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Kitabı oku: «Thespis (novelas cortas y cuentos)», sayfa 7

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II

Andábamos a pie, en dromedarios, en ferrocarriles, trineos, diligencias, globos… ¡qué sé yo!.. Y siempre veloces, más veloces que el viento.

Recorríamos la Siberia, la España, el Sahara, Alaska, Groenlandia, Siria, Siracusa, Macedonia, Tierra del Fuego, Holanda, Antioquía… Y mares, bosques, hielos, estepas, montañas, desiertos, pampas…

También atravesábamos tierras sumergidas, Lemuria, Atlántida, Sudlandia, Cracatoa… Y asimismo ciudades subterráneas, en Nicomedia, en Babilonia, Pompeya, Herculano.

Veíamos hombres rojos como el fuego y negros como la noche, hombres peludos como monos y cuadrúpedos como perros, pigmeos del tamaño de una uña y gigantes más grandes que montañas… Y faunas y floras indescriptibles… Y hombres piedras, hombres árboles, hombres líquidos, hombres gases, hombres luminosos, hombres translúcidos y quebradizos como el cristal…

Veíamos pueblos de animales más inteligentes que hombres y pueblos de cíclopes, centauros, ninfas, sátiros… Y los jardines del Paraíso Terrenal, y las cumbres rosáceas del Olimpo, y la Ciudad de la Muerte… ¡La Ciudad de la Muerte! ¿Qué indiscreto mortal dijera una palabra de ella? Al decirla, por el solo hecho de decirla, mataría su alma inmortal… ¿Y qué mayor suplicio que el suplicio del No-Ser?

¡El suplicio del No-Ser! Esto me sugirió una idea estrambótica, que inmediatamente comuniqué a Nanela.

– ¡Esposa mía! – le dije. – ¿No podría ser Tucker el Fantasma del Remordimiento?

Al oírlo, mi mujer se descuajeringaba de risa, diciéndome:

– ¿Cómo crees, menguado, que Tucker pueda ser una frase hecha?

– Muchos hombres conozco que son una frase hecha, nada más que una frase hecha, – murmuré.

¡Pero no! Tucker no podía ser un remordimiento… ¿Por qué? Yo no sabía por qué, ¡y sin embargo sabía que no era un remordimiento!

Y seguimos y seguimos… y yo vi que si seguíamos así, pronto íbamos a acabar el hilo que enrollábamos alrededor de la Tierra, que era nada menos que el hilo de nuestras vidas.

Con harta razón alarmado, supliqué a Nanela que nos detuviéramos… Ella no me escuchó, ocupada en cantarme su canto de amor a través de nuestra ruta vertiginosa. Y yo la miraba enamorado, tan enamorado que se me cayeron los ojos…

– Se me han caído los ojos – le dije. – Parémonos a recogerlos.

Así le dije, deseoso de detenerla y detenerme, aunque no hubiera olvidado que yo era una salamandra hombre… ¡No era preciso recoger mis ojos, pues que ellos retoñarían solos!

– Baja los párpados y vuelve a levantarlos – me insinuó Nanela.

Hícelo así y me retoñaron los ojos… Nanela me los besó, cantándome con su voz de sirena:

– ¡Cuán bellos ojos!.. Has ganado en el cambio, esposo mío. Antes eran pardos y ahora son más negros y expresivos que los de un arcángel después de rebelarse.

– Por bellos que sean, estos ojos deben cerrarse pronto – observé desalentado – si continuamos nuestro desenfrenado viaje de bodas…

– Nuestra huida – rectificó ella.

– Nuestra huida, perfectamente. – Pero los hilos de nuestras vidas se acaban, se acaban si los seguimos devanando… ¡Y para qué morir tan jóvenes!.. Además, antes de morir, yo quiero conocer a Tucker. Tú lo sabes.

– ¿Estás loco? – prorrumpió Nanela. – ¿Quién habla de morirse? Te equivocas si piensas que todavía no nos queda bastante hilo que enrollar en nuestros viajes alrededor de la madeja de la Tierra. Y es mejor que no pienses ahora, ¡oh mi ídolo! en ver a Tucker. Porque tiene lepra y te la contagiaría si lo vieras.

– Pero cuando que es tu tío y tutor no tiene lepra – objeté a Nanela.

– No lo niego. Sólo tiene lepra cuando es un extraño para mí. Cuando es mi padre, unas veces la tiene y otras no.

Bien sabía yo que en aquel momento Tucker no era ni padre ni extraño para Nanela, antes bien, por el estado de su temperamento, el verdadero tío y tutor. No quise sin embargo contradecirla, porque nunca conviene contradecir a la mujer amada, cuando ella es una mujer pálida y nerviosa. El tiempo me daría razón. Por entonces seguiríamos dando vueltas alrededor del mundo como mulos vendados alrededor de una noria.

Y cada vez gastábamos más y más el hilo de nuestras vidas. Enardecíame esta preocupación extraordinariamente. Por eso me sentía enflaquecer por minutos. Me palpé las manos, los brazos, el rostro, y sentí que no me quedaba carne y ni siquiera pellejo. Era yo un simple esqueleto andante. Díjeselo así a Nanela…

– ¿De qué te asombras y qué te importa? – me replicó. – Tampoco yo soy más que un esqueleto andante.

La miré, y la vi como siempre la viera. Nanela no podía ser sino la mujer más hermosa, más pálida y más alta del mundo. Sin embargo, ella tampoco conservaba carne y ni siquiera pellejo… Nos quisimos besar y nuestros dientes chocaron contra los huesos de nuestras calaveras, produciendo un extraño crac-crac. Si conserváramos nuestros nervios, nos hubiera horrorizado este crac-crac, tan siniestro como el croar de los sapos en el pantano de un castillo en ruinas… También las órbitas donde tuvimos las narices aspiraron el nauseabundo hedor de nuestras podredumbres…

Con todo, lejos de pararnos, tomé de la cintura a Nanela, ¡Nanela, la mujer única de mi universo!.. Ella recostó su cráneo sobre mi hombro, y seguimos como Paolo y Francesca en las profundidades del infierno.

– Aspiremos el aire de la montaña – me dijo – para fortalecernos.

Aspiramos, en efecto, mientras marchábamos, un aire lleno del estruendo de las batallas y de los resplandores del incendio. Muy vivificante debía ser este aire, pues nos repuso en nuestras antiguas figuras humanas.

Ya no podíamos más de fatiga. Para mejor, a cada instante se hundía el piso bajo nuestras plantas… Caíamos bruscamente y surgíamos de nuevo, como si nuestro camino fuese cruzado por innumerables zanjas invisibles. O, más bien, como si flotáramos en un viscoso mar de sombras líquidas que a cada instante abriera sus abismos para tragarnos y, por nuestro menor peso, nos hiciese flotar después de zambullirnos… Y así de seguido…

Algunas veces continuábamos durante años caminando y caminando sin poder adelantar un paso. Estábamos estacionarios, y el hilo seguía sin embargo gastando nuestras vidas… Entonces nuestro suplicio era más espeluznante si cabe, porque chocaban dentro de nuestros organismos las espadas de dos principios contrarios, ¡el movimiento y el reposo! ¡la vida y la muerte!.. El choque de esas espadas arrancaba a nuestros nervios chispas que eran rayos y centellas.

Pensé que ya no nos quedaba más que poquísimo hilo que devanar, y protesté, con la energía de un dios pagano…

– ¡Basta, basta, basta!.. ¡No quiero morirme sin haber visto a Tucker!.. ¡Debo verlo ahora mismo!

– ¡Qué! ¿No sabes que ha muerto? – me objetó Nanela soltando una carcajada como un rebuzno.

Miré entonces nuestros trajes de riguroso luto y me di una palmada en la frente. Una palmada tan sonora como el martillo de un titán al caer sobre el yunque de una altiplanicie. Fuéronla repitiendo los ecos indefinidamente… Cuando ya estaban bastante amortiguados para dejar oír mi voz, lancé un funesto juramento y grité colérico:

– ¡Es verdad!.. ¡No me acordaba!.. ¡Tucker ha muerto!.. ¡Pero quiero verlo de todos modos, de todos modos quiero verlo!

Deseaba seguir vociferando, y tuve que callarme, pues la mandíbula se me caía sobre el pecho…

Eva (Nanela debía llamarse ahora «Eva» sin duda alguna), Eva sí podía hablar, y consintió fervorosamente:

– Vamos a verlo. Está en el cementerio.

Y fuimos al cementerio. Destacábase en el pórtico, secular cancerbero, una Esfinge de piedra, ¡una viva y rugiente Esfinge de piedra!.. En vez de proponernos cuestiones insolubles para devorarnos si no las resolvíamos, como a Edipo y a tantos otros mortales, huyó a nuestra vista arrastrando el rabo. Un rabo tan pesado, que hacía un surco en la tierra que se dijera el lecho seco de un torrente.

– ¡Gracias a los dioses que la Esfinge nos abre paso! – exclamé. – ¡Gracias!

Porque desde tiempo inmemorial veníanos siguiendo, a cientos, a miles, a millones, una bandada de hambrientos lobos con ojos de fuego… Por mucho que corriéramos, ellos ganaban cada vez más y más terreno… Ya sentíamos sus dientes en nuestros muslos… ¡Y eran tantos, que cubrían la superficie de la Tierra!

Apenas entramos al cementerio, echamos los cerrojos de sus pórticos, para que los famélicos lobos innumerables quedasen al otro lado. Sus aullidos formaban un trueno infinito.

Tuvimos que echar a vuelo todas las campanas del cementerio, las colosales campanas de bronce del cementerio, para cubrir el trueno de sus aullidos. Cubre así a veces la cancerosa llaga de una princesa el peplo de lino recamado de rubíes.

– ¡El descanso, al fin! – prorrumpió mi esposa sollozando.

– El cementerio es el descanso. Sí, Rosalinda de mi vida.

Porque había llegado el momento de que Nanela se llamase «Rosalinda», yo la llamaba «Rosalinda»… Después la llamé, ¡y siempre tan acertadamente! Isaura, Dioclecia, Xantippa, Agripina, Isabel de Hungría, Delia, Valentina y María de los Dolores.

– Siempre me aciertas el nombre que corresponde al instante en que me hablas. ¡Eso prueba que me quieres y comprendes! – me dijo. – Pero el caso es que yo todavía no sé tu nombre…

– ¡Adivínalo!

Esperaba yo que ella me bautizara de mil modos. No fue así. Sólo me observó, sonriendo con tristeza:

– No puedes engañarme. ¿Para qué voy a darte mil nombres, malos y buenos, propicios y funestos, alegres y terribles, si tú mismo, no sabiendo cómo te llamas, no podrás advertirme cuando acierte o desacierte?..

Hice yo un doloroso esfuerzo de memoria… Un largo y doloroso esfuerzo de memoria… Y no conseguía acordarme de mi nombre. Pude decir entonces:

– Nunca tuve nombre. O, si lo tuve, ya no lo tengo. Lo he perdido. Y, aunque salamandra para los órganos materiales de mi cuerpo, ¡no sé retoñar mi nombre!

Clotilde (así se llamaba ahora Nanela) se rió al escucharme. Y transformose sucesivamente en una pantera, una garza, una culebra, una mosca, una corsa…

– Déjate de fastidiarme con tus mutaciones – le observé severamente. – Es inútil que pretendas lucirte, porque el ruido de las campanas que echamos a vuelo me obscurece la vista como una niebla… ¡no olvides que estamos en el cementerio, y que hemos venido a ver a Tucker!

¿Y cómo dudar que nos hallábamos en el cementerio?.. Y debía de ser un día de difuntos, porque el cementerio estaba lleno de gente y de flores. Lo malo es que la gente parecía flores y las flores parecían gente. Pero yo no paré mientes en este pequeño detalle insignificante. Gente o flores, flores o gente… ¿qué importaban al mundo?

Lejos, bastante lejos, muy lejos, inconmesurablemente lejos, a través de flores de cardo que eran cabezas de mercachifles y cabezas de doncellas que eran rosas y anémonas, en fin, más allá de todo lo que fue y sería – inconmensurablemente lejos, como he dicho, – vi la misma placa que antes viera en la casa en que encontré a Nanela (ahora Nanela era Nanela). Vi la placa de cobre, la insignia mortal de todas mis penas y desdichas:

TUCKER
procurador

– Aquí está enterrado – nos dijimos en silencio mi mujer y yo.

Yo sentí una opresión de agonía, un ansia de llorar que era como ansia de morirme… ¡Y no podía llorar, y no podía morirme!

Por no poder llorar ni morirme me sentí sonámbulo. Y di un puntapié con toda mi fuerza a la puerta del sepulcro, una encantadora capillita gótica. Aunque era de hierro, la puerta voló en astillas y pavesas.

Adentro del sepulcro había un ataúd cerrado con llave. Como yo llevaba la llave en mi llavero, lo abrí y levanté la tapa. Las bisagras debían estar muy enmohecidas, pues al abrirse gimieron y silbaron. Adentro del ataúd había un hombre…

Había un hombre vivo, enteramente vivo, hasta sano y de buen color. Se le conocía el oficio en su afeitado rostro de curial y en sus grandes anteojos azules. Su negra y raída levita estaba arrugada por la incómoda postura que tuviera en el féretro. Era Tucker. Al reconocerlo me reí un buen rato de la sorpresa… ¿No había temido que ese hombre fuera ya putrefacto cadáver?.. Nanela (de este modo continuaba llamándose ahora mi mujer, acaso ab eternam), Nanela se reía también. Reíase y aplaudía de todo corazón…

Esperaba yo que Tucker, una vez sentado en el féretro, bostezara y se desperezase… ¡Pues nada de eso!.. Una vez sentado en el féretro, me dio un abrazo y me besó paternalmente, diciendo:

– ¡Oh mi querido sobrino! ¡Oh mi querido hijo!

Sus labios de carne de víbora, al posarse en mi frente, me dieron tanto asco y tanta risa, que no me atreví a increpar a Tucker por sus infamias. Además, yo no podía recordar sus infamias… Al agarrarlas con los dedos del recuerdo, ellas se deslizaban bajo mis manos como anguilas… La misma Nanela, en vez de enfadarse, seguía riéndose, riéndose… ¡La verdad es que era chusco ver a un hombre vivo metido en su ataúd a modo de un saltaperico de elástico resorte en su cajita de madera!

Quiso Tucker aprovechar la distracción de nuestra hilaridad para escaparse del ataúd e irse. Muy a tiempo nos percatamos de su pérfido intento mi mujer y yo. Y lo tendimos en el cajón, a la fuerza… Y nos sentamos arriba de la tapa para que no pudiera levantarla…

Nanela gritó:

– ¡Sepulturero, sepulturero, aquí hay un muerto que quiere escaparse!..

Yo gritó también:

– ¡Socorro, que un muerto quiere escaparse, socorro!..

Pero Nanela y yo, como no pesábamos mucho, teníamos miedo de que, forcejeando con la rodilla, Tucker pudiera abrir la tapa del cajón… Yo no podía volver a echarle llave, por haber perdido el llavero…

A nuestros gritos acudieron los guardianes y acudió mucha gente emparentada con los muertos de aquel cementerio. Entre todos claveteamos sólidamente el cajón de Tucker. Uno pudo echarle llave con la llave de su reloj… (¿Sería un ataúd su reloj?.. ¿Qué reloj no es un ataúd de esperanzas e ilusiones?..)

Después, Nanela y yo nos persignamos y nos fuimos. Pero la Fatalidad nos perseguía, una Fatalidad indescriptible… Debíamos seguir… Y cada paso era una brazada menos del hilo de nuestras vidas, ¡una brazada menos!..

Tan corto nos quedaba ya el hilo, que me parecía tener atados mis dos pies a una soga… ¡Y la Fatalidad tiraba de la soga para atrás!.. Ya no veía sino un mar de luz… Y oía la luz… Y sentía mi cabeza llena de una luz que pesaba como plomo derretido…

Aunque Nanela me exhortara: – ¡Adelante! ¡Adelante! – la Fatalidad tiraba para atrás del hilo de mi vida, cada vez con más fuerza… Y yo avanzaba cada vez con menos fuerza… Tanto me pesaban las piernas que creía echar raíces en el océano de luz que me rodeaba, que me asfixiaba, que me devoraba como a una gota líquida más… Dejé de sentir mis pies… mis manos… mis brazos… mi cuerpo… Ya era sólo una cabeza flotante en aquel océano de luz, ¡una miserable cabeza que se disolvía como un terrón de azúcar!.. Perdí el pensamiento, la vista, el tacto…

Lo último que debí perder eran los tímpanos… Porque todavía alcancé a escuchar la furibunda voz con que clamaba Nanela:

– ¡Tucker, el demonio de Tucker tiene la culpa!

SEGUNDA PARTE
MÁSCARAS CÓMICAS

EL MÁS ZONZO

Por no fijarse en las coqueterías y devaneos de su mujer, el pobre Marcos Ruiz tenía fama de zonzo. Pero más zonza era ella, Currita, pues que, siendo en realidad una buena muchacha, hacía lo posible para no parecerlo. Y aún más zonzo que ella era Paco del Val, que malgastaba miserablemente su tiempo siguiéndola como su sombra, mientras ella se reía de él con todo el mundo, incluso con su propio marido.

Apercibido de la triple y creciente zoncera que pesaba como una fatalidad sobre esas tres vidas, desquiciando y esterilizándolas, Jacobo Téllez resolvió desfacer el entuerto. Porque Jacobo Téllez estaba muy vinculado a los esposos Ruiz y a del Val, y era un excelente sugeto, lleno de justicia y caridad cristiana…

Dirigiose pues a casa de su amigo Marcos, y, hallándolo sólo en su escritorio, le dijo solemnemente:

– Bien sabes, Marcos, la amistad que nos profesamos desde la infancia. En nombre de esa amistad vengo a prestarte algo que reputo un positivo servicio… Quiero ponerte en guardia contra cuentos y calumnias que circulan en sociedad, harto injustamente, respecto de tu mujer… Currita es toda una señora, lo sé; pero no siempre lo parece… Es preciso que cortes los abusos de su libertad, ¡pues que te pone en ridículo!

Esa misma tarde, Jacobo se encontró con Paco, y le observó, sin subterfugios ni preámbulos:

– Paquito querido, no hay en ti miga para un don Juan. No te hagas inútiles ilusiones. Es hora ya de que busques una buena niña y te cases, dejando de correr detrás de Curra. Curra se ha burlado siempre de ti, ¡y se burlará mientras viva! En todas partes se habla de tu impermeabilidad y loca obstinación. Eres el hazmerreír de círculos y clubs… En cambio, aunque calumniosamente, se supone a otros más afortunados que tú con la dama de tus pensamientos y desvelos.

A los pocos días, hallándose en tête-à-tête con Curra, Jacobo se permitió aconsejarla a ella también:

– Curra – le dijo, – usted no ignora que soy el más respetuoso de sus amigos. La aprecio a usted y soy íntimo de su marido. Por eso me creo en el deber de advertirla que corren acerca de usted historietas perversas. Siendo usted una señora intachable, pienso que poco le costaría evitarlas…

Jacobo hizo una pausa, algo cortado; y Curra, con su voz más dulce, le preguntó:

– ¿Cómo?

– Alentado por la blandura de Curra, Jacobo precisó sus consejos:

– Tal vez convendría que usted evitara ciertos afeites y tinturas… Sus trajes son quizás demasiado elegantes… Entre sus amigas hay un grupo de damas con quienes no debiera juntarse tan a menudo…

¡Y ese tontuelo de Paco! Sería prudente evitar sus comprometedoras asiduidades… Disculpe usted mi franqueza, Currita. Ya sabe que sólo hablo por servirla… ¡Y si estoy equivocado, perdóneme también!

Las advertencias de Jacobo no fueron recibidas como debieran… Marcos le intimó que no debía meterse en lo que no le importaba… Paco lo mandó sencillamente a paseo… Y Curra, esa admirable y bondadosa Curra, aunque escuchara sus palabras con gracia y simpatía, conocedora de sus admoniciones a su marido y su amigo, insinuoles que Jacobo hablaba de despecho. ¡Él se le había declarado, ella le había puesto en su lugar, pero muy en su lugar!..

– Y cavilando sobre el resultado de sus gestiones, Jacobo pensaba:

– No cabe duda. Ellos son unos zonzos, los tres, ¡pero yo soy el más zonzo de todos!

ALMAS Y ROSTROS

Había una vez una princesa que se llamaba Cristela y estaba siempre triste. No tiene esto último nada de extraño si se considera que sólo en un cuento modernista puede llamarse «Cristela» una princesa, y que las princesas de los cuentos modernistas generalmente están tristes. Lo que sí era extraño es que Cristela ignoraba la causa de su tristeza…

Mas nunca falta quien nos endilgue las cosas desagradables que nos atañen. Por esto, una noche se le apareció a Cristela un enano de largas barbas blancas, uno de esos enanos que trabajan los metales en el seno de la tierra… Y le dijo:

– Yo sé por qué estás triste, Cristela.

Cristela repuso, displicente:

– Muy curioso sería, caballero, que usted supiese más de lo que yo sé de mí misma.

Sin inmutarse, continuó el enano:

– Los viejos conocemos a los jóvenes mejor que ellos se conocen. – Y repitió: – Yo, Bob el enano, sé por qué estás triste, Cristela…

Cristela se encogió de hombros, como diciendo: «Pues si usted lo sabe, guárdeselo para usted. No le pido yo que me lo diga.»

Como si no advirtiera el desvío de la princesa, dijo todavía el enano:

– Estás triste, Cristela, porque tienes una mala costumbre…

Miró Cristela al enano de pies a cabeza, con mirada tan despreciativa, que a no llevar Bob puesta su cota de hierro bajo el mandil de cuero, hubiérale partido en dos mitades como la espada de un gigante. ¿Cómo se atrevía esa rata de las montañas a suponer que ella, Cristela, la princesa mejor educada de la cristiandad y sus alrededores, tuviera una mala costumbre?.. Verdad que de pequeña tuvo algunas, como la de pellizcarse la nariz, comerse las uñas y empujar con el dedo la comida servida en el plato… Pero todas fueron corregidas por las reprensiones y castigos que le impusiera la reina, su agusta madre.

A pesar de su silencio, lleno de principesca dignidad, el odioso enano se explayó:

– Tu mala costumbre, Cristela, consiste en no contentarte con mirar el rostro de la gente, y mirarles también el alma. ¡Nunca mayor imprudencia! El rostro es, generalmente, la máscara del alma. Los rostros suelen ser agradables o interesantes; las almas son casi todas desagradables y vulgares. En ellas se lee egoísmo, concupiscencia y vanidad.

Hizo el enano una pausa para que Cristela se sondara a sí misma, y Cristela descubrió que el enano tenía razón. Estaba ella triste porque su curiosidad de mirar las almas la había desengañado de hombres y cosas.

Y Bob le observó:

– A ti, Cristela, los rostros te sonríen como rosas, blancas, amarillas y encarnadas. Pero las almas son siempre rosales llenos de espinas… ¡Mira las rosas y no toques los rosales!

«Es verdad – pensó Cristela. – El rostro es la flor, el alma es la planta. Flores hermosas como el jacinto, el clavel y la orquídea, provienen de plantas pequeñas y miserables. El arbusto de la rosa es mediocre y espinado. En cambio, pobres e insignificantes son las flores del laurel, el roble, la palma, la encina, de todas las plantas más grandes, fuertes y nobles.»

Penetrada pues de la perspicacia del enano, clavóle Cristela sus ojos azules con sorpresa y hasta con benevolencia. Sus ojos azules parecían preguntar cómo pudiera curarse su mala costumbre de arrancar las rosas de los rosales…

– ¡No mires más las almas, Cristela, sino los rostros! – insistió Bob. – Los rostros bellos encantan por su belleza; en los feos hay inteligencia y audacia… Conténtate con la máscara, gózate de su mueca y su pintura; pero no penetres en los sentimientos y las ideas. Tal es el desinteresado consejo de tu amigo Bob el enano.

Hizo Bob una irónica y profunda reverencia y desapareció, tragado por la tierra. (Es de advertirse que el aposento de Cristela estaba en el piso bajo y que el palacio no tenía allí sótanos.)

Reconociendo la utilidad del consejo de Bob, Cristela lo siguió escrupulosamente. No volvió ya a mirar las almas. No vio las almas feas tras los rostros hermosos, las almas cínicas tras los rostros severos, las almas tristes tras los rostros cómicos… Sin pensar en las almas, deleitábase ahora con los rostros hermosos, se edificaba con los severos, se divertía con los cómicos, y en todos hallaba su mérito y su interés. La alegría volvió a su corazón. Y no necesitó más darse colorete a las mejillas, porque ellas recuperaron su natural carmín.

Al verla por fin tranquila y alegre, el rey su padre le dijo un día:

– Cristela, ya tienes edad de casarte y debes elegir un marido sin tardanza. Recuerda que eres mi única hija y que yo soy un anciano.

Cristela se sintió perpleja. ¿Cómo debía elegir marido, sólo por el rostro, o también por el alma? ¡Era tan grave esto de decidirse por un compañero para toda la vida!.. Pensó entonces que lo mejor fuera consultar a Bob el enano, puesto que tanto sabía. Y le llamó con los más íntimos deseos de su corazón…

Bob vino y le dijo:

– ¿Qué quieres, Cristela?

Cristela contestó:

– Quiero consultarle, buen hombre. Mi padre el rey me manda que elija un marido. ¿Miraré el rostro o el alma de los candidatos?

El caso debía ser peliagudo, porque Bob se tiró de la barba un buen rato, respondiendo al cabo:

– Para casarse, casarse por amor… El amor entra por los ojos y se alberga en las almas… Haz lo que te parezca, Cristela.

Así contestó el malicioso enano. Y desapareció enseguida para no verse en el apuro de responder más clara y categóricamente.

Cristela daba vueltas y más vueltas en su imaginación la sibilina respuesta del enano, y no la comprendía. «El amor entra por los ojos… – pensaba. – Esto quiere decir que es el rostro lo que enamora. Pero el amor se alberga en el alma… ¿Puede entonces haber amor si no se conocen las almas en que ha de albergarse?..»

Después de mucho cavilar, díjose Cristela: «El rostro es la puerta del amor, el alma su albergue. Prefiero un palacio con puerta de cárcel a una cárcel con puerta de palacio. Miraré, pues, las almas antes que los rostros.»

Vinieron a pedir su mano cientos, millares de príncipes más o menos desocupados. Pero ella leyó siempre en sus almas jactancias y ambiciones, llegando a desesperar de que pudiera hallarse un alma verdaderamente hermosa…

Como rechazara uno por uno los candidatos, su padre insistió:

– ¿En qué piensas, Cristela, que por nadie te decides?..

Y al sentir que el tiempo pasaba en vacilaciones y negativas, concluyó con amenazar a su hija con el cetro, como un viejo mendigo que levanta el bastón en el medio de la calle para intimidar a los rapaces que le arrojan cascaras y carozos.

Cristela sabía que el rey amenazaba con el cetro sólo cuando estaba muy enojado. Tres veces no más le vio hacerlo, y las tres en graves circunstancias. Una, cuando el primer ministro le presentó una renuncia insolente; otra, cuando el mariscal en jefe le hizo traición, y la tercera, cuando perdió el gran diamante de su corona…

Como él no se quitaba la corona más que al ponerse el gorro de dormir, forzosamente habíaselo arrancado alguien tomándola de la percha donde colgaba la ropa… ¿Quién?.. – ¡Aunque no lo sabía, bastante lo maldijo!.. Cierto que el diamante era falso, por no haberse podido encontrar uno verdadero de ese tamaño, y que él no lo ignoraba, cierto… Mas después de usarlo tantos años como verdadero, por verdadero lo sentía. Su único consuelo era pensar en el chasco que se llevaría el pícaro ladrón.

Cristela sabía, pues, que si su padre la amenazaba pegarle con el cetro de oro macizo, es porque se hallaba dispuesto, no precisamente a pegarle, pero sí a tomar una resolución extrema. La resolución sería casarla con el primer príncipe que llamara a la puerta del palacio en una noche de lluvia, pidiendo alojamiento…

¿Y quién le garantizaba que este príncipe no fuera tuerto o picado de viruelas?.. ¡Había que evitar resolución tan inconsulta!.. Y para evitarla, no veía otro medio que dejar de mirar las almas y mirar sólo los rostros… ¿No era al fin y al cabo eso lo que le aconsejó el enano cuando le dijera: «mira las rosas y no toques los rosales?..»

Resignose así Cristela a no fijarse más que en el rostro y a elegir el príncipe más hermoso que encontrara. Y como muy pronto descubriera que el príncipe más hermoso del mundo era el príncipe de Marruecos, comprometiose con el príncipe de Marruecos sin mirarle el alma.

Y pensaba: «Por lo menos el rostro es hermoso. ¿Qué sería de mí si ni siquiera fuera hermoso el rostro?..»

Concertado su matrimonio, enamorose perdidamente del príncipe. Su amor fulguraba y la enceguía como el sol. Por eso se forjó otra vez ilusiones, a pesar de su experiencia. Su experiencia, como las gotas de rocío que la aurora vierte en los cálices de las flores con su ánfora de nácar, se evaporó cuando el sol de su amor llegó al meridiano… Y esperaba todavía que el alma de su novio respondiera a su rostro y fuera grande como la encina, fuerte como el roble o gloriosa como el laurel… Sin embargo, aun no se atrevía a descubrirla cara a cara…

Pero la pobre princesa había adquirido desde niña la mala costumbre de mirar las almas, y las malas costumbres renacen cuando menos se piensa. Imposible era que hiciera vida común con su marido sin verle el alma. ¡Y se la vio, ya al día siguiente de casarse se la vio!..

¡Horrible desengaño!.. Si el rostro del príncipe de Marruecos era bello como la flor de un tulipán, su alma era débil y pequeña como la planta, y tenía por raíz una cebolla venenosa.

El alma hermosísima de Cristela no podía simpatizar con alma semejante. Su antiguo amor se trocó en verdadera repulsión. La vida matrimonial se le hacía inaguantable… Por eso se separó de su marido y se echó a llorar sin consuelo…

Felizmente, en la azotea del palacio anidaba una pareja de cigüeñas. Eran curiosas, y como tenían las patas muy largas y muy largo el cuello, parándose en la punta de las patas y estirando el cuello, veían por las ventanas lo que pasaba adentro del palacio. Vieron así llorar a Cristela de día y de noche…

Eran tan buenas como curiosas esas cigüeñas. Compadeciéndose de la princesa, resolvieron hacerle un regalo para que se distrajese. Y, ya que era casada, trajéronle de París un hijito, en una canasta de mimbre.

Al recibirlo, Cristela olvidó su pena dando un grito de alegría. Púsose tan contenta, que tarareó la canción de «Mambrú se fue a la guerra», palmoteo y tocó las castañuelas, bailó en un pie, hizo reverencias al espejo y besó en la frente al viejo rey, que venía incomodado a indagar la causa de tanto barullo. ¡Al mismo príncipe de Marruecos hubiera besado en la nariz si en ese momento entrara en su habitación a ver a su primogénito!

Es que el princesillo era realmente encantador, tan bello de rostro como de alma. Festejando el raro consorcio de ambas bellezas, Cristela quiso llamarle el príncipe «Unico»… Pero con mucha cordura pensó luego que el nombre de «Unico» se prestaría un poco a las chungas de los liberales y demócratas… Deseosa de librar al niño hasta de la sombra de este pequeño ridículo, le llamó entonces el príncipe «Fénix». Y con tal nombre lo bautizó el gran cardenal arzobispo de palacio, oficiando ayudado por veintitrés monaguillos.

Protegido por el cariño maternal, el príncipe Fénix creció tan provechosamente, que a los veinte años era el más gallardo infante. Veneraba a sus mayores, amaba al pueblo y sabía derecho, astrología y alquimia.

Vivía aún el viejo rey. Estaba tan achacoso que para caminar tenía que apoyarse en su cetro de oro macizo como en una muleta. Su cabeza calva se le caía sobre el pecho, por el enorme peso de la corona. Y la vejez, antes había aguzado que disminuido su celo casamentero… Fue así que dijo a Cristela:

– Casa cuanto antes a tu hijo, Cristela, si no quieres que se corrompa en las tentaciones de la corte. Como eres una madre ejemplar, premio yo tu conducta dándote plena libertad para que lo cases a tu guisa y criterio.