Kitabı oku: «Memorias de una niña Alba», sayfa 3
7
Pasó la semana y no fuimos a la escuela ningún día. Algunas niñas se marcharon con sus familias el día viernes, y felices se despedían diciendo que volverían hasta el día domingo. El día sábado nos despertaron más tarde. Por lo menos ya había luz. Como todos los días, avancé hacia la fila de la ropa y me sorprendí al desdoblar el montón. En él había un vestido rosado, una polera con mangas largas, unas pantis de lana blanca, un chaleco y unos calcetines blancos con adornos. Todo parecía muy elegante. Me vestí rápidamente para alcanzar a elegir un par de zapatos que combinaran con el vestido, antes de que se acabaran los mejores. Salí de mi cubículo y me sorprendí cuando vi a todas las niñas vestidas casi igual. O al menos, así lo veía yo. Todas tenían vestidos y calcetines elegantes.
—¿Oye, por qué nos vestimos así hoy? —le pregunté a mi compañera de al lado.
—Porque es sábado y es día de visita, así nos encuentran bien vestidas —explicó encogiéndose de hombros.
En ese momento lo recordé. Era sábado. Mi corazón se llenó de alegría. Mi rostro se iluminó con una sonrisa. Mi cuerpo comenzó a tiritar de nervios. Ese día íbamos a ver a nuestra mamá. Recordaba perfectamente que dijo que iría de visitas.
Corrí hasta el montón de zapatos y busqué hasta que encontré los adecuados. Quería estar hermosa cuando ella me viera. Fui al baño. Me lavé. Me peiné con más dedicación. Me miré centenares de veces al espejo y bajé a esperar a Margarita en la escalera.
Cuando la vi aparecer, comprobé que a ella también la habían vestido para la ocasión. Su vestido era blanco lo que hacía resaltar su piel morena y su abundante pelo oscuro. Era tan pequeña. Sus cortos brazos regordetes, parecían más rellenos.
—¡Ey! ¡Hoy viene la mamá! —dije con una gran sonrisa.
—¿De verdad? —dijo mostrando sus dientes.
—¡Sí! ¡De verdad!
—¿Le vamos a decir que nos lleve de vuelta?
—No sé.
—¡Yo le quiero decir! —dijo Margarita, dando un golpe al suelo con el pie.
—Bueno, le vamos a decir.
Bajamos al comedor y nos acomodamos en nuestros asientos para desayunar.
Ya estábamos en la sala común, el corazón nos latía más a prisa cada vez que se abría la puerta y llamaban a la interna a la cual iban a visitar. La niña salía de la sala y yo imaginaba que se dirigían a algún salón de visitas.
No sé cuánto rato llevábamos esperando, aunque debió ser harto, porque las hojas que habíamos tomado para dibujar y pasar el rato, ya se habían hecho un montón. Pronto llegó la hora del almuerzo y algunas niñas entraban al comedor acompañadas de sus mamás o papás y se sentaban con ellas a almorzar. Después de comer, decidimos no subir a la sala común. Nos quedamos sentadas en la escalera que unía el primer piso con el segundo. Así cuando la mamá llegara, todo sería más rápido.
Para entretenernos, jugamos a la payaya. Era básicamente un juego con piedras y consistía en hacer piruetas con las manos, sosteniendo las piedras sin dejarlas caer. No éramos tan diestras como el resto de las niñas, sin embargo, repetimos el juego, hasta el nivel que sabíamos, unas quince veces. Subimos tres al baño. Dimos veintitrés vueltas completas desde el principio del pasillo hasta el final. Vimos subir a muchas niñas con sus familias por las escaleras y debimos dejar el paso. Jugamos a la escondida. Nos abrazamos aburridas. Margarita me preguntó una infinidad de veces si ella llegaría. Fuimos dos veces a la sala común a dibujar.
Sentadas en el suelo al final del pasillo, fuimos testigos de cómo se iban despidiendo las niñas de sus familias. A algunas les dejaban una bolsita con sabe qué adentro. Otras recibían monedas que guardaban en sus bolsillos. Muchas lloraron en el último abrazo y no fue hasta ese momento en que me di cuenta de que ella no llegaría. Ahí, sentadas en el suelo, abracé a mi hermanita y lloré. Ambas lloramos. Recordé a mis hermanos. Quería verlos, pero sobre todo, quería ver a mi mamá.
Algunas niñas pasaban y nos consolaban. Otras nos preguntaban por qué llorábamos. Los ojos me dolían. Margarita sollozaba. Hasta que fuimos conscientes que debíamos ir a cenar. Levanté a mi hermana del suelo. Limpié su rostro y sequé sus lágrimas. También las mías y avanzamos al comedor.
—A la rucia no la vinieron na a ver —dijo riendo la misma interna de siempre.
—No la molestí', Sandra —dijo en mi defensa mi vecina de litera.
—Si es la verdá po. Tiene los ojos hinchaos de tanto llorar, la chola también —dijo apuntando a Margarita.
Bajé la vista y me encontré con mi plato. Cada cucharada de comida se hacía más salada junto a mis lágrimas. Tragaba con dificultad y con la manga de mi elegante chaleco me limpiaba los mocos. Ese día me desvelé. Tantas preguntas rondaban en mi cabeza. ¿Se habría olvidado que era sábado? ¿Estaría enferma? ¿Mi papá la habría ido a molestar? ¿Se habría olvidado de nosotras? Angustia, impotencia, rabia. Sí, rabia era lo que sentía mi pequeño corazón infantil. ¿Qué podía hacer? Podría haber gritado por la ventana para llamarla. Nuestra casa, su casa, estaba tan cerca. De seguro habría escuchado.
Me senté en la cama, me puse de frente a la ventana y abrí la cortina. En la calle aún había gente. Parejas pululaban abrazadas, algunas con niños, otras sin compañía. Justo en frente había un restaurante, pero no fino, de etiqueta, sino de esos en donde la señora con minifalda se para en la puerta invitando a pasar. Dos de esas señoras fumaban y le hablaban a los hombres que pasaban. Algunos de ellos entraban al interior del local, otros simplemente las ignoraban. Comprobé si la parte de arriba se podía abrir. A duras penas pude alcanzar la manilla que logré girar hacia la derecha. Estiré un poco más mi cuerpo, logrando separar la ventana unos centímetros. Miré hacia abajo y me di cuenta de que estaba siendo observada por un cliente del local que fumaba y se tambaleaba abrazado a las señoras de las minifaldas. El hombre me saludaba y me lanzaba besos con la mano. Se tocó los genitales y me los mostró. Caí de vergüenza a mi cama y me escondí tras la cortina. Por un lateral vigilé para ver si se marchaba. Cuando por fin, tras dar una última mirada hacia mi ventana, se adentró al local, rápidamente me puse en puntillas y cerré la manilla que había abierto. Dejé un lateral de la cortina abierto, me tapé hasta la cabeza, pensé por última vez en mi mamá y me dormí.
8
Era lunes aún de noche y todas nos despertamos. Ya me sabía las rutinas, y tan solo llevando una semana en el hogar, me parecía que había estado haciendo lo mismo toda la vida. ¿Será que es verdad que cuando se es pequeña el tiempo parece más largo, así como los espacios se ven más grandes?
Era ya media mañana, cuando una hermana dijo alto y claro mi nombre en la puerta de la sala común. Me paré rápidamente y me puse frente a ella.
—Ven a cambiarte de ropa para ir a la escuela —dijo rápidamente.
Mi corazón se aceleró de entusiasmo. ¡Por fin podría ver a mi mamá! En el dormitorio la monja me pasó un jumper, una blusa blanca, calcetines azules y un chaleco de colegio. Jamás había ido con uniforme completo a la escuela. Me vestí rápidamente en mi cubículo y fui en busca de mis zapatos. Cuando volví a la sala común le dije a Margarita que debía quedarse sola durante la tarde, ella trataba de entenderme entre sollozos y yo me deshacía en explicaciones.
Ver las calles otra vez me resultaba extraño. Me sentía como si hubiese estado años encerrada. La hermana Carmen me llevaba de la mano y torpemente cruzábamos cada calle. Tal vez a ella también le parecía estar ya mucho tiempo en aquel edificio. Apenas doblamos la esquina, divisé los altos árboles que cubrían la parte frontal de la escuela. Los niños entraban y sus mamás esperaban a verlos desaparecer por la puerta de entrada. Algunos de mis compañeros me vieron llegar con la monja y notaba sus caras de desconcierto. Entramos por la puerta hasta el hall. La monja me pidió que avanzara hasta mi sala y me marché.
Puse un pie en el patio y sonó el timbre. Todos los niños corrían para no llegar atrasados a sus salas y trotando hacia mí, vi mi amiga Mónica.
—¡Aurora! ¿Por qué no habíai venío? —me preguntó al llegar junto a mí.
—Porque ahora no vivo na con mi mamá —le contesté.
—¿Y dónde viví' ahora?
—En un hogar. Con las monjas.
—¿Y por qué ahora estái ahí? —me preguntó con asombro.
—No sé. Mi mamá nos dejó ahí. Dijo que era pa mejor —respondí encogiéndome de hombros—, aunque el almuerzo no es na rico siempre.
—¿Y dónde queda? ¿Y qué es un hogar?
—¿Queda acá cerca, por la calle grande.
—Ah, ¿y qué es po?
—Es un edificio y viven hartas cabras juntas. Algunas no tienen papá ni mamá. Otras sí tienen, pero no sé na por qué están ahí.
—¿Y te vai a quedar ahí pa siempre?
—No. Mi mamá me dijo que apenas pudiera, nos iba a ir a buscar.
—¿Y estái sola o con el Pato y la Margarita y el César?
—Solo con la Margarita. ¿Hai visto al Pato?
—No lo he visto na.
—El Pato con el César se fueron a otro hogar. Yo creo que no va a venir mas pa ca.
—¡Apurémonos! Ahí va la tía! —dijo Mónica apuntando a la tía Patricia, que caminaba hacia la sala de clases con el libro de asistencia en la mano.
Leímos poemas. Pintamos dibujos. Cantamos canciones, y por una hora y media me olvidé de ella. Solo debía trepar la pandereta y podría verla. La campana sonó y salimos, como ovejas liberadas, todos al patio.
—Ey, mira, ahí viene el David —me comentó Mónica dándome un codazo.
Paré en seco. Lo vi correr justo hacia donde estábamos. Jamás había hablado con él. Nos habíamos dirigido una que otra mirada y un saludo, en los momentos en que coincidimos en el juego de la pescada. Yo rogaba que me tocara en el equipo contrario para que él tuviera que perseguirme, o viceversa.
Llegó hasta nuestra altura y, cuando creí que nos miraría y pararía, solo nos esquivó y pasó. Había alcanzado a levantar una mano hasta la altura del pecho para devolverle el saludo. Rápidamente la bajé y lamenté que no me haya mirado. Pensaba que, seguramente, me habría encontrado más bonita con uniforme completo, limpia y peinada. Con decepción retomé el paso con Mónica y le dije:
—Oye, necesito que me ayudí' en algo.
—¿En qué cosa?
—Vamos a la pandereta de atrás para que me ayudes a mirar a mi casa. Le voy a gritar a mi mamá pa verla.
—Yo te alzo el pie.
Corrimos rápidamente para que no nos pillara la campana. La pandereta tenía grietas por las que miré. No había movimiento.
—¡Mamá! ¡Soy la Aurora! —grité pegando los labios en la abertura. Volví a mirar pero nadie salía por la puerta—. Álzame mejor, ven.
Mónica se acercó, cruzó las manos y puse el pie derecho encima para que pudiera hacerme palanca. Con esfuerzo logró que alcanzara el borde de la cerca y me sujeté. Ella seguía sosteniendo mi pie desde abajo.
—¡Mamá! ¡Soy la Aurora, sale!
Esperé y nadie salió, las cortinas estaban cerradas.
—¡Mamá! Sale.
—¿Qué estás haciendo ahí? —me gritó la señora Marta caminando hacia la pandereta.
—Hola, señora Marta. ¿Sabe si está mi mamá?
—Se fue. Hace dos días, se llevó todas sus cosas.
No, no era cierto. Mis ojos se nublaron. No encontraba aire. Comencé a llorar. Perdí la fuerza. Resbalé por la pandereta. Mi rostro y manos sangraban, pero no me importaba.
—¡Por Dios, Aurorita! ¿Cómo estás? —me gritaba la mujer desde el otro lado.
—No sé —dije entre sollozos.
—Tu mamá no va a volver. Se fue con el Jaime a una isla en donde él trabaja.
Jaime era la nueva pareja de mi mamá. En décimas de segundos até cabos. Él era diez años menor que mi mamá y seguramente le había pedido que se fueran, por eso nos internaron. Mi pequeña cabeza analizaba, recordaba, se consolaba. Planeaba cómo decirle a Margarita que no veríamos a la mamá, al menos no pronto. Pensaba en Patricio, en César. En su soledad. ¿Ellos ya lo sabrían?
Me senté en la tierra y lloré. Mónica se sentó a mi lado y me consoló. Mi mente procesaba todo, entendí que estaríamos en el hogar por un buen tiempo.
Cuando regresé de la escuela, Margarita estaba en la sala común. Después de cambiarme de ropa fui a buscarla. Corrió y nos abrazamos. No quise decirle nada de mamá. Me sorprendía cada vez más de la madurez que sentía en mis actos. Qué estupidez.
9
Había perdido la cuenta de cuántas semanas llevábamos ahí, pero sabía que ya eran hartos fines de semana en que la mamá no había aparecido. Era día martes y debíamos hacer la fila de los calzones. Recorrí el corto pasillo desde el baño hacia el dormitorio, pero un ruido me interrumpió el destino. Un quejido. Un llanto. Me acerqué un poco más hacia la puerta de la sala de la hermana de turno y apoyé el oído derecho. ¡Ahí estaba de nuevo! Un nuevo lamento y muchos más provenían del interior. Me asusté, ¿quién podría ser? Por la voz, intuí que era una interna. ¿Debía avisar a alguien? Miré a mi alrededor. Una de las niñas grandes caminaba hacia mí.
—¿Qué hací' ahí? —me preguntó y me incorporé rápidamente.
—Algo pasa ahí aentro —dije con angustia.
—Sí. sabemos. Es la Sofía. Le pasa por comerse la comida de otra —comentó sin gesto de asombro.
—¿Y qué le hacen?
—Nadie sabe. Las que han estado ahí mismo nunca cuentan na. Yo creo que les prohíben decir, pero avanza mejor, si te pillan aquí te van a castigar también.
Corrí hacia el dormitorio. Mis palpitaciones estaban a mil. Me inquietaba saber qué pasaba ahí. Me saqué los calzones, recibí el pijama y me acosté. No lograba controlar mi ritmo cardíaco. Las sábanas comenzaron a pesarme, unas gotas de sudor corrían por mi frente y se depositaban en mis oídos. La luz se apagó, la monja nos ordenó dormir, pero dormir era justamente lo que no podía hacer. Había una niña, tal vez grande o como yo, como Margarita ahí dentro. A nadie más parecía sorprenderle o importarle.
Miré el techo, esperé. Pensé en un plan. Quería salvarla. Me senté en la cama y, olvidándome por completo del miedo que sentía a la oscuridad, me lancé litera abajo. Mis pies sintieron el frío del suelo. Caminé lentamente hasta el borde de mi cubículo. Las manos me sudaban. Me apoyé con el pecho contra la pared y, lentamente, me asomé al borde. Aparentemente todas las internas dormían. ¿Cómo podían? Salí de mi escondite y avancé hacia la oscuridad. Mi cuerpo temblaba, nervioso, inquieto. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la intensa oscuridad y me agaché en el suelo, prefería gatear. Con cada paso que avanzaba, mis rodillas más se resentían, me sobé, descansé. Trataba de aplacar el sonido de mi corazón, temía que despertara a alguna interna y pudieran castigarme también. Tuve cuidado de no rozar las camas de mis compañeras. Sentí algo en la mano. Me petrifiqué. No aguanté. Di un brinco escandaloso, caí a los pies de la cama de alguien. Me incorporé, la interna se despertó, se sentó en la cama, me tiré al suelo y esperé. Nada ocurrió, volvió a acostarse y yo, empapada en sudor, soportando mis palpitaciones, solté el aire retenido lo más despacio que pude. Retomé mi avance, sigilosa, nerviosa. Mis manos comenzaron a congelarse, el frío que emanaba del suelo se colaba en mis huesos y mis rodillas dejaban de sostener mi cuerpo. Sentí un escalofrío, un viento helado, un movimiento, me apresuré a mirar hacia atrás. Una sombra errante se acercaba. Me aparté del centro del pasillo que se formaba entre las hileras de camas y me tendí en el suelo entre dos internas que dormían profundamente. La sombra avanzaba por delante mío. Se me ocurrió que la niña debía ir al baño. Así que esperé. La luz iluminó el pasillo hasta el fondo. Desde mi lugar solo veía las patas de las camas de mis compañeras. El frío se dejaba entrever en mi cuerpo, mi mandíbula comenzaba a temblar sin poder controlarla. Mi compañera se demoraba y yo cambié de posición para poder entregar calor a mis manos. La luz se apagó, la puerta del baño hizo un leve ruido y tuve que acostumbrar la visión, nuevamente, a la oscuridad. La sombra, ya no errante, pasó frente a mí. Agudicé el oído, los metales de la cama sonaron, ya estaba acostada. Me arrastré hacia el pasillo. Ya casi llegaba a la puerta. Dolor. Un agudo dolor en la rodilla. Debía de ser un clavo. Se rasgó mi piel. Ahogué un grito. Me senté, abracé mi rodilla, sentí la humedad, era sangre. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Podría haber estado acostada. ¿Por qué me había levantado? Presioné con fuerza la herida. Limpié mis ojos y caminé cojeando el trayecto que me quedaba hacia la puerta.
Me apoyé de espaldas contra la pared a un costado del umbral. Mis palpitaciones estaban a mil. Me olvidé del dolor y me apoyé con fuerza. Asomé la cabeza por la puerta, desde donde tenía la perfecta visión hacia la entrada de las hermanas. La luz que salía por debajo de la puerta, iluminaban sutilmente el suelo. Volví a agudizar el oído. Aún se oían sollozos. La hermana hablaba, no lograba entender qué decía. Decidí avanzar. Tenía que oír desde cerca. Dudé en dar el primer paso. El frío se había desvanecido. En su lugar había llegado el sudor. Mi cuerpo temblaba. Avancé. Estaba tan cerca de la puerta. La manilla se movió. La luz comenzó a hacerse más visible. En una milésima de segundo, pude ver. La interna, de unos 16 años, estaba hincada encima de un libro que se encontraba en el suelo al lado de un escritorio, de fondo un mueble con libros y adornos. Tenía los brazos estirados hacia adelante y lloraba desconsoladamente.
—Párate y anda al baño —le dijo la monja a la interna.
La niña no podía pararse. Las piernas le temblaban y, cuando pudo ponerse en pie, se desvaneció en el piso. La hermana, a quien no logré ver, le pegaba con lo que parecía una regla para que se parase. Desperté de mi estado de shock y decidí que sería bueno esconderme. Ágilmente corrí de vuelta al dormitorio y me refugié detrás de la puerta. Desde ahí podía escuchar a la monja hablar.
—¡Párate te dije!
—No puedo —gemía la interna mientras mi mandíbula temblaba sin parar, acusando el llanto que quería salir.
—No es para tanto. Espero que hayas aprendido que no puedes comerte la comida de otras compañeras.
—Sí, hermana —lograba decir la niña entre llantos.
—Avanza, y después a tu dormitorio.
Pude ver las sombras que se dibujaban en el pasillo del dormitorio y, como si de un monstruo se tratara, vi avanzar la sombra de la monja hacia la puerta en donde yo estaba. La hermana se detuvo en el umbral. Desde la apertura, entre medio de las bisagras, divisé su perfil. Solo logré distinguir parte de su oreja que el hábito dejaba ver. La luz le daba en la espalda. Imaginé que supervisaba si estábamos todas dormidas. El nudo en mi garganta amenazaba con convertirse en llanto. Una gota de sudor comenzó a caer por mi frente. Avanzaba rápidamente por mi sien y seguía hacia mi mejilla. Comenzó a darme comezón y me retorcí para aguantarme. Mi pecho subía y bajaba a velocidades impresionantes y mis manos se apretaban nerviosas. La monja giró un cuarto de vuelta. Quedó de frente a mí. Me vio. Nuestros ojos se cruzaron. La luz le iluminó la mitad del rostro. Se dio la vuelta completamente y avanzó hacia el lado opuesto del dormitorio. Me quedé ahí, petrificada. No me vio, pensé que sí. Había querido morir. Mis hombros se relajaron y descansaron. Esperé. Escuché una puerta cerrarse y la luz desapareció. No quise moverme de inmediato. Debía estar segura de que se había marchado. No me había dado cuenta de que apreté tanto las manos, que mis uñas habían comenzado a enterrarse en mis palmas. Las relajé y sentí el escozor. Mi corazón ya no galopaba. La espera se había tornado casi eterna. Debía volver a mi cubículo. Entrecerré los ojos. Ya podía ver mejor. Di el primer paso sin emitir sonido alguno. Avancé rápidamente con la sensación de que la monja en algún momento tiraría de mi pijama. No quise mirar atrás. Avancé, corrí, llegué a los pies de mi litera. De un salto subí a la cama de arriba. Me cubrí con las sábanas. Presioné con fuerza el pecho. Quería que mis palpitaciones se tranquilizaran. Me acomodé de lado. Casi en posición fetal. La noche sería larga. No salvé a nadie. No era una súper heroína.