Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo II (de 3)», sayfa 9
CAPÍTULO XXIX
Llegada a Padrón. – Un proyecto aventurado. – El alquilador. – Falta de palabra. – Un compañero singular. – Historia sencilla. – Un camino áspero. – La deserción. – La jaca. – Un diálogo. – Situación difícil. – La Estadea. – Nos anochece. – La choza. – La almohada del viajero.
Llegué a Padrón al caer la tarde, de vuelta de Pontevedra y de Vigo. Tenía el propósito de enviar a mi criado con los caballos a Santiago y alquilar un guía que me llevase a Finisterre. Difícil me sería justificar con alguna razón plausible el ardiente deseo que tenía de visitar ese lugar; pero recordaba que el año anterior me había librado casi por milagro de naufragar y perecer en los peñascales que bordean aquel punto extremo del Viejo Mundo, y pensé que llevar el Evangelio a un lugar tan apartado y agreste sería acaso una peregrinación acepta a los ojos de mi Hacedor. Verdad es que sólo me restaba un ejemplar de los que había llevado conmigo en esta última etapa; pero tal reflexión, lejos de desanimarme en mi proyecto, produjo el efecto contrario: consideré que el Señor, desde que se reveló al hombre, se había servido siempre para cumplir las más grandes obras de medios insuficientes en apariencia, y pensé que el único ejemplar restante podría por sí solo causar tanto bien como los otros cuatro mil novecientos noventa y nueve de la edición de Madrid.
Sabía yo que mis caballos no servían en modo alguno para ir a Finisterre, porque los caminos y sendas corrían por barrancos pedregosos, por ásperas y empinadas montañas; resolví, pues, dejarlos atrás con Antonio, a quien tampoco quería yo exponer a las penalidades de un viaje como aquél. Sin pérdida de tiempo mandé buscar un alquilador y le expliqué mis intenciones. Díjome que tenía a mi disposición una excelente jaca de montaña y que él en persona me acompañaría; pero al propio tiempo añadió que el viaje era terrible para hombres y bestias, y esperaba que se lo pagase con largueza. Consentí en darle cuanto me pidió; pero con la expresa condición de acompañarme él en persona, como me había ofrecido, pues no tenía yo gana de internarme en las montañas con el último bigardo del pueblo que se le antojase buscar, y que sería muy capaz de jugarme una mala pasada. Replicó con la frase que los españoles usan invariablemente para desvanecer la desconfianza o la duda: «No tenga usted cuidado, yo mismo iré.» Arregladas así las cosas satisfactoriamente, a mi parecer, tomé una cena ligera y me retiré a dormir.
Había yo encargado al alquilador que me llamase a las tres de la mañana siguiente; pero no apareció hasta las cinco; supongo que se dormiría, pues eso fué lo que me ocurrió también a mí. Me levanté de un brinco; me vestí; puse unas cuantas cosas en la maleta, sin olvidar el Testamento que pensaba regalar a los habitantes de Finisterre, y luego salí, encontrando a mi amigo el alquilador, que tenía por las riendas la jaca en que había yo de hacer la excursión. Era un animalito muy bueno, fuerte y sano al parecer, sin un solo pelo blanco en todo su cuerpo, negro como las alas del cuervo.
Detrás permanecía en pie un bípedo de singularísima catadura, en quien por el momento no puse atención; pero del que he de contar mucho en lo sucesivo.
Pregunté al alquilador si estaba todo listo, y obtenida respuesta afirmativa, me despedí de Antonio, puse en marcha la jaca y con paso vivo salimos del pueblo, tomando al principio el camino de Santiago. El tipo aquel de quien he hablado antes venía pegado a nosotros; pregunté al alquilador quién era y por qué motivo nos seguía, a lo cual respondió que era un criado suyo y que nos acompañaría un rato para volverse luego. Continuamos a buen paso, hasta llegar a menos de un cuarto de milla del convento de la Esclavitud, un poco más allá del cual, según me habían dicho, tendríamos que dejar el camino real; en tal punto, el alquilador se detuvo bruscamente, y al instante todos hicimos alto. Pregunté la razón de la parada, y no obtuve respuesta. El alquilador tenía los ojos clavados en el suelo y contaba, al parecer, con intenso cuidado las huellas de las vacas, mulas y caballos estampadas en el polvo de la carretera. Repetí mi pregunta con voz más fuerte, cuando después de una larga pausa alzó un poco los ojos, aunque sin mirarme a la cara, y dijo que creía que yo estaba en la idea de que me iba a acompañar hasta Finisterre, y que, si era así, lo sentía mucho, por ser cosa imposible de cumplir, pues ignoraba completamente el camino, y además era incapaz de hacer un viaje tan largo por tan mal terreno, no siendo ya el hombre que antaño había sido, y que él estaba comprometido a llevar aquel mismo día a Pontevedra a un caballero que le aguardaba.
– Pero – continuó – como me gusta quedar siempre como un caballero con todo el mundo, he tomado mis medidas para no dejarle a usted plantado. He hecho un ajuste con este individuo – añadió señalando al tipo raro – para que le acompañe. Es de toda confianza, y conoce muy bien el camino de Finisterre, pues ha ido allá muchas veces con esta misma jaca que usted monta. Además será un buen compañero de viaje, porque habla francés e inglés muy bien, y ha recorrido todo el mundo.
El hombre cesó al cabo de hablar; su engaño, desvergüenza y villanía me produjeron tal efecto, que pasó algún tiempo antes de poder hallar una respuesta. Le reproché en términos muy duros su falta de palabra y le dije que se me pasaban muy buenas ganas de volver al instante al pueblo y denunciarle al alcalde para que le castigase a toda costa. A esto replicó:
– Señor caballero, con hacer eso no se encontrará usted más cerca de Finisterre, adonde tiene tantas ganas de ir. Siga mi consejo: meta espuela a la jaca; porque, como usted ve, se hace tarde, y hay doce leguas largas a Corcubión, donde pasará usted la noche; y desde allí a Finisterre, tampoco es grano de anís. Con este hombre no tenga usted cuidado: es el mejor guía de Galicia, habla inglés y francés, y le servirá de agradable compañía.
Ya entonces había yo reflexionado que con volver a Padrón sólo conseguiría gastar tiempo, y que el intento de hacer castigar al individuo aquel no me reportaría ventaja alguna; además, como me parecía un tunante en toda la extensión de la palabra, tan buena era la compañía de cualquier otra persona como la suya. Manifesté, pues, mi resolución de seguir adelante, y le dije que se volviera, y le conjuré por Dios a que se arrepintiese de sus culpas. Vencedor en este punto, pensó sacar nuevas ventajas; se colocó a una vara delante de la jaca, y me dijo que el precio que yo me había comprometido a pagar por el alquiler de la jaca (todo lo que me pidió, dicho sea de paso) era muy poco, y que antes de continuar había de prometerle dos duros más, pues sin duda estaba loco o borracho al hacer el trato conmigo. La cólera me dominó por completo, y sin pararme a reflexionar metí espuelas a la jaca, que le derribó en el polvo y le pasó por encima. A cien varas de distancia volví la cabeza y le vi en pie en el mismo sitio, el sombrero caído en el suelo, y sin dejar de mirarnos se santiguaba con mucha devoción. Su criado, o lo que fuese, lejos de socorrer a su principal, en cuanto la jaca se movió echó a correr a su lado, sin proferir palabra ni hacer otro comentario que golpearse vigorosamente un muslo con la mano derecha. No tardamos en pasar de Esclavitud, y un instante después volvimos a la izquierda, metiéndonos por un sendero desigual y pedregoso que llevaba a unos maizales. Pasamos junto a varias caserías, y llegamos al fin a una cañada, cuyas laderas estaban cubiertas de robles enanos y que descendía suavemente hasta un riachuelo obscuro, sombreado por los árboles, que atravesamos por un tosco puentecillo. Ya entonces había tenido tiempo de examinar detenidamente de pies a cabeza a mi singular compañero. Su estatura, estirándose todo lo posible, quizás hubiera llegado a cinco pies y una pulgada, pero el hombre tenía cierta tendencia a encorvarse. La naturaleza le había dotado de inmensa cabeza, poniéndosela a ras de los hombros, porque entre las piezas que entraron en su composición faltó, por lo visto, un cuello. A los lados se balanceaban unos brazos largos y musculosos. Era, en conjunto, de armazón tan fuerte y sólida como la de un atleta. Sus piernas eran cortas, pero muy ágiles, y su rostro, largo, largo, hubiera guardado cierta remota semejanza con un rostro humano a no haber la boca tuerta y los anchos ojos parados usurpado su sitio natural a la nariz, que era casi invisible. Su vestido se componía de tres prendas: sombrero portugués, ancho de copa y angosto de alas, viejo y andrajoso; una especie de camisa y unos calzones de tela burda. Quise trabar conversación con él, y, recordando lo que el alquilador me había dicho, le pregunté en inglés si había trabajado siempre en el oficio de guía. Al oírme volvió los ojos hacia mí con expresión singular, y clavándomelos en el rostro soltó una risotada, dió un salto y palmoteó tres veces por encima de su cabeza. Comprendí que no me había entendido; repetí la pregunta en francés, y me respondió de nuevo con la risa, el salto y las palmadas. Al cabo, en mal español, dijo:
– Mi amo, hable en español, por amor de Dios, y le entenderé a usted, y mejor aún si habla en gallego; pero no puedo prometerle otra cosa. Oí lo que le decía el alquilador; pero es el mayor embustero de la tierra, y le engañó a usted en eso, como al prometerle que le acompañaría. A su servicio estoy por mis pecados; pero en mal hora dejé el profundo mar y me dediqué a guía.
Me contó que era de Padrón, marinero de oficio, y que había pasado la mayor parte de su vida en la escuadra española; sirviendo en ella, visitó Cuba y otras muchas partes de la América española.
– Cuando mi amo – continuó – le dijo a usted que yo sería un buen compañero de viaje, le dijo la verdad, la única verdad que ha salido de su boca en un mes; mucho antes de llegar a Finisterre se habrá usted alegrado de que el criado, y no el amo, haya venido con usted; mi amo es muy torpe y muy pesado, y yo soy como usted ve.
Dió dos o tres saltos mortales, volvió a reírse a carcajadas y a palmotear.
– Seguramente no se figura usted – continuó – que ayer vine de La Coruña con esa jaca y muy buena carga; llegamos a Padrón a las dos de la madrugada, y a pesar de eso la jaca y yo estamos dispuestos a hacer este nuevo viaje. Como dice mi amo, no tenga usted cuidado; nadie ha tenido queja de la jaca ni de mí.
Hablando de esa suerte recorrimos un buen trecho del camino, por terreno pintoresco, hasta llegar a una aldea muy linda en la falda de una montaña.
– Este pueblo – dijo el guía – se llama Los Angeles, porque su iglesia la hicieron los ángeles hace ya mucho tiempo; debajo de ella pusieren una barra de oro traída del cielo y que había servido de viga en la propia casa de Dios. Va por debajo de tierra desde aquí hasta la catedral de Compostela.
Atravesamos el pueblo, que, según me dijo también el guía, tenía unos baños muy visitados por los santiagueses. Torcimos hacia el Noroeste, dando la vuelta a una montaña que alzaba majestuosamente sobre nuestras cabezas su cumbre coronada de peñascos desnudos; a nuestra derecha, en la otra orilla de un valle espacioso, corría una elevada cadena de montañas, que iba a enlazarse con las del Norte de Santiago. En la cima de esa cadena alzábanse unas torres almenadas, llamadas de Altamira, al decir de mi guía, restos de un antiguo castillo, ya en ruinas, que fué en otro tiempo la residencia principal que los condes de ese título tenían en la provincia. Volviendo después hacia el Oeste, no tardamos en encontrarnos al pie de un puerto muy empinado y escabroso, que conducía a una región más alta. La subida nos costó cerca de media hora, y las dificultades del terreno eran tales, que más de una vez me alegré de haber dejado nuestros caballos y de montar aquella intrépida jaquita; acostumbrada a los caminos, trepaba con mucho ánimo, y nos puso al fin sin daño en lo alto de la subida.
Allí entramos en una choza gallega para reponer nuestras fuerzas y las del caballo. El cuadrúpedo comió un poco de maíz, y los dos bípedos nos regalamos con broa y aguardiente, servidos por una mujer que encontramos en la choza. Salí fuera unos minutos a observar el aspecto del país, y al volver encontré al guía profundamente dormido en el banco donde le dejé. Estaba sentado, muy tieso, con la espalda apoyada en la pared y las piernas colgando a unas tres pulgadas del suelo, porque eran demasiado cortas para llegar a él. Cinco minutos lo menos estuve contemplando su reposo, tan profundo y tranquilo como el de la muerte. Su rostro me recordaba mucho esas singulares fisonomías de santos y monjes que a veces se encuentran en las hornacinas de los muros de los conventos en ruinas. No había ni el más ligero vislumbre de vitalidad en su semblante, que por el color y la rigidez pudiera parecer de piedra, tan informe y tan tosco como una de esas cabezas de piedra de Icolmkill que han desafiado las intemperies de doce siglos. Mirándole estuve hasta que empecé a sentir cierta alarma, pensando que la vida podía haber huído de aquella maltrecha y extenuada máquina. Le sacudí con fuerza por un hombro, y lentamente se despertó, abrió los ojos asombrado y luego los cerró. Durante unos momentos no supo, con toda evidencia, dónde estaba. Le di voces preguntándole si pensaba pasarse el día durmiendo en lugar de llevarme a Finisterre; al oírme se dejó caer sobre las piernas, arrebató el sombrero que yacía en la mesa, y en el acto salió por la puerta corriendo y gritando:
– Sí, sí, ya me acuerdo; sígame, capitán, y le llevaré a Finisterre en un vuelo.
Le seguí con la vista y tomó a todo correr la misma dirección que antes traíamos. – Espera – le grité – ; espera. ¿Me vas a dejar aquí con la jaca? Espera; aún no hemos pagado el gasto. Espera. – Pero no volvió la cabeza ni un instante, y en menos de un minuto se perdió de vista. La jaca, atada al pesebre en un rincón de la choza, comenzó a dar relinchos terroríficos, a manotear y a erizar la cola y la crin de un modo extraño. Tanto tiraba del ramal, que temí que se estrangulara.
– ¡Mujer! – exclamé – , ¿dónde anda usted y qué significa todo esto?
Pero la huéspeda había desaparecido también, y aunque recorrí la choza, dando fuertes voces, no obtuve respuesta.
Continuaban los relinchos de la jaca, y los tirones que daba del ramal eran cada vez más fuertes.
– ¿Estoy rodeado de locos? – grité, y arrojando sobre la mesa una peseta desaté el caballo e intenté ponerle el bocado, pero no lo conseguí. Apenas solté el ramal comenzó la jaca a tirar hacia la puerta, a despecho de cuantos esfuerzos hice para impedirlo. – Si te escapas – dije – mi situación va a ser divertida – . Pero todo tiene remedio: de un brinco monté en la silla, y un instante después el animalito me llevaba, en rápido galope, por un camino que supuse sería el de Finisterre.
La situación, divertida para el lector, era para mí bastante apurada. Hallábame a lomos de un caballo fogoso, sin medio alguno de gobernarlo, a todo correr por un camino peligroso y desconocido. No parecía ni rastro del guía, ni encontré a nadie a quien pedir noticias. La verdad es que, dado caso de alcanzar a un pasajero o de cruzarme con él, apenas habría tenido tiempo de dirigirle la palabra: tan veloz era la carrera del caballo. «¿Estará este animal enseñado a estas cosas? – pensaba yo – . ¿Me llevará a una cueva de ladrones, que me corten el cuello? ¿No hace más que seguir, por instinto, a su amo?» No tardé en desechar ambas suposiciones. La velocidad de la jaca amenguó; al parecer, había perdido el camino. Miró en torno con inquietud; al cabo llegó a un arenal, pegó el hocico al suelo, y de pronto se tumbó, revolcándose de una manera verdaderamente caballuna. No me hice daño, y al instante aproveché la ocasión para ponerle el bocado, que antes llevaba colgado del pescuezo. Volví a montar y me puse a buscar el camino.
No tardé en encontrarlo, y seguí adelante. El camino iba por un yermo poblado de brezos y tojos y sembrado de pedruscos. El sol, ya muy alto, calentaba de firme. Encontré alguna gente, hombres y mujeres, que me miraba sorprendida, maravillándose probablemente de que una persona como yo anduviese sin guía por tales sitios. Pregunté a dos mujeres si habían visto a mi guía; pero no me entendieron o no quisieron entenderme, y, luego de cambiar entre sí unas pocas palabras en uno de los cien dialectos de Galicia, siguieron su camino. Después de atravesar el descampado, llegué de improviso a un convento al borde de un profundo barranco, por cuyo fondo corría un rumoroso arroyo.
El lugar era bello y pintoresco; espesas arboledas poblaban las vertientes del barranco; del otro lado surgía una montaña alta y obscura. El convento, muy capaz, parecía abandonado. Pasé junto a él, y al instante llegué a una aldea, tan desierta, por las muestras, como el convento, pues no hallé ser viviente, ni siquiera un perro que me saludara con sus ladridos. Me detuve en una fuente de piedra, que vertía sus aguas en una pila. Sentada en la pila, con los brazos caídos y los ojos clavados en la montaña vecina, estaba una figura humana, que aún se presenta frecuentemente a mi fantasía, sobre todo cuando duermo y me oprime una pesadilla: era mi fugitivo guía.
Yo. – Buenos días tenga usted, caballero. El tiempo está caluroso, y ese agua exquisita convida a beberla. Tentado estoy de apearme y regalarme con un trago.
El guía. – Su merced no puede hacer mejor cosa. Hace mucho calor, en efecto; lo mejor es que beba un poco de agua. También yo acabo de beber. Pero le aconsejo que no dé agua al caballo: está jadeante y muy sudado.
Yo. – Ya puede estarlo. He venido galopando lo menos dos leguas en busca de un individuo que se comprometió a llevarme a Finisterre, pero que me ha abandonado de la manera más extraña del mundo; tanto, que he llegado a creer que era un bandido, no un hombre honrado ¿No le ha visto usted, por casualidad?
El guía. – ¿Qué señas tiene?
Yo. – Es bajo, grueso, muy parecido a usted, giboso y, con perdón de usted, muy feo.
El guía. – ¡Ja, ja! Le conozco. Hemos venido corriendo juntos hasta la fuente, y aquí me dejó. Caballero, ese hombre no es un ladrón; si algo es, es un nuveiro, un hombre que anda por las nubes, y que, a veces, un soplo de viento se lo lleva. Si alguna vez vuelve usted a viajar con ese hombre, no le permita usted beber más de una copa de anís cada vez; de lo contrario, se subirá a las nubes, le dejará a usted y andará por ahí corriendo hasta que dé con un arroyo, o pegue con la cabeza en una fuente; entonces, con un trago, vuelve a ser lo que era. ¿De manera, señor caballero, que va usted a Finisterre? Pues vea usted qué rareza: un caballero muy parecido a usted me ajustó esta mañana para que le llevara allí también; pero se me ha perdido en el camino. Me parece lo mejor que continuemos juntos hasta que encuentre usted a su guía y yo a mi amo.
Podían ser las dos de la tarde cuando llegamos a un puente, largo y ruinoso, muy antiguo al parecer, llamado, según el guía, puente de Don Alonso. Atravesaba una ensenada, o más bien ría, porque el mar no estaba lejos; a nuestra derecha quedaba la pequeña ciudad de Noya.
– Cuando atravesemos el puente, capitán – dijo el guía – , llegaremos a país desconocido, porque yo no he pasado nunca de Noya, y de Finisterre, no sólo no he estado allí nunca, pero ni siquiera he oído hablar. He preguntado a dos o tres personas, desde que nos pusimos en camino, y saben tanto como yo. Sin embargo, bien mirado todo, creo que lo mejor es seguir hasta Corcubión, a unas cinco leguas de aquí, adonde quizás lleguemos antes de cerrar la noche si damos con el camino o encontramos quien nos guíe; porque, como ya le he dicho, yo lo desconozco en absoluto.
– En buenas manos he caído – respondí – . Creo, en efecto, que lo mejor es ir a Corcubión, y allí quizás sepamos algo de Finisterre y se encuentre un guía que nos lleve.
Entonces, con nuevos brincos y cabriolas, echó a andar con paso rápido, deteniéndose a veces en una choza con el propósito de adquirir informes, supongo yo, aunque apenas entendí una palabra de la jerga en que él y sus interlocutores hablaban.
A poco llegamos a un terreno por demás agreste y montuoso. Subimos y bajamos barrancos; vadeamos arroyos, y nos arañamos la cara y las manos en las zarzas, deteniéndonos a veces a coger moras silvestres, de que había cosecha abundante. Por camino tan duro avanzábamos muy despacio. La jaca iba detrás del guía, tan pegada a él, que casi le tocaba en el hombro con el hocico. El país era cada vez más agreste, y una vez que dejamos atrás un molino, ya no vimos rastro de vivienda humana. El molino estaba en el fondo de una hondonada, sombreada por grandes árboles, y sus ruedas, al girar, hacían un ruido triste y monótono.
– ¿Llegaremos a Corcubión esta noche? – pregunté al guía cuando, al salir del valle, nos encontramos en un descampado sin límites, al parecer.
El guía. – No; no podemos, y este descampado no me gusta nada. El sol va a ponerse en seguida, y entonces, como haya niebla, nos encontraremos a la Estadea.
Yo. – ¿Qué es eso de la Estadea?
El guía. – ¡Qué es eso de la Estadea! ¿Me pregunta mi amo qué es la Estadinha? No me he encontrado a la Estadinha más que una vez, y fué en un sitio como éste. Iba yo con unas mujeres, y se levantó una niebla muy espesa. De pronto empezaron a brillar encima de nosotros, entre la niebla, muchas luces; había lo menos mil. Se oyó un chillido tremendo, y las mujeres se cayeron al suelo, gritando: ¡Estadea, Estadea! Yo también me caí y gritaba: ¡Estadinha! ¡Estadinha! La Estadea son las almas de los muertos que andan encima de la niebla con luces en las manos. Con franqueza, mi amo, si encontramos a las almas, me escapo y no paro de correr hasta tirarme de cabeza al mar. Esta noche ya no llegamos a Corcubión; mi única esperanza es que encontremos por aquí una choza donde podamos defendernos de la Estadinha.
La noche se nos echó encima antes de atravesar el despoblado; pero no hubo niebla, con gran contento de mi guía, y un pico de luna alumbraba parcialmente nuestros pasos. Estábamos, sin embargo, en una situación muy triste: aquel era el páramo más desolado de la provincia más agreste de España, ignorábamos el camino y apenas si sabíamos adónde íbamos, porque el guía me dijo repetidas veces que no creía en la existencia de un lugar llamado Finisterre, y de existir, sería alguna montaña solitaria señalada en el mapa. Si me ponía a reflexionar sobre el carácter de mi guía, no encontraba grandes motivos de tranquilidad ni de aliento; en el caso más favorable, era evidentemente un hombre medio tonto, sujeto, por confesión propia, a ciertos paroxismos que no se diferenciaban esencialmente de la locura. Su insensata huida de cerca de tres leguas, aquella misma mañana, sin causa aparente para ello, y últimamente su loco y supersticioso temor de encontrar a las almas de los muertos en el despoblado, caso en el que se proponía, según me dijo, abandonarme y correr en busca del mar, me impresionaron fuertemente. Pensé también en la posibilidad de que no estuviésemos en el camino de Finisterre ni en el de Corcubión, y resolví acogerme a la primera choza que encontrásemos, para no correr el riesgo de rodar a un precipicio y rompernos la nuca. Pero no se veía cabaña alguna; el despoblado parecía interminable, y por él anduvimos hasta que se puso la luna, dejándonos en casi total obscuridad.
Al cabo llegamos al pie de una cuesta muy escarpada, a la cual subía un agrio sendero.
– ¿Será este nuestro camino? – pregunté al guía.
– No nos queda otro, capitán – respondió el hombre – . Subiremos, y cuando estemos arriba veremos el mar, si es que está cerca.
Eché pie a tierra, porque subir a caballo por tal sendero en plena obscuridad hubiese sido locura. Trepamos en hilera: primero, el guía; detrás, la jaca, con el hocico pegado, como de costumbre, al hombro de su amo, a quien quería apasionadamente, y yo a retaguardia, agarrado con la mano izquierda a la cola del caballo. Dimos muchos traspiés y más de una caída; cierta vez rodamos todos por la falda del cerro. A los veinte minutos llegamos a la cima; miramos en torno, pero no vimos el mar; un páramo obscuro, apenas entrevisto, se extendía al parecer por todos lados.
– Vamos a tener que acampar aquí hasta mañana – dije yo.
De pronto mi guía me tomó una mano.
– Allí hay lume, senhor– decía – ; allí hay lume.
Miré en la dirección que me indicaba, y después de esforzarme un rato, me pareció ver a cierta distancia, muy por bajo de nosotros, un débil resplandor.
– Eso es lume– exclamó el guía – , y procede de la chimenea de una choza.
A la bajada del cerro vagamos sin rumbo no poco tiempo, hasta que nos encontramos en medio de seis o siete chozas negras.
– Llama a la puerta de una cualquiera – dije al guía – y pregunta si pueden darnos asilo por esta noche.
Así lo hizo, y al instante apareció un hombre con una tea encendida en la mano.
– ¿Puede usted guarecer a un cabalheiro contra la noche y la estadea? – preguntó el guía.
– Sí puedo, gracias a Dios – dijo el hombre.
Era de figura atlética; no llevaba zapatos ni medias, y, en conjunto, le encontré muy parecido a los campesinos de los pantanos de Munster.
– Hagan el favor de entrar, caballeros; podemos acomodarlos a ustedes y también a la cabalgadura.
La choza donde entramos estaba dividida en tres compartimientos: en el primero había hierba, en el segundo estaban las vacas, y en el tercero la familia, compuesta del padre y la madre del hombre que nos había abierto y de su mujer e hijos.
– Usted es catalán, señor caballero, y va a buscar a sus paisanos de Corcubión – dijo el hombre en regular español – . ¡Ah! Ustedes los catalanes son buena gente y tienen muy buenos establecimientos en las costas gallegas; la lástima es que se llevan todo el dinero fuera del país.
No tengo, en cualquiera circunstancia, el menor inconveniente en pasar por catalán; en aquel caso más bien me alegré de que una gente tan salvaje creyera que yo tenía en las vecindades amigos poderosos y compatriotas que estaban, acaso, aguardándome. Favorecí, pues, su error y empecé a hablar, con fuerte acento catalán, de la pesca en Galicia y del impuesto sobre la sal. El guía me miró un momento con expresión singular, entre seria y burlona; sin embargo, no dijo nada; se dió un palmetazo en el muslo, como de costumbre, y pegó el brinco que casi dió en el techo con su risible cabezota. Preguntando, supe que aún faltaban dos leguas hasta Corcubión, y que el camino, entre cerros y páramos, era difícil.
Nuestro huésped nos preguntó si teníamos hambre; le respondimos que sí, y trajo una docena de huevos y un poco de tocino. Mientras se aderezaba la cena, mi guía sostuvo con la familia una larga conversación; pero como hablaban en gallego no pude entenderlos. Creo que principalmente se referían a brujas y hechicerías, porque nombraban mucho la estadea. Después de la cena pregunté dónde podría descansar; el huésped me señaló una trampilla en el techo, diciendo que encima había un desván a propósito para dormir, y en él encontraría paja limpia. Por pura curiosidad pregunté si no había en la choza ninguna cama.
– No – replicó el hombre – ; ni las hay hasta Corcubión. Yo nunca me he acostado en cama, ni nadie de mi familia; dormimos en el suelo o en la paja con el ganado.
Como viajero experto me abstuve de lamentarlo; subí por una escalera al desván, bastante ancho y casi vacío; puse la capa por almohada y me tendí en las tablas, prefiriéndolas por más de un motivo a la paja. Durante un buen rato estuve oyendo a la gente aquella hablar en gallego, y entre los intersticios del piso veía los resplandores de la lumbre. Las voces se extinguieron poco a poco; el fuego se fué apagando y dejé de verlo. Me adormecí, desperté, me adormecí de nuevo, y caí por último en profundo sueño, del que sólo desperté al segundo canto del gallo.