Kitabı oku: «Comida y libertad», sayfa 4

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ESCLAVOS

Por otro lado, Saluzzo ya está algo acostumbrada a estas invasiones pacíficas, no siendo la necesidad de mano de obra en los campos una novedad de los últimos años. Las grandes plantaciones de frutales llevan ahí medio siglo. Antes, en la década de 1960 y 1970, los trabajadores estacionales solían llegar en masa desde el sur de Italia, y hasta hace poco era tradición que incluso los más jóvenes, terminado el año escolar, fueran a ganarse unas liras para las vacaciones con la recogida de la fruta. Hoy, sin embargo, ni siquiera en el sur quieren los autóctonos recoger la fruta. Allí también se deja este trabajo a inmigrantes que, a menudo, son clandestinos. Y como es natural, los alumnos de secundaria de Saluzzo ya no tienen ganas de ir a trabajar a los campos en verano.

En situaciones delicadas como la de Saluzzo, un campamento habitado por personas que carecen de una perspectiva real de trabajo (en 2013 la temporada llegó con cierto retraso) y que no reúne unas condiciones mínimamente aceptables de habitabilidad representa una excelente ocasión para ganar dinero por parte de cualquier aspirante a explotador o profesional de los negocios turbios. Se les puede entonces chantajear con relativa facilidad y su situación de necesidad puede hacer que, atraídas por la ilusión de un salario, se vean inducidas a elegir el camino de la ilegalidad.

Ilegalidad que, de hecho, reina en las campiñas italianas casi como un «producto de temporada»: según la Federación de Trabajadores Agroindustriales y la Confederación General Italiana del Trabajo (FLAI-CGIL), un sindicato muy sensibilizado con este tema, cada año hay unos 400.000 trabajadores en Italia que viven bajo caporalato17 y, de estos, al menos unos 60.000 viven en condiciones de completa degradación, en alojamientos desprovistos de los requisitos mínimos de habitabilidad y seguridad. Los capataces abusivos son despiadados y representan un fenómeno que también afecta a otros sectores laborales, sobre todo al de la construcción. Hoy ya no son solo italianos, sino que, a menudo, como los propios explotados, son africanos, lo cual desencadena una guerra entre pobres que no está libre de la infiltración de la mafia. Los empresarios confían a los capataces la autoridad para gestionar la vida de esos jornaleros lejos de los centros habitados, igual de lejos que están los campos. Y como ojos que no ven, corazón que no siente, nadie se indigna ni exige regularidad y legalidad. Todo se hace en negro. Se calcula que en la agricultura la economía sumergida alcanza un noventa por ciento en el sur, un cincuenta por ciento en el centro y un treinta por ciento en el norte. No es que simplemente no se respeten los contratos, es que los trabajadores ni siquiera existen.

Esta mano de obra, como la fruta y la verdura, es «de temporada» y recorre todo el país: en julio y agosto se reúnen en Apulia, sobre todo en el distrito de la Capitanata, en la provincia de Foggia o en Salento; justo después van a Basilicata, en la zona de Palazzo San Gervasio, donde los tomates se recogen cuando la temporada se encuentra un poco más avanzada; se los encuentra en Campania, en las provincias de Salerno (Piana del Sele) y Caserta (Villa Literno y Castel Volturno). En otoño-invierno es el turno de los cítricos, y así llegan a Calabria, a la Piana di Gioia Tauro, donde está Rosarno, y a toda la región de Sicilia, donde la explotación y la contratación ilícita se extienden hasta la primavera, con la sucesiva recogida de patatas y otros productos hortícolas. Pero tampoco el norte se libra de este fenómeno, que se ha visto en Piamonte, en Emilia-Romaña (con la fruta de Módena y Cesena), Véneto (Padua), Lombardía (Mantua y los melones) e incluso en el tan civilizado Trentino-Alto Adigio durante la recogida de las manzanas. En cada ocasión vuelve a presentarse el mismo problema, y eso que solo tenemos noticia de los casos más clamorosos. Por ejemplo, está viva en la memoria la insurrección de Rosarno, en Calabria, en enero de 2010, en plena recogida de cítricos. Unos desconocidos dispararon con un arma de aire comprimido a un grupo de inmigrantes que volvían del campo, y esta agresión desató unos enfrentamientos que duraron dos días. Tras una marcha de protesta en la que participaron dos mil trabajadores, se produjeron varias peleas entre las fuerzas del orden, los jornaleros y los habitantes del pueblo. El resultado final fue de cincuenta y tres heridos, con dos de ellos muy graves. Poco después algunas personas se internaron en el campo para vengarse de los inmigrantes. Les dispararon a las piernas y quemaron la nave en la que solían dormir.

En julio de 2011, en cambio, el acontecimiento que más ruido provocó fue la huelga de Nardò, en Apulia. El año siguiente entrevisté para «Historias de Piamonte» (la sección semanal que escribo en las páginas locales del periódico La Repubblica) a uno de los líderes de aquella protesta civil que finalmente llevó a la detención de terratenientes y capataces. Yvan Sagnet es un joven camerunés que había llegado a Turín en 2007 para estudiar Ingeniería de Telecomunicaciones y que, cuatro años después, se encontró inmerso en una pesadilla. Cito una parte de aquel artículo porque explica bastante bien en qué consiste el fenómeno de la contratación ilegal y la explotación de los jornaleros:

«En el verano de 2011 descubrí que había perdido mi beca» —cuenta Yvan Sagnet—. «Encontrar trabajo se había vuelto más difícil. Necesitaba algo que me permitiera ganar un poco más de dinero y fue así como, siguiendo el consejo de un amigo, me fui a Apulia para recoger tomates y sandías. En Nardò me alojaron en una hacienda del Ayuntamiento que había sido transformada en un centro de acogida y donde algunas asociaciones locales de voluntariado intentaban hacer menos difícil la vida de los jornaleros. Allí me encontré con una pequeña ciudad africana, con comercios improvisados y, sin duda, mucha más gente de la que el sitio permitía. Tuve que comprarme un colchón por cinco euros, y enseguida me lo robaron. Para darme una ducha (en unas condiciones higiénicas terribles) había que hacer una cola de varias horas. El impacto de aquello fue traumático. Luego —continúa Yvan— vinieron los ‘capataces’ para asignarnos el trabajo. Primero seleccionaron a los inmigrantes con papeles, entre los cuales estaba yo, y se llevaron nuestros documentos. Solo después me di cuenta de que los utilizaban para cubrir el trabajo de quienes no tenían permiso de residencia, ya que a estas personas se las paga 2,50 euros por cada caja de tomates frente a los 3,50 de los regulares. Después de diez días de espera, por fin me devolvieron los documentos y empecé a trabajar.» Sus capataces eran sudaneses; recogían a los trabajadores a las cuatro de la mañana para llevarlos a los campos, al precio de cinco euros por cada desplazamiento. Tenían que trabajar de catorce a dieciséis horas seguidas, bajo el sol y con cuarenta grados, y estaban obligados a ir de la hacienda a los campos apiñados en un furgón cerrado y con las ventanillas tintadas. Tenían que pagar 3,50 euros por un sándwich y 1,50 por una botellita de agua, y no podían llevarse nada de la hacienda: «El primer día de trabajo creo que toqué fondo, recogí solo cuatro cajas de 500 kilos, estaba psicológicamente destrozado. Los otros, más expertos, conseguían hacer hasta quince o veinte cajas. Entonces me empeñé en mejorar. Llegué a una media de ocho, pero reuní muy poco dinero si se descuentan los gastos». (Nota del autor: Hagamos la cuenta: ocho cajas suman 28 euros, de ahí hay que restar un sándwich y alguna que otra botellita de agua, y otros 10 euros para ir y volver de la hacienda; en total, menos de un euro a la hora por quince horas de trabajo). Después de cuatro días viviendo así, les impusieron condiciones de trabajo aún más duras: Yvan y algunos más decidieron cruzarse de brazos y blandir el que habría tenido que ser su contrato legal de trabajo, que estipulaba condiciones muy distintas. La protesta se difundió por toda la hacienda y empezó lo que luego se recordaría como la Huelga de Nardò. Los trabajadores lograron obtener condiciones mejores, pero, sobre todo, consiguieron que la situación fuera de dominio público, lo cual resultó decisivo para tramitar y aprobar una ley contra la contratación ilegal de jornaleros que llevaba tiempo olvidada en el Parlamento.

Hoy el buen Yvan, felizmente graduado, es un líder sindical. Ha estado en televisión y muchos han escrito sobre él. Su historia es ejemplar, pero nos recuerda que, pese al endurecimiento de las leyes, el fenómeno sigue vivo. Igual que llegan a Saluzzo, los inmigrantes llegan a otros muchos sitios. Tienen hambre, solo piden trabajar. Y caen en situaciones espantosas, en muchos casos bajo un manto de silencio. Hace unos años, un reportaje de L’Espresso hablaba de personas muertas por extenuación y enterradas a la buena de Dios, puesto que no tienen nombre ni papeles. Y podría seguir.

Por desgracia, nuestro consumo de fruta y verdura puede convertirse en cómplice de esta vergüenza. Es casi imposible tener la seguridad de que un tomate, un melón, una sandía, una naranja o una clementina no hayan pasado por unas manos desesperadas. Sin duda, si esto se supiera, nadie compraría. Pero ni esos trabajadores inmigrantes ni nosotros somos libres. La gastronomía, desgraciadamente, también es esto. Es necesario liberarla también en esta dirección. «Bueno» y «limpio» son, tal vez, más fáciles de entender, entre otras razones porque hemos dado importantes pasos hacia adelante. Pero si alguna vez te has preguntado qué se entiende por «justo» en esa tríada, en fin, creo que ya te puedes hacer una idea. Y creo también que habrás entendido que queda muchísimo trabajo por hacer, en Italia y en el resto del mundo, hasta conseguir que se respeten los derechos más elementales de millones de campesinos y trabajadores del campo.

17 Fenómeno muy difundido en Italia (sobre todo, en el sector de la agricultura y de la construcción) que se basa en la explotación ilegal de mano de obra de bajo coste por parte de un capataz abusivo. [N. de los T.]

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UNISG

En 1998 logré entrar en un lugar que llevaba décadas atrayendo mi curiosidad. Cada vez que pasaba por la pequeña plaza central de Pollenzo —una aldea de origen romano a las afueras de Bra—, me preguntaba qué habría más allá de una gran verja que estaba recubierta de hiedra, maleza y zarzas, situada en el lado opuesto de la iglesia parroquial que se había construido a mediados del siglo XIX en un neogótico extravagante. Al lado de aquella verja, el Ayuntamiento había instalado unos grandes paneles metálicos que servían para colgar carteles electorales en época de elecciones y anuncios publicitarios durante el resto del año, pero más allá de ellos, emplazada en la parte privada de aquella gran finca que había pertenecido a los Saboya, se vislumbraba una voluminosa construcción con dos torreones y, un poco más lejos, un castillo que también se encontraba cerrado al público. Desde que hacía años fue vendido a una familia de antiguos industriales, nadie podía meter allí la nariz, y mi curiosidad no paraba de crecer. Me enteré de que aquella gran construcción había sido separada del castillo y puesta a la venta. A pesar de no tener una lira en el bolsillo, decidí que la íbamos a comprar. Al menos, tenía una buena razón para entrar y echar por fin un vistazo.

L’Agenzia di Pollenzo —así se llama la propiedad— había sido construida a lo largo de la primera mitad del siglo XIX por Carlos Alberto de Saboya, al mismo tiempo que la iglesia, los soportales de la plaza, una original torre almenada y el propio castillo. Se trataba de una granja real, neogótica por fuera y neoclásica por dentro, de planta cuadrada. Enorme. Por desgracia, cuando yo entré se encontraba en un estado lamentable. Construida por los Saboya como sede de las oficinas desde las que gestionaban y administraban sus propiedades, y como lugar donde almacenaban grano y otros productos agrícolas procedentes de las extensas tierras reales, ahora hacía las veces de establo y de depósito de maquinaria agrícola. Además, estaba dotada de una amplia bodega que, como supe después, fue el lugar en el que el general Staglieno, amante de los vinos, realizó los primeros experimentos para volver más longevo el barolo y permitirle competir con los vinos franceses que se bebían en la Corte. La Agenzia era uno de los centros de actividad agrícola de la realeza piamontesa e italiana. En 1998, tras caer en el olvido, aún cumplía parte de su propósito. Era un almacén para productos y maquinaria agrícola, y contaba con una pajarera donde criaban faisanes que eran liberados durante la temporada de caza y con un corral para pollos y conejos. El edificio, muy bonito y muy grande, se caía a pedazos, y la reparación costaría una fortuna.

Medio en broma, medio en serio, le propuse a uno de mis amigos más queridos, Giovanni Ravinale, que me acompañara en la primera visita. Me miraba como si estuviese loco. No entendía si se trataba de una de las muchas bromas que nos gustaba gastarnos el uno al otro, o si de verdad me estaba planteando comprar aquellas gigantescas ruinas teniendo los bolsillos vacíos. Cuando vi la inmensa bodega de 1700 metros cuadrados, enseguida pensé en los grandes courtiers franceses, esos intermediarios que desde tiempos muy antiguos compran vinos de envejecimiento cuando son jóvenes, los almacenan en los châteaux, y posteriormente los devuelven al mercado. Una larga tradición que, en las zonas más idóneas de Francia, ha creado auténticos bancos de vino donde se pueden adquirir casi todas las añadas, incluso las más antiguas. Estos bancos, además, garantizan la memoria histórica del producto local y ofrecen la posibilidad de hacer catas comparadas incluso entre añadas muy lejanas en el tiempo, una práctica que ha contribuido de forma notable a crear y mantener el mito de Burdeos y de Borgoña. Por hacer una comparación, en 1998, en las Langhe, después de solo cinco años desde su comercialización, era ya muy complicado encontrar un barolo o un barbaresco de 1990, una añada excepcional. Se habían vendido solos y a un precio altísimo, como es natural, y no quedaba casi nada para trasmitir a la posteridad: un poco más y nunca hubiéramos sabido cómo evolucionaron aquellos vinos tan importantes en las décadas siguientes. La emoción de descorchar un premier cru francés cien años después de su embotellado y de descubrir que sigue siendo un vino exquisito no se podía repetir con los grandes vinos de las Langhe. «Vamos a montar aquí un banco de vino, una memoria histórica del territorio. Tenemos que implicar desde ya a los productores en esta empresa», le dije a Giovanni. Y así, tras haber hablado también con los colaboradores más antiguos de Slow Food en Bra (por aquel entonces, en las oficinas no éramos más que una treintena), partimos a una aventura más grande que nosotros, pero que hoy nos da muchas satisfacciones: una iniciativa fundamental para completar la liberación de la gastronomía, donde la teoría de la complejidad de esta ciencia y el «Bueno, limpio y justo» han encontrado un techo bajo el que vivir, crecer, evolucionar y ser objeto de estudio.

Giovanni Ravinale encarnó la primera oficina de la sociedad anónima —más tarde, en parte gracias a la intervención de algunas instituciones, se convirtió en empresa pública— que creamos para reunir los fondos que requería la inversión. Cargados de determinación, nos lanzamos a visitar a cualquiera que pudiese estar interesado en el proyecto Banca del Vino, empezando justamente por los productores de las Langhe. Las gestiones fueron avanzando a buen ritmo —en tres años logramos realizar la compra, y pasados otros tres, ejecutar la remodelación completa— y, mientras tanto, empezamos a pensar en cómo llenar lo que estaba encima de las bodegas, un cuadrilátero de edificios bastante espaciosos. La idea más obvia era la de abrir un hotel y un restaurante de renombre internacional —cosa que luego hicimos con el Hotel de la Agenzia y el Ristorante Guido (ahora convertido en un comedor universitario)—; menos obvia, en cambio, fue la idea de montar una auténtica universidad: la Universidad de Ciencias Gastronómicas, UNISG (la sigla en italiano de Università di Scienze Gastronomiche), como la llamamos hoy.

Slow Food llevaba tiempo comprometido con la educación alimentaria y del gusto. Las primeras ediciones de los Laboratorios del Gusto tuvieron su continuación en otros eventos que organizábamos: primero el Salone del Gusto, y luego también Cheese, Slow Fish y cada uno de los encuentros regionales. Estos Laboratorios, como hemos visto antes, tenían un formato muy preciso, pero pronto evolucionaron hacia algo que no tenía por qué estar relacionado con un evento ni tampoco con el público adulto. Nacieron así los Master of Food, unos cursos nocturnos sobre distintos tipos de alimentos que se celebraban en las sedes de toda Italia, como una especie de universidad popular, y también otras iniciativas con los profesores y en las escuelas gracias a la constitución de un verdadero departamento de educación que hoy gestiona tanto el proyecto Orti in Condotta (creación de huertas para los más pequeños en los colegios locales), como también una serie de programas de formación para los demás niveles de la enseñanza obligatoria. A medida que este compromiso evolucionaba y progresaba, sentíamos la necesidad cada vez más fuerte de que también el mundo académico empezara a ocuparse de la gastronomía y a estudiarla como una auténtica ciencia. Los Principios de una nueva gastronomía de Bueno, limpio y justo se publicaron en 2005, pero la idea de una universidad o Academia del Gusto ya había empezado a tomar fuerza en el año 2000, así que decidimos organizarla en los locales de L’Agenzia di Pollenzo, en fase de remodelación. Ya por aquel entonces estábamos convencidos de la complejidad y multidisciplinariedad de la gastronomía: todo se movía en esta dirección. No voy a extenderme sobre las infinitas dificultades a las que tuvimos que hacer frente —y que todavía hoy, de vez en cuando, siguen presentándose— para conseguir penetrar en el imperio académico italiano y convencerlo de que aceptara una nueva materia que no estaba prevista en los planes de estudio oficiales del Ministerio de Universidades e Investigación. Tampoco me apetece hablar de los numerosos obstáculos que por el camino fueron levantando los mandarines del mundo académico. Se necesitaría un libro entero para explicar lo cerrado y lo replegado sobre sí mismo que está ese ámbito, y cómo las mentes más deslumbrantes brillan por su ausencia y son en su mayoría de todo menos abiertas, prácticamente incapaces de superar las barreras entre las distintas disciplinas y especialidades (que representan, después de todo, su pequeño reino del saber). Ha sido una de las luchas más arduas de cuantas he vivido hasta hoy con Slow Food, pero al final lo conseguimos gracias a la testarudez que nace de una convicción férrea en las propias ideas.

En 2004 inauguramos —junto con la Agenzia de Pollenzo recién remodelada, la Banca del Vino18, el Hotel de la Agenzia y el Ristorante Guido— la Universidad de Ciencias Gastronómicas, que acogió a sus primeros setenta y cinco alumnos, en buena parte procedentes del extranjero. Habíamos introducido una nueva materia en los estudios universitarios, habíamos dignificado la gastronomía también en el ámbito académico. Era otro paso fundamental hacia una gastronomía liberada. El día de la inauguración, mi amigo Giovanni ya no se encontraba entre nosotros. Por desgracia, había fallecido de forma repentina en 1999, solo un año después del comienzo de las obras de construcción de la nueva Agenzia de Pollenzo. Fue el primero que creyó en ella, y es normal que me venga a la memoria cuando me acuerdo de aquellos tiempos, de aquella loca idea de buscar millones de euros para una empresa tan utópica. También cuando pienso que algunas pasiones son casi como la amistad: no hay límite, no hay obstáculo que pueda contenerlas. Son ideas, sentimientos, cosas en las que creer. Si siembras bien, la utopía permite cosechar realidad. Y esto es lo que seguimos haciendo, mientras el grupo de amigos que en todo el mundo disfruta de una gastronomía liberada no para de ampliarse cada día.

18 Fundada en 2001 y emplazada en las bodegas de la propia Agenzia, la Banca del Vino es un lugar donde se seleccionan, almacenan y conservan botellas de los mejores vinos italianos. Su objetivo declarado es construir la memoria histórica del vino italiano. [N. de los T.]

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