son muy bellas por aquel sitio y pobladas de árboles y arbustos en los que trinaban melodiosamente a nuestro paso algunos pajarillos. Delicioso frescor subía del agua que, a veces, se embravecía entre las piedras o fluía veloz sobre la blanca arena, o se estancaba con mansedumbre en las pozas azules, de considerable hondura. Muy cerca de una de estas hoyas estaba sentada una mujer, como de treinta años, vestida a lo labrador, con pulcritud; miraba fijamente al agua, arrojando a ella, de vez en cuando, flores y ramitas. Me detuve un momento y la hablé; pero sin mirarme ni contestar, siguió contemplando el agua como si hubiera perdido la conciencia de cuanto le rodeaba. «¿Quién es esa mujer?», pregunté a un pastor que encontré momentos más tarde. «Es una loca, la pobrecita– respondió – . Hace un mes se le ahogó un hijo en esa poza, y desde entonces ha perdido el juicio. La van a llevar a Valladolid, a la Casa de los locos. Todos los años se ahoga bastante gente en los remolinos del Duero; éste es un río muy malo. Vaya usted con la Virgen, caballero.» Después entramos en los mezquinos y ralos pinares que bordean el camino de Valladolid por aquella dirección.

Valladolid está situado en medio de un inmenso valle, o más bien hondonada, abierta, al parecer, por una fortísima convulsión de la planicie castellana. Las alturas de las inmediaciones no son, propiamente, una elevación del suelo, sino más bien los bordes de la hondonada. Son muy escabrosas y pendientes y de aspecto por demás insólito. Parece que en épocas remotas toda esta comarca estuvo trabajada por fuerzas volcánicas. Hay en Valladolid numerosos conventos, ahora abandonados, magnífica muestra, algunos de ellos, de la arquitectura española. La iglesia principal, bastante antigua, está sin acabar; propusiéronse los fundadores levantar un edificio muy vasto; pero sus medios no bastaron para realizar el plan. Es de granito sin labrar. Valladolid es ciudad fabril, pero en cambio su comercio está principalmente en manos de los catalanes, establecidos aquí en número próximo a trescientos. Posee una hermosa alameda por la que corre el Esgueva. La población dícese que llega a sesenta mil habitantes.

Paramos en la Posada de las Diligencias, edificio magnífico; pero a los dos días de llegar nos fuimos de ella muy gustosos, porque el alojamiento era malísimo, y la gente de la casa por demás grosera. El dueño, hombre de talla gigantesca, de enormes bigotes y de marcialidad afectada, debía de creerse un caballero demasiado principal para fijar la atención en sus huéspedes, de los que, a la verdad, no andaba muy recargado, porque sólo estábamos Antonio y yo. Era persona importante entre los guardias nacionales de Valladolid y se recreaba pavoneándose por la ciudad en un corcel pesadote que encerraba en una cuadra subterránea.

Trasladamos nuestros reales al Caballo de Troya, posada antigua, a cargo de un vascongado que, al menos, no se creía superior a su oficio. Las cosas andaban muy revueltas en Valladolid por creerse inminente una visita de los facciosos. Barreadas todas las puertas, construyeron, además, unos reductos para cubrir los aproches de la ciudad. Poco después de marcharnos nosotros, llegaron, en efecto, los carlistas al mando del cabecilla vizcaíno Zariategui. No encontraron resistencia; los nacionales más decididos se retiraron al reducto principal y en seguida lo entregaron, sin que en toda esa función se disparase un tiro. Mi amigo, el héroe de la posada, en cuanto oyó que se aproximaba el enemigo, montó a caballo y escapó, y no ha vuelto a saberse de él. A mi regreso a Valladolid, hallé la posada en otras manos mucho mejores: regíala un francés de Bayona, quien me prodigó tantas amabilidades como groserías sufrí de su predecesor.

A los pocos días conocí al librero de la localidad, hombre sencillo, de corazón bondadoso, que de buen grado se encargó de vender los Testamentos. Todo género de literatura hallábase en Valladolid en profundísima decadencia. Mi nuevo amigo sólo podía dedicarse a vender libros en combinación con otros negocios, porque, según me aseguró, la librería no le daba para vivir. Sin embargo, durante la semana que permanecí en la ciudad se vendió un número considerable de ejemplares, y abrigaba yo buenas esperanzas de que aún pedirían muchos más. Para llamar la atención sobre mis libros recurrí al sistema empleado en Salamanca y fijé carteles en las paredes. Antes de marcharme dispuse que todas las semanas los renovasen; con eso pensaba yo lograr multiplicados y saludables frutos, porque el pueblo tendría siempre ocasión de saber que existía, al alcance de sus medios, un libro que contiene la palabra de vida, y acaso se sintiera inducido a comprarlo y a consultarlo, incluso acerca de su salvación… Hay en Valladolid un colegio inglés y otro escocés. Mis amables amigos los irlandeses de Salamanca me habían dado una carta de presentación para el rector del último. Estaba el colegio instalado en un lóbrego edificio, en calle apartada. El rector vestía como los eclesiásticos españoles, carácter que, a todas luces, pretendían apropiarse. Había en sus modales cierta fría sequedad, sin pizca del generoso celo ni de la ardiente hospitalidad que de tal modo me cautivaron en el cortesísimo rector de los irlandeses de Salamanca; sin embargo, me trató con mucha urbanidad y se ofreció a enseñarme las curiosidades locales. Sabía, sin duda alguna, quién era yo, y acaso por esta razón se mostró más reservado de lo que en otro caso hubiese sido; no hablamos palabra de asuntos religiosos, como si de consuno quisiésemos eludirlos. Bajo sus auspicios visité el colegio de las Misiones Filipinas, situado en las afueras; me presentaron al rector, septuagenario de hermosa presencia, muy vigoroso, en hábito de fraile. Expresaba su semblante una benignidad plácida que me interesó sobremanera; hablaba poco y con sencillez; parecía haber dicho adiós a todas las pasiones terrenales. Sin embargo, aún se aferraba a cierta pequeña debilidad.

Yo. – Vive usted en una casa hermosa, padre. Lo menos caben aquí doscientos estudiantes.

El rector. – Más aún, hijo mío; se hizo para albergar más centenares que simples individuos vivimos en ella ahora.

Yo. – Veo aquí algunos trabajos de defensa improvisados; los muros están llenos de aspilleras por todas partes.

El rector. – Hace unos días vinieron los nacionales de Valladolid y causaron bastante daño sin utilidad alguna; estuvieron un poco groseros y me amenazaron con los clubs. ¡Pobres hombres, pobres hombres!

Yo. – Supongo que también las misiones, a pesar de sus elevados fines, se resentirán de los trastornos actuales de España.

El rector. – Demasiado cierto es eso; ahora el Gobierno no nos favorece nada; sólo contamos con nuestras propias fuerzas y con la ayuda de Dios.

Yo. – ¿Cuántos misioneros novicios hay en el colegio?

El rector. – Ninguno, hijo mío; ninguno. El rebaño se ha dispersado; el pastor se ha quedado solo.

Yo. – Vuestra reverencia habrá, sin duda alguna, tomado parte activa en las misiones.

El rector. – Cuarenta años he estado en Filipinas, hijo mío; cuarenta años entre los indios. ¡Ay de mí! ¡Cuánto quiero yo a los indios de Filipinas!

Yo. – ¿Habla vuestra reverencia la lengua de los indios?

El rector. – No, hijo mío. A los indios les enseñábamos el castellano; a mi parecer, no hay idioma mejor. Les enseñábamos el castellano y la adoración de la Virgen. ¿Qué más necesitaban saber?

Yo. – ¿Y qué piensa vuestra reverencia de las Filipinas como país?

El rector. – Cuarenta años he estado allá; pero lo conozco poco; el país no me interesaba gran cosa; mis amores eran los indios. No es mala tierra aquélla; pero no tiene comparación con Castilla.

Yo. – ¿Vuestra reverencia es castellano?

El rector. – Soy castellano viejo, hijo mío.

Desde la Casa de las Misiones Filipinas, me condujo mi amigo al Colegio inglés, establecimiento muy superior en todos los órdenes al Colegio Escocés. En este último había muy pocos alumnos, creo que seis o siete apenas, mientras que en el seminario inglés se educaban unos treinta o cuarenta, según me dijeron. La casa es hermosa, con una iglesia pequeña, pero suntuosa, y muy buena biblioteca: su emplazamiento es alegre y ventilado; completamente aislada en un barrio de poco tránsito, un elevado muro, genuina muestra del exclusivismo inglés, la rodea por todas partes y encierra, además, un deleitoso jardín. Este colegio es, con gran ventaja, el mejor de los de su clase en toda la Península, y creo que el más floreciente. En el rápido vistazo dado a su interior no podía enterarme a fondo de su régimen; pero no dejó de impresionarme el orden, la limpieza, el método reinantes por doquiera. Sin embargo, no me atrevería yo a afirmar que el aire de severa disciplina monástica que allí se advertía respondiese con exactitud a la realidad. En la visita nos acompañó el vicerrector, por estar ausente el rector. De todas las curiosidades del colegio la más notable es la galería de pinturas, donde se guardan los retratos de gran número de antiguos alumnos de la casa martirizados en Inglaterra, en el ejercicio de su vocación, durante los agitados tiempos de Eduardo VI y de la feroz Isabel. En esa casa se educaron muchos de aquellos sacerdotes medio extranjeros, pálidos, sonrientes, que a hurtadillas recorrían en todas direcciones la verde Inglaterra; ocultos en misteriosos albergues, en el seno de los bosques, soplaban sobre el moribundo rescoldo del papismo, sin otra esperanza y acaso sin otro deseo que el de perecer descuartizados por las sangrientas manos del verdugo, entre el griterío de una plebe tan fanática como ellos; sacerdotes como Bedingfield y Garnet, y tantos otros cuyo nombre se ha incorporado a las gestas de su país. Muchas historias, maravillosas precisamente por ser ciertas, podrían, sin duda, extraerse de los archivos del seminario papista inglés de Valladolid.

No escaseaban los huéspedes en el Caballo de Troya, donde nos alojábamos. Entre los llegados durante mi estancia allí, figuraba una mujer muy fornida y jovial, en extremo bien vestida, con traje de seda negra y mantilla de mucho precio. Acompañábala un mozalbete de quince años, muy guapo, pero de expresión maligna y arisca, hijo suyo. Venían de Toro, lugar distante una jornada de Valladolid, famoso por su vino. Una noche, estando al fresco en el patio de la posada, tuvimos el siguiente coloquio:

La mujer. – ¡Vaya, vaya, qué pueblo tan aburrido es Valladolid! ¡Qué diferencia de Toro!

Yo. – Yo le hubiera creído, por lo menos, tan divertido como Toro, que no es ni la tercera parte de grande.

La mujer. – ¿Tan divertido como Toro? ¡Vaya, vaya! ¿Ha estado usted alguna vez en la cárcel de Toro, señor caballero?

Yo. – Nunca he tenido ese honor; generalmente, la cárcel es el último sitio que se me ocurre visitar.

La mujer. – Vea usted lo que es la diferencia de gustos: yo he ido a ver la cárcel de Valladolid, y me parece tan aburrida como la ciudad.

Yo. – Es claro; si en alguna parte hay tristeza y fastidio, ha de ser en la cárcel.

La mujer. – Pero no en la de Toro.

Yo. – ¿Qué tiene la cárcel de Toro para distinguirse de las demás?

La mujer. – ¿Qué tiene? ¡Vaya! ¿Pues no soy yo la carcelera? ¿Y no es mi marido el alcaide? Y mi hijo, ¿no es hijo de la cárcel?

Yo. – Dispense usted: no conocía esas circunstancias. La diferencia, en efecto, es grande.

La mujer. – Ya lo creo. Yo también soy hija de la cárcel; mi padre era alcaide y mi hijo podría aspirar a serlo, si no fuese tonto.

Yo. – ¿Tonto? Pues en la cara lo disimula bastante. No sería yo quien comprara a este muchacho si lo vendieran por tonto.

La carcelera. – ¡Buen negocio haría usted si lo comprase! Más picardías tiene que cualquier calabocero de Toro. Mi sentido es que no le tira la cárcel tanto como debiera, sabiendo lo que han sido sus padres. Tiene demasiado orgullo, demasiados caprichos; al cabo ha logrado convencerme para que lo traiga a Valladolid, y le he colocado a prueba en casa de un comerciante de la Plaza. Espero que no irá a parar a la cárcel; si no, ya verá la diferencia que hay entre ser hijo de la cárcel y estar encarcelado.

Yo. – Habiendo tantas distracciones en Toro, los presos no lo pasarán mal con usted.

La carcelera. – Sí; somos muy buenos con ellos; me refiero a los que son caballeros, porque con los que no tienen más que miseria, ¿qué podemos hacer? La cárcel de Toro es muy divertida: dejamos entrar todo el vino que quieren los presos, mientras tienen dinero para comprarlo y para pagar el derecho de entrada. La de Valladolid no es ni la mitad de alegre; no hay cárcel como la de Toro. Allí aprendí yo a tocar la guitarra. Un caballero andaluz me enseñó a tocar y cantar a la gitana. ¡Pobre muchacho! Fué mi primer novio. Juanito, trae la guitarra, que voy a cantarle a este caballero unos aires andaluces.

La carcelera tenía hermosa voz y tocaba el instrumento favorito de los españoles con verdadera maestría. Estuve escuchando sus habilidades cerca de una hora, hasta que me retiré a mi habitación a descansar. Creo que continuó tocando y cantando la mayor parte de la noche, porque la oí todas las veces que me desperté, y aun entre sueños me sonaban en los oídos las cuerdas de la guitarra.

CAPÍTULO XXII

Dueñas. – Los hijos de Egipto. – Chalanerías. – El caballo de carga. – La caída. – Palencia. – Curas carlistas. – El mirador. – Sinceridad sacerdotal. – León. – Alarma de Antonio. – Calor y polvo.

Después de estar diez días en Valladolid nos pusimos en marcha para León. Llegamos al mediodía a Dueñas, ciudad notable por muchos motivos, distante de Valladolid seis leguas cortas. Hállase situada en una ladera, sobre la que se alza a pico una montaña de tierra calcárea coronada por un castillo en ruinas. En torno de Dueñas se ve multitud de cuevas excavadas en la pendiente y cerradas con fuertes puertas: son las bodegas donde se guarda el vino que en abundancia produce la comarca, y que se vende principalmente a los navarros y montañeses; acuden a buscarlo en carretas de bueyes y se lo llevan en grandes cantidades. Paramos en una mezquina posada de los arrabales, con idea de dar descanso a los caballos. Varios soldados de Caballería allí alojados aparecieron en seguida, y con ojos de gente experta empezaron a examinar mi caballo entero. «Este caballo tan bueno debiera ser nuestro – dijo el cabo – . ¡Qué pecho tiene! ¿Con qué derecho viaja usted en ese caballo, señor, haciendo falta tantos para el servicio de la reina? Este caballo pertenece a la requisa.» «Con el derecho que me da el haberlo comprado, y el ser yo inglés» – repliqué. «¡Oh, su merced es inglés! – respondió el cabo – . Eso es otra cosa. A los ingleses se les permite en España hacer de lo suyo lo que quieran, permiso que no tienen los españoles. Caballero, he visto a sus paisanos de usted en las provincias vascongadas: vaya, ¡qué jinetes y qué caballos! Tampoco se baten mal; pero lo que mejor hacen es montar. Los he visto subir por los barrancos en busca de los facciosos, y caer sobre ellos de improviso cuando se creían más seguros y no dejar ni uno vivo. La verdad: este caballo es magnífico; voy a mirarle el diente.»

Miré al cabo; tenía la nariz y los ojos dentro de la boca del caballo. Los demás de la partida, que podían ser seis o siete, no estaban menos atareados. El uno le examinaba las manos; el otro, las patas; éste tiraba de la cola con toda su fuerza, mientras aquél le apretaba la tráquea para descubrir si el animal tenía allí alguna tacha. Por fin, al ver al cabo dispuesto a aflojarle la silla para reconocerle el lomo, exclamé:

– Quietos, chabés8 de Egipto; os olvidáis de que sois hundunares9, y que no estáis paruguing grastes10 en el chardí11.

Al oír estas palabras, el cabo y los soldados volvieron completamente el rostro hacia mí. Sí; no cabía duda: eran los semblantes y el mirar fijo y velado de los hijos de Egipto. Lo menos un minuto estuvimos mirándonos mutuamente, hasta que el cabo, en la más elocuente lamentación gitana imaginable, me dijo: ¡El erray12 nos conoce a nosotros, pobres Caloré!13 ¿Y dice que es inglés? ¡Bullati!14 No me figuraba encontrar por aquí un Busnó15 que nos conociera, porque en estas tierras no se ven nunca gitanos. Sí; su merced acierta; somos todos de la sangre de los Caloré. Somos de Melegrana16, y de allí nos sacaron para llevarnos a las guerras. Su merced ha acertado; al ver este caballo nos hemos creído otra vez en nuestra casa en el mercado de Granada; el caballo es paisano nuestro, un andalou verdadero. Por Dios, véndanos su merced este caballo; aunque somos pobres Caloré, podemos comprarlo.

– Os olvidáis de que sois soldados; ¿cómo me ibais a comprar el caballo?

– Somos soldados – replicó el cabo – ; pero no hemos dejado de ser Caloré. Compramos y vendemos bestis; nuestro capitán va a la parte con nosotros. Hemos estado en las guerras; pero no queremos pelear; eso se queda para los Busné. Hemos vivido juntos y muy unidos, como buenos Caloré; hemos ganado dinero. No tenga usted cuidao. Podemos comprarle el caballo.

Al decir esto, sacó una bolsa con diez onzas de oro lo menos.

– Si quisiera venderlo – repuse – , ¿cuánto me daríais por el caballo?

– Entonces su merced desea vender el caballo. Eso ya es otra cosa. Le daremos a su merced diez duros por él. No vale para nada.

– ¿Cómo es eso? – exclamé – . Hace un momento me habéis dicho que era un caballo muy bueno, paisano vuestro.

– No, señor; no hemos dicho que sea Andalou, hemos dicho que es Extremou, y de lo peor de su casta. Tiene diez y ocho años, es corto de resuello y está malo.

– Pero si yo no quiero vender el caballo; al contrario. Más bien necesito comprar que vender.

– ¿Su merced no quiere vender el caballo? – dijo el gitano – . Espere su merced: daremos sesenta duros por el caballo de su merced.

– Aunque me dierais doscientos sesenta. ¡Meclis, meclis!17, no digas más. Conozco las tretas de los gitanos. No quiero tratos con vosotros.

– ¿No ha dicho su merced que desea comprar un caballo? – preguntó el gitano.

– No necesito comprar ninguno – exclamé – . De necesitar algo, sería una jaca para el equipaje. Pero se ha hecho tarde; Antonio, paga la cuenta.

– Espere su merced; no tenga tanta prisa – dijo el gitano – . Voy a traerle lo que usted necesita.

Sin aguardar respuesta corrió a la cuadra, y a poco salió trayendo por el ramal una jaca ruana, de unos trece palmos de alzada, llena de mataduras y señales de las cuerdas y ataderos. La estampa, sin embargo, no era mala, y tenía un brillo extraordinario en los ojos.

– Aquí tiene su merced – dijo el gitano – la mejor jaca de España.

– ¿Para qué me enseñas ese pobre animal? – pregunté.

– ¿Pobre animal? – repuso el gitano – . Es un caballo mejor que su Andalou de usted.

– Puede que no quisieras cambiarlos – dije yo sonriendo.

– Señor, lo que yo digo es que puesto a correr, le saca ventaja a su Andalou de usted.

– Está muy flaco – respondí – . Me parece que concluirá muy pronto de pasar fatigas.

– Flaco y todo como está, señor, ni usted ni cuantos ingleses hay en España son capaces de dominarlo.

Miré otra vez al animal, y su estampa me hizo una impresión más favorable aún que antes. Necesitaba yo una caballería para relevar, cuando fuese menester, a la de Antonio en el transporte del equipaje, y aunque el estado de aquella jaca era lastimoso, pensé que con el buen trato no tardaría en redondearse.

– ¿Puedo montar en él? – pregunté.

– Es caballo de carga, señor, y no está hecho a la silla; sólo se deja montar por mí, que soy su amo. Cuando se arranca, no para hasta el mar: se lanza por cuestas y montañas, y las deja atrás en un momento. Si quiere usted montar este caballo, señor, permítame que antes le ponga la brida, porque con el ronzal no podrá usted sujetarlo.

– Eso es una tontería – repliqué – . Pretendes hacerme creer que tiene mucho genio para pedir más por él. Te digo que está casi muriéndose.

Tomé el ronzal y monté. Apenas me sintió sobre las costillas, el animalito, que hasta entonces había estado inmóvil como una piedra, sin mostrar el menor deseo de cambiar de postura ni dar más señales de vida que revolver los ojos y enderezar una oreja, arrancó al galope tendido como un caballo de carreras. Presumía yo que el caballo iba a cocear o a tirarse al suelo para librarse de la carga; pero la escapada me cogió completamente desprevenido. No me costó gran trabajo, sin embargo, sostenerme, porque desde la niñez estaba yo habituado a montar en pelo; pero frustró todos los esfuerzos que hice para detenerlo, y casi empecé a creer, como me había dicho el gitano, que ya no se pararía hasta el mar. No obstante, disponía yo de un arma poderosa, y fué tirar del ronzal con toda mi fuerza, hasta que obligué al caballo a volver ligeramente el cuello, que, por lo rígido, parecía de palo; a pesar de todo, no disminuyó la rapidez de su carrera ni un momento. A mano izquierda del camino, por donde volábamos, había una profunda zanja, en el preciso lugar donde el camino torcía a la derecha, y hacia la zanja se lanzó oblicuamente el caballo. Con los tirones se rompió el ronzal; el caballo siguió disparado como una flecha, y yo caí de espaldas al suelo.

– Señor– dijo el gitano, acercándoseme con el semblante más serio del mundo – , ya le decía yo a usted que no montase sin brida ni freno; es caballo de carga y sólo está acostumbrado a que le monte yo, que le doy de comer. (Al decir esto silbó, y el animal, que andaba dando corcovos por el campo, y acoceando el aire, volvió al instante con un suave relincho.) Vea su merced qué manso es – continuó el gitano – . Es un caballo de carga de primera, y puede subir, con todo lo que usted lleva, las montañas de Galicia.

– ¿Cuánto pides por él? – dije yo.

– Señor, como su merced es inglés y buen jinete, y, sobre todo, conoce los usos de los Caloré, y sus mañas y lenguaje también, se lo venderé a usted muy arreglado. Me dará usted doscientos sesenta duros por él, ni uno menos.

– Es mucho dinero – respondí.

– No, señor, nada de eso; es un caballo de carga; fíjese usted que pertenece al ejército, y no lo vendo para mí.

Dos horas de caballo nos pusieron en Palencia, ciudad antigua y bella, admirablemente situada a orillas del Carrión, y famosa por su comercio de lanas. Nos alojamos en la mejor posada que había, y seguidamente fuí a visitar a uno de los principales comerciantes de la ciudad, para quien me había dado una recomendación mi banquero de Madrid. Dijéronme que el señor estaba durmiendo la siesta. «Entonces – pensé yo – lo mejor será hacer otro tanto», y me volví a la posada. Por la tarde repetí la visita, y vi al comerciante. Era un hombre bajo y corpulento, de unos treinta años; al pronto me recibió con cierta sequedad, pero no tardaron sus modales en dulcificarse, y a lo último no sabía ya cómo darme suficientes pruebas de su cortesía. Me presentó a un su hermano, recién llegado de Santander, persona inteligente en grado sumo, y que había vivido varios años en Inglaterra. Ambos se empeñaron en enseñarme la ciudad, como lo hicieron, paseándome por ella y por sus cercanías. Admiré sobre todo la catedral, edificio de estilo gótico primitivo, pero elegante y ligero. Mientras recorríamos sus naves laterales, los dulces rayos del sol poniente, al entrar por las ventanas arqueadas, iluminaban algunos hermosos cuadros de Murillo que adornan el sagrado edificio18. Desde la iglesia lleváronme mis amigos por un camino pintoresco a un batán de las afueras. Abundaban allí el agua y los árboles, pareciéndome los alrededores de Palencia uno de los lugares más agradables que hasta entonces había visto. Cansados de rodar de una parte a otra, fuimos a un café, donde me obsequiaron con dulces y chocolate. Tal fué la hospitalidad de mis amigos, sencilla y agradable, como hay mucha en España.

Al siguiente día proseguimos el viaje, triste en su mayor parte, a través de áridas y desoladas llanuras, con algunos pueblos y ciudades esparcidos aquí y allá, pueblos silenciosos, melancólicos, distantes unos de otros dos o tres leguas. Hacia el mediodía percibimos a lo lejos, entre brumas, una inmensa cadena de montañas, límite septentrional de Castilla; pero el día se nubló y obscureció, y las perdimos de vista. Un viento sonoro comenzó a soplar con violencia en las desoladas llanuras, arrojándonos al rostro nubes de polvo; los pocos rayos de sol que traspasaban las nubes eran candentes, inflamados. Iba yo muy cansado del viaje, y cuando a eso de las cuatro llegamos a X19, pueblo grande, a mitad de camino entre Palencia y León, resolví pasar allí la noche. Pocos lugares habré visto en mi vida tan desolados como aquel pueblo. Las casas, grandes en su mayoría, tenían muros de barro, como los pajares. En toda la sinuosa y larga calle por donde entramos, no vimos alma viviente a quien preguntar por la venta o posada; al cabo, en un extremo de la plaza, al fondo, descubrimos dos bultos negros parados junto a una puerta, e interrogándolos supimos ser aquella la casa que buscábamos. Extraño era el aspecto de los dos seres, que parecían los genios del lugar. El uno, pequeño y delgado, de unos cincuenta años, tenía las facciones pronunciadas y aviesas. Vestía una holgada casaca negra de largos faldones, calzón también negro y gruesas medias de estambre del mismo color. Hubiérale tomado desde luego por un eclesiástico, a no ser por su sombrero, pequeña castora abollada, nada clerical ciertamente. Su acompañante era de corta estatura y mucho más joven. Vestía de análogo modo, salvo que llevaba una capa azul obscuro. Empuñaban sendos bastones, y, sin alejarse de la puerta, tan pronto entraban como salían, mirando a veces al camino, como si aguardasen a alguien.

8.Plural de chabó o chabé: mozo, joven, compañero.
9.Soldados.
10.Parugar: trocar, traficar. Graste: caballo.
11.Feria.
12.Caballero.
13.Plural de Caloró: gitano.
14.Bul; Bullati: el ano.
15.Un hombre no gitano; un gentil.
16.Granada.
17.¡Quita de ahí! ¡Déjame!
18.Estos «cuadros de Murillo» son imaginarios, observa el editor U. R. Burke.
19.Posiblemente Cisneros o Calzada. (Nota del editor Burke.)