Kitabı oku: «Thespis (novelas cortas y cuentos)», sayfa 8
Aleccionada por su propia vida, Cristela resolvió elegir su nuera por el alma y no por el rostro. Lo malo es que el príncipe no lo deseaba así. Con la imprudencia de su juventud, gustaba de las mujeres bonitas, sin importársele un comino de las bellezas del alma.
Pero Cristela era mujer enérgica y hábil, si la hubo. Además era madre, vale decir, doblemente enérgica y doblemente hábil, y de tal modo se condujo, que conminó al príncipe a que pidiese por esposa la novena hija casadera del duque de los Siete Castillos. Llamábase Isaura y era una infanta modesta, harto más hermosa de alma que de rostro…
El príncipe Fénix había objetado:
– Tiene pecas.
Cristela le repuso:
– Haz de cuenta que sus pecas son las monedas de oro de su dote.
El príncipe Fénix añadió:
– Su pelo es rojo y su cuerpo parece agobiado…
Mas Cristela le dijo:
– Piensa que si tiene el pelo rojo es porque no sabe teñirse y no le gusta engañar… si su cuerpo se agobia, es porque siente sobre su espalda las penas de todos los desgraciados… ¡Alégrate, hijo mío, de que sea verdadera y buena!
No se alegró mucho el príncipe Fénix. Sólo aceptó la infanta Isaura para no entristecer a su madre… Y el Papa mismo vino de Roma expresamente para casarlos, cabalgando sobre su caballo blanco y coronado con su tiara. Seguíalo un cortejo de rojas sotanas cardenalicias y violetas capas episcopales, tan largo y compacto como un río que baja de las cumbres.
La princesita Isaura quería tanto a su esposo, que cuando lo miraba se quedaba mirándolo como un mirasol que se aduerme mirando el sol. No tenía otro pensamiento que servirlo. En su bastidor le bordó unas zapatillas con sus iniciales de perlas y rubíes. También le bordó una relojera para el día de su santo, pero no le puso iniciales para que no se confundiese con las zapatillas…
Cada noche que el príncipe colgaba su reloj en la relojera y cada mañana que se ponía las zapatillas para ir al cuarto de baño, no podía menos de recordar conmovido el cariño de su mujer. Y llegó a idolatrarla. Fue muy feliz. Fue también un buen rey, porque tuvo la suerte de que muriera pronto su abuelo y le dejase el trono. Y Dios bendijo la unión de los reyes Fénix e Isaura, colmándoles de hijos y prometiéndoles una vida tan larga que, si no han muerto han de vivir todavía.
Observando la felicidad de sus hijos Cristela llegó a ser una viejita muy pulcra, que hilaba para sus nietos de la mañana a la noche en una rueca de plata.
Mientras hilaba inventó un aforismo que haría enseñar en todas las escuelas del reino. Decía así: «El amor que entra por los ojos, se escapa por los ojos, porque, los ojos son dos ventanas que están siempre abiertas. El amor que se refugia en el alma, en el alma queda, porque el alma es una torre cerrada.»
Y al inventar el aforismo, recordó a Bob el enano. Con ser un sabio, él la había engañado miserablemente, favoreciendo su desgraciado casamiento con el príncipe de Marruecos.
Como si la oyera, apareció una última vez Bob y le dijo:
– ¿De qué te quejas, Cristela?.. Ningún mortal puede ser del todo feliz, y tú has pagado, con la desgracia de tu juventud, la felicidad de tu vejez. Debes estar contenta. Aunque tu experiencia no te aprovechara a tí, ha aprovechado a tu hijo, a quien quieres más que a tí misma… ¡Y no puedes reprocharme que te aconsejara mal por malicia o mala voluntad! Te aconsejé como pude y como supe. Si me equivoqué, merezco tu perdón.
Cristela paró la rueca, suspiró, y repuso, con más tristeza que amargura:
– ¿Para qué te sirve entonces tu sabiduría, Bob? ¡Linda cosa es ser sabio!
Bob se sonrió, tirose de la larga barba blanca, como acostumbraba, y dijo:
– Ser sabio… es tener el derecho de equivocarse.
LA TIRANÍA DEL BRIDGE
Siempre que tuve noticia de un suicidio, lamenté que su autor no nos expusiera en público testamento, para ejemplo de sus semejantes, las causas de su funesta determinación de quitarse la vida… ¡Y he aquí que yo mismo me siento próximo a eliminarme del mundo! ¿Por qué no indicar entonces, a los muchos hombres que dejo detrás de mí, el escollo contra el cual chocara mi barca y puede chocar la de ellos? ¡Oidme pues, oh mis amigos, mis conciudadanos, mis prójimos, y creedme cuanto me oigáis, y meditadlo! Creedlo, porque con un pie en la tumba, no podré deciros más que la verdad; meditadlo, porque tengo, ¡ay! la amarga experiencia de quien viera fracasar todas sus ilusiones y esperanzas.
El caso es que la Muerte se me ha presentado con un disfraz amable. Me avergüenzo de confesarlo; pero el caso es que la Muerte vino a buscarme y me tentó en la forma… ¿cómo decirlo?.. de un juego de naipes, ¡el bridge! Supondréis que fui un jugador desgraciado, que perdí mi fortuna, mi crédito, lo que tenía y lo que no tenía, y que me resuelvo a suicidarme por no sobrevivir a la deshonra de mi bancarrota… ¡Nada de eso! Mi historia carecería entonces de toda originalidad y pudiera contarse en dos palabras… El bridge no es un juego peligroso, como el pocker y el baccarat, y, además, desde ya os adelanto que he sido más bien un jugador afortunado… ¡Y aun os declaro que no soy jugador por temperamento, y, si mucho me apuráis, que hasta detesto el juego! No es el amor y la práctica del bridge la causa de mi desgracia, ¡antes bien mi antigua ignorancia y mi odio actual!
Era yo administrador de una de las mejores «cabañas» del país. Después de pasar en ella, para acreditar mis servicios ante mis tíos los propietarios del establecimiento, una larga temporada, vine el año pasado a Buenos Aires, a presentar los mejores productos de mi industria en la Exposición Rural. Obtuve varios premios, y el éxito me decidió a tomarme un mes de vacaciones en la capital, distrayéndome como correspondía a mi juventud y a la buena posición social de mi familia.
Ya el día que llegué de la estancia, me preguntó mi cuñada si sabía jugar al bridge… Como yo le dijera que no, me dio un consejo:
– Debes aprenderlo cuanto antes… Ahora todo el mundo lo juega… No te lo enseño yo porque es demasiado difícil y soy todavía bastante «chambona». Pero como se juega en todas las casas de nuestros parientes, no te faltarán oportunidades de aprenderlo.
Al día siguiente asistí a una comida del llamado «gran mundo». Había muchos caballeros de frac y damas elegantemente vestidas de baile. Como en la mesa no se habló más que de noticias sociales que yo ignoraba, y de bridge, tuve que guardar un desairado silencio. En cuanto acabaron de comer, todos pasaron al salón a jugar al juego de que hablaban. Me invitaron y tuve que rehusar, por ignorarlo…
– ¡Cómo! ¿V. no sabe jugar al bridge? – exclamó la dueña de la casa, mirándome de pies a cabeza con su impertinente… Y luego añadió, ante sus invitados: – ¡Este señor no sabe jugar al bridge!
Su exclamación, dicha del modo más despreciativo, produjo consternación y casi espanto. Todos me rodearon, mirándome asombrados, como a un animal extraño o un criminal terrible. La distinguida dueña de casa llegó a disculparse con excelente mímica, mirando a su marido, como si le dijera: «¿Y estos son los amigos que traes a tu hogar?..»
Me disculpé balbuciendo débiles excusas sobre mi rusticidad. Y todos se sentaron a jugar, sin hacer más caso de mí… Erré solitario como una ánima en pena, de un lado a otro, de mesa en mesa, sin saber dónde ocultar mi ignorancia y mi vergüenza. Hubiera deseado que me tragara la tierra, porque la empresa de interrumpir a aquellos fanáticos para despedirme era harto difícil. Y tanto, que al fin salí huido como un ladrón…
De vuelta en casa, hallé sobre mi mesa de luz la amable esquela de un estanciero inglés que me invitaba a otra comida, para la próxima semana. Al pie de la tarjeta decía: «Se jugará al bridge.» ¡Qué prácticos son estos ingleses! ¡Cuánto mal rato y cuánto aburrimiento se me evitaban con este sencillo agregado: «Se jugará al bridge»! Naturalmente, me excusé… por cualquier motivo, pues ya no me atrevía a confesar que ignoraba el jueguito de moda…
Fui al club, a encontrarme con mis amigos. Y, salvo en el comedor, no pude cambiar dos palabras con ninguno; todos estaban siempre jugando al bridge…
Y estar jugando al bridge era como estar en la luna. Su majestad el Bridge resultaba el más absorbente de los déspotas. Vi que sus jugadores, cuando tenían las cartas en la mano – es decir, en todas las horas que les dejaban libres sus ocupaciones más apremiantes, – eran ciegos, sordos y mudos para el mundo… Mis parientes en sus casas, mis relaciones en sus tertulias, mis amigos en el club, todos parecían olvidarme por completo, para entregarse a su ocupación favorita. Entonces comprendí la paciencia de Job y compadecí a los leprosos abandonados en islas solitarias.
Sólo mi amigo Joaquín Villalba interrumpió alguna partida para decirme, como oportuna advertencia:
– No salude usted nunca a los que juegan al bridge, Alberto, porque no lo ven… Ni les hable, porque no lo oyen… Y hasta es bueno que ni los mire, porque si no tienen suerte, pueden pensar que usted les trae desgracia, ¡y no hay peor reputación que la del «jettatore»!
– ¡«Jettatore»! ¡Yo, «jettatore»! ¡Pues no faltaba más! – exclamé amoscado, agregando: – Pero, ¿qué placer pueden encontrar esos… ingenuos, en pasarse la vida cavilando y cavilando sobre los naipes, ya que, según dicen, ese juego no da nunca gran provecho al bolsillo?
– ¿Qué placer? – me replicó Villalba mirándome con más lástima que ira. – ¿No sabe usted que al bridge es un juego intelectual, casi científico, propio de estadistas y filósofos? O, mejor dicho, que no es un juego, ni un placer…
– ¿Y qué es, entonces? – pregunté en el colmo del pasmo.
Dándome la espalda, Villalba me repuso, con la solemnidad de un neófito:
– El bridge es una religión.
Este último argumento me pareció tan contundente, que dejando mis antiguas preocupaciones contra las cartas, resolví profesar esa nueva religión de ases y damas. Pero yo nunca había tocado una baraja francesa. Detestábalas de todo corazón. No conocía más juegos que el «burro» y la «cara sucia». Con tan pobres conocimientos y tan escasa afición, pedí a unos parientes que me lo enseñaran, siquiera por el buen nombre de la familia…
Diéronme dos o tres explicaciones sobre «triunfos» y «sin triunfos», «arrastres» y «descartes», «bazas» y «honores», «tricks» y «schelems», en fin, sobre mil cosas extrañas, para mí tan difíciles como si me expusieran, en japonés, teoremas de mecánica celeste…
Llegué a acobardarme. Pero mi amigo y compañero de club Joaquín Villalba, me estimuló de nuevo, dándome preciosos datos.
– Es un juego griego – me dijo. – Tiene la sutileza propia de ese pueblo genial y decadente. Se presta a admirables combinaciones. En toda Europa no juega hoy otra cosa la gente que se aprecia y respeta. Y es tal el entusiasmo que despierta, que no sólo se juega en los salones, clubs y casinos, sino también en los trenes, los tranvías, los antepalcos de los teatros durante las representaciones, las antesalas de los dentistas…
– ¿Y en los despachos de los ministros? ¿Y en las sacristías de las catedrales?.. – pregunté, por preguntar cualquier cosa.
Mi interlocutor prosiguió como si no me oyera:
– El rey Eduardo VII tomó un maestro para aprenderlo, y lo ha puesto de moda. En Inglaterra, en Francia, en Bélgica, en Turquía y en Holanda, se han abierto cátedras de la asignatura.
Fue esto último para mí como un rayo de luz. ¿No podría yo también asistir a una cátedra de bridge, o tomar, por lo menos, un profesor particular, como Eduardo VII, rey del Reino Unido y emperador de las Indias? ¿Acaso debía considerarme yo algo más importante y solemne que un emperador de las Indias?..
Como adivinando mi pensamiento, Villalba me observó:
– Puede usted buscar quien se lo enseñe… Porque debe usted saber que un caballero que no sabe jugar al bridge, ¡no es un caballero!
¡Era demasiado! ¡No, por Cristo, aunque pasara lo de «jettatore», yo no podía dejar pasar lo de no ser caballero!.. Así fue que en el mismo día puse, con mi nombre y mi dirección, un aviso en dos importantes diarios:
«Se necesita un profesor de bridge. Es inútil presentarse si no se posee especial competencia, demostrada en algún diploma técnico o universitario. No estarán demás otras recomendaciones.»
Nada me gustaron los dos o tres pretendidos profesores que al día siguiente se presentaran en casa. No traían diplomas, ni recomendaciones. Más que austeros sacerdotes de la religión del bridge, más que aristocráticos súbditos de su majestad el Bridge, pareciéronme aventureros y caballeros de industria. Por eso los despaché…
Muy desalentado, confesé mi fracaso en el club. Allí se me recomendó que, antes que profesores, me procurase los muchos y profundos tratados de la materia… E inmediatamente escribí a mi librero:
«No me mande usted las obras de Shakespeare y de Balzac que le pedí me enviara a la estancia. Mándeme en cambio, a casa, mañana mismo si es posible, todos los libros de bridge que encuentre, en cualquier idioma. El pedido es urgentísimo.»
A las veinticuatro horas recibí un cargamento de libros. Eran todos tratados y manuales de bridge: cinco en inglés (de los cuales alguno contaba 537 páginas en octavo), seis en francés, uno en holandés, dos en alemán y hasta uno en español. Importaban una factura de 253.10$ moneda nacional, que pagué sin murmurar, y llenaban dos estantes de mi biblioteca. Desalojaron a Dickens y a Cervantes, que, por falta de espacio, tuve que desterrar en el sótano.
Me apechugué a mis libros con la avidez del náufrago que se ase a una tabla de salvación. Leí concienzudamente los mejores, entre ellos uno que tenía un prólogo de Alfred Capus. El aplaudido dramaturgo francés recomendaba el bridge en entusiastas párrafos. Era este juego un antídoto contra el «spleen». Era la mejor imagen de la vida. Era el astro propicio de los nacimientos, la piedra filosofal que buscaran en vano los alquimistas, la panacea de todos los males, y muchas y muchísimas otras cosas más, no menos buenas y brillantes…
Compré también varios juegos de naipes, y me ensayé con ellos, representando «partidas tipos» y resolviendo «casos prácticos», como si jugara al «solitario». Tanto estudié y aprendí que, después de una semana de preocuparme exclusivamente del bridge, llegué a conocer su mecanismo. ¡Eureka! Ya nadie me supondría importuno «jettatore», ¡ya nadie dudaría de mi caballerosidad!
Con la agradable idea de jugarlo me dirigí temprano al club, a las dos de la tarde, para atisbar la primera partida e iniciarme cuanto antes. Iba tan satisfecho como el adolescente que estrena su primer reloj de oro, o, más bien, como el alférez que se pone, en día de parada, su primer traje de gala. ¡Oh día inolvidable! A las tres me senté a jugar, «baratito», a diez centavos el punto… A las cuatro había perdido ciento diez pesos… A las cinco, ciento ochenta… A las seis, cerca de trescientos… A las ocho pasamos al comedor. Yo perdía quinientos y pico, ¡pero sentía una satisfacción interior que valía miles de miles!
Después de comer reanudamos la partida, que fue prolongándose y prolongándose hasta las diez de la mañana del día siguiente… Yo quería seguir jugando aún; pero mis compañeros se rehusaron porque se caían de sueño, y me prometieron el desquite para cuando lo pidiese… Porque yo perdía… ¿Cuánto? Ya ni me acuerdo; sólo sé que llevaba mis bolsillos llenos de cheques en blanco, por prevención para responder en caso de apuro. ¡Y no me vinieron mal los cheques!.. Además, nadie me apuraba. Mis «partners» eran mis amigos y conocían mi honestidad. El dinero ganado no les producía el menor gusto por sí mismo, sino por el triunfo que representaba. Así al menos lo creía yo, y ellos también creían…
La chapetonada del aprendizaje me costó, en una semana, un par de miles de pesos. Pero pronto aprendí a jugar discretamente, equilibrando pérdidas y ganancias. Como Dios protege a los inocentes, tuve suerte y llegué luego hasta ganar algunas veces. Y como la suerte viene por rachas, no sólo en el juego fui feliz, sino también en los negocios y el amor.
Los toros y ovejas de la «cabaña» se vendieron a excelentes precios, y mis tíos, los dueños del establecimiento, aumentaron en premio el tanto por ciento de mis ganancias. Y si me fue bien con mis toros, mis ovejas y mis tíos, mejor me fue con mi novia.
Mi novia, es decir, mi pretendida, era una niña encantadora llamada Clarita. Conmovida por mis miradas incendiarias, me ofreció su casa, y su madre me invitó a comer. Mi nave iba viento en popa…
Durante la comida dije a la niña muchas ternezas. Ella me agradecía, ruborizábase y bajaba los ojos… Yo era el más contento de los hombres sentados ante una mesa donde se sirve una mala comida (porque la comida era mala, lo diré de paso).
Después de comer – ¡y aquí principia el cambio de mi fortuna! – pregunté a mis futuros suegros si les gustaba el bridge… Esperaba yo me contestaran que deliraban por él, como personas comme il faut… Pues en vez de eso, el dueño de casa se rascó la nariz, preguntando extrañado:
– ¿El bridge?.. ¿Es un juego de billar?..
Sentime en el colmo de la indignación. ¿De dónde podría salir esta gente, que no sabía lo que era el bridge? Creí que ante mis plantas se abría un abismo… ¡No, yo no podía aliarme con una familia tan… cualquier cosa! ¡Yo no podía quedar un instante más en una casa tan cursi! Por eso, sin contestar al anfitrión si era o no el bridge un juego de billar, me despedí bruscamente…
Salí de la sala tan fastidiado que no permití que nadie me acompañara. En el «hall», mientras me ponía el gabán, oí que los dueños de casa se consultaban, estupefactos…
– Se irá porque tiene siempre la costumbre de jugar al billar después de comer – decía la señora.
– Tal vez – contestaba el señor. – Pero más bien parece que le ha hecho mal la comida… Se ha indispuesto repentinamente. Deberíamos haberle ofrecido unas gotas de láudano.
No articuló palabra Clarita; pero sus ojos negros cuajados de lágrimas me dijeron muchas cosas en una última mirada. Con el dardo de esta mirada clavado en el pecho, me volví a Venado-Tuerto, a la estancia, donde me requerían urgentes trabajos. No sin llevarme una biblioteca de bridge, tres docenas de juegos de naipes y una gruesa de «anotadores».
Enseñé el bridge al mayordomo y a su mujer, culto matrimonio de ingleses, al médico del pueblo, a varios vecinos estancieros y a otras muchas personas. Supe inculcar a todos el entusiasmo de mi amigo Villalba, repitiéndoles cuanto le oyera respecto de Eduardo VII y demás. El bridge llegó a ser el juego predilecto del mundo «fashionable» de Venado-Tuerto. Casi todas las semanas tenía que encargar barajas francesas a Buenos-Aires el pulpero de la estación, pues menudeaban los pedidos.
Pasé así un año más, ocupado en la interesante faena de la cría y distrayendo mis ocios en el carteo del bridge… ¿Llegó a gustarme este juego? No tengo ahora el menor reparo en declarar que siempre me aburrió soberanamente. Pero entonces yo no me lo quería confesar ni a mí mismo. En cambio, el mayordomo me confesaba cada día su creciente afición… No es esto de extrañarse, porque el bridge, en razón de mis frecuentes distracciones, le producía un bonito sobresueldo.
Pronto llegó la época de una nueva exposición rural, y me vine a Buenos-Aires, con tan notables ejemplares lanares y bovinos, que creí seguro esta vez sacar los primeros premios. Olvidaba que había más de un centenar de criadores no menos «seguros» que yo…
Mas esto no nos interesa. ¡Lo que sí interesa a mi caso es lo que me ocurrió en el club! Pues me ocurrió que, en cuanto instalé mis animales en la Exposición Rural, fui allí a reanudar mis partidas de bridge del año anterior. Me encontré con Joaquín Villalba, mi amigo, el infatigable «clubman», a quien se lo propuse…
– ¿Qué dice usted? – exclamó fuera de sí. – ¡Jugar al bridge! ¿Estará usted todavía enfermo de bridgemanía? ¡Pues está usted fresco de noticias, querido Alberto!
– ¿Cómo? – pregunté sin comprender.
– Ya nadie juega al bridge, mi amigo, nadie, nadie… salvo los «rastaquères», los cursis, los «guarangos». Sólo por esnobismo pueden hoy jugarlo «dandies» provincianos y trasnochados. Estaría bien jugar para divertirse… Y se ha demostrado matemáticamente que el noventa y cinco por ciento de los que jugaban al bridge se aburrían. Es un juego rutinario y mecánico. ¿De dónde sale usted que no lo sabe?
Yo repuse ingenuamente:
– Vengo de Venado-Tuerto.
– ¡Ah, comprendo! – agregó Villalba. – ¡En Venado-Tuerto lo jugará hasta el cura!
– Cierto…
Mi amigo lanzó una franca carcajada, diciéndome:
– ¡Y nos viene usted con la moda de Venado-Tuerto!
Nada repliqué, más confuso que fastidiado…
– Si no quiere usted que le demos patente de cursilería, no vuelva a invitar a nadie a jugar al bridge ¡por favor! ni al mus, ni a la brisca, ni a la «escoba»…
– ¿Y a qué juegan ustedes?
– Al truco. Ese es hoy le mot d'ordre. ¡El truco!
– ¿Eduardo VII juega también al truco?
– ¿Eduardo VII? No sé. Pero el príncipe de Gales se muere por él. Lo aprendió de Alfonso XIII, y a Alfonso se lo enseñó Viñas, el conocido diplomático argentino… Es una moda que hemos sacado los argentinos. Algo habíamos de dar a la civilización. Y como el cake-walk es yanqui, el poncho general en la América española y el mate paraguayo…
– ¡Viva el truco! – exclamé con colérica alegría. – El rey ha muerto, ¡viva el rey!
– Sí, mi querido amigo. El bridge ha muerto, ¡viva el truco!
Tenía razón, mil veces razón tenía mi amigo Villalba. Bien pronto lo comprendí. Y desde entonces resolví vengarme de todo lo que había jugado al bridge por hábito y con placer harto mediocre o negativo. ¡Lástima que me vengué demasiado bien!..
Pues sucedió que me encontré de nuevo con Clarita, y que su mamá volvió a invitarme a comer. Fui lleno de júbilo. En la casa me hallé con otro invitado, evidentemente también pretendiente de Clarita.
La comida transcurrió sin novedad. Me di fácilmente cuenta de que yo era el preferido de la niña. Mi rival estaba como de reserva, por si yo no me decidía…
Después de comer pasamos al salón donde ¿quién lo creería? los dueños de casa hicieron el elogio del bridge y se empeñaron en que lo jugáramos. Me negué, con impaciencia. Creyendo que mi negativa fuera para no aburrirlos, insistieron, y tanto insistieron, que no me quedó más remedio que escaparme… Pues esa misma noche, interpretando mal mi huida, Clarita se comprometió con mi rival, que, como todos los rivales, me parecía un tonto de capirote.
Comprendiendo tarde, ¡al perderla! cuánto amaba a Clarita, me volví desesperado a la estancia. En cuanto llegué, el mayordomo, reforzado con la mayordoma, me instaron a jugar al delicioso jueguito… Loco de rabia, les contesté del peor modo… El mayordomo se irritó a su vez… Los dos gritamos desaforadamente… La mayordoma se echó a llorar y me dijo que yo no era un «gentleman»… En fin, se armó tal camorra, que tuve que echar del establecimiento ignominiosamente al matrimonio inglés.
El matrimonio inglés fue a quejarse a mis tíos los propietarios. Mis tíos se enojaron conmigo y repusieron al mayordomo, cuyos servicios de veterinario eran todavía más indispensables que mis cuentas de administrador general. Reñí con mis tíos. Me retiré de la estancia, perdí mi puesto, ¡y me encontré en la calle, con una mano atrás y otra adelante!
No quiero seguir narrándoos mis desdichas, ¡oh lectores! porque temo conmoveros demasiado. En pocas palabras os diré que, por ese maldito bridge, perdí mi novia, mi posición y hasta mi nombre. La desgracia es como una bola de nieve. Ha caído sobre mí y me ha aplastado como a vil gusano. Hoy soy un pobre náufrago sin rumbo ni salvación posible. Por eso he resuelto acabar con mi vida… Y si cuento mis desdichas en este testamento público, es para que él sirva de ejemplo y de escarmiento a mis amigos, mis conciudadanos, mis prójimos.