Kitabı oku: «Thespis (novelas cortas y cuentos)», sayfa 10
II
Dijo por esto en su casa que tenía que irse a la estancia de su padrino, en Pehuajó, a hacer importantes estudios. Asintieron inmediatamente a ello su padre, su madre, su tía y su abuelita, y su padrino le dio una carta para don José, el mayordomo, ordenando que pusiese a sus órdenes cuanto necesitase y pidiese.
En la estancia de Pehuajó, Juanillo se pasó días enteros observando las dos parejas de domésticos cisnes que poblaban, con varios gansos, un diminuto estanque bordeado de llorones sauces. Como siempre les llevaba migas de pan en el bolsillo, los cisnes, y hasta los gansos, llegaron a conocerlo y a seguirlo.
Allí, a la sombra de los árboles, en las horas muertas de la meditación, recordó la hermosa leyenda del canto del cisne. El cisne, esa ave armoniosa y blanca, siempre en la mudez del misterio, canta sólo al morir, una canción de celeste belleza… Esta leyenda le sugirió a Juanillo un interesante argumento para su cuento-poema. Podía presentar al cisne como la imagen del Poeta, que cantando rinde su alma al infinito. Cierto que los poetas escriben generalmente sus mejores composiciones en la juventud, y que muchas veces mueren viejos, con la lira destemplada o enmudecida… Pero, ¿qué le importaba eso a Juanillo si el símbolo era bello?
Resolviéndose a escribir su cuento bajo el epígrafe de «El Canto del Cisne», pensó que sería conveniente «experimentar» la muerte de un cisne verdadero, pues él nunca vio morir ninguno. Bien sabía, naturalmente, que los cisnes no cantan al morir; pero pensaba, con mucha razón, que toda leyenda responde a sus causas… El cisne, aunque no cantase, podía tener su agonía especial, su estertor, sus actitudes plásticas… Todo ello, visto y analizado personalmente, iba a sugerirle interesantes ideas poéticas. Además, su sentimiento al ver morir tan nobles animales, ¿no era ya una sensación digna de cantarse en primorosa prosa?
Pidió pues prestada al mayordomo su escopeta, encaminose al estanque, y, con el corazón sangrando, a una vara de distancia, ¡pam! asesinó el primer cisne que saliera a recibirlo, esperando la consabida migaja de pan… ¡Inútil sacrificio! El humo de la pólvora y la emoción del primer disparo le impidieron observar la muerte instantánea de la víctima…
Apuntó de nuevo, ¡pam! y cayó otra víctima… Acercose a mirarla, ¡y ella resultó un ganso viejo!.. Otro tiro, ¡pam!.. Esta vez cayó un cisne, que, como conservaba vida, fue a morirse en la maleza, escapando así a la mirada del cazador… Otro tiro, ¡pam!.. Un nuevo cisne muerto, muerto como una gallina, sin un graznido, sin un ronquido siquiera… ¡Debía ser un cisne hembra! Y como convenía observar más bien el sexo generalmente cantor de las aves, otro tiro, ¡pam! y fulminó el último cisne, un cisne macho, sin duda, pero cuya muerte no lo ilustró más que las otras… ¡Ya no le quedaba ningún otro por matar!
A los disparos acudió gente: el mayordomo, su mujer, sus nueve hijos, el capataz, la cocinera, varios peones… Todos contemplaban consternados los cinco cadáveres inocentes…
– ¡Pero, don Juan! – exclamó el mayordomo sin poderse contener. – ¡Ha matado usted todos los cisnes!..
– Y un ganso viejo – apuntó la cocinera.
– ¿No sabe usted que la señora vive mirándose en ellos? – continuó quejumbrosamente el mayordomo. – ¿Qué le vamos a decir cuando venga? ¡Y cisnes domésticos no hay en venta en Pehuajó ni en ninguna parte por aquí! Estos fueron traídos de Buenos-Aires con gran trabajo… Pero, ¿para qué los ha muerto, si no soy curioso, don Juan? ¿para qué?..
Juanillo guardó prudente silencio. ¿Cómo iba a explicar a aquella ignorante y pobre gente la intención estética que tuviera? ¿cómo?..
Terminadas las lamentaciones del mayordomo, la mayordoma comenzó las suyas:
– ¡Dios mío! ¡matar esos cisnes tan lindos que eran como los hijos de la señora!.. ¿Y qué nos dirá la señora? ¿Y qué le diremos a la señora?..
– ¡Si los cisnes no se comen, don Juan, no se comen – agregó el mayordomo. – En el campo hubiera encontrado usted caza cuanta quisiera: patos, martinetas, perdices…
Para Juanillo, que estaba como anonadado por su obra, esta última observación fue un rayo de luz…
– ¿Dice usted que no se comen los cisnes, don José? – preguntó triunfalmente. – ¡Pues sí que se comen, y muy ricos que son! ¿Para qué los hubiera matado sino para comerlos?
En la estupefacción general, observó la voz agria de la mayordoma:
– Usted dirá los pichones de ganso; pero los cisnes, los cisnes…
– ¡No digo los pichones de ganso, digo los cisnes, señora! – afirmó Juanillo dignamente.
– En todo caso – observó la mayordoma, – no necesitaba usted haber muerto a todos los cisnes; con uno le bastaba, porque son bien grandes…
– Claro…
– Claro…
– Claro… – fueron repitiendo en coro, uno por uno, los nueve vástagos del mayordomo…
– ¡Pues no! – concluyó fieramente Juanillo. – Me gustan mucho y quiero comérmelos todos, esta misma noche. ¿Ha oído? ¡Todos!..
La cocinera, una criolla vieja, clamó, santiguándose espeluznada:
– ¡Avemaría purísima!
– ¡Avemaría!..
– ¡Avemaría!..
– ¡Avemaría!.. – exclamaron otra vez, uno por uno, los hijos del mayordomo.
Y, temiendo que Juanillo fuera el ogro de los cuentos y los devorase también a ellos, escondiéronse los menores detrás de los mayores. Formaron así una larga hilera, como cuando jugaban al Martín Pescador…
Cortando la escena de temores y aspavientos, Juanillo ordenó terminantemente:
– ¡Esta noche quiero que me sirvan, muy bien asados, los cuatro cisnes y el ganso! ¿Comprenden? ¡No admitiré disculpas!
Y se retiró majestuosamente, ante un público boquiabierto y aterrorizado…
En la vida monótona de aquellas pampas la tremenda noticia circuló bien pronto. ¡El ahijado del patrón se comería esa noche, como quien se bebe un vaso de agua, cuatro cisnes y un ganso viejo! Había que ir a verlo comer, esa era la palabra de orden en la estancia y sus alrededores.
Llegada la hora, el infeliz Juanillo fue a sentarse, como de costumbre, solo ante la mesa de los amos. En las ventanas y puertas del comedor pululaban en enjambre cabezas ávidas de curiosidad… Los chicos lloraban porque los grandes no les dejaban ver… Las mujeres empujaban y codeaban a la par de los hombres…
Juanillo desplegó la servilleta con toda tranquilidad; estaba solamente un poco pálido. Y la cocinera sirvió la sopa, como siempre… Mientras Juanillo tomaba unas pocas cucharadas, los curiosos se comunicaban sus impresiones:
– ¡Quién lo diría, al verlo tan flacuchín!..
– ¡Y la sopa no estaba en el programa!..
– ¡Ya tendría preparada una droga para evitar la indigestión!..
Terminó Juanillo la sopa como si tal cosa. Y la cocinera, seguida de muchos ayudantes, fue depositando en la mesa las cinco enormes fuentes con sus correspondientes volátiles. Para acompañarlas, trajo también tres no menos enormes palanganas llenas de ensaladas de lechuga y escarola, que alcanzarían para una comida de cien cubiertos. Inmediatamente cundió por el comedor el olor fétido de la carne de cisne… Los curiosos se llevaron los pañuelos a las narices, al menos, aquellos que tenían pañuelos… Juanillo ensayó cortar un alón con el trinchante, inútilmente: la negra carne parecía madera… El capataz se adelantó entonces ofreciéndole su facón, que, recién afilado, cortaba como navaja de afeitar… Con él, a costa de penosos esfuerzos, consiguió Juanillo servirse una ración que apenas cabía en el plato…
Anhelantes, todas las bocas exclamaron:
– ¡Ah!..
Tomó Juanillo un vaso de vino para darse coraje, y medio mareado ya por la fetidez de aquella carne horrible, se puso de pie y gritó a la concurrencia:
– ¿Qué les importa a ustedes que yo coma o no coma? ¡Mándense mudar ahora mismo, si no quieren que los eche como perros!
Estaba terrible, con el cabello revuelto, los ojos saliéndose de sus órbitas y el facón en la mano… Los chicos, las mujeres y hasta los hombres lanzaron un grito de terror y huyeron despavoridos… ¿Cuál no serían la cólera y la fuerza de un hombre que tenía su apetito? Quedando solo en el comedor, Juanillo cerró herméticamente las puertas, las ventanas y los postigos… Lo que así oculto hizo para hacer desaparecer, como si la hubiera comido, tanta carne nauseabunda, mejor es no contarlo, para no meternos en cosas sucias, ni entrar en gabinetes reservados.
…Su hazaña, que se dio por hecha, extendió pronto su nombre de ogro en veinte y treinta leguas a la redonda. El empresario del «círco de lona» de Pehuajó soñó con contratar al «ogro de los cisnes», en reemplazo de «la mujer que come vidrio, espadas y fuego», pues el público ya estaba cansado de esta mujer. Lo contuvo la posición social de Juanillo, y la consideración de la dificultad que había en proporcionarle todas las noches tanta alimaña para que la comiera en público. Las piezas, una vez comidas, no podían repetirse, como ocurría con el vidrio, las espadas y hasta el fuego de la mujer tragona…
Rodeado de esta alta fama culinaria, mal que bien, Juanillo escribió su «Canto del Cisne». Volviose con él a la capital y se lo leyó con su quejumbrosa voz a del Laurel y su inseparable Aristarco López…
– Mejor, mejor, va mejor, muchacho – afirmó del Laurel. – Pero todavía ni sueñes en publicarlo. No está escrito, no.
El juicio de Aristarco fue más severo:
– Ya que eres bueno y confiado, quiero hablarte con franqueza, Juanillo – dijo a Simplón. – Tu cuento-poema se define en una sola palabra: es un mamarracho. Déjate de simplezas; reconoce que no tienes talento, como tenemos yo y del Laurel; y ocúpate de derecho y política, en los cuales no se necesita tanta inteligencia, o es, por lo menos, más fácil simularla. ¡Considera tu «Canto del Cisne» como el verdadero canto del cisne de tus ambiciones literarias!
Juanillo miró a del Laurel, ansioso de que contradijera a Aristarco; pero del Laurel estaba en ese momento bastante ocupado en acariciarse la melena… Desalentado, con la muerte en el alma, Juanillo se retiró entonces a su casa. Por el camino compró seis cajas de fósforos, resuelto a desleír el veneno en algún vinillo dulce, para que no resultase el mortal brebaje demasiado feo…
EL CAPITÁN PÉREZ
I
A modo de fiera en un redil, la desgracia se había encarnizado con la familia de Itualde. Primero perdió en especulaciones toda la fortuna el padre y jefe, don Adolfo. Poco después murió, dejando «en la calle» a su viuda, doña Laura, y sus cuatro hijos: Adolfo, Ignacio, Laurita y Rosa, la pequeña, a quien llamaban «Coca».
Doña Laura, que amaba a su esposo, lo lloró inconsolable. Y más todavía, si cabe, sintió su antigua fortuna, perdida precisamente entonces, cuando su hija mayor iba a ser una señorita. Cayó en profundo abatimiento y languideció un año más, al cabo del cual fue a reunirse con su esposo, en el sepulcro de la familia.
Adolfo, que fuera educado en la abundancia y la holgazanería, tomó sobre sí las deudas de su padre, púsose a trabajar empeñosamente, y casó con una niña modesta y bella… Pero estaba escrito que el destino probaría la paciencia de aquella familia. Al nacer el que sería primogénito de Adolfo, murió la madre y murió el chico…
«La desgracia no viene sola – pensaba Adolfo. – ¿Qué nos esperará después de estos nuevos golpes? ¿O habrá terminado ya la «racha negra»?..
Pues la «racha negra» no había terminado, y otro golpe le esperaba todavía: fracasó en sus negocios y se enfermó del pecho…
Dejándose vencer del desaliento, pronto hubiera muerto también Adolfo, sin la enérgica y generosa decisión de su hermana Laura. Habían recetado al enfermo campo y descanso o trabajo metódico y moderado. Importándosele poco su vida, ya sin halagos, pensó él descuidar los consejos médicos… Pero Laura no lo permitió. Facilitó la liquidación de su casa en la ciudad. Solicitó y obtuvo para su hermano el destino de gerente de una pequeña sucursal del Banco de la Nación, en el Tandil, interesante pueblo de la provincia de Buenos-Aires. Y fuese con él y con Coca a establecerse en el pueblo.
Adolfo había protestado.
– Yo no puedo permitir, Laura, que tú vayas a soterrarte, en plena juventud, en un pueblo de campo. Quédate más bien en casa de cualquiera de nuestros tíos, como te lo pidieron, y déjame a mi solo…
Laura replicó:
– De ningún modo. No te cuidarías, a pesar de que todavía estás a tiempo… Iremos a cuidarte con Coca. Te haremos allá un confortable hogar… Para nosotras no será sacrificio alguno, porque llevaremos un largo luto antes de podernos distraer y divertir. Y en ninguna parte se lleva mejor el luto que en el campo.
Accedió Adolfo, y fue a instalarse con sus dos hermanas en una modesta casa-quinta del pueblo donde debía desempeñar su nuevo cargo. Ignacio no los acompañaba porque, siendo alférez, vivía en el cuartel su vida militar.
Hizo Laura prodigios con el poco dinero que llevaran y con el escaso sueldo de su hermano. Poco a poco, comprando un mes un mueble y otro mes otro, amuebló toda la casa. La hizo pintar, empapelar, decorar. Llenó las habitaciones de tiestos, moños, grabados ingleses, mecedoras, almohadones, lámparas con delicados abat-jours… Hizo arreglar el jardín, improvisó una huerta, cuidó un corral de aves domésticas… Y todo esto, agregado a su biblioteca, su subscripción a varias revistas, y a sus habilidades caseras, hicieron de la casita un verdadero oasis en el desierto de Tandil.
Adolfo olvidó allá su perdida mujer, que no fuera, por cierto, un dechado de diligencia… De carácter tranquilo, acostumbrose pronto a la sosegada vida de un burócrata de aldea. Puso todo su empeño en el servicio del banco y encontró allí una distracción y un rumbo. Llegó así otra vez a comprender el bonheur de vivre y a amar la vida. En consecuencia, su sangre tuvo vigor bastante para cicatrizar las incipientes llagas de sus pulmones, y se sintió fortalecido y casi curado.
En aquella monótona existencia campestre de la familia de Itualde, también corría el tiempo. Y Laura cumplió los treinta años, Coca los veinte. Como la sociedad mejor del Tandil era rústica y cuentista, la habían evitado en su vida discreta y retirada. Temían, y con razón, que su superioridad chocase demasiado en aquel medio y que la maledicencia tomase pronto el desquite…
Por ahora, las «morochas» del pueblo se contentaban con llamarlas «esas orgullosas de Itualde». ¡Y había que ver con cuánto menosprecio las calificaban de «orgullosas», sabiendo que no eran ricas!.. Poco les importaba a ellas este menosprecio, con tal de que las habladurías no pasaran a mayores…
Constituían la única verdadera diversión de las dos muchachas huérfanas las cortas temporadas que pasaban en Buenos-Aires, en las casas de sus parientes. Pero nunca quisieron, especialmente Laura, prolongar esas ausencias, por no dejar largo tiempo solo a Adolfo.
Laura no era bonita. Con su alma deliciosamente tierna y femenina, sus formas parecían demasiado rígidas y sus maneras demasiado decididas. En cambio, Coca, que no poseía un temperamento tan femeninamente abnegado, se había hecho una mujer elegante, flexible, de agraciados modales y hermosa fisonomía. Era la beauty del Tandil. Tenía no menos de quince admiradores silenciosos, que iban todos los domingos y fiestas de guardar a lanzarle sus incendiarias miradas en el atrio de la iglesia, cuando salía de misa de nueve. No tenían más remedio que admirarla de lejos, pues ella esquivaba toda ocasión de tratarlos. Sin embargo, no faltó quien la acusara de «coqueta»…
De vuelta de una de estas idas a misa, las recibió una vez su hermano con una noticia importante. Había llegado al Tandil, a organizar una estancia inmediata al pueblo, que acababa de comprar, un antiguo amigo suyo, don Mariano Vázquez, soltero y de buena familia, excelente persona que iban a tratar con frecuencia…
– Le he invitado a comer para esta noche – dijo a Laura. – ¡Y es todo un novio el que te anuncio! – agregó bromeando.
Laura se había puesto escéptica en materia de novios. Pensaba que no se casaría, ella que naciera madre, por sus sentimientos, de todo ser que necesitase su auxilio o protección.
Como no frecuentaba la sociedad, no conocía las rivalidades femeninas y su carácter de soltera de treinta años no parecía agriado… Por eso no hubo el más leve sarcasmo en su clara y bien timbrada voz cuando contestó a Adolfo:
– Mil gracias. Pero si tu don Mariano es un candidato a novio… lo será a novio de Coca.
Coca preguntó entonces:
– ¿Qué edad tiene?
Adolfo repuso:
– No sé bien… Creo que cuarenta años.
– ¡Cuarenta años! – exclamó Coca. – Pues se lo dejo a Laura.
Arreglando la casa para recibir la visita anunciada, Laura y Coca conversaban y se divertían a costa del candidato todavía desconocido…
– Es preciso que usemos de todas nuestras armas – decía riéndose Coca, – para vencerlo y que quede en casa, contigo, y si tú no quieres o no puedes, aunque sea conmigo… Dime, Laura, ¿y qué harás tú para conquistar a ese don Mariano?
– ¿Yo? – contestaba distraída y complacientemente la hermana mayor. – Lo que tú quieras. Le pondré ojitos tiernos… le diré palabras dulces…
– ¡Qué mala idea! ¡Cómo se ve que no conoces a los hombres!
– Y tú, ¿los conoces acaso?..
– Por lo menos sé que deben ser tratados enérgicamente para que se les venza y domine… ¡Con ojitos tiernos, con palabras dulces, poco ha de hacerse!..
Laura miró sorprendida a su hermana, diciéndole irónicamente:
– Habrá que tratarlos a rebencazos…
Encogiose de hombros Coca y rectificó:
– ¡Tonta! No quiero decir eso, y bien lo sabes… Quiero decir que para enamorar a los hombres no es conveniente ser buena y franca. Hay que ser coqueta y mentirosa.
– Según con qué hombres…
– ¡Con todos! ¡Todos son iguales!
– Pues no te aconsejo que ensayes el sistema…
– ¿Con ese Mariano Vázquez?..
– Con ése.
– ¿Y por qué no con ése?..
– Por lo que yo me sé…
Y Laura dijo lo que se sabía, habiéndolo oído contar en casa de su tía Viviana. Don Mariano Vázquez tuvo en sus mocedades una novia, a quien idolatraba… Pero ella, la muy picara, rompió un buen día el compromiso para casarse con su primo, un calavera «de siete suelas»… Don Mariano debía ser pues un hombre melancólico y escarmentado…
– Sea como sea – afirmó esa locuela de Coca – es un hombre, y hay que emplear con él los recursos que sirven para con todos…
– ¿De dónde tú tan enterada?..
– Es que tengo dos orejas que oyen bien y dos ojos que no ven mal.
– Tu cabeza es la que piensa mal, tu cabeza de chorlito…
Coca se picó y repuso prontamente:
– Hagamos entonces una apuesta. Pongamos en práctica los dos sistemas, el tuyo y el mío, a ver cuál da mejor resultado con Vázquez. Tú harás la niña buena y yo haré la niña mala… La que le trastorne primero el seso se casará con él y… como es muy rico… dotará a su hermanita, si se queda soltera. ¡Trato hecho!.. ¡Nada de echarse atrás!..
Como no podía enfadarse, Laura se rió de la malicia de su hermana… Y su hermana, tomando esta risa por su aceptación de la apuesta, exclamó triunfante:
– ¡Aceptas!.. ¡Pues ya verás!.. Pero tendrás que ayudarme en todo… Yo fingiré novios y coqueterías, ¡y tú vas a desmentirme!.. En cambio yo no me cansaré de hacerte «réclame», insinuando tus condiciones de hacendosa y casera… ¿Estamos?.. ¡Pues ya verás!..
Y para que Laura no se arrepintiese del pacto tácitamente consentido, Coca se lo estuvo recordando constantemente… Tú harás esto… Yo haré lo otro… Tú te pondrás bonita, pero con tu traje azul de ama de llaves y hasta con un delantalcito muy mono… Yo me emperejilaré con todas mis galas: me pondré flores y polvos; aun me pintaría un lunarcillo en la cara si Adolfo no fuera a notarlo…
Sugestionándose por su propia charla, Coca se hizo, mientras hablaba, el cuidadoso aliño de una prometida para su primera entrevista con el novio. Laura tampoco se descuidó, no viendo gran peligro en las chanceras intenciones de Coca… Y así fue que todavía estaban riendo y proyectando, cuando sonó, a las siete en punto, un breve campanillazo. Era don Mariano Vázquez que llamaba a la puerta de calle.
II
Don Mariano, un cuarentón bien parecido y mejor conservado, se presentó como amable hombre de mundo. Manifestose alegre y decidor. Si tuvo una novia inconstante en otro tiempo, esa novia parecía ya harto olvidada.
Dio durante la comida alguna broma a Adolfo, con una «elegante señorita» que había visto en la ventana de una casa vecina. Adolfo protestó ingenuamente; él no volvería a casarse…
– Se encuentra usted demasiado bien así – dijo Vázquez – con unas hermanas como las que usted tiene… ¡Feliz de usted!.. Pero esta felicidad no puede durarle toda la vida… Ellas se casarán alguna vez…
– ¡Oh no!.. – interrumpió Coca.
– ¿Y por qué no se casa usted? – preguntó Adolfo a su amigo.
– En cuanto a mí – contestó Vázquez, con un vago dejo de tristeza – debo decir que siento no haberme casado… ¡Sobre todo cuando visito un «home» tan alegre y cariñoso como éste!
– ¡Pero aun está usted a tiempo de casarse, señor Vázquez! – interrumpió otra vez Coca, como distraídamente y como arrepintiéndose luego de su distracción…
Vázquez no se dio por entendido, y siguió hablando, ahora de temas indiferentes. Describió su establecimiento, exponiendo sus planes y proyectos con juvenil animación. Terminó insinuando su deseo de que lo honrasen pronto con su visita de buenos vecinos de campo…
– Aunque mi hospitalidad y mi mesa de solterón – añadió – no serán tan confortables como las de esta casa…
Coca hizo un gesto como diciendo que no les importaba la casa y la mesa, sino el dueño de casa y amigo… Mientras éste, saboreando el postre, un dulce de fresas, exclamaba sinceramente:
– ¡En mi vida comí nada más delicado!
– Es obra de Laura – observó Coca, faltando impudentemente a la verdad, porque ella era la autora del dulce. – Esta Laurita tiene unas manos de oro para la cocina… Yo la envidio; pero prefiero pasear o leer a perder mi tiempo en esas labores caseras. Y miró a su hermana mayor para que no la fuera a desmentir. ¡Cada cual debía desempeñar hasta el fin el papel que se impusieran!
Y desempeñando su papel, por seguir la broma, Laura ofreció más dulce a Vázquez… Luego le convidó con un licor de su cosecha… y dejó que admirara su habilidad – esta vez verdadera – en el arreglo de la casa…
A su vez, Coca no olvidó un momento de hacerse la coquetuela, melindrosa y casquivana. Dijo que la música le atacaba los nervios, que detestaba el campo, que su ideal era el dolce far niente, y cien necedades más…
Vázquez le preguntó si tenía novio, y ella se puso muy colorada al contestar débilmente que no, como si dijera: «Los tengo a montones».
– Supongo que todavía hay jóvenes de buen gusto en el mundo – dijo galantemente Vázquez.
Con femenina impertinencia, Coca le repuso:
– Los jóvenes de buen gusto no me han de querer a mí, pobre y rústica campesina…
Después de comer, Coca ofreció bombones al estanciero, en su rica caja de porcelana de Saxe, resto de los antiguos lujos de la casa.
– ¡Hermosa bombonera! – observó Vázquez, admirándola.
– Un recuerdo del corso de las flores, en la última temporada que pasamos en Buenos-Aires… – aclaró Coca, afectando cortedad.
– ¿Regalo de quién?..
– ¡Oh, no suponga usted nada!.. De un buen amigo y compañero de armas de mi hermano Ignacio… el capitán Pérez…
Y así soltó, aprovechando la ausencia de su hermano Adolfo, que se había levantado a traer cigarros, el primer nombre que se le vino a la cabeza… Dijo «Pérez» como podría haber dicho «Fernández», «Rodríguez» o «Martínez». Lo importante era inventarse un novio, ya que no lo tenía verdadero, para despertar celos en Vázquez… ¡Los hombres debían sentir los celos antes del amor!..
Laura miró con asombro a su hermana, y no se atrevió a aclarar el punto, dejando correr la invención del «capitán Pérez», el pretendiente fantasma…
Despidiose Vázquez y volvió al cabo de tres o cuatro días. Sus visitas menudearon desde entonces. Venía a jugar al ajedrez con Adolfo. Se hizo íntimo de la casa…
En presencia de Coca, nunca se olvidaba de mentar al capitán Pérez, con cualquier pretexto…
Una vez, Adolfo preguntó:
– ¿Quién es ese capitán Pérez?
Levemente turbada, sin mirarle, Coca le repuso:
– Un amigo de Ignacio… Creemos que ahora está con él en el campamento de Mendoza, pues era de su mismo batallón…
Viniendo en auxilio de su hermana, Laura agregó:
– Lo conocimos y tratamos mucho en casa de tía Viviana, a donde iba casi diariamente.
«Es extraño que no hablaran antes de tal capitán Pérez», pensó un momento Adolfo, sin dar al militar mayor importancia…
Por el contrario, Vázquez parecía darle importancia… Y nunca se olvidaba de colocar a su respecto alguna palabrita, que Coca escuchaba simulando una displicencia afectada…
El personaje imaginario llegó así a ser familiar en la casa. La misma Laura, que afirmaba haberlo conocido y tratado en casa de la tía Viviana, se prestaba a una broma que parecía inocente… El capitán Pérez era simpático, buen mozo, alegre, en fin, poseía numerosas condiciones que la buena voluntad pudiera suponer en cualquier sujeto militar joven… Tenía un brillante porvenir… Se había batido una vez en duelo… Y el capitán Pérez esto… y el capitán Pérez aquello…
Estando una tarde Vázquez de visita, recibieron del campamento de Mendoza la fotografía de los oficiales del cuerpo, que les enviaba Ignacio, últimamente ascendido a teniente primero. Laura lo buscó en el grupo y se lo indicó a don Mariano… Y Coca, anticipándose a un deseo de éste, señaló con su dedito rosado un oficial cualquiera, diciendo, con agradable sorpresa:
– Y aquí está el capitán Pérez…
– ¿Cuál? ¿cuál? – preguntaron a un tiempo Adolfo y don Mariano, no pudiendo precisar la indicación de Coca.
Coca, imperturbable, señaló:
– El tercero a la izquierda de Ignacio… Ese que tiene la mano puesta en la cintura.
El «que tenía la mano puesta en la cintura» era uno de tantos, sin señas particulares, de bigote y de uniforme como los demás…
– Está bastante parecido – observó Laura, dando un pellizco en el brazo a su traviesa hermanita.
– Regular… – contestó ésta. – Es más buen mozo.
Con más sorna que ironía, intervino Vázquez:
– Pues en el retrato parece un negro…
– ¡Un negro! ¡un negro! – exclamó Coca indignada. – ¡Si es más blanco que usted!..
– Es que la fotografía es bastante mala – observó Adolfo, con su acostumbrada buena fe.
Los originales son sin duda mejores que el retrato – agregó Vázquez. – ¿No es verdad, Rosa?
Sólo después de un rato, Coca se dio por entendida:
– ¿Me habla usted a mí, Vázquez?.. Llámeme «Coca» entonces, como todo el mundo, ¡por favor!.. Yo no sabría a quién habría hablado usted, si me llama «Rosa»… «Coca» me llaman todos mis amigos… ¡Y creo que tengo bien el derecho de pensar que usted es uno de ellos, y de los mejores!
Don Mariano asintió, inclinándose con galantería y sonrojándose levemente:
– Mil gracias por considerarme un amigo, aunque un poco paternal… ¡Pues «Coca» llamaré mientras viva a la más bonita niña que he conocido!
Al oírle, Coca le amenazó graciosamente con su abanico chinesco…
– Si es usted un amigo tan paternal, principie por no hacerme cumplimientos ni adularme. ¡Los piropos son un veneno para las niñas frívolas y coquetas como yo!
Y miró a Vázquez con la más tierna de sus miradas y le sonrió con la más mona de sus sonrisas, como diciéndole: «Pero no importa que las lisonjas sean un veneno. Yo soy golosa de ese veneno como un ratoncillo… ¡Sobre todo cuando viene de persona tan simpática como tú!»
¡Era demasiado para don Mariano!.. ¡Con qué gusto se cambiaría por aquel afortunado capitán Pérez!.. ¡Y pensar que tan odioso militarejo pudiese llegar de un momento a otro a destruir el pequeño e inocente placer de su amistad con la deliciosa criatura, como un asno que arranca con los dientes, al pasar por un jardín, una florida mata de claveles!