Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo II (de 3)», sayfa 8
CAPÍTULO XXVIII
Los mareantes de Padrón. – Caldas de los Reyes. – Pontevedra. – El notario público. – La insania de un barbero. – Una presentación. – La lengua gallega. – Paseo por la tarde. – Vigo. – El forastero. – Los judíos del desierto. – La bahía de Vigo. – Una interrupción brusca. – El gobernador.
Después de estar unos quince días en Santiago, montamos de nuevo a caballo y proseguimos el viaje en dirección de Vigo. Como salimos de Santiago ya muy entrada la tarde, no pasamos aquel día de Padrón, distante sólo tres leguas. Padrón es un pequeño puerto situado en una ría, y lo llaman así por razón de brevedad; pero su nombre verdadero es Villa del Padrón, o ciudad del santo patrono, porque ésta fué, según la leyenda, la principal residencia del santo en Galicia. Los romanos llamaron a este lugar Iria Flavia. Es una ciudad pequeña, pero floreciente, con comercio marítimo de alguna importancia, pues sus barquichuelos surcan a veces el Golfo de Vizcaya, y hasta llegan al Támesis y a Londres.
Hay una curiosa anécdota referente a los mareantes de Padrón que no estará enteramente fuera de lugar aquí, pues se relaciona con la circulación de las Escrituras. Hallándome un día en la tienda de mi amigo el librero de Santiago, entró un sacerdote corpulento, con aspecto de buen humor. Tomó uno de mis Testamentos y al instante rompió en una ruidosa carcajada.
– ¿Qué ocurre? – preguntó el librero.
– La vista de este libro me trae a la memoria un sucedido – repuso el otro – . Hace unos veinte años, cuando a los ingleses se les metió por vez primera en la cabeza convertirnos a los españoles a su manera de pensar, repartieron gran número de libros de esta clase entre los españoles que iban a Londres; algunos cayeron en manos de ciertos mareantes de Padrón, y cuando esta buena gente regresó a Galicia se observó que se habían vuelto muy tercos y amigos de disputar. Apenas aventuraba alguien delante de ellos una opinión, la contradecían de plano, sobre todo si se trataba de asuntos religiosos. «Eso es falso – decían – . San Pablo, en tal capítulo y en tal versículo, afirma exactamente lo contrario.» «¿Qué sabes tú lo que San Pablo ni otros santos han escrito?» – les preguntaban los curas – . «Más de lo que ustedes se figuran – respondían – . Ya no se nos puede tener en tinieblas y en la ignorancia respecto de esas cosas», y entonces exhibían sus libros y leían párrafos y más párrafos, haciendo comentarios que escandalizaban a todos; no les importaba nada el Papa, y hasta hablaban con irreverencia de las reliquias de Santiago. El caso se divulgó pronto, y de nuestra sede salieron órdenes para secuestrar los libros y quemarlos. Así se hizo; los mareantes fueron castigados o reprendidos, y no he vuelto a oír hablar de ellos. No he podido por menos de reirme al ver esos libros acordándome de los mareantes de Padrón y de sus disputas religiosas.
Al día siguiente llegamos a Pontevedra. Como no se decía que por allí hubiese ladrones, viajábamos solos y sin escolta. El camino es bello y pintoresco, aunque algo solitario, sobre todo después que dejamos atrás la pequeña ciudad de Caldas. En España hay varias poblaciones de ese nombre. Esta de que hablo se llama, para distinguirla de las demás, Caldas de los Reyes. No estará de más advertir que el español Caldas es sinónimo del morisco Alhama, palabra muy frecuente en la topografía de España y Africa. Caldas tiene, al parecer, muy bien puesto su nombre. Se alza en una confluencia de manantiales, y cuando pasamos por allí estaba atestada de gente que acudía a curarse con las aguas. En el curso de mis viajes he observado que siempre hay vestigios de volcanes en las cercanías de los manantiales de aguas calientes, ya sea montañas hendidas, o gruesos peñascos que emergen aislados en la llanura o en la ladera como si los titanes hubiesen estado jugando a los bolos. Este último rasgo es el que domina en Caldas; la vertiente Sur de la montaña se halla cubierta de inmensas piedras de granito, expelidas, en alguna antiquísima erupción, de las entrañas de la tierra. Desde Caldas a Pontevedra el camino es montuoso y cansado; tuvimos mucho calor, y las nubes de moscas, una de las plagas de Galicia, molestaban tanto a nuestros caballos, que nos obligaron a cortar unas ramas de árbol para protegerles la cabeza y el cuello contra los atormentadores aguijones de aquellos insectos sedientos de sangre.
Para viajar a caballo por Galicia en esa época del año, es muy recomendable llevar una red fina para defensa del animal, remedio seguro y cómodo, completamente desconocido en Galicia, por las muestras, no obstante ser quizá el país del mundo en que más se necesita.
Pontevedra, en conjunto, merece el nombre de ciudad monumental, pues algunos de sus edificios públicos, en especial los conventos, son tales como no se ven en parte alguna, fuera de España e Italia. Rodéanla murallas de piedra labrada, y se alza en el fondo de una ensenada, en la que desemboca el río Lérez. Dícese que fué fundada por una colonia griega, cuyo jefe era nada menos que Teucer el Telamonio. En tiempos antiguos fué plaza comercial importante; cerca del puerto se ven las ruinas de un farol, o faro, que pasa por ser antiquísimo. El puerto, empero, muy distante de la ciudad, es incómodo y muy poco profundo. La comarca pontevedresa es de incomparable amenidad, abundante en frutas de todo género, especialmente en uvas, que en la estación propicia muestran, pendientes de las parras, su deliciosa lozanía. Un antiguo autor andaluz ha dicho que aquí se producen tantos naranjos y limoneros como en la campiña cordobesa; pero las naranjas no son buenas y no pueden competir con las de Andalucía. Los pontevedreses se jactan de que su suelo produce dos esquilmos al año, y que mientras recogen una cosecha siembran la otra. Razón tienen para enorgullecerse de una tierra como la suya, pródigamente dotada.
La ciudad está en gran decadencia, y a pesar de la suntuosidad de sus edificios públicos, encontramos allí aún más suciedad y miseria que las usuales en Galicia. La posada era misérrima, y para acabarlo de arreglar la posadera tenía un genio regañón inaguantable. Porque Antonio se quejó de la calidad de algunos de los comestibles que nos servía, empezó a maldecirle violentamente en la lengua del país, única que sabía hablar, y le amenazó, si intentaba producir desorden en la casa, con echarle a la calle a él, a los caballos y a su amo. Ni el mismo Sócrates se hubiera conducido en tal ocasión con más prudencia que Antonio, quien se encogió de hombros, murmuró unas palabras en griego y guardó silencio.
– ¿Dónde vive el notario público? – pregunté – . Es de saber que el notario público vendía libros, y para él llevaba yo una recomendación de mi amigo de Santiago. Un muchacho me guió a casa del señor García, que tal era el nombre del notario. Me encontré con un hombre de unos cuarenta años, vivo, altivo y locuaz. De muy buen grado se encargó de vender mis Testamentos, y en un abrir y cerrar de ojos le vendió dos a un cliente, aldeano por las muestras, que le esperaba en el despacho. El notario era un patriota entusiasta; pero claro es que en sentido local, porque no le importaba más país que Pontevedra.
Los tales vigueses – me dijo – pretenden que su ciudad es mejor que la nuestra, y que tiene más títulos para ser la capital de esta parte de Galicia. ¿Ha oído usted jamás un desatino semejante? Le digo a usted, amigo, que me importaría muy poco que ardiese Vigo con cuantos mentecatos y bribones encierra. ¿Se le ocurriría a usted jamás comparar Vigo con Pontevedra?
– No lo sé – repuse – ; nunca he estado en Vigo; pero he oído decir que su bahía es la mejor del mundo.
– ¿La bahía, buen señor? ¡La bahía! Sí; esos bribones tienen una bahía, y la bahía es la que nos ha robado todo nuestro comercio. Pero ¿qué necesidad tiene de una bahía la capital de una provincia? Lo que necesita son edificios públicos donde puedan reunirse los diputados provinciales a tratar de sus asuntos; pues bien: lejos de tener Vigo un edificio público bueno, no hay una casa decente en todo el pueblo. ¡La bahía! Sí, tienen una bahía; ¿pero tienen agua para beber? ¿Tienen fuentes? Sí, las tienen; pero el agua es tan salobre, que haría reventar a un caballo. Espero, querido amigo, que no habrá hecho usted un viaje tan largo para ponerse de parte de una gavilla de piratas como los de Vigo.
– No he venido a ponerme de su parte – contesté – ; la verdad es que no sabía yo que necesitasen mi ayuda en esta disputa. Sólo vengo a traerles el Nuevo Testamento, del que están al parecer muy necesitados, si son tan pícaros e infames como usted los pinta.
– ¿Pintarlos, querido amigo? Pero ¿no lo dice el caso por sí solo? ¿No sostienen que su ciudad es más apropiada que la nuestra para ser capital de la provincia? ¡Qué disparate! ¡Que bribonería!
– ¿Hay en Vigo alguna librería? – pregunté.
– Había una perteneciente a un barbero loco. Afortunadamente para usted la librería quebró y su dueño ha desaparecido. No hubiera dejado de jugarle a usted una de estas dos malas partidas: o hacerle una cortadura en el cuello, so pretexto de afeitarle, o encargarse de sus libros y no darle nunca cuentas de su venta. ¡Una bahía! ¡Quisiera yo ver qué derecho tiene a una bahía un nido de lechuzas como Vigo!
No es posible tratar a nadie con más bondad que el notario público me trató a mi en cuanto le convencí de que no tenía intención de ponerme de parte de los de Vigo contra Pontevedra. Eran entonces las seis de la tarde; sin dilación me llevó a una confitería y me obsequió con un helado y una jícara de chocolate. Salimos luego a pasear por la ciudad, y el notario fué mostrándome varios edificios, especialmente el convento de los jesuítas. «Vea usted esa fachada. ¿Qué le parece?» – decía.
Al expresarle la admiración sincera que sentía, acabé de conquistar el corazón del buen notario. «Supongo que en Vigo no habrá nada como esto» – le dije – . Me miró un instante, guiñó los ojos, ahogó una risita de triunfo, y prosiguió su camino andando a tremenda velocidad. El señor García iba vestido enteramente como un notario inglés. Llevaba sombrero blanco, levita obscura, calzones de lana gris abotonados en las rodillas, medias blancas y zapatos negros bien embetunados. Pero nunca he visto a un notario inglés andar tan de prisa; aquello apenas podía llamarse andar; más parecía una sucesión de sacudidas eléctricas y de brincos. Viéndome en la imposibilidad de seguirle, le pregunté falto de alientos:
– ¿Adónde me lleva usted?
– A casa del hombre de más talento de España – replicó – , a quien voy a presentarle a usted. No vaya usted a pensar que Pontevedra sólo se enorgullece de sus edificios públicos y de la hermosura de su suelo: produce también más espíritus esclarecidos que ninguna otra ciudad de España. ¿Ha oído usted hablar alguna vez del gran Tamerlán?
– Sí tal – respondí – . Pero no procedía de Pontevedra ni de sus alrededores; vino de las estepas de Tartaria, cerca del río Oxo.
– Ya lo sé – replicó el notario – ; pero lo que yo quiero decir es que, cuando Enrique III tuvo que enviar un embajador a aquel africano, el único hombre que halló a propósito para el caso fué un caballero de Pontevedra llamado don…23 ¡Que los de Vigo rebatan ese hecho si pueden!
Entramos en un ancho portal y subimos una suntuosa escalera, al final de la que el notario llamó a una puerta pequeña.
– ¿A quién me va usted a presentar? – le pregunté.
– A un abogado que se llama… – replicó García. Es el hombre de más talento de España, y conoce todas las lenguas y todas las ciencias.
Nos abrió una mujer de aspecto respetable, con todas las muestras de ser el ama de gobierno, y luego de decirnos, contestando a nuestras preguntas, que el abogado estaba en casa, nos llevó a una inmensa sala, o más bien librería, pues los muros estaban cubiertos de libros excepto en dos o tres sitios ocupados por algunos buenos cuadros de escuela española antigua. Los suaves rayos del sol poniente entraban por una ventana con cristales de colores, y esclarecían el aposento. Detrás de la mesa estaba sentado el abogado, a quien miré con no pequeña curiosidad. Tenía la frente alta y llena de arrugas, y las facciones muy graves, netamente españolas. Vestía una especie de hopalanda, y frisaba en los sesenta años. Estaba leyendo, sentado detrás de una ancha mesa, y, al entrar nosotros, medio se incorporó y nos hizo una ligera reverencia.
El notario le hizo un saludo reverente, y en voz baja le pidió permiso para presentarle un amigo, un caballero inglés que viajaba por Galicia.
– Tengo mucho gusto en verle – dijo el abogado – ; pero espero que hablará castellano, pues en otro caso apenas podríamos comunicarnos; aunque leo el francés y el latín, no los hablo.
– Habla el español casi tan bien como si fuera de Pontevedra – repuso el notario.
– Los naturales de Pontevedra – observé yo – me parecen más versados en gallego que en castellano, pues la mayor parte de las conversaciones que oigo en la calle son en aquel dialecto.
– El último caballero que me presentó mi amigo García – dijo el abogado – era un portugués que hablaba muy poco o nada el español. Dicen que el gallego y el portugués se parecen mucho; pero cuando quisimos hablar en las dos lenguas no nos fué posible entendernos. Yo entendía poco de lo que él decía, y mi gallego era para él completamente ininteligible. ¿Entiende usted el dialecto local? – continuó.
– Muy poco – repliqué – . Debe de ser principalmente por el acento peculiar y la pronunciación, nueva para mí, de los gallegos, porque su lengua está compuesta casi del todo de palabras españolas y portuguesas.
– De modo que es usted inglés – dijo el abogado – . Sus compatriotas han hecho mucho daño antiguamente en estas regiones, si hemos de creer a las historias.
– Sí – dije yo – ; hundieron los galeones y quemaron los mejores barcos de guerra de ustedes en la bahía de Vigo, y en tiempo de lord Cobham impusieron a la ciudad de Pontevedra una contribución de cuarenta mil libras esterlinas.
– Cualquier potencia extranjera – interrumpió el notario – tiene perfecto derecho para atacar a Vigo; pero no concibo qué podían alegar sus compatriotas de usted para arruinar a Pontevedra, ciudad respetable que nunca les hizo daño.
– Señor caballero – dijo el abogado – , voy a enseñarle a usted mi librería. Aquí tiene usted una obra curiosa, una colección de poemas, escritos casi todos en gallego por el cura de Fruime. Es nuestro poeta nacional y nos enorgullecemos de él.
Estuvimos más de una hora con el abogado; su conversación, si no me convenció de que fuese el hombre de más talento de España, era, en general, de gran interés; el abogado poseía, ciertamente, una ilustración general bastante extensa, aunque le faltaba muchísimo para ser el profundo filólogo que el notario me había dicho24.
En la tarde del siguiente día, al disponerme a salir de Pontevedra, el señor García, en pie junto a mi caballo, me abrazó, y me deslizó en la mano un folletito. «Este libro – me dijo – contiene una descripción de Pontevedra. Hable usted bien de Pontevedra dondequiera que vaya.» Asentí con la cabeza. «Espere – añadió – . He oído hablar, mi querido amigo, de la Sociedad a que usted pertenece, y trabajaré cuanto pueda en favor de sus designios. Lo hago con absoluto desinterés; pero si alguna vez, andando el tiempo, tuviese usted ocasión de hablar en letras de molde del señor García, notario de Pontevedra – ya usted me entiende – , deseo que no deje de hacerlo.»
– Así lo haré – contesté yo.
El recorrido de Pontevedra a Vigo es sólo de cuatro leguas, y fué un agradable paseo a caballo que hicimos en una tarde. Al acercarnos a Vigo, el terreno iba siendo extremadamente montañoso, aunque el paisaje era de insuperable hermosura. Las vertientes de las montañas estaban casi todas cubiertas de frondosas arboledas, hasta la misma cúspide, aunque a veces algún pico de roca desnuda asomaba, alzándose hasta las nubes.
Al anochecer, el camino se entenebreció, envolviéndolo las montañas y bosques circundantes en profundas sombras. Pero era un camino muy transitado: oíamos el chirriar de muchos carros que iban por él y continuamente nos cruzábamos con numerosos jinetes y peatones. Las aldeas eran frecuentes. Las parras crecían con lozana pompa, aún mayor, si cabe, que en el campo de Pontevedra. Por todas partes reinaban la actividad y la vida. El zumbido de los insectos, el alegre ladrar de los perros, los rudos cantares de Galicia, se mezclaban en deleitosa sinfonía. Tan placentero fué el viaje, que casi sentí llegar a las puertas de Vigo.
La ciudad ocupa la parte baja de un elevado cerro, más escarpado y pendiente a medida que se sube hacia el castillo que lo corona. El casco de la población es pequeño y compacto, rodeado de murallas bajas; las calles son angostas, empinadas y tortuosas; en medio de la ciudad hay una plaza pequeña.
Hay un faubourg de regular extensión a lo largo del borde de la bahía. Encontramos una excelente posada, regida por un matrimonio vascongado, cortés e inteligente. Las calles estaban abarrotadas y todo en la ciudad era ruido y jolgorio. Lucía un desdichado simulacro de iluminación, puesta por el vecindario para celebrar una victoria ganada, o que se afirmaba haber ganado, contra las tropas del Pretendiente. Por todas partes se veían uniformes militares. Para mayor bullicio, acababa de llegar de Oporto una compañía de cómicos portugueses, y aquella noche iban a dar su primera representación en Vigo. «¿Representan la comedia en español?» – pregunté – . «No – me respondieron – , y por eso tiene todo el mundo tantos deseos de ir; otra cosa sería si representaran en una lengua que todos entendieran.»
A la mañana siguiente hallábame sentado, para desayunarme, en un vasto aposento que miraba a la Plaza Mayor de Vigo. El sol lucía esplendoroso, y todas las cosas en torno aparecían animadas, jocundas. En aquel momento entró un desconocido, me hizo una reverencia profunda y se plantó en la ventana, donde permaneció buen rato en silencio. Era un hombre como de treinta y cinco años, de muy notable presencia. Sus facciones eran de absoluta corrección, casi puedo decir de perfecta belleza. Tenía el pelo negrísimo y lustroso; los ojos, grandes, negros y melancólicos; pero lo que más me llamó la atención fué su tez, de tono oliváceo amoratado. Vestía con primorosa elegancia según la moda francesa. Llevaba al cuello una gruesa cadena de oro, en los dedos anchos anillos, y engastado en uno de ellos, un magnífico rubí. «¿Quién será este hombre? – pensé yo – . ¿Español, portugués? Acaso un criollo.» Le hice una pregunta indiferente en español, y me contestó en el mismo idioma; pero su acento me convenció de que no era español ni portugués.
– Si no me engaño, hablo con un inglés, señor – me dijo en el mejor inglés que puede hablar un extranjero.
Yo. – Lo ha acertado usted; pero yo, en cambio, no acabo de adivinar qué país es el suyo.
El desconocido. – ¿Puedo tomar asiento?
Yo. – Singular pregunta. ¿No tiene usted tanto derecho como yo a sentarse en la sala común de una posada?
El desconocido. – No estoy seguro de ello. A la gente de aquí, en general, no le gusta verme tomar asiento a su lado.
Yo. – Quizás por las opiniones políticas de usted, o porque haya usted tenido la desgracia de cometer algún delito.
El desconocido. – No tengo opiniones políticas, y no he cometido, que yo sepa, delito alguno. Aquí me odian por mi país y mi religión.
Yo. – ¿Estoy hablando quizás con un protestante, como yo?
El desconocido. – No soy protestante. Si lo fuese, se andarían con más tiento para demostrarme su odio, porque entonces tendría un Gobierno y un cónsul que me defendieran. Soy judío, judío de Berbería, súbdito de Abderramán.
Yo. – En tal caso, no tiene usted mucho de qué lamentarse si aquí le miran mal, puesto que en Berbería los judíos son esclavos.
El desconocido. – En casi todas partes lo son, es cierto; pero no donde yo he nacido, muy en el interior del país, cerca de los desiertos. Allí los judíos son libres y temidos, y tan valientes como los mismos musulmanes; saben domar potros y manejar el fusil. Los judíos de nuestra tribu no son esclavos, y no queremos que se nos trate como tales por los cristianos ni por los moros.
Yo. – La historia de usted debe de ser muy curiosa; quisiera conocerla.
El desconocido. – No pienso contarle mi historia a nadie. He viajado mucho, dedicado al comercio, y he prosperado. Ahora estoy establecido en Portugal; pero no me gusta la gente de los países católicos, y menos que ninguna la de España. Al llegar aquí he sufrido injusticias vergonzosas en la aduana, y, al protestar, se rieron de mí y me llamaron judío. Por dondequiera que voy, veo escarnecer a los judíos, excepto en el país de usted; por eso mi corazón se apasiona por los ingleses. Usted es aquí un forastero. ¿Puedo servirle en algo? No tiene usted más que mandarme.
Yo. – Se lo agradezco a usted con toda el alma, pero no necesito nada.
El desconocido. – ¿Trae usted letras? Yo le tomo a usted las que traiga.
Yo. – Nada necesito. El favor que puede usted hacerme es aceptar de mí un libro.
El desconocido. – Lo aceptaré muy agradecido. Sé cuál es. ¡Qué pueblo tan singular: el mismo vestido, el mismo semblante, el mismo libro! Pelham me dió uno en Egipto. ¡Adiós! Jesús fué un hombre virtuoso, quizás un profeta; pero… ¡adiós!
Bien pueden los pontevedreses envidiar a los de Vigo su bahía, con la que, en muchas cualidades, no puede compararse ninguna otra en el mundo. Altas y escarpadas montañas la defienden por todos lados, menos por el Oeste, abierto sobre el Atlántico; pero en medio de la boca surge una isla, imponente muro de roca, que rompe el oleaje e impide que las mareas del Poniente invadan la bahía con violencia. A cada lado de la isla hay un paso, bastante ancho para que los barcos puedan atravesarlo en cualquier tiempo con toda seguridad. La bahía es oblonga, y se mete mucho tierra adentro; es tan vasta, que mil navíos de línea pueden maniobrar en ella sin estorbarse. Las aguas son obscuras, sosegadas y profundas, sin bajíos ni arenas; de suerte que el barco de guerra más soberbio puede surgir a tiro de piedra de los muros de la ciudad sin averiarse la quilla.
Aquella bahía ha presenciado muchos sucesos memorables, ha visto armamentos poderosos. Allí se reunieron los corpulentos barcos de la Invencible; desde allí, cargada con la pompa, el poderío y el terror de la vieja España, la monstruosa escuadra, desplegando sus enormes velas al viento, zarpó orgullosamente para arrasar la isla luterana. La mitad de los bosques de Galicia fué arrasada, y todos los marineros de las mil bahías y rías de las agrias costas cantábricas fueron enganchados a la fuerza para construir y armar la flota. Allí fué donde las banderas unidas de Inglaterra y Holanda humillaron el orgullo de España y Francia: sus navíos de guerra estallaron, volando sus astillas inflamadas sobre las cumbres de las montañas de Galicia, y los galeones, en llamas, se hundieron con sus tesoros, mientras iban a la deriva en dirección de Sampayo. En las costas de aquella bahía fué donde la guardia inglesa vació por vez primera las bodegas españolas, mientras las bombas de Cobham hundían las techumbres del castillo de Castro, y los vecinos de Pontevedra enterraban sus doblones en las cuevas, y los correos llevaban a escape a Lugo y Orense la noticia de la invasión de los herejes y del desastre de Vigo. Todos esos hechos acudían a mi mente, contemplando la bahía desde un punto muy alto de la montaña, a muy corta distancia del fuerte.
– ¿Qué está usted haciendo ahí, caballero? – gritaron varias voces – . ¡Quieto, Carracho! Si intenta usted correr, le descerrajo un tiro.
Miré en torno y vi, exactamente encima de mí, tres o cuatro individuos, soldados por las muestras, vestidos con sucios uniformes, en un tortuoso sendero que trepaba por la colina. Teníanme encañonado con sus fusiles.
– ¿Qué estoy haciendo? Ya lo ven ustedes: nada – respondí – , como no sea mirar la bahía. Y en eso de correr, no hay cuidado: el terreno no es a propósito.
– Dése usted preso – dijeron – , y venga usted con nosotros al castillo.
– Precisamente estaba pensando en ir allá antes de recibir su amable invitación – contesté – . Deseo ver el fuerte.
Me encaramé al lugar donde estaban, y en el acto me rodearon; con esa escolta llegué al castillo, que en su tiempo habría sido muy importante, pero ahora ruinoso.
– Sospechamos que es usted un espía – dijo el cabo, que iba delante.
– ¿De veras? – contesté.
– Sí – repuso el cabo – , y en estos últimos tiempos hemos cogido y fusilado varios.
Encaramado en uno de los parapetos del castillo estaba un joven, con uniforme de oficial subalterno, a quien me presentaron.
– Hace media hora que estamos vigilándole a usted, mientras hacía observaciones – me dijo.
– Pues se han tomado ustedes un trabajo inútil – respondí – . Soy inglés, y me entretenía en contemplar la bahía. Quisiera que ahora tuviese usted la amabilidad de enseñarme el fuerte.
Hablamos un poco más, y el oficial dijo: «Me gusta ser amable con la gente de su país de usted: queda usted en libertad.» Me incliné, salí del fuerte y emprendí el descenso de la montaña. Cuando iba a entrar en la ciudad, el cabo, que me había seguido ocultamente, me tocó en el hombro. «Venga usted conmigo a ver al gobernador» – dijo – . «Con mucho gusto» – respondí – . El gobernador estaba afeitándose cuando llegamos a su presencia, y apareció en mangas de camisa, con la navaja en la mano. Parecía de muy mal humor, debido quizás a que le habíamos interrumpido en su tocado. Me hizo dos o tres preguntas, y al saber que llevaba pasaporte y que era portador de una carta para el cónsul inglés, me dijo que podía marcharme cuando quisiera. Hice una reverencia al gobernador de la ciudad, como antes al gobernador del fuerte, y salí, encaminándome a la posada.
En Vigo hice muy poca cosa en punto a la distribución de mis libros; estuve allí unos cuantos días, y me marché, tomando de nuevo el camino de Santiago.