Kitabı oku: «Drácula», sayfa 5

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Bueno, sí hay una forma, si es que alguien se atreviera llevarla a cabo. ¿Por qué no puede entrar otro cuerpo por donde su cuerpo ha salido? Yo mismo lo he visto arrastrarse desde su ventana. ¿Por qué no podría imitarlo? Las probabilidades son mínimas, pero mi situación es muy desesperada. Voy a arriesgarme. Lo peor que me podría pasar es la muerte, pero la muerte de un hombre no es la de un ternero en el matadero, y el temido “Más Allá” podría estar todavía abierto para mí. ¡Que Dios me ayude en mi misión! Si fracaso, me despido de ti, Mina. Adiós a mi fiel amigo y segundo padre. ¡Adiós a todos, y sobre todo adiós a Mina!

Ese mismo día, más tarde.

Lo intenté, y con la ayuda de Dios, logré regresar sano y salvo a esta habitación. Debo anotar todos los detalles en orden. Mientras mi valor seguía vivo, fui directamente hacia la ventana del ala sur e inmediatamente salí a la cornisa de piedra que rodea el edificio por ese lado. Las piedras son grandes, están cortadas toscamente y debido al paso del tiempo la argamasa entre ellas se ha desgastado. Me quité las botas y me aventuré hacia ese camino tan desesperado. Miré hacia abajo una sola vez, para asegurarme de que no me sobrecogiera algún vistazo repentino del espantoso abismo, pero luego mantuve la vista alejada. Conozco muy bien la dirección y distancia que hay hasta la ventana del conde, me dirigí hacia ella lo mejor que pude, aprovechando las oportunidades que se me presentaban. No me sentí mareado, supongo que debido a la excitación, además, el tiempo que me tomó llegar hasta el alfeizar de la ventana, me pareció ridículamente corto. Acto seguido, traté de levantar la ventana. Sin embargo, fui presa de una terrible agitación cuando me agaché y entré a través de la ventana con los pies por delante. Lo primero que hice fue mirar alrededor en busca del conde, ¡pero con gran sorpresa, y alegría, descubrí que la habitación estaba vacía! Apenas estaba amueblada con algunas cosas raras, que parecían nunca haber sido utilizadas.

Los muebles eran de un estilo parecido a los que había en los cuartos en el ala sur del castillo y estaban cubiertos de polvo. Busqué la llave pero no estaba en la cerradura y no pude encontrarla por ningún lado. Lo único que descubrí fue una enorme montaña de oro en una de las esquinas; oro de todo tipo: en monedas romanas, británicas, austriacas, húngaras, griegas y turcas, cubiertas por una capa de polvo, como si llevaran mucho tiempo sobre el suelo. Todas tenían por lo menos trescientos años. También había cadenas y adornos, algunos incrustados con piedras preciosas, pero todos eran antiguos y estaban manchados.

En una de las esquinas de la habitación había una pesada puerta. Intenté abrirla, ya que al no encontrar la llave de la habitación ni de la puerta exterior, que era el principal objetivo de mi búsqueda, tenía que investigar otras cosas, o todos mis esfuerzos serían en vano. La puerta estaba abierta y conducía a un pasadizo de piedra que daba a una escalera circular muy empinada.

Bajé por la escalera teniendo mucho cuidado pues estaba prácticamente a oscuras, ya que la única luz era la que penetraba por unas fisuras en la pesada mampostería. Al final de las escaleras había un pasadizo, oscuro como un túnel, del que provenía un olor mortal y repugnante: era el olor de tierra vieja recién revuelta. A medida que avanzaba por el pasadizo, el olor se sentía más sofocante e intenso. Finalmente, empujé una pesada puerta que estaba entreabierta, y me encontré dentro de una antigua capilla en ruinas, que evidentemente había sido usada como cementerio. El techo estaba agrietado, había dos escaleras que conducían a las criptas pero el suelo había sido excavado recientemente y la tierra estaba colocada en grandes cajas de madera. Claramente se trataba de las cajas traídas por los eslovacos.

No había nadie alrededor, así que inspeccioné cada centímetro del terreno para no pasar nada por alto. Bajé incluso a las criptas, donde la tenue luz luchaba por alumbrar, aunque al hacerlo me sobrecogió un terrible miedo. Entré a dos de ellas, pero no vi nada, con excepción de algunos fragmentos de ataúdes viejos y montones de polvo. Sin embargo, en la tercera, descubrí algo.

Ahí, en una de las grandes cajas, de las que había cincuenta en total, sobre un montón de tierra recién excavada, ¡yacía el conde! Parecía muerto o dormido, no podría decir cuál de las dos, porque sus ojos estaban abiertos y parecían de piedra, pero sin tener la vidriosidad de la muerte, y en las mejillas podía verse el calor de la vida, a pesar de su palidez. Los labios tenían el tono rojo habitual, pero no había la menor señal de movimiento. No tenía pulso, no respiraba y su corazón no latía.

Me incliné sobre él intentando encontrar alguna señal de vida, pero no tuve éxito. No podía llevar mucho tiempo allí, pues el olor de la tierra se habría disipado en unas cuantas horas. A un lado de la caja estaba la tapa, perforada con hoyos en distintos lados. Pensé que tal vez el conde tenía las llaves consigo, pero cuando estaba a punto de registrarlo me encontré con esos ojos muertos que, a pesar de estar apagados y no tener conciencia de mi presencia, tenían una mirada de odio tan terrible, que huí despavorido de aquel lugar. Salí de la habitación del conde por la ventana, arrastrándome por la pared del castillo. Ya de regreso en mi mis habitaciones, me tiré sobre la cama jadeando y tratando de pensar.

29 de junio.

Hoy es el día de mi última carta, y el conde ha tomado las medidas necesarias para demostrar su autenticidad, pues nuevamente lo vi abandonar el castillo por la misma ventana y ataviado con mi ropa. Mientras se deslizaba por la pared, como una lagartija, deseé tener una pistola o alguna otra arma letal que pudiera destruirlo. Pero mucho me temo que ningún arma forjada por la mano de un hombre tenga algún efecto sobre él. No me atreví a esperar su retorno, pues temí volver a ver a esas espantosas hermanas. Regresé a la biblioteca y me puse a leer hasta que me quedé dormido.

Fui despertado por el conde que, mirándome tan sombríamente como puede hacerlo un hombre, dijo:

—Mañana, amigo mío, debemos separarnos. Usted regresará a su hermosa Inglaterra y yo proseguiré con algunos asuntos, que pueden terminar de tal forma que no nos volvamos a ver. Su carta a casa ha sido enviada. Mañana no estaré aquí, pero todo estará listo para su viaje. En la mañana vendrán los gitanos, que tienen algunas cosas que hacer por aquí, y también vendrán algunos eslovacos. Cuando se hayan ido, mi carruaje vendrá por usted para llevarlo al Desfiladero Borgo, donde encontrará la diligencia que lo llevará de Bucovina a Bistrita. Pero tengo la esperanza de que volveremos a encontrarnos en el castillo de Drácula.

Sus palabras me parecieron sospechosas y decidí comprobar su sinceridad. ¡Sinceridad! Parece que profano esta palabra al relacionarla con un monstruo como este. Así que le pregunté directamente:

— ¿Por qué no puedo partir esta noche?

—Porque, mi querido señor, tanto mi cochero como mis caballos se encuentran lejos en una misión.

—Pero puedo caminar gustosamente. Quisiera irme lo más pronto posible.

El conde sonrió, con una sonrisa tan suave, amable y diabólica, que en ese instante supe que ocultaba algo detrás de su amabilidad, y me dijo:

—¿Y qué hay de su equipaje?

—No me importa en lo más mínimo. Puedo enviar a alguien a recogerlo después.

El conde se puso de pie y, en un tono tan cortés y amable que me hizo frotarme los ojos por lo sincero que parecía, me dijo:

—Ustedes los ingleses tienen un dicho que me gusta mucho, pues su espíritu es el mismo que nos rige a nosotros los boyardos: “Da la bienvenida al que llega y apresura al huésped que parte”. Venga conmigo, mi querido y joven amigo. Usted no permanecerá ni una sola hora más en mi casa en contra de su voluntad, aunque debo decirle lo mucho que esto me entristece, no menos que su súbito deseo de partir. ¡Venga!

Alumbrándose con la lámpara, el conde me condujo escaleras abajo y a través del vestíbulo con una seriedad majestuosa. De pronto se detuvo.

—¡Escuche!

De algún lugar cercano provenía el aullido de muchos lobos. Era casi como si el sonido brotara cuando él levantaba la mano, así como la música de una gran orquesta que surge bajo la batuta del conductor. Luego de una breve pausa, siguió caminando en la misma manera majestuosa, hacia la puerta, recorrió los pesados cerrojos, desató las enormes cadenas y la abrió de un jalón.

Para mi mayor asombro vi que no tenía echada la llave. Eché un vistazo a mi alrededor sospechosamente, pero no vi ninguna llave.

Cuando la puerta empezó a abrirse, los aullidos de los lobos crecieron en intensidad y rabia. A través de la puerta entreabierta trataban de introducir sus rojas quijadas llenas de dientes afilados, y las enormes garras de sus pezuñas. En ese momento supe que era inútil luchar contra el conde. Con aliados como estos bajo su mando no había nada que yo pudiera hacer.

Pero la puerta continuó abriéndose lentamente, y ahora lo único que se interponía en el paso era el cuerpo del conde. Súbitamente caí en la cuenta de que tal vez este sería el momento de mi muerte. Iba a ser echado a los lobos y por mi propia iniciativa. Había una malicia diabólica en la idea, digna del conde. Finalmente, como última posibilidad, grité:

—¡Cierre la puerta! ¡Esperaré hasta mañana!

Y me cubrí el rostro con las manos para ocultar las lágrimas de mi amarga decepción.

Con un solo movimiento de su poderoso brazo, el conde cerró la puerta, y los pesados cerrojos resonaron al volverlos a cerrar lanzando su eco por todo el vestíbulo.

Regresamos en silencio a la biblioteca, y luego de algunos minutos me fui a mi habitación. Lo último que vi hacer al conde Drácula fue agacharse para besarme la mano, con un brillo rojo de triunfo en su mirada, y con una sonrisa de la que Judas se hubiera sentido orgulloso en el infierno.

Cuando me encontré solo en mi habitación y estaba a punto de acostarme, escuché susurros detrás de mi puerta. Me acerqué en silencio y escuché. A menos que mis oídos me engañaran, pude escuchar la voz del conde:

—¡Atrás! ¡Regresen a su lugar! Su hora aún no ha llegado. ¡Esperen! ¡Tengan paciencia! Esta noche me pertenece a mí. ¡Mañana por la noche será suyo!

Se escuchó un débil y suave murmullo de risas. Y en un ataque de ira, abrí la puerta de golpe. Allí estaban esas tres terribles mujeres lamiéndose los labios. En cuanto me vieron empezaron a reírse espantosamente al unísono y huyeron.

Regresé a mi habitación y caí al suelo de rodillas. ¿Quiere decir que mi final está tan cerca? ¡Mañana! ¡Mañana! ¡Señor, te pido ayuda para mí y para aquellos que me aman!

30 de junio.

Tal vez estas sean las últimas palabras que escriba en este diario. Dormí casi hasta el amanecer y al despertar volví a echarme al suelo de rodillas, pues había decidido que si la Muerte iba a venir por mí, estaría listo para recibirla.

Finalmente, sentí ese sutil cambio en el aire y supe que la mañana había llegado. Luego alcancé a escuchar el agradable canto de un gallo y comprendí que estaba a salvo. Con el corazón lleno de alegría, abrí la puerta de mi habitación y bajé las escaleras hacia el vestíbulo. La noche anterior pude ver que la puerta no estaba cerrada con llave y ahora la libertad estaba ante mí. Con las manos temblando por la ansiedad, desaté las cadenas y descorrí los pesados cerrojos.

Pero la puerta no se movió. La desesperación se apoderó de mí. Tiré una y otra vez de la puerta, y la empujé hasta que se sacudió completamente contra el marco, a pesar de lo enorme que era. Vi que el cerrojo estaba puesto. El conde la había cerrado después de nuestro encuentro.

Entonces, se apoderó de mí un deseo salvaje de conseguir la llave a costa de lo que fuera, y en ese mismo instante me decidí a volver a trepar por la pared para entrar otra vez a la habitación del conde. Corría el riesgo de que me matara, pero en ese momento la muerte parecía ser el menor de los males. Sin pensarlo dos veces, corrí hacia la ventana del ala este y me deslicé por la pared, como lo había hecho la vez anterior, para entrar a la habitación. Estaba vacía, tal y como esperaba. No encontré la llave por ningún lado, pero la montaña de oro seguía estando en el mismo lugar. Entré por la puerta de la esquina, bajé la escalera circular y atravesé el oscuro pasadizo que conducía a la antigua capilla. Ahora sabía perfectamente dónde encontrar al monstruo que buscaba.

La enorme caja seguía estando en el mismo lugar, junto a la pared, pero esta vez la tapa estaba puesta, aunque aún no había sido completamente cerrada, pues los clavos estaban listos en sus lugares para ser colocados a golpes de martillo. Sabía que tenía que acercarme al cuerpo para conseguir la llave, así que levanté la tapa y la recargué sobre la pared. Entonces vi algo que me llenó el alma de un terror absoluto. Ahí estaba el conde, pero parecía como si hubiera recuperado su juventud, pues tanto su bigote como sus cabellos blancos ahora eran de un gris acero oscuro. Las mejillas eran más redondas y la blanca piel parecía tener un tono rojo rubí debajo de ella. La boca estaba más roja que nunca, pues había en los labios gotas de sangre fresca que le escurrían por las comisuras de la boca y se deslizaban hasta la barbilla y el cuello. Incluso sus ojos profundos e hinchados parecían incrustados en la carne inflamada, pues los párpados y las bolsas debajo de ellos estaban abultados. Parecía como si toda la horrible criatura estuviera repleta de sangre. Estaba ahí acostado como una asquerosa sanguijuela, exhausta por la saciedad.

Cuando me incliné para tocarlo, mi cuerpo se estremeció y todos mis sentidos se rebelaron al contacto. Pero tenía que buscar la llave, de lo contrario estaba perdido. Tal vez la próxima noche mi propio cuerpo serviría de banquete en una manera similar a aquellas tres mujeres espantosas. Busqué por todo su cuerpo, pero no encontré ninguna llave. Entonces me detuve y observé al conde con más cuidado. Parecía haber una sonrisa burlona en la cara hinchada que me hacía enloquecer de rabia. Este era el ser a quien yo estaba ayudando a mudarse a Londres, donde tal vez durante los siglos venideros saciaría su sed de sangre entre sus millones de habitantes y crearía un nuevo, y más amplio, círculo de semi-demonios para alimentarse de los indefensos.

El simple hecho de pensar en esto me volvía loco. Se apoderó de mí un terrible deseo de librar al mundo de semejante monstruo. No había ningún arma letal a la mano, pero tomé la pala que los trabajadores habían usado para llenar las cajas y, levantándola muy alto, asesté un golpe, con el filo hacia abajo, sobre aquel rostro horripilante. Pero al hacerlo, el conde volteó la cabeza, y sus ojos me miraron con toda su furia de letal basilisco. Esta visión casi me paralizó, y la pala se volteó en mi mano desviándose de su rostro, haciéndole apenas un corte profundo sobre la frente. La pala cayó de mis manos al otro lado de la caja y al volver a tomarla, el reborde de la lámina se atoró con el borde de la tapa, haciéndola caer de nuevo, ocultando así esa cosa horripilante de mi vista. Lo último que alcancé a ver fue ese rostro hinchado, manchado de sangre, con esa sonrisa maliciosa en los labios que era digna de las profundidades del infierno.

Pensé una y mil veces cuál debía ser mi próximo movimiento, pero mi cerebro parecía estar en llamas, así que esperé en medio de una sensación cada vez más desesperanzadora. Mientras esperaba, escuché en la distancia un canto gitano entonado por varias voces alegres que se acercaban cada vez más. Su canto estaba acompañado por el ruido de las pesadas ruedas y los golpes de sus látigos. Eran los gitanos y los eslovacos de los que el conde me había hablado. Eché un último vistazo alrededor y a la caja que contenía ese cuerpo repugnante, me alejé corriendo de aquel lugar hasta llegar a la habitación del conde, decidido a salir en el instante en que se abriera la puerta. Esforzándome por escuchar, alcancé a distinguir el chirrido de la llave en la gran cerradura del piso de abajo y el ruido de la pesada puerta al abrirse. Debía haber otras entradas, o alguien tenía la llave para alguna de las puertas cerradas.

Entonces escuché muchas pisadas fuertes que desaparecían en algún pasadizo produciendo un eco estruendoso. Me di la vuelta para bajar corriendo las escaleras hacia la cripta, donde tal vez encontraría la nueva entrada. Pero en ese momento pareció surgir una violenta ráfaga de viento y la puerta que conducía a la escalera circular se cerró con tal fuerza que el polvo de los dinteles se elevó por el aire. Cuando corrí para volver a abrirla, me di cuenta de que estaba completamente cerrada. Otra vez era prisionero y la red de mi perdición se cerraba cada vez más sobre mí.

Mientras escribo esto, en el pasillo que hay debajo de mí, se escucha el ruido de muchas pisadas y el estruendo de cosas pesadas al ser puestas sobre el suelo. Sin duda alguna son las cajas con su cargamento de tierra. Se escucha también un martilleo; están clavando la tapa. Ahora vuelvo a escuchar las ruidosas pisadas atravesando el vestíbulo, seguidas de otras que caminan arrastrándose.

Han cerrado la puerta y escucho el ruido que producen las cadenas al ser puestas de nuevo. La llave produce un chirrido al ser introducida en la cerradura, y luego alcanzo a escuchar cuando la retiran. Entonces se abre y se cierra otra puerta; puedo oír el sonido de la llave al girar y del cerrojo.

¡Atención! En el patio de abajo y a través del rocoso camino escucho el ruido producido por las pesadas ruedas, el golpe de los látigos y el canto de los gitanos mientras se alejan en la distancia.

Estoy solo en el castillo con esas horribles mujeres.

¡Bah! Mina es una mujer y no tiene nada en común con ellas. ¡Esos son demonios del infierno!

No voy a quedarme solo con ellas. Intentaré escalar el muro del castillo para llegar más lejos que la vez pasada. Llevaré conmigo un poco del oro, en caso de necesitarlo después. Tal vez encuentre alguna escapatoria de este lugar tan terrible.

¡Y entonces directo a casa! ¡Al tren más rápido y cercano! ¡Lejos de este lugar maldito, de esta tierra maldita, donde el Demonio y su descendencia aún cohabitan con los humanos! Aunque el precipicio es alto y empinado, prefiero la misericordia de Dios que a esos monstruos. Si llegara a caer de él, podría descansar en sus profundidades como un hombre… ¡Adiós a todos! ¡Mina!

Capítulo 5

Carta de la señorita Mina Murray a la señorita Lucy Westenra

9 de mayo.

Mi queridísima Lucy:

Perdona que me haya demorado tanto en escribirte, pero he estado verdaderamente ocupada. La vida de una asistente de profesora puede resultar desafiante en ocasiones. Deseo tanto estar contigo, a la orilla del mar, donde podamos hablar libremente y construir nuestros castillos en el aire. Últimamente he estado trabajando mucho porque quiero seguir el mismo ritmo de los estudios de Jonathan, y he estado practicando asiduamente la taquigrafía. Cuando nos casemos, podré ayudar mucho a Jonathan y, si logro aprender a escribir en taquigrafía, podré tomar nota de lo que él me dicte para luego transcribirlo en la máquina de escribir.

Algunas veces nos escribimos cartas en taquigrafía y Jonathan tiene un diario estenográfico donde registra todo acerca de sus viajes en el extranjero. Cuando estemos juntas también tendré un diario igual. No me refiero a esos típicos diarios en los que sólo se escriben dos páginas a la semana, anotando el domingo en algún pedazo apretujado, sino a un diario donde pueda escribir cada vez que tenga ganas.

Supongo que no será de mucho interés para las demás personas, pero no lo escribo para los demás. Tal vez se lo muestre a Jonathan algún día, si es que hay algo en él digno de ser compartido, pero en realidad será un libro de práctica. Intentaré hacer lo que he visto que hacen las periodistas. Entrevistan a las personas, anotan las descripciones y tratan de recordar las conversaciones. He escuchado que, con un poco de práctica, es posible recordar todo lo que sucede, o lo que se escucha durante el día. Pero ya veremos qué pasa.

Cuando estemos juntas te contaré acerca de mis pequeños planes. Acabo de recibir una breve carta de Jonathan desde Transilvania, donde me cuenta que está bien y que regresará dentro de una semana. Me muero de ganas por recibir noticias suyas. Debe ser agradable conocer países extraños. Me pregunto si algún día Jonathan y yo los veremos juntos. Ya está sonando la campana de las diez. Adiós.

Te quiere,

Mina

Cuéntame todas tus novedades cuando me escribas. No me has contado nada desde hace mucho tiempo. He escuchado por ahí algunos rumores, especialmente relacionados con un joven alto, guapo y de cabello rizado.

Carta de la señorita Lucy Westenra a la señorita Mina Murray

Chatham Street #17

Miércoles

Mi queridísima Mina:

Debo decir que me calificas muy injustamente al decir que no soy buena para la correspondencia. Desde la última vez que nos vimos te escribí dos veces, y tu última carta sólo era la segunda. Además, no tengo nada nuevo que contarte. No hay nada que pueda parecerte interesante realmente.

La ciudad es muy agradable en esta temporada y solemos visitar a menudo las galerías de pintura. También damos paseos y cabalgamos por el parque. En cuanto al joven alto, de cabello rizado, supongo que se trata de quien me acompañó al último concierto. Es obvio que alguien ha estado esparciendo rumores.

Era el Sr. Holmwood. Viene a visitarnos a menudo. Él y mamá se llevan muy bien, pues tienen muchas cosas en común de las qué hablar.

Hace algún tiempo conocimos a un hombre que sería perfecto para ti, si no estuvieras ya comprometida con Jonathan. Es un excelente partido: es guapo, adinerado y de buena familia. Es un doctor sumamente inteligente. ¡Imagínate! Sólo tiene veintinueve años y es dueño de un gigantesco manicomio. El Sr. Holmwood me lo presentó. Vino una vez después de eso y a partir de entonces nos visita a menudo. Creo que es uno de los hombres más resueltos que he conocido y, sin embargo, el más tranquilo. Parece absolutamente imperturbable. Me imagino el maravilloso poder que debe ejercer sobre sus pacientes. Tiene la extraña costumbre de mirar a las personas directamente a los ojos, como si intentara leer los pensamientos. Cuando está conmigo hace esto todo el tiempo, pero me halaga pensar que esta vez se ha encontrado con un hueso duro de roer. Eso lo sé gracias a mi espejo.

¿Alguna vez has intentado leer tu propio rostro? Yo sí y puedo afirmar que es un buen ejercicio, aunque más difícil de lo que te imaginas si nunca lo has intentado.

A menudo me dice que yo represento para él un curioso caso psicológico y en mi humilde opinión, creo que tiene razón. Como sabes, no me interesa mucho la ropa como para estar al tanto de las nuevas modas. Los vestidos son un fastidio. Otra vez estoy hablando en lenguaje coloquial, pero no le prestes atención. Arthur me lo dice todos los días.

Bueno, ya lo he dicho todo, Mina. Siempre nos hemos contado todos nuestros secretos desde que éramos niñas. Hemos dormido juntas, hemos comido, llorado y reído juntas. Y ahora, aunque ya he hablado, me gustaría seguir haciéndolo. Oh, Mina, ¿no lo has adivinado todavía? Lo amo. Mientras escribo esto me he sonrojado completamente, pues aunque creo que él me ama también, todavía no me lo ha expresado con palabras. Pero, ay Mina, yo lo amo. ¡Lo amo! Listo, decirlo así me hace sentir bien.

Me gustaría tanto estar contigo, querida mía, sentadas junto al fuego, como solíamos hacerlo. Y yo intentaría decirte lo que siento. No sé cómo me he atrevido a escribir esto, ni siquiera a ti. Tengo miedo de detenerme porque podría romper la carta pero ansío contártelo todo. Escríbeme en cuanto recibas esto y dime todo lo que piensas al respecto. Mina, reza por mi felicidad.

Lucy

P.D. —No necesito decirte que esto es un secreto. Buenas noches de nuevo.

L.

Carta de la señorita Lucy Westenra a la señorita Mina Murray

24 de mayo

Mi queridísima Mina:

Gracias, una y mil veces, por tu carta tan dulce. Fue tan agradable poder contártelo todo y tener tu apoyo.

Querida mía, no cabe duda que cuando llueve, graniza. Qué ciertos son los antiguos proverbios. Heme aquí, a punto de cumplir veinte años en septiembre, y hasta ahora no había recibido ni una sola propuesta de matrimonio. Me refiero a una propuesta real, y hoy recibí tres, ¡Imagínate! ¡Tres propuestas en un día! ¿No es horrible? Me siento terrible, verdadera y profundamente terrible, por dos de esos tres chicos. Ay, Mina, estoy tan feliz que no sé qué hacer. ¡Tres propuestas! Por amor de Dios, no les cuentes a las chicas sobre esto, o empezarán a tener toda clase de ideas extravagantes y podrían sentirse ofendidas y desairadas si no reciben al menos seis propuestas en cuanto lleguen a casa. ¡Algunas chicas son tan vanidosas! Tú y yo, querida Mina, que estamos comprometidas y que muy pronto nos convertiremos en un par de sensatas mujeres casadas, podemos hacer a un lado la vanidad. Bueno, debo contarte sobre los tres chicos, pero no puedes decírselo a nadie, excepto a Jonathan, por supuesto. Se lo contarás a Jonathan, porque yo haría lo mismo con Arthur si estuviera en tu lugar. Una mujer debe decirle todo a su esposo, ¿no lo crees así, querida? Y debo ser leal con él. A los hombres les gusta que las mujeres, especialmente si están casados con ellas, sean tan leales como ellos. Pero me temo que las mujeres no siempre lo son tanto como debieran.

Bien, querida mía, el primer joven llegó justo antes del almuerzo. Ya te conté sobre él, el Dr. John Seward, el que dirige un manicomio. Tiene una mandíbula fuerte y frente amplia. Se veía muy tranquilo en el exterior, pero aun así estaba nervioso. Era evidente que había practicado hasta el más mínimo detalle, y lo recordó absolutamente todo. Pero por poco se sienta en su sombrero de seda, cosa que los hombres no suelen hacer cuando están tranquilos. Y luego, en su intento por mostrar una apariencia serena, se la pasó jugando nerviosamente con una lanceta, de tal modo que estuve a punto de gritar. Me habló muy directamente, Mina. Me dijo lo mucho que me amaba, sin importar lo poco que me conocía, que su vida sería maravillosa si yo estuviera a su lado para ayudarlo y alegrarlo. Estaba a punto de decirme lo infeliz que sería si yo no sintiera lo mismo que él, pero cuando me vio llorar dijo que se estaba comportando como un salvaje y que no quería causarme más problemas. Entonces hizo una pausa, y me preguntó si con el tiempo yo podría llegar a amarlo. Cuando moví la cabeza negativamente, sus manos empezaron a temblar y luego, dudando un poco, me preguntó si yo estaba enamorada de alguien más. Se expresó en una forma muy gentil, diciéndome que no quería forzarme a responderle, sino que sólo quería saber porque si el corazón de una mujer está libre, significaba que existía una oportunidad. Entonces, Mina, sentí que era mi obligación decirle que había alguien más. Sólo le dije eso. Él se puso de pie y, con una expresión muy fuerte y seria, me tomó ambas manos y me dijo que esperaba que fuera muy feliz, que si alguna vez necesitaba un amigo, no dudara en considerarlo como el mejor de ellos.

Ay, Mina querida, no puedo evitar llorar. Debes perdonar que esta carta esté llena de manchones. Recibir una propuesta de matrimonio y todas esas cosas son muy lindas, pero no es agradable en lo más mínimo tener que ver a un pobre hombre, que sabes que te ama honestamente, alejarse con el corazón completamente roto, sabiendo que, sin importar lo que diga en ese momento, estás saliendo de su vida para siempre. Querida mía, debo detenerme por el momento, me siento sumamente triste, ¡aunque estoy tan feliz!

Por la tarde.

Arthur se acaba de marchar y me siento de mejor ánimo que cuando dejé de escribirte, así que puedo seguir contándote sobre mi día. Bien, querida mía, el segundo llegó después del almuerzo. Es un chico tan agradable, un estadounidense de Texas, se ven tan joven y lleno de vida que parece casi imposible que haya visitado ya tantos lugares y tenido tantas aventuras. Ahora comprendo a la pobre Desdémona cuando escuchó esa peligrosa palabrería, incluso si provenían de un negro. Supongo que las mujeres somos tan cobardes que creemos que un hombre nos salvará de nuestros temores si nos casamos con él. Ahora sé lo que haría si yo fuera hombre y quisiera que una mujer me amara. No, no lo sé, pues el Sr. Morris siempre nos cuenta sus historias, Arthur nunca lo hizo, y sin embargo…

Querida, me estoy adelantando un poco en la historia. Cuando llegó el Sr. Quincy P. Morris, yo estaba sola. Parece ser que los hombres siempre encuentran solas a las chicas. No, no es verdad, porque Arthur lo intentó en dos ocasiones, y con toda la ayuda de mi parte, no me da vergüenza admitirlo ahora. Antes que nada debo decirte que el Sr. Morris no siempre habla en lenguaje coloquial, es decir, nunca lo hace con extraños o delante de ellos, pues es muy educado y sus modales son exquisitos. Pero cuando se dio cuenta de que me divertía mucho oírlo hablar en el lenguaje coloquial estadounidense, siempre que estoy yo presente, y no hay nadie alrededor que pudiera escandalizarse, dice las cosas más graciosas. Me temo, querida mía, que tiene que inventarlo todo, pues encajan perfectamente en todo lo que dice. Pero así es como funciona. No sé si algún día yo sea capaz de hablarlo. Tampoco sé si le gusta a Arthur, pues hasta ahora nunca lo he escuchado utilizarlo.

Bueno, el Sr. Morris se sentó junto a mí, se veía sumamente alegre y jovial, pero era evidente que estaba muy nervioso. Me tomó ambas manos, me dijo en el tono más dulce:

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