Kitabı oku: «Drácula», sayfa 6
—Señorita Lucy, sé que no soy digno siquiera de atar las correas de sus pequeños zapatos, pero creo que si espera hasta encontrar un hombre que lo sea, tendrá que unirse a las siete jóvenes de las lámparas de aceite. ¿Por qué no compartimos el mismo yugo y recorremos el largo camino juntos, conduciendo con arneses dobles?
Se veía tan alegre y de buen humor que no me fue tan difícil rechazar su propuesta, como sucedió con el pobre Dr. Seward. Así que le dije, tan delicadamente como pude, que no sabía nada acerca de yugos y que todavía no estaba lista para llevar puesto un arnés. Entonces me dijo que se había expresado muy a la ligera, que si había cometido un error al hacerlo así en una ocasión tan seria e importante para él, por favor, lo perdonara. Cuando dijo esto se puso sumamente serio, pero yo no pude evitar sentirme halagada al caer en la cuenta de que él era el segundo en un mismo día. Y entonces, querida mía, antes de poder decir una sola palabra, comenzó a deshacerse en un torrente de palabras amorosas, poniendo su corazón y su alma a mis pies. Se veía tan sincero, que jamás volveré a cometer el error de creer que un hombre, que a veces es bromista, tenga que estar siempre alegre y no pueda ponerse serio. Supongo que debe haber visto algo en mi rostro que lo hizo comprender, pues se detuvo súbitamente y dijo, con una especie de fervor masculino que podría haberme hecho amarlo, si yo hubiera estado libre…
—Lucy, usted es una chica de corazón honesto. Lo sé. No estaría aquí, hablándole como lo estoy haciendo si no la considerara firme y sincera hasta en lo más profundo de su ser. Dígame, de un buen amigo a otro, ¿alguien más ocupa su corazón? Si la respuesta es afirmativa, jamás volveré a molestarla, sino que me contentaré con ser el más sincero de sus amigos, si usted me lo permite”.
Mi querida Mina, ¿por qué los hombres son tan nobles, cuando nosotras las mujeres somos tan poco dignas de ellos? Heme aquí, casi burlándome de este verdadero y leal caballero de tan gran corazón. Rompí en llanto… Me temo, querida, que esta carta te parecerá demasiado sentimental en muchos sentidos, pero en verdad me sentí muy mal.
¿Por qué no puede una chica casarse con tres hombres, o con tantos como quiera y así evitarse todos estos problemas? Estoy diciendo una herejía, no debo hablar así. Me alegra decirte que, a pesar de que estaba llorando, pude mirar directamente a los valientes ojos del Sr. Morris, y decirle sin rodeos:
—Sí, amo a alguien más, aunque él todavía no me ha confesado su amor.
Hice bien en hablarle tan francamente, pues su rostro pareció iluminarse y, extendiendo sus manos, tomó las mías (o creo que yo puse mis manos en las suyas), me dijo lleno de emoción:
—Qué chica tan valiente. Vale más llegar tarde a una oportunidad para ganar su amor, que llegar a tiempo por cualquier otra chica en el mundo. No llore, querida mía. Si sus lágrimas son por mí, le digo que soy un hueso duro de roer, aguanto los golpes de pie. Pero si ese otro tipo no ha descubierto su felicidad, es mejor que se apresure o tendrá que vérselas conmigo. Mi pequeña niña, su sinceridad y valor me han convertido en su amigo, eso es más difícil de encontrar que un enamorado, porque es menos egoísta. Querida señorita, me espera una larga y solitaria caminata hasta el Más Allá. ¿No me daría un solo beso? Será algo para ahuyentar la oscuridad cada tanto. Si usted quiere, puede hacerlo, ¿sabe? Pues ese otro hombre, que debe ser muy bueno, de lo contrario no podría usted amarlo, no le ha confesado su amor todavía.
Eso me conmovió profundamente, Mina, pues fue un gesto valiente y dulce, además de noble, hacia su rival, ¿no crees? Él estaba tan triste… así que me incliné y lo besé.
Él se puso de pie, sosteniendo mis manos entre las suyas y, mirándome a la cara, me temo que yo estaba bastante sonrojada, me dijo:
—Mi pequeña niña, yo sostengo su mano y usted me ha besado. Si estas cosas no nos convierten en buenos amigos, nada más lo hará. Gracias por su dulce honestidad. Adiós.
Apretó mi mano y tomando su sombrero, salió decididamente de la habitación sin mirar atrás, sin derramar una lágrima, sin temblar ni detenerse. Y yo estoy llorando como una niña al recordarlo.
Ay, ¿por qué un hombre como él debe ser infeliz cuando hay tantas chicas que adorarían el suelo por el que camina? Sé que yo lo haría, si mi corazón estuviera libre. Solo que no quiero estar libre. Querida mía, esto me ha entristecido bastante, siento que no puedo escribir sobre cosas felices en este momento, después de lo que te dicho. No quiero contarte sobre el tercero hasta que me sienta completamente feliz.
Tu amiga que te quiere siempre,
Lucy
P.D. —Ah, respecto al tercero, no necesito decirte nada sobre él, ¿o sí? Además, todo fue tan confuso. Pareció transcurrir un segundo desde que entró a la habitación hasta que me abrazó y me besó. Estoy muy, muy feliz, y no sé qué he hecho para merecer esto. Debo esforzarme en el futuro para demostrar mi agradecimiento a Dios por toda su bondad al enviarme un enamorado así, un esposo y un amigo.
Adiós.
Diario del Doctor Seward (Grabado en fonógrafo)
25 de mayo.
Hoy ha disminuido mi apetito. No puedo comer, ni puedo dormir, así que me dedicaré a mi diario. Desde mi desaire de ayer, tengo una sensación de vacío. Nada en el mundo parece ser lo suficientemente importante como para dedicarse a ello. Sé que la única cura para este tipo de cosas es el trabajo, así que fui a ver a mis pacientes. Elegí a uno que me ha proporcionado un caso muy interesante. Es tan singular que me he decidido a entenderlo lo mejor que pueda. Tengo la impresión de que hoy me aproximé más que nunca al fondo de su misterio.
Lo cuestioné más detalladamente de lo que lo había hecho hasta ahora, para comprender mejor los hechos de su alucinación. Ahora comprendo que mi modo de actuar fue un poco cruel. Parecía que quería mantenerlo en el punto más álgido de su locura, algo que evito hacer con mis pacientes, igual que evito el infierno.
(Nota: ¿Bajo qué circunstancias no evitaría el infierno?) Omnia Romae venalia sunt. ¡El infierno tiene su precio! Si acaso hay algo detrás de este instinto, sería de gran utilidad darle un seguimiento preciso posteriormente, así que mejor empiezo en este momento, por tanto…
R. M, Renfield, edad 59 años. Temperamento sanguíneo, gran fortaleza física, mórbidamente excitable, períodos de melancolía que terminan en alguna idea fija que no he podido descifrar. Supongo que el temperamento sanguíneo en sí mismo y la perturbación conducen a la ofuscación. Es un hombre posiblemente peligroso, probablemente peligroso si no fuera egoísta. En los hombres egoístas, la precaución es una armadura tan segura contra sus enemigos como para ellos mismos. Lo que pienso al respecto es que, cuando el punto fijo es el yo, la fuerza centrípeta se equilibra con la centrífuga. Cuando el punto fijo es el deber, una causa, etcétera, la última fuerza es la predominante, y solamente un accidente, o una serie de accidentes pueden equilibrarla.
Carta de Quincey P. Morris al honorable Arthur Holmwood
25 de mayo.
Mi querido Art:
Nos hemos contado historias estando frente a una fogata en las praderas, y nos hemos curado las heridas mutuamente luego de intentar desembarcar en las Marquesas. Hemos brindado a nuestra salud en la orilla del Titicaca. Pero aún quedan historias por contar, heridas por curar y más brindis por hacer. ¿No quisieras que esto fuera frente a mi fogata mañana por la noche? No dudo ni en segundo en preguntártelo, porque sé que cierta dama tiene que asistir a una cena, y tú estarás libre. Sólo habrá otro invitado, nuestro viejo amigo de Corea, John Seward. Él también vendrá, y los dos queremos mezclar nuestras lágrimas con el vino, y brindar de todo corazón por el hombre más feliz sobre la faz de la tierra, que ha ganado el corazón más noble que Dios haya creado y el más digno de ser ganado. Prometemos darte una calurosa bienvenida, una afectuosa felicitación y un brindis tan sincero como tu propia mano derecha. Ambos juraremos dejarte en tu casa si llegaras a beber demasiado en honor a cierto par de ojos.
¡Ven!
Tu amigo, hoy y siempre,
Quincey P. Morris
Telegrama de Arthur Holmwood para Quincey P. Morris
26 de mayo
Cuenten conmigo siempre. Tengo varias noticias que les harán zumbar los oídos.
Art.
Capítulo 6
Diario de Mina Murray
24 de julio. Whitby.
Lucy fue a recogerme a la estación, y se veía más dulce y bonita que nunca. Nos dirigimos a la casa de The Crescent, donde se hospedan ella y su madre. Es un lugar hermoso. Un pequeño río, el Esk, corre a través de un profundo valle, que se hace más ancho a medida que se acerca al puerto. Un gran viaducto lo atraviesa, con altos embarcaderos, a través de los cuales el paisaje parece más lejano de lo que está realmente. El valle es de un hermoso tono verde, y es tan empinado que, cuando te encuentras en su parte más alta, solo puedes ver lo que hay al otro lado, a menos que se esté lo suficientemente cerca del borde como para ver hacia abajo. Todas las casas del antiguo pueblo, el lado más alejado de donde nosotras estamos, tienen techos rojos y parecen estar apiladas unas sobre otras, como se ve en los cuadros de Núremberg. Justo encima del pueblo se encuentran las ruinas de la Abadía de Whitby, que fue saqueada por los daneses, y donde se sitúa una de las escenas de Marmión, cuando la chica es emparedada en el muro. Son unas ruinas grandiosas, de un tamaño inmenso, llena de rincones hermosos y románticos. Según una leyenda, se puede ver en una de sus ventanas a una dama vestida de blanco. Entre las ruinas y el pueblo hay otra iglesia, la parroquial, alrededor de la cual hay un gran cementerio, repleto de tumbas. En mi opinión, este es el lugar más hermoso en todo Whitby, pues está ubicado justo sobre el pueblo, y se puede ver desde allí todo el puerto hasta la bahía, donde el cabo Kettleness se extiende hasta el mar. El cementerio desciende tan empinadamente sobre el puerto que una parte de la ribera se ha caído y algunas de las tumbas han quedado destruidas. En ciertos puntos, algunas de las lápidas destruidas han llegado hasta el camino arenoso situado más abajo. Hay caminos, con bancas a los lados, a lo largo del cementerio; las personas van a sentarse allí todo el día disfrutando de la hermosa vista y gozando de la brisa.
Vendré a sentarme aquí a menudo para trabajar. De hecho, ahora mismo estoy escribiendo, con mi libreta sobre las rodillas, y escuchando la conversación de tres hombres mayores que están sentados junto a mí. Parece que no hacen otra cosa durante el día más que sentarse aquí y charlar.
A mis pies está el puerto. A lo lejos, hay una enorme pared de granito que se introduce hasta el mar, con una curva al final, en medio de la cual está el faro. Por la parte exterior del faro se extiende un sólido muro rompeolas. En el lado más cercano, el muro forma una especie de codo a la inversa, al final del cual también hay un faro. Entre los dos muelles hay una pequeña abertura hacia el puerto, que se ensancha a partir de ese lugar repentinamente.
La vista es agradable cuando la marea está alta, pero cuando baja se reduce prácticamente a la nada, lo único que queda es la corriente del Esk, que fluye entre los bancos de arena y algunas rocas esparcidas por aquí y por allá. De este lado, afuera del puerto, se eleva un gran arrecife que se extiende a lo largo de casi un kilómetro, cuyo lado más agudo proviene directamente de la parte trasera del faro ubicado al sur. Al final, hay una boya con una campana que suena cuando hay mal tiempo y envía al viento un sonido lúgubre.
Según cuenta una leyenda, cuando un barco se pierde, las campanas se oyen hasta el mar. Le preguntaré sobre esto al anciano. Ya lo veo venir caminando hacia mí…
Es un hombre muy gracioso. Debe ser muy viejo, porque su rostro está lleno de pliegues y retorcido como la corteza de un árbol. Según me ha dicho tiene casi cien años, y que ya era marinero de la flota pesquera de Groenlandia durante la batalla de Waterloo. Me temo que es una persona muy escéptica, pues cuando le pregunté sobre las campanas en el mar y acerca de la Dama de Blanco en la Abadía, me dijo muy bruscamente:
—Si yo fuera usted, no perdería mi tiempo en esos asuntos, señorita. Esas cosas están muy desgastadas. No digo que nunca hayan sucedido, pero no ocurrieron en mi época. Eso está muy bien para los visitantes, viajeros y gente parecida, pero no para una señorita tan agradable como usted. Tal vez se lo crean esos caminantes de York y Leeds que siempre están comiendo arenques curtidos y bebiendo té, atentos a comprar cualquier baratija. Me preguntó quién se tomará la molestia de contarles estas mentiras, ni siquiera salen en los periódicos, que están llenos de tonterías.
Me pareció que podría ser una persona de la cual aprender cosas interesantes, así que le pregunté si podía contarme algo sobre la pesca de ballenas en los tiempos antiguos. Estaba acomodándose para empezar su relato, cuando el reloj marcó la seis, entonces se levantó con muchos esfuerzos y dijo:
—Debo irme a casa, señorita. A mi nieta no le gusta esperar cuando el té ya está listo, pues me toma bastante tiempo caminar cojeando entre las tumbas, porque son muchas. Y según el reloj, ya va siendo hora de comer algo.
Se alejó cojeando y pude verlo bajando la escalinata tan a prisa como podía. Esta última es una de las principales características del lugar, pues conduce del pueblo a la iglesia, y tiene cientos de escalones, no sé exactamente cuántos, que concluyen en una delicada curva. La pendiente es tan leve que un caballo podría muy fácilmente subir y bajar por ella.
Me parece que deben haber tenido algo que ver con la abadía originalmente. Yo también debo irme a casa. Lucy salió a hacer algunas visitas con su madre, y como sólo se trataba de visitas de cortesía, no tuve que acompañarlas.
1 de agosto.
Hace una hora llegué aquí arriba con Lucy y tuvimos una conversación de lo más interesante con mi viejo amigo y los otros dos que siempre están con él. A todas luces, él es el gran oráculo de los tres, me parece que en su época debió haber sido una persona muy dictatorial.
Nunca cede en su opinión y le lleva la contraria a todo el mundo. Si no puede ganar en las discusiones entonces los amedrenta, luego toma su silencio como aceptación de sus puntos de vista.
Lucy se veía dulcemente hermosa en su vestido de algodón blanco. Desde que llegamos aquí, tiene muy buen color. Me percaté de que los ancianos no desaprovecharon la oportunidad de sentarse junto a ella. Es tan dulce con los hombres mayores, que creo que todos se enamoraron de ella al instante. Hasta mi viejo amigo sucumbió ante ella, pues no la contradijo en lo absoluto, pero a mí me atacó el doble. Logré que hablara sobre el tema de las leyendas, e inmediatamente se embarcó en una especie de sermón. Trataré de recordarlo para anotarlo todo aquí.
—Todo eso no son más que tonterías; eso son y nada más. Esos cuentos, dichos, fantasmas, señales y todo lo que tiene que ver con ellos, únicamente sirven para asustar a las mujeres locas y a los niños. Sólo es palabrería, nada más que señales y advertencias inventadas por curas y personas malvadas, así como por los ferrocarrileros embaucadores para asustar a los pobres tipos y obligarlos a hacer cosas que de lo contrario no harían. Me llena de rabia pensar en todo eso. ¿Por qué no se conforman con imprimir sus mentiras sobre papel y predicarlas desde los púlpitos? No, encima de todo quieren grabarlas hasta en las lápidas. Miren a su alrededor, y verá todas esas lápidas inclinadas asomando sus cabezas tanto como su orgullo se los permite, pero en realidad están cayendo bajo el peso de todas las mentiras grabadas en ellas. Todas tienen escritas cosas como: “Aquí yace el cuerpo” o “A la sagrada memoria”, y sin embargo, no hay ni sólo cuerpo en la mitad de ellas, y su recuerdo no le importa a nadie y mucho menos es sagrado. ¡Mentiras, y nada más que mentiras, de todos tipos! ¡Por Dios! Ya vendrá el gran castigo en el Día del Juicio Final cuando todos salgan con sus vestidos de muerte, empujándose unos a otros e intentando arrastrar sus lápidas con ellos para demostrar lo buenos que fueron. Algunos de ellos temblando y tropezando, con sus manos adormecidas y resbalosas por llevar tantos años en el mar, que ni siquiera podrán sujetarlas.
Por la expresión de satisfacción del anciano y el modo en que miraba alrededor en busca de la aprobación de sus amigos, pude ver que sólo estaba “alardeando”, así que dije algo para que continuara hablando:
—Oh, Señor Swales, no puede estar hablando en serio. ¡Seguro que entre todas estas lápidas habrá alguna que diga la verdad!
—¡Tonterías! Puede ser que haya algunas cuantas que no estén tan mal, excepto donde pintan a la gente mucho mejor de lo que realmente fue, pues no faltan aquellos que se tragan cualquier cuento. Pero no son más que mentiras. Pongámosla a usted como ejemplo. Usted vino aquí como visitante, y vio este cementerio de iglesia.
Asentí con la cabeza, pues sabía que era mejor darle la razón, aunque no entendía del todo su dialecto. Sabía que era algo relacionado con el cementerio.
El hombre continuó:
—Y usted piensa que todas estas lápidas pertenecen a personas que descansan como Dios manda, ¿no es cierto?
Asentí nuevamente con la cabeza.
—Ahí es justamente donde aparece la mentira. ¡Caramba! Existen miles de estos cementerios cuyas tumbas están tan vacías como el cajón del viejo Dun el viernes por la noche —al decir esto, le dio un codazo a uno de sus compañeros, y todos soltaron una carcajada—. ¡Por Dios! ¿Cómo podría ser de otra forma? Mire esa, la más lejana del cementerio, ¡lea lo que dice!
Caminé hasta la lápida, y la leí:
—Edward Spencelagh, capitán, asesinado por los piratas en la Costa de Andrés, en abril de 1854, a los 30 años de edad.
Cuando regresé, el Señor Swales continuó:
—Me pregunto, ¿quién lo trajo a casa para sepultarlo aquí? ¡Asesinado en la Costa de Andrés! ¿Y a usted le consta que su cuerpo se encuentra allí? ¡Caramba! Podría enumerarle una docena de hombres cuyos huesos yacen en el mar de Groenlandia, allá arriba —y señaló con su dedo hacia esa dirección—, o donde sea que las corrientes los hayan arrastrado. Mire las lápidas que hay aquí. Con sus jóvenes ojos, usted puede leer desde aquí las mentiras grabadas. Este es Braithwaite Lowery, yo conocí a su padre; se perdió en el Lively a las afueras de Groenlandia, en los años veinte. Ese de allá es Andrew Woodhouse, ahogado en el mismo mar en 1777. Aquel es John Paxton, ahogado en el Cabo Farewell un año después. Allá está el viejo John Rawlings, cuyo abuelo navegó conmigo, ahogado en el Golfo de Finlandia, en los años cincuenta. ¿Usted cree que todos estos hombres tendrán que apresurarse para llegar a Whitby cuando las trompetas suenen? ¡Tengo mis dudas al respecto! Para cuando lleguen aquí, le aseguro que estarán chocando y peleándose unos con otros en forma tal que parecerá una pelea sobre hielo de los viejos tiempos, cuando luchábamos desde el amanecer hasta el anochecer, e intentábamos curar nuestras heridas a la luz de la aurora boreal.
Esto último debía ser alguna broma local, porque el anciano empezó a reírse, y sus amigos se unieron a las carcajadas gustosamente.
—Pero —dije—, seguramente usted no tiene toda la razón, porque supone que todas esas pobres personas, o sus espíritus, tendrán que cargar consigo sus lápidas en el Día del Juicio. ¿De verdad cree que eso será necesario?
—¿Para qué otra cosa sirven las lápidas, entonces? ¡Respóndame eso, señorita!
—Supongo que para hacer sentir bien a sus familiares.
—¡Para hacer sentir bien a sus familiares! —dijo en tono burlón—. ¿Cómo puede hacer sentir bien a sus familiares saber que sólo hay mentiras escritas en ellas y que todo mundo aquí lo sabe?
Señaló hacia una lápida cercana a nosotros, que había sido utilizada como loza, sobre la que descansaba nuestra banca, cerca del borde del peñasco.
—Lea las mentiras escritas sobre esa lápida —dijo.
Las letras se leían al revés desde donde yo estaba, pero Lucy estaba casi frente a ellas, así que se inclinó y leyó: “A la sagrada memoria de George Canon, que murió en la esperanza de resucitar gloriosamente un día, el 29 de julio de 1873, al caer de las rocas de Kettleness. Esta tumba fue erigida por la afligida madre para su amadísimo hijo.”
—Era el hijo único de su madre viuda. ¡Francamente, Señor Swales, no me parece gracioso en lo absoluto! —dijo Lucy, en un tono muy serio y bastante severo.
—¡No le parece gracioso! ¡Ja, ja! Eso es porque usted no sabe que la afligida madre era una arpía que odiaba a su hijo porque era un pillo, un sinvergüenza cualquiera. Y que él la odiaba tanto que se suicidó para que su madre no pudiera cobrar un seguro de vida que ella le había comprado. Casi se vuela la tapa de los sesos con una vieja escopeta que utilizaban para espantar a los cuervos. No la apuntó sobre los cuervos, sino que los atrajo sobre él. Por eso fue que se cayó de las rocas. Y en cuanto a la esperanza de una gloriosa resurrección, yo mismo le oí decir muchas veces que esperaba irse al infierno, pues su madre era tan piadosa que seguramente iría al cielo y él no quería pudrirse en el mismo lugar que ella. ¿Acaso no es esto mezquino, por decir lo menos? —dijo, mientras golpeaba la loza con su bastón—. ¿No es una sarta de mentiras? ¡Cómo se va reír San Gabriel cuando Geordie suba jadeante por las rocas cargando su lápida sobre la espalda, ¡y le pida que sea tomada como evidencia!
No supe qué decir, pero Lucy desvió la conversación diciendo, mientras se ponía de pie:
—Oh, ¿para qué nos contó todo eso? Este es mi lugar favorito, no puedo dejarlo y ahora descubro que estoy sentada sobre la tumba de un suicida.
—No le hará ningún daño, preciosa, y tal vez alegre a Geordie tener por fin a una chica como usted sentada sobre su regazo. No tiene que temer. ¡Caramba! Yo mismo me he sentado aquí durante los últimos veinte años, y nunca me ha pasado nada. No se preocupe por los que yacen debajo de usted, ¡o por los que no están allí! Será momento de correr cuando vea a todos cargando con sus lápidas, y que el lugar queda tan vacío como un campo segado. Ya suena el reloj, y debo irme. ¡Quedo a sus órdenes, señoritas! Y se alejó cojeando.
Lucy y yo nos quedamos sentadas en el mismo lugar durante unos instantes. El paisaje frente a nosotras era tan hermoso, que nos tomamos de las manos y Lucy volvió a contarme todo sobre Arthur y su próximo matrimonio. Todo eso me puso un poco triste, pues no he recibido noticias de Jonathan desde hace un mes.
Ese mismo día vine aquí sola porque estoy muy triste. No había ninguna carta para mí. Espero que no le haya ocurrido nada malo con Jonathan. El reloj acaba de dar las nueve. Veo las luces encendidas por todo el pueblo, solas en algunos sitios y formando hileras donde están las calles. Suben por el curso del Esk y terminan en una curva en el valle. A mi izquierda, el paisaje se corta por la línea negra del techo de una antigua casa junto a la abadía. Las ovejas y los corderos balan en los campos a mis espaldas, escucho el ruido de las pezuñas de los burros por el camino pavimentado más abajo. La banda en el muelle está tocando un vals disonante a buen ritmo. Y más a lo lejos, en el malecón, el Ejército de Salvación está en una reunión en algún callejón. Ninguna de las bandas se puede oír mutuamente, pero aquí arriba puedo escuchar y ver a las dos. Me pregunto dónde estará Jonathan, ¡y si está pensando en mí! Me gustaría tanto que estuviera aquí.
Diario del Doctor Seward
5 de junio.
El caso Reinfeld se vuelve más interesante a medida que logro entender más al hombre. Tiene algunas características ampliamente desarrolladas: el egoísmo, la discreción y la determinación.
Me gustaría descifrar cuál es el objeto de esta determinación. Parece tener algún esquema trazado, pero no sé de qué se trate. Su cualidad redentora es su amor por los animales, aunque tiene algunos cambios tan curiosos que a veces imagino que sólo una crueldad anormal. Tiene mascotas de todo tipo.
Por el momento, su pasatiempo favorito es atrapar moscas. Tiene ya tantas que he tenido que decirle algo al respecto. Para mi mayor asombro, no estalló en un ataque de furia como esperaba, sino que tomó las cosas con una seriedad muy simple. Reflexionó por un momento y luego dijo:
—¿Me concede tres días? Voy a deshacerme de ellas en ese tiempo.
Por supuesto le respondí afirmativamente. Debo vigilarlo de cerca.
18 de junio.
Ahora su atención está centrada en las arañas, y tiene varios ejemplares enormes dentro de una caja. Las alimenta con las moscas, y el número de estas últimas ha disminuido en gran medida, aunque utiliza casi la mitad de su comida para atraer más moscas a su cuarto.
1 de julio.
Sus arañas se han convertido en una molestia igual de grande que sus moscas, y hoy le he dicho que tenía que deshacerse de ellas.
Se puso muy triste por esta noticia, así que le dije que por lo menos se deshiciera de la mayoría. Accedió alegremente a esto último y le he dado el mismo plazo que la vez pasada para llevarlo a cabo.
Mientras estaba con él, me provocó gran repugnancia, pues cuando un horrible moscardón, hinchado por la carroña, entró volando al cuarto, él lo atrapó, sosteniéndolo entre su dedo pulgar e índice por unos instantes y, antes de que pudiera imaginar lo que haría, lo puso en su boca y se lo comió. Lo reprendí por lo que había hecho, pero me respondió tranquilamente que tenía muy buen sabor y que era muy nutritivo; que era una vida, una vida muy fuerte y que le transmitía su vitalidad. Esto me dio una idea, o el inicio de una. Debo estar atento para averiguar cómo se deshace de sus arañas.
Es evidente que tiene algún serio problema en su mente, pues tiene consigo una pequeña libreta donde todo el tiempo está anotando algo. Hay páginas enteras llenas de montones de números, normalmente números simples sumados en grupos, y luego los totales sumados en grupos otra vez, como si estuviera ajustando en alguna cuenta, como suelen decir los contadores.
8 de julio.
Hay un método en su locura y la incipiente idea en mi mente está tomando cada vez más forma. Pronto será una idea completa, y entonces, ¡ah, cerebración inconsciente, tendrás que ceder el lugar de honor a tu hermano consciente!
Me mantuve alejado de mi amigo durante algunos días para poder notar si se operaba algún cambio. Todo sigue igual, excepto que se ha deshecho de algunas de sus mascotas y ha conseguido una nueva.
Se las ha arreglado para atrapar a un gorrión y ya lo ha domesticado parcialmente. Su manera de domesticar es muy simple, pues me he percatado de que las arañas ya han disminuido. Sin embargo, las que siguen ahí, están bien alimentadas, porque sigue atrapando moscas atrayéndolas con su comida.
19 de julio.
Estamos progresando. Mi amigo tiene ahora una colonia entera de gorriones y sus moscas y arañas han desaparecido casi por completo. Cuando entré a su cuarto, corrió hacia mí y me dijo que necesitaba pedirme un gran favor. Un enorme y gigantesco favor. Y mientras hablaba, se portaba zalamero, como suelen comportarse los perros.
Le pregunté cuál era el favor y me respondió, con una especie de quebranto en su voz que parecía a punto de llorar:
—Un gatito. ¡Un hermoso gatito, pequeño, pulcro y juguetón, con el que pueda jugar y enseñarle cosas! ¡Y alimentarlo, y alimentarlo, y alimentarlo!
Su petición no me tomó completamente por sorpresa, pues ya había notado que sus mascotas crecían en tamaño y vivacidad, pero no me pareció agradable que su bonita familia de gorriones domesticados fuera eliminada de la misma forma en que habían sido eliminadas sus moscas y arañas. Así que le respondí que lo pensaría, y le pregunté si no preferiría tener un gato adulto a un cachorrito.
Su ansiedad lo traicionó al contestar:
—¡Oh, sí! ¡Me gustaría un gato adulto! Pedí un cachorrito porque pensé que me negaría un gato adulto. Nadie se atrevería a negarme un gatito, ¿verdad?
Moví la cabeza negativamente y le dije que por el momento me temía que no sería posible, pero que lo pensaría. Su rostro se entristeció y pude ver una especie de advertencia de peligro en sus ojos, pues repentinamente apareció una mirada de reojo violenta, que significaba deseos de muerte. El hombre es un homicida maniático en potencia. Voy a poner a prueba su obsesión actual y veré cómo resulta todo; después podré saber más al respecto.
10 pm. —Fui a verlo otra vez, y lo encontré sentado en un rincón, pensativo. Cuando entré al cuarto, se puso de rodillas frente a mí y me rogó que le permitiera tener un gato, que su salvación dependía de eso.
Sin embargo, fui firme, y le dije que no podría ser posible, luego de lo cual se levantó sin decir una sola palabra y se sentó, mordiéndose los dedos, en la esquina donde lo había encontrado. Mañana temprano volveré a verlo.
20 de julio.
Fui a visitar a Renfield muy temprano por la mañana, antes de que el guardia hiciera sus rondas. Lo encontré despierto y tarareando una melodía. Estaba espolvoreando sobre la ventana el azúcar que había guardado, y a todas luces estaba empezando nuevamente con su cacería de moscas, lo hacía alegremente y de buena gana.
Miré alrededor en busca de sus aves, pero no las vi, entonces le pregunté dónde estaban. Me respondió, sin voltear a verme, que todas se habían escapado. Había algunas plumas esparcidas por el cuarto y sobre su almohada había una gota de sangre. No dije nada, pero le ordené al guardia que me reportara si observaba cualquier comportamiento extraño en él durante el día.