Kitabı oku: «Thespis (novelas cortas y cuentos)», sayfa 9
MONSIEUR JACCOTOT
Monsieur Jaccotot, el viejo maestro de francés, llamó ante el pizarrón a Perico Sosa, un rubiecito flacuchín, el menor y el más travieso de su clase de muchachones adolescentes, para dictarle ejemplos de la formación del femenino en substantivos masculinos o terminados en e, como nègre, nègresse…
Pertenecía aquella clase a un malhadado colegio criollo, cuya disciplina era menos que dudosa y cuyos estudiantes eran más que personajes. Cada vez que monsieur Jaccotot iniciaba alguna explicación, alzaba la voz algún impertinente. Espíritu sencillo, monsieur Jaccotot solía reprender entonces a sus alumnos, exclamando:
– En cuanto abro la boca, un imbécil habla.
Su declaración provocó esta vez más una grande hilaridad en el espíritu tanto menos sencillo de la clase. Sólo Manuel Peralta no se rió, absorbido por la lectura de algo que disimulaba dentro de su pupitre. Al notar la distracción del muchacho, el maestro pensó que estaría leyendo alguna novela, y por temor de encontrarse con un nuevo libro obsceno y vergonzoso, no se lo pidió, limitándose a observarle que no se venía a la clase a leer novelas…
– No estoy leyendo novelas, – replicó Manuel Peralta, con su desagradable voz de pollo que comienza recién a cacarear.
Notando intrigado en su tono y su gesto irónica impudencia, monsieur Jaccotot le preguntó:
– ¿Qué lee usted, pues?
Peralta se levantó arrogantemente y entregó al profesor un cuaderno, diciéndole:
– Esto.
En la clase se hizo un gran silencio de curiosidad y expectativa…
Monsieur Jaccotot tomó el cuaderno y lo abrió en su primera página. Leyó allí la siguiente carátula, escrita con perfilada letra gótica: «Vida de monsieur Jaccotot (novela de malas costumbres) por M. V.; ilustrada por el autor; segunda edición, aumentada y cuidadosamente corregida»; luego veíase un escudo burlescamente dibujado, y, como pie de imprenta, el nombre del colegio y la fecha…
– ¿Quién ha hecho esto? – preguntó el profesor con voz sorda, esperando el silencio con que tantas otras veces se acogiera una pregunta semejante…
Pero ahora, la travesura tenía su editor responsable. Marcelo Valdés, el mejor estudiante de la clase, el preferido de monsieur Jaccotot, se puso de pie y dijo, tartamudeando:
– Yo he sido, monsieur Jaccotot… No creía hacer nada malo… Le pido que me disculpe…
Al ver a su discípulo rojo de vergüenza y oírle hablar en un tono de humilde arrepentimiento, perfectamente nuevo y desconocido en aquella clase, que él llamaba de «indios rebeldes», monsieur Jaccotot sintió intensa sorpresa… ¿Qué insólito caso se le presentaba?.. Dispúsose pues, a leer el manuscrito y dio rápidamente vuelta la página de la carátula. Encontrose en la segunda con una tosca e irrecognoscible imagen, que sin duda le representaba, pues abajo tenía la siguiente leyenda: «Retrato de monsieur Jaccotot, por el autor». Al verse tan mal representado, el profesor no pudo menos de reírse, y pasó a la siguiente hoja… La clase seguía en su silencio de curiosidad y expectativa…
Leyó monsieur Jaccotot los epígrafes de «Capítulo primero, Tribulaciones de un marido en Francia», y se enrojeció hasta la calva… En efecto, él había sido un marido desgraciado en Francia. Por eso había tenido que abandonar allí su posición universitaria; por eso, absolutamente incapaz para los negocios, veíase obligado a enseñar aquí en un colegio particular…
¿Cómo podían sospecharse en la clase sus pasadas tribulaciones domésticas?.. ¡Ah, sí!.. ¡Ya lo recordaba!.. Habiéndole visto un domingo el alumno Mario Aguilar de paseo con su hija, díjole zumbonamente el lunes, cuando iba a dictar su curso:
– ¡Lo felicitamos, monsieur Jaccotot!.. Ya lo vimos ayer paseando con una linda rubia…
El maestro contestó, con un dejo de orgullo, que no pasó inadvertido a las maliciosas orejas de los muchachos:
– Era mi hija Silvia…
– ¿Cómo, monsieur Jaccotot?.. – preguntó todavía Aguilar, con no fingida sorpresa. – Nosotros nada sabíamos de que usted fuera viudo…
Monsieur Jaccotot meneó la cabeza en forma de negación…
– Ni podíamos creerle casado, puesto que no usa anillo de compromiso… – continuó Aguilar.
Y para concluir la conversación, monsieur Jaccotot dijo, con la imprudencia del mal humor:
– Soy casado y mi mujer se quedó en Francia. Yo vivo aquí con mi única hija, Silvia… ¿Les interesa esto mucho a ustedes?..
Nadie contestó nada; pero, desde ese día, toda la clase pensaba que monsieur Jaccotot había sido desgraciado con su mujer, abandonándola en Francia por su conducta escandalosa…
Marcelo Valdés, dejándose llevar por su brillante imaginación de novelista, había zurcido y fraguado luego toda su «novela de malas costumbres», alrededor de las tres personalidades de monsieur Jaccotot, su mujer y su hija. La trilogía era completa: Monsieur, Madame et Bébé! Con verdadero ingenio, su ensayo no carecía de gracia y humorismo. Tanto éxito obtuvo, que Abrahám Busch le cambió el manuscrito por un novelón de Dumas, que le costara dos pesos. E hizo luego un pingüe negocio, alquilándolo por diez centavos a cuanto lector se suscribiera. La obra de Valdés había sido así leída, y algunas veces hasta releída, no sólo por toda la clase, ¡por todo el colegio!
En el primer capítulo dábanse detalles históricamente exactos, como la fecha del nacimiento y la ciudad provinciana donde fuera la residencia de monsieur Jaccotot. Ambos datos le habían sido preguntados, fingiendo un hipócrita interés de simpatía… Cierto era también que se casó hacía más o menos unos veinte años. La época del casamiento fue inducida por la edad de la hija, a quien Aguilar – el feliz mortal que tuvo la suerte de verla – calculaba diecisiete años…
A pesar de la exactitud de estos datos, a renglón seguido, el novelista suponía que ya al tiempo de su enlace monsieur Jaccotot fuera tan viejo como ahora, calvo, canoso y de anteojos de oro. No concibiéndolo sino como lo conocieron, probablemente toda la clase suponía que monsieur Jaccotot fuese viejo, calvo, canoso y de anteojos de oro desde el mismo instante del nacimiento. ¿Qué descabellada fantasía pudiera suponer que monsieur Jaccotot, el maestro francés, hubiese sido alguna vez joven, y menos aún niño?..
Aparte de este y otros lapsus, la intriga del casamiento del «viejo» Jaccotot y su «joven» esposa no estaba mal presentada… Lo malo es que esta joven esposa, que no gustaba de su civil marido, gustaba en cambio apasionadamente de los uniformes militares… Había una guarnición en la ciudad, y madame Jaccotot, nueva mesalina, tuvo sus amoríos con todos los oficiales del regimiento de la guarnición, y luego, con una buena mitad de las «clases», cabos y sargentos… ¡Los oficiales eran 72 y las «clases» 205!
Al fin, cansada de tanta mudanza, ancló sus afectos en el coronel, un guapo mozo, y tuvo una hija… ¡Silvia, la niña de monsieur Jaccotot, era esta hija del coronel, o, mejor dicho, del regimiento! La fille du regiment!..
Devorando la lectura, al terminar ese primer capítulo, el maestro de francés se sentía pálido y desfalleciente; sus ojos se humedecían, gruesas gotas de frío sudor le chorreaban por las sienes… La historia del regimiento y del coronel era falsa, falsísima; pero entre él y su mujer hubo de por medio cierto abogadillo de París… Y su mujer, la hembra más histérica y perversa, llegó a vengarse de sus justas imprecaciones de marido burlado, insinuándole mefistofélicamente una duda sobre la legitimidad de Silvia… ¡Como tantas otras veces, la realidad era pues más cruel e inverosímil que la novela!
No obstante la pérfida insinuación de su mujer, monsieur Jaccotot se compadeció de aquella criatura… ¿Qué culpa tenía la pobrecilla?.. La trajo a América, mientras la mala madre rodaba por esos mundos, y la educó como si fuera de su sangre… Sentíase orgulloso y amábala como si fuera de su sangre… ¿No era esa Silvia la única sonrisa que él recogiera de la vida?..
Terminado el primer capítulo, conocidas las «Tribulaciones de un marido en Francia», pasó inmediatamente el maestro a leer con ansiosa rapidez el «capítulo segundo y último». Digno «pendant» del otro, titulábase… «Tribulaciones de un padre en la Argentina»…
Iniciábase con una bastante buena descripción de Silvia… ¡No tuvo mal ojo Aguilar, ni fue parco en transmitir sus impresiones al cuentista! La niña se presentaba tal cual era: la silueta fina y esbelta, los movimientos vivos, la nariz ñata y maliciosa, los cabellos de un rubio rojizo, carnosos labios, ojos claros, velados por negras pestañas… en fin, una francesilla picante y moderna…
Descripta Silvia, la infantil imaginación de Valdés se desbocaba en aventuras absurdas… La jeune fille era la coqueta más desfachatada, ¡peor que su madre!.. Hacíase festejar por todo el mundo… Y a sus plantas desfilaban, requebrándola sin éxito, los maestros más ridículos y menos queridos del colegio, incluso el de religión, el padre Martínez… Hasta había una figura titulada «El padre Martínez ante la bella Silvia», en la cual se veía al sacerdote, acentuados los rasgos sensuales e hipócritas de su carona afeitada, presentando de rodillas a la esquiva joven, en ambas manos, el flamígero corazón que suele verse en los detestables cromos de las estampas religiosas…
Esta figura, bien que tan mala en la ejecución como en la idea, y a pesar de la evidente inferioridad del Valdés dibujante al Valdés autor, constituía el verdadero «clou» de la obra. ¡Tantas veces se populariza una buena obra por un defecto, un agregado o un mal detalle!..
Mientras leía aquel tejido de inocentes perversidades, monsieur Jaccotot sintiose tocado en la secreta llaga de su corazón. ¿Cuál sería el porvenir de esa Silvia idolatrada? ¿Heredaría la naturaleza galante de su madre, así como su fisonomía y su gesto?.. Y por el rostro del viejo maestro corrieron dos lágrimas silenciosas…
Con amarguísima dulzura, preguntó entonces a su discípulo favorito, tuteándolo por vez primera:
– ¿Es posible que tú hayas escrito esto?..
Marcelo Valdés tenía tanto corazón como inteligencia, y amaba a aquel buen viejo, que tan duramente ganaba su pan cotidiano. En varias ocasiones evitó descomunales bochinches, haciendo notar a sus compañeros que iban a perder con un cambio de profesor de francés… Por eso le repuso, siempre rojo y tartamudeando:
– Yo no he tenido intención ninguna… Escribí por escribir… Le pido perdón, ¡todos le pedimos perdón, monsieur Jaccotot!..
Y Marcelo Valdés decía la verdad al disculparse. Había escrito por su temperamento de novelista, como canta el ruiseñor en el bosque, o croa la rana en el pantano. No pensó que su canto pudiera despertar los celos del cuervo. No pensó que su croar interrumpiese el sueño del sapo. Su novela, aunque informe y embrionaria, era, como todas las novelas, una lúcida mezcla de detalles verdaderos y situaciones imaginarias, de pequeñas dosis de una realidad supuesta y exagerado desarrollo de una inventiva calenturienta.
En lo que no decía verdad Marcelo Valdés era en el arrepentimiento de la clase. Y tan es así que, como quedara monsieur Jaccotot con la meditabunda mirada fija en el espacio y las dos lágrimas silenciosas deslizándose por las mejillas exangües, Manuel Peralta sacó el pañuelo para imitarlo, y comenzó la pantomima de un llanto inconsolable. Menos el novelista, que guardaba huraña actitud, el curso íntegro, divertido por la situación, imitó en masa al payaso, convirtiéndose en un cortejo de plañideras. De cuando en cuando, alguno retorcía el pañuelo, como si estuviese empapado en lágrimas, para exprimirlo a la usanza de las lavanderas al tender la ropa al sol…
Perico Sosa, el rubiecillo travieso y flacuchín que quedara olvidado ante la pizarra, donde antes escribiera los ejemplos nègre, nègresse, tuvo entonces una ocurrencia diabólica, como todas las suyas… Dibujó con la tiza un busto de hombre con una gigantesca cornamenta de ciervo, escribiéndole debajo: «Monsieur Jaccotot, maestro de francés»… Y estornudó bien fuerte para llamar la atención de la clase, borrando luego la figura a fin de no ser descubierto…
La gracia de Perico Sosa hizo cambiar el burlesco llanto en homérica carcajada… Después, cada cual se puso a divertirse por su cuenta… Quienes jugaban a las damas en improvisados dameros, quienes conversaban fumando, quienes discutían, quienes tiraban bolillas de papel… Y, en tanto, monsieur Jaccotot seguía como una estatua, con la vista fija en el aire, acaso contemplando dolorosamente el pasado, el presente, el porvenir…
Indignado contra sus compañeros, Marcelo Valdés se puso otra vez de pie y les apostrofó con la cólera de un loco:
– ¡Sois unos cobardes y unos canallas!.. ¡Al primero que diga una palabra a monsieur Jaccotot, le rompo las muelas!..
Como Marcelo Valdés era, no sólo el primero, sino también el mayor y el más fuerte, se hizo una pausa… Felizmente, sonó en ese momento la campana anunciando la terminación de la clase…
Al oír la campana, monsieur Jaccotot pareció sacudirse y despertar de un sueño… Dejó sobre la mesa el cuaderno… Sacó el pañuelo del bolsillo faldero del jaquet, pasóselo por la cara, guardolo de nuevo, y salió sin decir palabra… Era la primera vez, en sus doce años de enseñanza en el colegio, que se olvidaba de marcar la lección para la clase siguiente, antes de irse…
Los muchachos lo siguieron, y entonces pasó una cosa extraordinaria, una cosa realmente extraordinaria… Viéronle alejarse por los corredores con la punta del pañuelo blanco asomando indiscretamente por el bolsillo de los faldones del jaquet… Aquel trapo cómico hacía pensar que se hubiese subido apresurado los pantalones en algún gabinete higiénico, dejando fuera una punta de las faldas de la camisa… El trapo blanco se movía conforme caminaba, como una cola sainetesca… ¡Y nadie, ni Perico Sosa, nadie se rió!
EL CANTO DEL CISNE
I
Tan notables fueron los primeros exámenes de derecho rendidos por Juanillo Simplón, que él, su padre, su madre, su tía, su abuelita y su padrino, todos de común acuerdo y sin la menor discrepancia, resolvieron que era un futuro hombre de genio.
Juanillo Simplón sabía – ¿quién no lo sabe? – que cada futuro hombre de genio demuestra desde chiquito sus geniales aptitudes, y que el mejor modo de demostrarlas es escribir modernísima prosa poética y no menos moderna poesía prosaica. Pues optó por la prosa poética, decidido a componer un «cuento-poema» tan nuevo y hermoso, que ni él mismo debía entenderlo. Buscó en voluminosos diccionarios las palabras más raras y altisonantes, sudó tinta por todos sus poros, y al cabo de diez días de rudo trabajo puso punto final a su obra, titulándola «La princesa Belisa.»
Con el precioso manuscrito en el bolsillo, salió a consultar a su amigo Juan del Laurel. Juan del Laurel, estudiante de derecho nominalmente y por accidente, era de profesión «un joven de talento». Bastaba mirarlo para comprenderlo así, pues llevaba los signos de su profesión en su indumentaria y sus modales…
El joven de talento era por entonces – ¡más altas acciones lo esperaban! – poeta decadente y modernista. Usaba larga melena, poseía dos estirados ojos semimongólicos, y en la calle marchaba con lentitud y majestad, mirando al público desde las alturas del Parnaso. Siempre llevaba una caña de la India con puño de oro y marfil, como lleva San José en los altares su vara de azucenas, entre el pulgar y el índice de la mano derecha, levantada a la altura del codo. Leía a Mallarmé y a Mæterlinck, despreciaba a Zola y a Daudet, y había publicado en la «Revista Azul» un poema, «La Superfetación del Hierofante», que le conquistó inmortal renombre entre los cuatro o cinco afiliados de la «Estética Nueva», sociedad literaria de elogio mutuo. Su gesto era siempre artístico y exaltado. Hasta cuando decía a su sirviente gallego: «¡Animal, esta mañana no me has lustrado los botines!», parecía decir más bien: «¡Oidme, emperatriz! La muerte y no el deshonor. Aunque herido en mis dos alas, águila seré siempre, nunca gusano…» Era pues del Laurel un verdadero poeta decadente y modernista, ¡pero muy poeta, muy decadente, muy modernista!
Escuchó sin pestañear la lectura que con monótona y quejumbrosa voz le endilgara su amigo Simplón. Y, después de oírla, meneó doctoralmente la cabeza a uno y otro lado, diciendo:
– Como ensayo, no está mal tu cuento-poema, Juanillo. Carece de lugares comunes, y esto demuestra tu buen gusto. Pero tu prosa no está del todo escrita, y sólo queda lo que está escrito. Para leerlo en la «Estética Nueva» y publicarlo en la «Revista Azul», lo debes trabajar más, mucho más, ¡nunca es bastante!
Estaba presente un tercero, Aristarco López, inseparable amigo de del Laurel, también estudiante de derecho in nomine y per accidens; pero, en cuerpo y alma, todo un cronista «sportivo» de un diario popular. Compadecido del escaso éxito de Simplón, diole sus consejos:
– Mira, Juanillo, tu cuento es obscuro y distinguido. Tiene sin duda el mérito de palabrotas terribles. Apenas he comprendido yo el cinco por ciento de las que usas. Pero le faltan ingredientes modernistas, sensaciones modernistas, en lo que diríamos su argumento, si es que lo tiene y puede tenerlo. Nos hablas de una princesa bella y sin embargo desgraciada… Eso es ya un ingrediente, mas no basta, no basta. Necesita cuatro o cinco más. Toma un lápiz y apunta los que te voy a dictar. Son los más socorridos y me los sé de memoria.
Tomó un lápiz Juanillo, y púsose a apuntar dócilmente en su cartera cuanto le dictaba Aristarco…
– Primero – díjole éste, – pon una theoría de vírgenes que arrastran sus túnicas de lino a la sombra del laurel-rosa, cada una con un lirio en la mano. (Fíjate que la palabra «theoría» es con h, y significa un desfile de dos en dos. ¡No vayas a ponerla sin h, como si se tratara de la teoría de Savigny sobre la posesión!)
«Segundo, un lago verdinegro donde nadan amorosamente dos cisnes, a la luz del plenilunio. (No vayas a llamar al cisne «amante de Leda», porque la mitología está muy gastada; es siempre un lugar común.)
«Tercero, un albatros que vuela serenamente sobre la tormenta del Océano. (Esto es siempre de hermoso efecto, por el contraste entre la serenidad del ave y el movimiento de las olas.)
«Cuarto, un cementerio gótico abandonado hasta por las ánimas en pena; un campo de asfodelos, y también de iris blancos y lises rojos que crecen en idílica Harmonía. (No te olvides de escribir «Harmonía», con H, y mayúscula. En general, donde quiera que puedas colocar una h y una mayúscula, colócalas, como en «Harmonía», «Theoría», «Helena», «Martha»… ¡Nada más «fashionable»!)
Apuntadas estas preciosas indicaciones, Juanillo se quedó mirando a Aristarco, como preguntándole el modo de usarlas. ¿Haría una simple ensalada rusa con los «ingredientes»?..
Comprendió Aristarco su muda interrogación, y le repuso:
– Te he dado las piedras para componer el mosaico. Componlo como quieras.
Y cuando Juanillo se despedía, dando las gracias a sus amigos y consejeros, todavía Aristarco le agregó algunas indicaciones más:
– Si quieres estar siempre despampanante, nunca llames a las cosas por sus nombres… En las metáforas y paralelos, compara siempre lo claro, material y conocido, como una tormenta, con lo obscuro, espiritual y desconocido, como el estado de alma de un poeta después de haber degollado a su anciana madre…
Simplón se retiró tan contento con estas advertencias en la mollera y en el bolsillo, como si le hubieran entregado las llaves del templo de la gloria. Iba resuelto a aplicarlas en asidua y metódica labor. ¡Pero qué difícil sería embutir tan heterogéneos «ingredientes» en el pellejo de un cuento-poema!..
Sin desalentarse, trabajó, trabajó, trabajó… Y, después de veintiún días de esfuerzo y de gastar treinta y cinco bloques de papel en borradores, tenía su cuento-poema concluido, muy concluido, y tan concluido, que ya no se le podía cambiar ni media coma.
Llegó a del Laurel y a Aristarco, siempre reunidos en casa del primero, la interesante y breve composición. En ella toda una «trouvaille» para dar lógica cabida a los elementos que indicara Aristarco… Traduciéndola al pobre lenguaje de mortales, resultaba una historia conmovedora…
La princesa Belisa era bella y sentíase sin embargo desgraciada, porque su padre el rey había resuelto casarla con el príncipe Lejano. La noche antes de embarcarse para las remotas tierras de este príncipe, daba ella una vuelta por el parque, a la sombra de un bosque de laureles-rosas, acompañada de sus damas de honor. Estas formaban una theoría, arrastrando de dos en dos sus túnicas de lino, con un lirio en la mano. El lirio simbolizaba la inocencia y el sacrificio de la princesa. Pasaron así junto a un lago verdinegro, donde bogaban amorosamente dos cisnes, bajo la luz del plenilunio…
Al otro día, la princesa Belisa se embarcó con sus damas en un esquife de marfil con velas de púrpura. Pero en la mitad de la travesía estalló una tormenta que levantaba olas como montañas y cordilleras. Sobre ese océano de abismos imperaba, volando serenamente, un gigantesco albatros. Lo cual no impidió que el buque naufragase… El mar arrojó más tarde los cuerpos de las vírgenes a la playa. Recogiéronlos varios pescadores, que al ver rostros tan hermosos, ¡infelices! se enamoraron de las muertas. Lleváronlas a un cementerio gótico abandonado en un campo de asfodelos, y las enterraron. Sobre sus tumbas crecieron espontáneamente, como en almacigo, iris blancos y lises rojos. ¡Inexplicable caso, porque estas dos especies vegetales nunca, ni antes ni después, pertenecieron a la flora silvestre de la comarca!..
Terminada la lectura, Aristarco se agarraba el vientre, como para no reventar de risa…
– ¡Bien, muchacho, bien! – exclamó. – Cuando llegas a tan ingeniosa combinación de disparates, estoy por creer que tienes talento, a pesar de tus buenas notas en los exámenes.
Después de reprender a Aristarco por su frivolidad, del Laurel dijo a Simplón:
– No le hagas caso, Juanillo. Tu cuento-poema no carece de mérito por cierto… Pero tiene también sus defectos. El principal es contener demasiado argumento. Hay plétora de argumento. No necesitas hablar de tantas cosas, ni narrarlas sucesivamente como en los cuentos para niños. Busca la sensación, ¡ante todo la sensación! Y la sensación poética es producto de musicales combinaciones de palabras y no de lógica sucesión de ideas, ¡Música, música, mucha música! Y después luz, ¡oh la luz! Tú has de alcanzar todo eso, sí, tú llegarás. Ya esta composición marca un progreso sobre la primera, la tercera será mejor que la segunda, la cuarta que la tercera, la quinta que la cuarta, la sexta que la quinta, y así de seguido… hasta que llegues a la obra maestra.
Juanillo no sabía qué pensar ni qué decir, porque si en la progresión aritmética la obra-maestra sólo debía llegar en la composición número 3527, por ejemplo, ¡más le valía renunciar a la literatura!
Muy oportunamente intervino Aristarco:
– Tiene razón del Laurel, la sensación es lo primero. Pues para describir bien la sensación (no eches esto en saco roto, Juanillo), es conveniente haberla experimentado antes. Trata de ver lo que vas a describir, y sólo después podrás describirlo con relieve y sinceridad.
– No te desanimes, Juanillo – agregó del Laurel. – Recuerda que Flaubert rompió a Maupassant más de 125 manuscritos, antes de darle su aprobación al primero que publicara. Corrigiendo una y mil veces su estilo, decía: «La prosa nunca está concluida».
Esto ya era un consuelo. 125 manuscritos rápidos pueden hacerse en un año. ¡No había, pues, que remontarse hasta la alarmante suma de 3527 que al principio imaginara!
Juanillo se despidió más calmado, oyendo desde la puerta las últimas observaciones de Aristarco y de del Laurel.
– No te olvides; experimenta primero la sensación, – repetía el uno.
– ¡Música, música, mucha música! Y después luz, ¡oh, la luz! – repetía el otro.
Otra vez quedó perplejo Juanillo. Lo de «experimentar antes la sensación» le parecía un buen consejo. Mas, ¿dónde hallar en la democrática ciudad de Buenos Aires una princesa pálida y triste, para estudiarla? ¿Dónde el albatros volando sobre embravecidas olas? ¿Dónde el gótico cementerio y el campo de asfodelos, iris blancos y los lises rojos?.. Sólo cisnes en un lago verdinegro, eso si podía observar a gusto, en la estancia de su padrino, por ejemplo… ¡Eureka! Experimentaría los cisnes y después escribiría sobre ellos, exclusivamente sobre ellos, su cuento-poema. ¿No le había dicho del Laurel que, al fin y al cabo, al mismo tiempo no se necesitaban todos los «ingredientes» preconizados por Aristarco? Para una composición única, ¡bastaban y hasta sobraban los cisnes!