Kitabı oku: «Comida y libertad», sayfa 3
10 Hemos optado por dejar este término para los mercados de productores a lo largo del libro, tal como hace el autor en la edición original. [N. de los T.]
11 En español en el original.
12 Bueno, limpio y justo…, op. cit., p. 268.
13 En su «Elogio de la metamorfosis», publicado el 20 de enero de 2010 en Le Monde y La Stampa, Edgar Morin describía estos procesos y sostenía: «Todo tiene que volver a empezar. Y, en efecto, sin que lo sepamos, todo ha vuelto a empezar ya».
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¡A MÍ ME GUSTA!
El 31 de marzo de 2012 me encontraba de viaje por África con un grupo de gente. Estábamos en Kenia. El día anterior nos habíamos desplazado en coche desde Nairobi hasta Nakuru, dejando la capital (un hervidero de contradicciones, atascos y humedad) para dirigirnos hacia el Valle del Rift. De camino, pasamos por lugares inolvidables que hicieron disfrutar a nuestros ojos con algunos de los espectáculos más sensacionales de la tierra, como el que ofrece la carretera a Gilgil en un punto panorámico, donde la vista se despliega sobre el valle y llega hasta el horizonte. Aquella mañana, aún asombrados por tanta belleza, salimos pronto de Nakuru en dirección a Lare. Queríamos visitar el Baluarte Slow Food14 creado para proteger el cultivo de la calabaza local. Lare se encuentra en el antiguo distrito de Njoro, cerca del bosque de montaña de Mau, el más grande de África oriental. Se asienta sobre uno de los altiplanos del Valle del Rift, una zona que en los últimos años ha sufrido de forma dramática las alteraciones de las lluvias, probablemente a causa del cambio climático, lo que ha tenido consecuencias importantes para la seguridad alimentaria de la población. No por casualidad en aquel preciso momento del año los agricultores locales llevaban un mes esperando las lluvias, que estaban tardando mucho en llegar. Un retraso que, en aquellos lugares, se traduce enseguida en hambre: allá, los caprichos meteorológicos tienen consecuencias mucho más graves que las pequeñas molestias de las que solemos quejarnos en Europa.
La calabaza de Lare, a la que hay que defender de la amenaza que suponen otras variedades comerciales más productivas y que no son autóctonas, se adapta bien a los climas semiáridos. Ofrece un extraordinario rendimiento ya que de ella se consume tanto el fruto (que también sirve para hacer conservas, harina y zumo) como las hojas. Y esto permite alcanzar una relativa autosuficiencia alimentaria incluso en periodos críticos como el que estaban viviendo durante nuestra visita. Aquella era normalmente una época de siembra, pero ese año aún no había sido posible plantar nada. En la aldea se empezaba a extender cierta preocupación, aunque esto no evitó que nos acogieran calurosamente. Pasamos a los patios de dos sencillas viviendas que, por como estaban organizadas, me recordaron vagamente la humilde casa de dos habitaciones en la que vivía mi abuela, hace ya más de sesenta años, en la planta baja de un patio típico de Bra. En el centro de estos patios de Lare ondeaba la bandera del caracol y nos recibieron con discursos solemnes y con muestras de la agricultura y la biodiversidad locales. Paseando por los campos limítrofes, nos enseñaron cómo trabajan el producto del Baluarte, desde la selección de las semillas, que los agricultores de la comunidad intercambian entre sí, hasta la molienda de las calabazas, previamente ralladas y desecadas para obtener una deliciosa harina que se puede consumir durante todo el año. Las calabazas son de color verde claro, con vetas blancas, y tienen la pulpa naranja. Tradicionalmente, se conservaban en paja, dentro de hoyos excavados en la tierra, pero hoy se guardan en graneros. El Baluarte había nacido en 2009, a raíz de una investigación sobre la comida tradicional de aquella región (llamada Molo) llevada a cabo por los estudiantes kenianos de la Universidad de Ciencias Gastronómicas de Pollenzo15. El proyecto reúne a treinta productores —ocho hombres y veintidós mujeres— que se han asociado para trabajar juntos en todas las fases de la producción. Como es natural en un lugar en el que la agricultura sigue representando un recurso de primera importancia, las mujeres son las auténticas protagonistas del Baluarte y desempeñan un papel esencial.
Lo novedoso en este caso es que las mujeres también gestionan un pequeño restaurante, que es parte del proyecto y se llama Slow Food Hotel. Como todos los restaurantes de la zona, es un establecimiento muy humilde. Cocinan en el patio, al aire libre, en grandes ollas y sartenes que ponen sobre el fuego. En el interior, apenas hay sitio para un par de grandes mesas y unos cuantos bancos, de modo que tuvimos que apretarnos tanto que casi no podíamos ni movernos. Algunos de mis colaboradores presentes, italianos y kenianos, que sabían de mis problemas de salud, estaban un poco preocupados por las condiciones higiénicas que, sin duda, no se ajustaban del todo a los estándares europeos del sistema APPCC (Análisis de Peligros y Puntos Críticos de Control). Pero, en realidad, todo estaba limpio y perfecto: era tan solo distinto, digno en su pobreza. Ignoré las sorprendidas miradas de quienes viajaban conmigo, en parte porque ya era más de la una de la tarde y tenía bastante hambre. Enseguida empezó a llegar al patio una interminable serie de ollas y bandejas repletas de salsas, de guisos y platos preparados a base de pulpa y hojas de calabaza como el kimito, al que se añaden patatas y habas. Con la harina de calabaza habían preparado el chapati, que por una curiosa casualidad de la historia (el uso intensivo de fuerza de trabajo india en la construcción del ferrocarril entre Kenia y Uganda y su consecuente migración) se había convertido en el «pan» nacional de Kenia. Nos sirvieron unos buñuelos llamados mandazi, también preparados a base de harina de calabaza, y luego semillas, tanto tostadas como hervidas, un porridge y un riquísimo zumo de calabaza. La carne era de cordero y ternera, con los condimentos más variados. Tal vez, juzgando solo por las apariencias, un europeo quisquilloso habría arrugado la nariz, y el gourmet clásico habría quedado horrorizado por la «presentación». Pero yo recuerdo aquella comida como una de las mejores en casi tres semanas de viaje.
No pude contener un: «A l’è bun! A mi susì ’em pias!»16, en mi dialecto piamontés, el que utilizo sobre todo para expresar los sentimientos más fuertes, los más viscerales, porque quería mostrar todo mi aprecio a las cocineras, que reían o sonreían, entre satisfechas y emocionadas. Después de todo, ¿qué significa que algo esté «bueno»? Aquella comida me produjo un verdadero placer gastronómico: era abundante, sabrosa y original; me había saciado y permitido descubrir nuevos sabores; era parte integrante del contexto, de lo que se cultiva, cría y come en aquel lugar; y todo esto me hizo sentir casi como en casa, en una casa distinta pero igual de acogedora. Estaba ante el producto de una tradición antigua, de un nuevo sincretismo y de unas hábiles manos como eran las de esas cocineras maravillosas, tanto desde el punto de vista culinario como humano. Más allá del sabor había mucho saber, y tras la visita de aquella mañana, fui capaz de comprender sus problemas, su angustia por el clima, su forma de hacer y de estar juntos. Estoy hablando de un sentimiento de fraternidad, del placer de compartir, de las técnicas caseras y de la creatividad gastronómica. Me di cuenta de que las mejores recetas de nuestra tradición regional comparten las mismas características, además del recuerdo colectivo del hambre del pasado y del talento de las mujeres para conseguir mucho con poco. A l’era propi bun. Verdaderamente bueno. Cuando salimos de aquella habitación-restaurante algo oscura, donde también habíamos rezado, pero sobre todo cantado y reído juntos, el cielo estaba muy nublado, lo que suscitó alivio y algunas sonrisas, que se relajaron aún más mientras nos hacíamos unas fotos de recuerdo. Aquellas sonrisas se han grabado en mi memoria junto con aquellos sabores del Slow Food Hotel, y ya nunca se borrarán. Sobre todo, cuando reflexiono sobre lo que está «bueno» y lo que no lo está. Cuando reflexiono sobre lo que puede significar una gastronomía liberada en lugares como África.
14 Los Baluartes (presidi en italiano) son proyectos locales que nacen con el objetivo de prestar un apoyo específico a productos amenazados. Este apoyo puede adoptar formas muy diversas (por ejemplo, financiación a los productores, construcción de infraestructuras, marketing, activación de redes comerciales, etcétera). [N. de los T.]
15 Universidad fundada en 2004 por iniciativa de Slow Food en colaboración con las administraciones regionales de Piamonte y Emilia-Romaña (cfr. capítulo 10 y Glosario). [N. de los T.]
16 ‘¡Qué bueno está! ¡A mí sí que me gusta!’. [N. de los T.]
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VINOS LIMPIOS
En los últimos años, cualquier persona atenta a la gastronomía o apasionada del vino habrá oído hablar sin duda del fenómeno llamado «vino natural», y quizá hasta haya caído rendida a sus pies. Alice Feiring, autora del libro Naked wine [El vino al desnudo] (publicado por Slow Food en 2013), lo describe con palabras muy sencillas: «Es un vino producido en un terreno que no ha sufrido tratamientos químicos, al que no se ha añadido ni quitado nada».
Cualquiera que siga de cerca el mundo de la restauración y la crítica periodística se habrá visto tentado, en los últimos tiempos, a hacer un viaje a París para probar la sorprendente cocina de los neobistrots. Estos locales alegres, con las típicas mesitas minúsculas, que ofrecen un servicio informal y una carta reducida —carta que, además, van cambiando según el mercado del día—, y disponen de productos frescos y de temporada —todos de proximidad y ecológicos—, reinterpretan el modelo clásico del bistrot. En sus cocinas trabajan cocineros galardonados con estrellas Michelin en el pasado o jóvenes que se han formado en los fogones de los grandes restaurantes, antiguos sous chef que ya no quieren seguir bajo la sombra de un famoso cocinero y que desean liberarse de los oropeles, los costes y las restricciones que conlleva la gestión de un restaurante de alta cocina. Así, una nueva generación de cocineros ha estampado su firma en estos establecimientos juveniles y sencillos, siempre muy agradables, en los que hay poco donde elegir, pero donde se come muy bien y a un precio relativamente bajo: justo como en una tasca italiana, y con el mismo bullicio social de nuestros locales tradicionales. La fórmula, que se inventó en París, está conquistando toda Francia y ha llegado a insinuarse incluso más allá: la vemos en el estilo de las nuevas tabernas italianas y en pequeños restaurantes españoles. Sitios como Le Baratin, Septime, Saturne, La Gazzetta, Racines, Rino, Aux Deux Amis, Chatomat, Roseval y Le Chateaubriand (que en los últimos años no han parado de clasificarse entre los cincuenta mejores restaurantes del mundo, a pesar de tener características completamente distintas a ellos, causando una gran sensación) marcan una de las tendencias más relevantes de la restauración internacional; una nouvelle vague que, después de unos años algo oscuros, vuelve a colocar a Francia en el primer plano del panorama mundial, junto con —por orden de aparición— la España de El Bulli, los países nórdicos del Noma y ahora también la América Latina de Gastón Acurio y Alex Atala.
Precisamente un elemento común a todos los neobistrots es la presencia casi exclusiva, en todas las mesas, de vinos naturales, servidos en botella o en copa. Vinos sin anhídrido sulfuroso, ecológicos o biodinámicos, tratados lo menos posible a fin de que, a decir de quien los produce y aprecia, expresen de forma más directa el contexto territorial y agrícola del que proceden. Es una suerte de revancha de la naturaleza sobre la cultura. Un boom tan increíble que ha adquirido los rasgos de una moda y que, en ocasiones, ha alcanzado tal nivel de intensidad, de terroirisme y de oposición entre los tradicionalistas y los defensores de una limpieza absoluta totalmente exagerados, que repite escenas que ya hemos visto con anterioridad.
La división en bandos y facciones que el debate sobre el vino natural ha generado en el mundo enológico recuerda, en cierto modo, a lo que ocurrió con la llegada de la barrica a Italia. Fue justo aquella generación de jóvenes posmetanol la que empezó a usarla, tras haber estudiado en Francia cómo se afinaban los grandes vinos de envejecimiento. Los barolo, los barbaresco, los llamados Supertuscans y tantos otros vinos de la península —los más tánicos y fuertes— se beneficiaron de esta técnica de bodega: en muchos casos se alcanzaron resultados increíbles; en otros, el sabor a madera de roble (que se utilizaba para tapar los defectos) era tan fuerte que algunos catadores de Piamonte, al probar aquellas botellas, decían: «A smia ’d mordi ’na barrique», ‘Es como morder una barrica’. Como en cualquier otra situación, de lo que se trata es de encontrar la justa medida, un término medio realzado por la destreza en los viñedos, el dominio de la técnica de bodega y la sensibilidad hacia una materia viva y en continua evolución como es el vino. La barrica ayudó a muchos pequeños productores italianos a alcanzar la escena internacional —de ahí la calificación «vino de gusto internacional» para aquellos vinos franceses, italianos, americanos y australianos afinados en madera— y no me cuesta admitir que yo mismo me entusiasmé con ella y, conmigo, todos los catadores de Vini d’Italia —guía que, entretanto, se estaba imponiendo como una herramienta capaz de orientar el mercado en virtud de la asignación anual de sus Tres Copas—.
Los reconocimientos del sector llovían para los vinos en barrica, y tal vez esto también indujo a muchos a recorrer el nuevo camino. En los primeros años hubo un renacimiento. Muchas producciones mejoraron la calidad y ampliaron sus posibilidades de vida y evolución en la botella, llegando a competir con los mejores pagos de Borgoña y de Burdeos. Ya lo dije al comienzo del capítulo: fue una liberación. El éxito del método productivo llevó a muchos a adoptarlo, pero también a abusar de él hasta el extremo de que, ya desde el principio, los grandes «puristas» del barolo (como Bartolo Mascarello o Battista Rinaldi) se opusieron al empleo de la barrica —todavía hoy se habla de la mítica etiqueta dibujada a mano por Mascarello, «No barrique. No Berlusconi», que fue retirada de los escaparates de Alba en periodo electoral—, demostrando así que se podía producir un barolo excepcional incluso sin la madera, con las técnicas más tradicionales. La disputa parecía no tener fin y, aunque con mucho menos ruido, sigue dividiendo a muchos apasionados, si bien es cierto que hoy nos movemos en el campo de las preferencias y los gustos, y no ya en el de las oposiciones casi ideológicas.
En un momento dado, pues, la barrica se puso de moda y, como ocurre con todas las modas, una vez que se desvirtúan los principios que las han impuesto y ya solo se persigue el mercado, corrió un serio riesgo de perder todo su valor. Hoy, en cambio, lo que parece de moda es el vino natural, según se deduce de las cartas de vinos, las pizarras de París y las elecciones de muchos restaurantes italianos que prestan una atención especial a los vinos. Es cierto que el vino natural ha favorecido una pequeña revolución: ha puesto el foco en los procesos productivos más respetuosos con el medio ambiente y la salud, ha «liberado» nuevas denominaciones y territorios ayudándolos a expresar toda su diversidad y ha empujado a los críticos a volver a «recorrer los viñedos» para entender mejor el fenómeno. A juzgar solo por estas producciones, parece que estamos ante una nueva revitalización, una nueva efervescencia y una nueva pasión en el mundo del vino. En efecto, entre los naturales es posible encontrar grandes vinos (entre los cuales hay ya algunos clásicos, puesto que la producción biodinámica se realiza desde hace muchos años en algunos de los mejores pagos de Borgoña o del champán), pero también hay verdaderos brebajes que aspiran a despertar el interés por el mero hecho de haber sido elaborados con arreglo a principios totalmente naturales. La supuesta rivalidad entre vinos naturales y el resto de la producción enológica también hay que leerla en función de estos resultados, aunque no solo: lo esencial es que plantea algunas preguntas de carácter filosófico acerca de los propios conceptos de naturalidad y autenticidad. Lo escribe muy bien Nicola Perullo, en un artículo publicado en el primer número de 2013 de Slow. La rivista di Slow Food, cuando compara el vino, como ser vivo, con el organismo humano:
La cuestión es compleja y se mueve dentro de límites inciertos. Por poner un ejemplo, hoy un tratamiento dental no se considera una prótesis superflua como en cambio (todavía) lo es la inyección de bótox en los labios. El cuidado de los dientes de un ser humano no es objeto de disquisición estética acerca de la naturalidad de un rostro como lo es este uso del bótox. Algo parecido ocurre con el vino: el uso de anhídrido sulfuroso está tolerado y admitido incluso por aquellos que tienen una filosofía no intervencionista, y hasta los protocolos biodinámicos admiten su empleo, aunque en cantidades muy reducidas en comparación con los vinos elaborados mediante procedimientos convencionales. Sin embargo, el uso de levaduras seleccionadas, de concentradores para la fermentación o de taninos líquidos y aromas añadidos sí que está siendo muy discutido, criticado y cuestionado. Una cierta ideología del vino nos ha llevado a creer que estas diferencias no importan. Como si no prestáramos atención a la diferencia entre un cuerpo modelado gracias a la cirugía plástica y otro sin ella. El paradigma estándar de la degustación convencional se ha olvidado casi por completo (a veces de forma consciente, en la mayoría de las ocasiones por una dichosa ignorancia) de reconocer tales aspectos. […] Es posible que, con respecto a un código de autenticidad basado en casos precedentes, un determinado vino natural se presente como excéntrico, fuera de norma. Por tanto, hay que evaluar cada caso específico y negociar el juicio. En efecto, si es cierto que existen posiciones extremistas que promueven una filosofía de la producción realmente minimalista —no añadir nada a los procesos espontáneos de fermentación y maduración, y aceptar todo lo que conllevan—, la mayoría sigue prefiriendo una filosofía mínimamente intervencionista —añadir lo menos posible, de manera que el vino exprese lo mejor de sí mismo, siempre según sus posibilidades naturales, pero corrigiendo los defectos más graves que pueda tener—. Para esto no existen recetas ni reglas a priori. Reconocer la autenticidad y la naturalidad significa apreciar, a través de un beber atento y sensible, un variado conjunto de elementos reconociendo un organismo complejo. Al aficionado más experto le corresponde comprobar la autenticidad y naturalidad. La educación estética del gusto es un horizonte igual de imprescindible para el vino natural.
Al final, la cuestión que más atención acaparan los vinos naturales es, por encima de cualquier otra, la concerniente a lo «bueno», la relativa al gusto. Ciertamente, la última palabra la tiene siempre el bebedor atento, que decide en función de su sensibilidad y experiencia, aunque a mí, personalmente, lo que más me interesa de los vinos naturales es lo «limpio».
Vuelvo la mirada hacia las Langhe, mi tierra, y me vienen a la mente unas palabras de Bartolo Mascarello, quien, en el momento de máximo esplendor económico para los viticultores locales, sostenía: «Aquí, en las Langhe, deberían poner a la entrada de los pueblos un cartel que diga: “Territorio golpeado por un repentino bienestar”». Cómo no darle la razón. Cuando se empezaron a ganar grandes sumas de dinero con el vino, en las Langhe empezaron a proliferar unas naves horribles en las vaguadas y también más arriba, en las colinas. No había reparos a la hora de desmontar una colina para construir una nueva bodega, cada una más grande que la anterior. Por todas partes aparecían nuevas y amplias residencias y decir de ellas que tenían un estilo hollywoodiense sería quedarse corto. Se plantaban viñedos hasta llegar casi a los bisun, los canales de riego, y no pocos de ellos estaban mal orientados con el fin de aumentar la producción, en detrimento de la calidad, y explotar al máximo la nueva gallina de los huevos de oro que los productores —con el recuerdo todavía fresco del hambre que pasaron los padres— se habían encontrado entre las manos gracias a unos vinos de calidad excepcional, sostenidos por la producción en barrica y que en los mercados extranjeros se vendían solos. En todos aquellos viñedos se desherbaba de forma sistemática y se aplicaban abundantes tratamientos químicos, hasta el punto que un productor llegó a confesarme que se había pasado al ecológico porque estaba cansado de tener que encerrar en casa a sus hijos, que habían empezado a mostrar claros signos de malestar cuando empleaba los productos fitosanitarios y antiparasitarios. Con la llegada de los nuevos viñedos, empezaron a desaparecer los bosquecillos y los setos que en las zonas peor orientadas garantizaban la presencia de fauna menor y de pájaros que se alimentan de insectos y parásitos: se rompía así un frágil equilibrio y el terreno perdía fertilidad. Y no es un fenómeno exclusivo del pasado: todavía hoy el paisaje sigue desfigurándose y, en nombre del dinero, se descuida la sostenibilidad de los procesos. El barolo está muy «bueno», pero ¿es «limpio»? He visto cómo cambiaba por completo el rostro de todo un territorio —y de muchas personas— con el repentino bienestar denunciado por Mascarello, y estoy seguro de que algo hemos perdido en ese tránsito: sin duda en términos de belleza, pero también en términos ambientales y, por tanto, en la potencialidad productiva vinculada a la calidad de los vinos.
De eso se trata. Tal vez los vinos naturales no sean los mejores del mundo —aunque no paro de encontrar vinos naturales cada vez más excepcionales—, pero no puedo sino mirarlos con simpatía porque salvan de la contaminación y del empobrecimiento terrenos y porciones enteras de viñedos, porque sus productores cuidan de forma obsesiva el medio ambiente que los rodea, porque con ellos es mucho lo que se preserva y porque ofrecen nuevas posibilidades para numerosas cepas autóctonas (una gran ventaja en términos de biodiversidad). El enfoque productivo es más respetuoso con la naturaleza y la salud del ser humano (no olvidemos que en el pasado el metanol estaba entre los aditivos permitidos): es imposible que haga daño. Si, además, la autoimposición genera una mejora de las técnicas, un mayor cuidado, un poco de innovación y, finalmente, produce grandes resultados, no podemos hacer otra cosa que alegrarnos y sentirnos liberados en nombre de lo «limpio», y también de lo «bueno».