Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo II (de 3)», sayfa 4
– Créame usted, mon maître– me dijo Antonio en francés – , estos dos individuos son curas carlistas, y están aguardando la llegada del Pretendiente. Les imbeciles!
Llevamos los caballos a la cuadra, guiados por la posadera. «¿Quiénes son esos hombres?» – pregunté.
– El más viejo es el arcipreste del pueblo– respondió la mujer – . El otro es hermano de mi marido. ¡Pobrecito! Era fraile en un convento de aquí; pero lo cerraron y echaron a los hermanos.
Volvimos a la puerta.
– Me parece, caballeros, que ustedes son catalanes – dijo el cura. – ¿Traen ustedes noticias de aquel reino?
– ¿Por qué supone usted que somos catalanes? – pregunté.
– Porque les he oído hace un momento hablar en esa lengua.
– No traigo noticias de Cataluña – respondí – . Pero creo que la mayor parte del principado está en manos de los carlistas.
– ¡Ejem, hermano Pedro! Este caballero dice que la mayor parte de Cataluña está en poder de los realistas. Por favor, caballero, dígame si sabe por dónde andará a estas horas Don Carlos con su ejército.
– Por mis noticias – respondí – es posible que esté ya muy cerca de aquí.
Eché a andar hacia la salida del pueblo. Al instante se me juntaron los dos individuos, y Antonio con ellos, poniéndonos los cuatro a mirar fijamente al camino.
– ¿Ve usted algo? – pregunté por fin a Antonio.
– Non, mon maître.
– ¿Ve usted algo, señor? – pregunté al cura.
– No veo nada – respondió, alargando el pescuezo.
– No veo nada – dijo Pedro, el ex fraile – ; sólo veo mucho polvo, cada vez más espeso.
– Entonces, yo me vuelvo – dije – . Es poco prudente estarse aquí esperando al Pretendiente. Si los nacionales de la población se enteran, pueden fusilarnos.
– ¡Ejem! – dijo el cura, siguiéndome – . Aquí no hay nacionales; quisiera yo saber quién se atrevería a serlo. Cuando los vecinos recibieron orden de alistarse en la milicia, rehusaron todos sin excepción, y tuvimos que pagar una multa. Por tanto, amigo, si tiene algo que comunicarnos hable sin recelo; aquí todos somos de su misma opinión.
– Yo no tengo opinión alguna – repliqué – , como no sea que me corre prisa cenar. No estoy por Rey ni por Roque. ¿No dice usted que soy catalán? Pues ya sabe usted que los catalanes no piensan más que en sus negocios.
Al anochecer anduve vagando por el pueblo, que me pareció aún más abandonado y melancólico que antes; acaso fué, no obstante, una población de importancia en tiempos pasados. En un extremo del pueblo yacían las ruinas de un vasto y tosco castillo, casi todo de piedra berroqueña; quise visitarlas, pero hallé la entrada defendida por una puerta. Desde el castillo me encaminé al convento, triste y desolado lugar, antigua morada de frailes franciscanos mendicantes. Ya me volvía a la posada, cuando oí fuerte rumor de voces, y guiándome por ellas no tardé en salir a una especie de prado, donde sobre un montículo estaba sentado un cura vestido de hábitos, leyendo en alta voz un periódico; en torno suyo, de pie o sentados en la hierba, se congregaban unos cincuenta vecinos, vestidos casi todos con luengas capas; entre ellos descubrí a mis dos amigos, el cura y el fraile. «Es un buen enjambre de carlistas – dije entre mí – ansiosos de noticias»; y me encaminé hacia otra parte de la pradera, donde pastaban los ganados del pueblo. El cura, en cuanto me vió, se apartó del grupo y vino a mí. «He oído que necesita usted un caballo – me dijo – . Yo tengo aquí uno pastando, el mejor del reino de León»; y con la volubilidad de un chalán empezó a ensalzar los méritos del animal. No tardó en juntársenos el fraile, quien, aprovechando una oportunidad, me tiró de la manga, y me dijo:
– Señor, con el cura no se puede tratar; es el pillo más grande de estos contornos. Si necesita usted un caballo, mi hermano tiene uno mucho mejor, y se lo dará más barato.
– No pienso comprarlo hasta que llegue a León – exclamé; y me fuí, meditando en la amistad y en la sinceridad de los curas.
Desde X a León, ocho leguas de camino, el país mejoró rápidamente; cruzamos varios arroyos, y a veces atravesábamos praderas exuberantes. Volvió a brillar el sol, y acogí su reaparición con alegría, a pesar del sofocante calor. A dos leguas de León dimos alcance a un tropel de gente con caballos, mulas y carros que acudían a la famosa feria que el día de San Juan se celebra en León; en efecto, se inauguró a los tres días de nuestra llegada. Aunque esa feria es principalmente de caballos, acuden a ella comerciantes de muchas partes de España con diferentes géneros de mercadería, y allí me encontré a muchos catalanes ya vistos en Medina y Valladolid.
Nada notable hay en León, ciudad vieja y tétrica, salvo la catedral, que es, en muchos respectos, un duplicado de la de Palencia, elegante y aérea como ésta, pero sin los espléndidos cuadros que la adornan. La situación de León en el centro de una comarca floreciente, abundante en árboles, y regada por muchas corrientes de agua nacidas en las grandes montañas de las inmediaciones, es muy placentera. Dista mucho, sin embargo, de ser un lugar saludable, sobre todo en verano, cuando los calores suscitan las emanaciones nocivas de las aguas, que engendran muchas enfermedades, especialmente calenturas. Apenas llevaba tres días en León me atacó una de esas fiebres, contra la que creí no poder luchar, no obstante mi constitución robusta, pues en siete días que me duró me quedé casi en los huesos, y en tan deplorable estado de debilidad que no podía hacer el más leve movimiento. Pero ya antes había logrado que un librero se encargara de vender los Testamentos, y publicado los anuncios de costumbre, aunque sin grandes esperanzas de buen éxito, porque los leoneses, con raras excepciones, son furibundos carlistas y ciegos e ignorantes secuaces de la arcaica iglesia papal. La sede episcopal de León estuvo ocupada en otro tiempo por el primer ministro de Don Carlos, y parece que su espíritu fanático y feroz llena todavía la ciudad. En cuanto aparecieron los carteles, el clero se puso en movimiento. Fueron de casa en casa, fulminando maldiciones y anatemas y amenazando con todo género de desventuras a quien comprase o leyese «los libros malditos» que los herejes introducían en el país con propósito de pervertir las almas cándidas de los habitantes. Hicieron más: incoaron un proceso ante el tribunal eclesiástico contra el librero. Por fortuna, ese tribunal no posee ahora mucha autoridad, y el librero, atrevido y resuelto, sostuvo el reto y llegó hasta fijar un anuncio en la misma puerta de la catedral. A pesar del griterío que se levantó contra los libros, se vendieron en León algunos ejemplares; dos fueron adquiridos por sendos exclaustrados, y otros tantos por párrocos de las aldeas vecinas. Creo que en total se vendieron unos quince ejemplares, de suerte que mi visita a lugar tan atrasado no se perdió del todo, porque la semilla del Evangelio quedó sembrada, aunque con parquedad. Pero las espesas tinieblas que envuelven a León son verdaderamente lamentables, y la ignorancia del pueblo es tan grande que en las tiendas se venden públicamente y tienen gran aceptación conjuros y encantaciones impresos contra Satanás y su hueste y contra todo género de maleficios. Tales son los resultados del papismo, la falacia que más ha contribuído a envilecer y embrutecer al espíritu humano.
Apenas pude levantarme del lecho donde la fiebre me tuvo postrado. Antonio me descubrió sus temores. Díjome que había visto a varios soldados, con el uniforme de Don Carlos, acechar a la puerta de la posada e inquirir noticias respecto de mí. Ocurría, en efecto, en León un hecho singular: más de cincuenta individuos, que por diversos motivos habían dejado las filas del Pretendiente, paseaban por las calles vistiendo su librea, plenamente seguros de que nadie los molestaría gracias a la protección cierta de las autoridades locales. Supe también por Antonio que el posadero era un notorio alcahuete o espía de los ladrones de toda la comarca, y que a menos de emprender el viaje muy pronto y sin avisar, nos robarían seguramente en el camino. No hice gran caso de tales indicaciones; pero tenía vivos deseos de marcharme de León, porque, a mi parecer, en tanto permaneciese allí no podría recobrar la salud ni la fuerza.
De consiguiente, a las tres de la mañana salimos para Galicia; apenas habíamos andado media legua, estalló una tormenta violentísima. Nos hallábamos en un bosque que se dilataba bastante en la misma dirección que nosotros seguíamos.
El viento doblaba los árboles casi hasta el suelo o los arrancaba de cuajo; la luz de los relámpagos que fulguraban en torno nuestro, barría la tierra y casi nos cegaba. El fogoso caballo andaluz que yo montaba se espantó y comenzó a botar como un endemoniado. Como estaba tan débil, me costó grandísimo trabajo agarrarme a la silla y evitar una caída que podía ser fatal. La tronada acabó en una manga de agua tremenda que engrosó los arroyos e inundó los campos, haciendo muchos daños en los sembrados. Después de una caminata de cinco leguas comenzamos a entrar en la región montañosa de Astorga. El calor se hizo casi sofocante. Aparecieron enjambres de moscas que, posándose en los caballos, los enloquecían a picaduras. El camino era duro y fatigoso. Con gran trabajo llegamos a Astorga, cubiertos de barro y de polvo, tan sedientos que la lengua se nos pegaba al paladar.
CAPÍTULO XXIII
Astorga. – La posada. – Los maragatos. – Costumbres de los maragatos. – La estatua.
Fuimos a una posada de los arrabales, la única, por cierto, que había en la ciudad. El patio estaba lleno de arrieros y carreteros que movían gran alboroto; el posadero reñía con dos de sus parroquianos, y reinaba universal confusión. Al apearme recibí en la cara el contenido de un vaso de vino; pero como el saludo iba probablemente destinado a otro, me hice el desentendido. Alcanzóle a Antonio un estacazo, y, menos paciente que yo, devolvió en el acto el saludo cruzándole la cara con el látigo a un carretero. Mientras me esforzaba por separar a los dos antagonistas, mi caballo se escapó, y rompiendo por entre la revuelta multitud, derribó a varios individuos y causó no pocos destrozos. Costó mucho tiempo restablecer la paz; por fin nos condujeron a una habitación de regular decencia. Apenas nos habíamos instalado, llegó de Madrid la galera para La Coruña llena de viajeros polvorientos: mujeres, niños, oficiales inválidos y otra gente así. En seguida nos expulsaron de nuestro cuarto y arrojaron los equipajes al patio. Como nos quejáramos de tal trato, nos dijeron que éramos dos vagabundos a quien nadie conocía, que habíamos llegado sin arriero y puesto en confusión la casa entera. Por gran favor nos permitieron, al cabo, refugiarnos en un ruinoso cuartucho pegado a la cuadra, lleno de ratas y de miseria. Había allí una cama con dosel muy antigua, y hubimos de darnos por contentos con tan miserable acomodo porque, abrasado de fiebre, yo no podía seguir adelante. El calor era insoportable. Me senté en la escalera, con la cabeza entre las manos, anhelando por falta de aire; Antonio acudió a darme de beber agua con vinagre, y me sentí aliviado.
Tres días estuvimos en aquel arrabal, y la mayor parte del tiempo permanecí tendido en la cama. Una o dos veces se me ocurrió ir a la ciudad; pero no encontré librero ni persona alguna dispuesta a encargarse de vender mis Testamentos. La gente era brutal, estúpida y grosera; me volví a la cama cansado y desanimado. Allí me estuve oyendo, de tiempo en tiempo, los armoniosos sones de la campana del reloj de la vieja catedral. El posadero ni fué a verme ni preguntó por mí. Con los cuidados de Antonio recobré las fuerzas rápidamente. «Mon maître– me dijo una tarde – . Veo que está usted mejor; vámonos mañana de esta ciudad y de esta posada, que son a cual peores. Allons, mon maître! Il est temps de nous mettre en chemin pour Lugo et Galice.»
Antes de contar lo que nos ocurrió en el viaje a Lugo y Galicia, acaso no esté de más decir unas palabras respecto de Astorga y sus contornos. Astorga es una ciudad amurallada, de cinco a seis mil habitantes, con catedral y seminario, vacío actualmente. Está situada en los confines y puede ser llamada capital de una comarca denominada país de los maragatos, como de tres leguas cuadradas de extensión, que limita al Noroeste la montaña llamada Teleno, la más elevada de una cadena nacida cerca de la desembocadura del Miño y que enlaza con el inmenso macizo divisorio de las Asturias y Guipúzcoa. La región, rocosa en su mayor parte, con ligeras salpicaduras de tierra de un color rojo ladrillo, es ingrata y árida, y paga mezquinamente los afanes del labrador. Los maragatos son quizás la casta más singular de cuantas pueden encontrarse en la mezclada población de España. Tienen costumbres y vestidos peculiares, y nunca se casan con españoles. Su nombre indica su origen, pues significa «moros godos»; y hoy en día su pergenio, consistente en un chaquetón muy ajustado, ceñido al talle por una faja ancha, calzones anchos hasta la rodilla, botas y polainas, difiere muy poco del de los moros de Berbería. Llevan afeitado el cráneo, y sólo se dejan un ligero cerquillo de pelo en la parte inferior. Si llevaran turbante o barrete apenas se los distinguiría de los moros por el vestido; pero usan en lugar de aquél el sombrero ancho. Es casi indudable que los maragatos son reliquias de aquellos godos que tomaron partido por los moros invasores de España, y adoptaron su religión, costumbres y traje, que, con excepción de la primera, conservan aún en buena parte. Pero es también evidente que su sangre no se ha mezclado con la de los salvajes hijos del desierto, porque con dificultad se encontrarían en las montañas de Noruega tipos y rostros más esencialmente godos que los maragatos. Son hombres de fuerza atlética; pero toscos, pesados, de facciones generalmente correctas, pero vacíos de expresión. Hablan con lentitud y lisura; rara vez, o nunca, se observan en ellos los arranques de elocuencia y de imaginación tan comunes en los demás españoles; tienen además una pronunciación áspera y fuerte, y al oírlos hablar creeríase escuchar a un campesino alemán o inglés que intentara expresarse en el idioma de la Península. Son de temperamento flemático, y con dificultad se encolerizan; pero son peligrosos y extremados cuando una vez se incomodan; persona que los conocía bien me dijo que prefería afrontar a diez valencianos, pueblo mal notado por su ferocidad e instintos sanguinarios, que a un solo maragato irritado, por flojo y embotado que sea en las demás ocasiones.
Los hombres apenas se ocupan en las labores del campo, abandonándoselas a las mujeres, que aran las pedregosas tierras y recogen sus menguadas cosechas. Muy diferente es la ocupación de sus maridos e hijos: constituyen un pueblo de arrieros, y considerarían casi como una desgracia emplearse en otros quehaceres. Por todos los caminos de España, y particularmente al Norte de la cordillera divisoria de ambas Castillas, pasan los maragatos, en cuadrillas de cinco o seis, dormitando, o simplemente echados en el lomo de sus gigantescas y cargadísimas mulas, bajo los rayos del sol achicharrante. En suma: casi todo el comercio de una mitad de España está en manos de los maragatos, cuya fidelidad es tal, que cuantos han utilizado sus servicios no vacilarían en confiarles el transporte de un tesoro desde el Cantábrico a Madrid, en la seguridad completa de que no sería culpa suya si no llegaba salvo e intacto a su destino; arrojados han de ser los ladrones que intenten arrebatar sus mercancías a los arrieros maragatos, dondequiera temidos; aferrados a ellas mientras pueden tenerse en pie, las defienden a tiros o con su propio cuerpo si caen en la pelea.
Pero aunque son los arrieros más fieles de España, distan mucho de ser desinteresados; en general, cobran por el transporte de mercancías el doble, cuando menos, de lo que a otros del mismo oficio les parecería suficiente recompensa. De esa manera acumulan grandes sumas de dinero, a pesar de que se tratan mucho mejor de lo que en general es uso entre los frugales españoles, otro argumento en favor de su pura descendencia gótica, porque los maragatos, como verdaderos hombres del Norte, son aficionados a la bebida y se regodean en las comidas copiosas y empalagosas; así tienen esos corpachones tan rozagantes. Muchos han dejado al morir fortunas considerables, y no es raro que leguen una parte de su caudal para erigir o embellecer casas religiosas.
En el extremo oriental de la catedral de Astorga, dominando el altivo muro, hay sobre el tejado una estatua de plomo colosal: es la estatua de un arriero maragato que legó a la catedral una cantidad importante20. La figura aparece vestida con el traje nacional; pero desvía el rostro de la tierra de sus padres, y como ondea en la mano una especie de bandera, parece que está animando a todos los de su raza para que abandonen aquella región estéril y busquen en otros climas un campo más rico y vasto para su actividad y su energía.
Hablé de religión con varios maragatos, que es asunto primordial; pero «su corazón estaba endurecido; sus oídos, sordos, y sus ojos, cerrados». Con uno, sobre todo, hablé mucho rato, después de mostrarle el Nuevo Testamento. Me escuchó, o pareció escucharme, con paciencia, bebiendo de vez en cuando copiosos tragos de un inmenso jarro de vino blanco que sostenía entre las rodillas. Cuando acabé de hablar me dijo: «Mañana me voy a Lugo, para donde va usted también, según tengo entendido. Si quiere usted enviar allá sus baúles, no tengo inconveniente en encargarme de ello, a tanto (y me dió un precio exorbitante). De todo lo demás que me ha dicho usted, entiendo muy poco y no creo ni una palabra; respecto de los libros que me ha enseñado usted, compraré tres o cuatro. No pienso leerlos, la verdad; pero, sin duda, los venderé a precio más alto del que usted pide por ellos.»
Y basta ya de maragatos.
CAPÍTULO XXIV
Salida de Astorga. – La venta. – El atajo. – Salvación difícil. – El vaso de agua. – Sol y sombra. – Bembibre. – El convento de las Rocas. – Puesta de sol. – Cacabelos. – Aventura a media noche. – Villafranca.
A las cuatro de una hermosa mañana salimos de Astorga, o más bien de sus arrabales, donde habíamos vivido; nos encaminamos hacia el Norte en dirección de Galicia; dejamos a nuestra izquierda la montaña de Teleno, y fuimos bordeando por el Este el país de los maragatos, por terreno fragoso, alegrado por algunos vallecitos verdes y arroyuelos. Varias maragatas, montadas en jumentos, se cruzaron con nosotros; iban a Astorga a vender verduras. Vi a otras en los campos gobernando el tosco arado, tirado por bueyes flacos. Pasamos también por un pueblecito donde no vi alma viviente. Cerca de aquel pueblo entramos en la carretera directa de Madrid a La Coruña, y después de andar unas cuatro leguas llegamos a una especie de desfiladero, formado, a nuestra izquierda, por una enorme y maciza montaña (una de las que arrancan del macizo de Teleno), y a nuestra derecha por otra de mucha menos altura. En el comedio de esa hoz, bastante ancha, se descubría una vista muy hermosa. Delante, como a legua y media de distancia, alzábase la poderosa cordillera divisoria ya mentada; en sus vertientes azules, y en sus quebradas y pintorescas cumbres, se enredaban todavía algunos tenues jirones de la niebla matutina, que los fuertes rayos del sol deshacían con rapidez. Parecía una enorme barrera que fuese a interceptarnos el camino, y me recordó las fábulas relativas a los hijos de Magog, de quienes se dice que residen en lo más remoto de Tartaria detrás de una gigantesca muralla de granito, que sólo puede pasarse por una puerta de acero de mil codos de altura.
Poco después llegamos a Manzanal, aldea compuesta de tristes casuchas, con todas las muestras de la pobreza y de la miseria. Era la hora indicada para comer nosotros y dar pienso a los caballos, y nos dirigimos a una venta al final del pueblo; si bien encontramos cebada para los animales, trabajo nos costó hallar algo para nosotros. Por fortuna, pude adquirir un jarro grande de leche, porque las vacas abundaban; muchas de ellas pastaban en un pintoresco valle que acabábamos de atravesar, bien poblado de hierba y de árboles, con un arroyuelo cortado por pequeñas cascadas. Tendría el jarro hasta una azumbre de leche, y en pocos minutos lo apuré, pues aunque tenía perdido el apetito, la fiebre me abrasaba de sed. La venta consistía en un inmenso establo, con una partición para cocina y un sitio donde dormía la familia del ventero. El amo, joven y recio, estaba recostado en un ancho banco de piedra junto a la puerta. Era muy preguntón; pero como yo no podía saciar su afán de noticias, comenzó a hablar él, y, cada vez más comunicativo, acabó por referirme la historia de su vida; en resumen, me contó que había sido correo en las provincias Vascongadas, y que un año antes fué trasladado a aquella aldea, donde tenía a su cargo la estafeta. Era liberal entusiasta, y hablaba pestes de la gente del país, toda carlista, según decía, y amiga de los frailes. No puse gran atención en sus palabras, porque me entretuve en observar a un muchacho maragato, de unos catorce años, que servía en la casa de mozo de cuadra. Pregunté al amo si aún estábamos en tierra de maragatos, y me respondió que ya la habíamos dejado más de una legua atrás; el muchacho aquel era huérfano, y se había puesto a servir para ahorrar unos cuartos y dedicarse a arriero. Hice unas preguntas al muchacho; pero me miró a la cara, malhumorado, y guardó tenaz silencio o respondió sólo con monosílabos. Al preguntarle si sabía leer: «Sí – dijo – ; como ese caballo de usted que está ahí queriendo arrancar el pesebre.»
Dejado Manzanal, continuamos el viaje. No tardamos en llegar al borde de un profundo valle abierto entre montañas, no las que habíamos visto frente a nosotros, y que ahora dejábamos a la derecha, sino las del macizo de Teleno antes de unirse a aquéllas. El valle se asemejaba un poco a una herradura; el camino seguía las laderas dando un gran rodeo; pero cabalmente delante de nosotros arrancaba un sendero que en suave descenso, al parecer, cruzaba el valle para unirse de nuevo al camino al otro lado, a un cuarto de milla de distancia; nos metimos por el atajo para evitar el rodeo.
Poco trecho llevaríamos andado, cuando encontramos a dos gallegos que iban a segar a Castilla. Uno de ellos exclamó; «Caballero, vuélvase atrás; dentro de nada llegará usted a unos precipicios donde se romperán la cabeza los caballos; apenas hemos podido subirlos nosotros a pie.» El otro gritó: «Caballero, siga adelante; pero lleve mucho cuidado; si los caballos no tropiezan no correrá usted gran peligro; mi compañero es tonto.» Los dos montañeses se pusieron a disputar, sosteniendo cada cual su opinión con juramentos y maldiciones pero, sin esperar el resultado, proseguí adelante. Gruesas piedras, pedazos de pizarra, en los que mi caballo tropezaba sin cesar, empezaron a obstruir el camino. Oí también ruido de agua en una garganta profunda que no había visto hasta entonces, y me pareció más que insensato continuar por el atajo. Volví el caballo, y me dirigía con rapidez al camino, cuando Antonio, mi fiel criado griego, me indicó una pradera por la cual, a su parecer, podríamos cortar mucho y salir a la carretera en un punto bastante más bajo que si desandábamos todo el atajo. Radiante hierba verde, muy corta, cubría la pradera, cruzada por un arroyuelo. Metí espuelas al caballo creyendo salir a la carretera en un momento; pero el animal empezó a resoplar con violencia, a espantarse y a dar otras evidentes señales de no querer cruzar por aquel sitio, en apariencia tentador. Creí que el olor de algún lobo, o de otra alimaña cualquiera, era la causa de su espanto; pero salí pronto de mi error viéndole hundirse hasta los corvejones en una ciénaga; lanzó un agudo relincho, y mostrando grandísimo terror, manoteó y se esforzó por zafarse; pero a cada momento se hundía más. Al cabo pudo alcanzar una veta de roca que emergía del fango; en ella puso los cuatro remos, y con un esfuerzo tremendo saltó el arroyo y se libró del suelo traicionero cayendo en otro de relativa firmeza, donde permaneció jadeante, cubiertos los ijares de espuma y sudor. Antonio, que había contemplado la escena, no se atrevió a seguirme, y desandando todo el atajo se reunió poco después conmigo en la carretera. El suceso trajo a mi memoria la pradera y el sendero que tentaron a Cristián cuando seguía el angosto camino del cielo, y que acabaron por llevarle a los dominios del gigante Desesperado.
Comenzamos luego a descender al valle por una ancha y excelente carretera abierta en la escarpada falda de la montaña que teníamos a la derecha. A la izquierda quedaba la garganta por donde caía el torrente de que antes hablé. Era la carretera tortuosa, y el paisaje más pintoresco a cada revuelta. Ensanchábase poco a poco la garganta; el arroyo que por ella corría, con el alimento de numerosos manantiales, engrosaba su vena y su fragor; pronto quedó muy debajo de nosotros, prosiguiendo su arrebatado curso hacia el terreno llano, por donde fluía a través de una linda y angosta pradera. Selvático era el aspecto de las montañas del fondo, cubiertas, desde los pies a la cima, de árboles tan espesos que no se percibía ni un palmo del suelo, en cuyos senos se albergan lobos, jabalíes y corzos. Estos, según me contó un campesino que pasó guiando un carro de bueyes, bajan con frecuencia a la pradera, donde los cazan a tiros para aprovechar la piel, porque la carne, muy dura y desagradable, nadie la quiere. No obstante lo agreste de la región, la mano del hombre era visible por doquiera. En las escarpadas vertientes de la garganta, por donde el arroyo caía, amarilleaban pequeños sembrados de cebada; abajo, en la pradera, veíase una aldea y una iglesia; hasta nosotros subían los alegres cantares de los segadores que guadañaban la lozana y abundosa hierba. Apenas podía creer que estábamos en España, tan parda, árida y triste en general, y casi me imaginé hallarme en la antigua y gloriosa tierra de Grecia, cuyos montes y selvas han sido tan bien descriptos por Teócrito.
Entramos en un pueblecito situado en el fondo del valle y regado por las aguas del torrente, ya casi convertido en río. No he visto situación tan romántica como la de aquel pueblo. Rodeado de montañas, que casi le dominaban a pico, cobijado por muy densas y variadas arboledas, alegrábanlo el rumor de las aguas, el canto de los ruiseñores y las sonoras notas del cuco, encaramado en las altas ramas; pero la aldea era miserable. Las casas eran de pizarra, abundantísima en las montañas vecinas, y las techumbres del mismo material; pero no a la manera limpia y ordenada que se usa en las casas inglesas, porque las pizarras eran de todos tamaños y parecían colocadas en revuelta confusión. Muertos de sed y de calor nos sentamos en un banco de piedra, y rogué a una mujer que me diese un poco de agua. Respondió que me la traería, a condición de pagarla. Antonio, al oírla, se incomodó mucho, y mezclando el griego, el turco y el español, invocó la venganza de la Panhagia sobre aquella mujer sin corazón. «Si ofreciese dinero a un mahometano por un trago de agua – decía Antonio – me lo arrojaría a la cara, y usted es católica y por la puerta de su casa pasa un río.» Le mandé callar, y repetí mi ruego, después de dar a la mujer dos cuartos; tomó entonces un cántaro y lo llenó en el arroyo. El agua era cenagosa y desagradable; pero calmó la sed febril que me devoraba.
Montamos de nuevo y proseguimos la marcha. Durante un trecho considerable el camino seguía la margen del río; las aguas se precipitaban a veces en pequeñas cascadas, o alborotaban entre las piedras, o fluían en sombrío silencio sobre las pozas profundas, bajo el dosel de los sauces. Las pozas debían de ser abundantes en pesca; con mucha frecuencia saltaban del agua gruesas truchas y cazaban las brillantes moscas que pasaban rozando la engañosa superficie. Eran deliciosos el momento y el lugar. Rodaba el sol por lo alto del firmamento, despidiendo de su orbe de fuego rayos gloriosísimos, y la atmósfera vibraba con su resplandor; pero la sombra de los árboles templaba su fuerza, o la hacían inofensiva la vivificante frescura que subía del agua o las suaves brisas que a intervalos murmuraban en las praderas, «aireando la mejilla y levantando el cabello» del viajero. Las montañas fueron poco a poco aclarándose. Entramos en una planicie. Sobre las altas hierbas ondulantes extendían los robustísimos castaños, en plena floración, sus gigantescas y sombrosas ramas. Echadas en el suelo descansaban unas cuantas parejas de bueyes, soportando en sus cabezas el grave peso de la pértiga de las carretas, mientras los boyeros se ocupaban en aderezar la comida o dormían a la sombra y sobre la hierba una siesta deliciosa. Me acerqué al grupo más numeroso y pregunté a un individuo si necesitaban el Testamento de Jesucristo. Miráronse con asombro unos a otros y me miraron a mí, hasta que un joven, que conservaba entre las manos una escopeta mientras descansaba, me preguntó qué era eso y si yo era catalán, «porque tiene usted un hablar muy áspero, y es alto y rubio como aquella gente». Me senté con ellos, y les dije que no era catalán, sino que venía por el mar de Occidente, de un sitio distante muchas leguas de allí, a vender aquel libro a mitad de su precio de coste, y que la salvación de su alma dependía de conocerlo bien. Expliqué la naturaleza del Nuevo Testamento y leí la parábola del sembrador. Mis oyentes miráronse de nuevo con asombro; pero me dijeron que no podían, siendo pobres, comprar libros. Me levanté, monté a caballo, y al marcharme les dije: «La paz sea con vosotros.» Oído esto por el joven de la escopeta, se puso en pie, y exclamando: «Cáspita, ¡qué cosa tan rara!», me arrebató el libro de la mano y me pagó el precio que le había pedido.
Acaso no se encuentre, aun buscándolo por todo el mundo, un lugar cuyas ventajas naturales rivalicen con las de esta llanura o valle de Bembibre, con su barrera de ingentes montañas, con sus copudos castaños, y con los robledales y saucedas que visten las márgenes del río, tributario del Miño. Es verdad que, cuando yo pasé por allí, el luminar del cielo ardía en todo su esplendor, y las cosas, alumbradas por sus rayos, aparecían brillantes, prósperas y jocundas. No aseguro que aquellos lugares me hubieran producido igual admiración contemplados a otra luz; pero es indiscutible que siendo tantas sus cualidades no pueden por menos de producir en cualquier tiempo hondo deleite; a la belleza apacible de un paisaje inglés júntase allí un no sé qué de grande y de agreste, y tengo para mí que el hombre nacido en aquellos valles, a no ser muy insaciable y turbulento, no querrá abandonarlos jamás. En aquellas horas no hubiera ambicionado yo mejor destino que el de ser pastor o cazador en las praderas o en las montañas de Bembibre.