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Moda oligárquica e indiferenciación democrática en la Atenas de finales del siglo V a.C.

Julián Gallego (PEFSCEA/Universidad de Buenos Aires-CONICET)

Durante la Guerra del Peloponeso, una moda laconizante parece haberse impuesto entre los jóvenes de los círculos oligárquicos de la élite ateniense. La adopción de este aspecto es claramente visible en el uso del cabello largo junto con cierta austeridad en la vestimenta siguiendo la usanza espartana. Paralelamente, las críticas oligárquicas a la democracia por la “antinatural” igualación que ella habilita hacen hincapié en la indistinción reinante entre ciudadanos, extranjeros, metecos, esclavos, mujeres, etc. El estilo de vida que se difunde entre los jóvenes oligárquicos resulta ser no solo una declaración de identidad de clase en el plano ideológico sino también la configuración de una identidad política en función de la actuación pública. En este sentido, la moda laconizante no parece haber sido una simple cuestión de gusto estético destinado a ser mostrado dentro del reservado ámbito elitista, sino una activa decisión de comunicar públicamente la existencia de un grupo dispuesto a pasar a la acción. Es el momento en que las heterías lograron coronar su accionar muchas veces furtivo pasando a concretar abiertamente sus propósitos antidemocráticos en el espacio público, teniendo a la organización espartana, o su visión de ella, como referente de los cambios buscados. En términos comunicacionales, esta estrategia se concretó a través de la apelación a conceptos que ponderaban la sophrosýne o moderación política y la revitalización de la noción de eunomía.

La indiferenciación democrática y la moda oligárquica

En trabajos previos he indagado las críticas a la democracia1, centrándome en particular en el hecho de que su existencia instaura una indiferenciación, producto de la igualación de todos con todos, que anula, según los críticos, la necesaria distinción que debe prevalecer entre quienes en verdad no son iguales. Es así que se desarrolla la idea de que la democracia implica una mezcla de hombres de toda clase (παντοδαποί)2, sin jerarquía ni distinción alguna, lo cual conduce a la anarquía y la falta de orden (cf. Gallego, 2015; 2016a; 2018b: 55-70). Las críticas enfatizan que esta igualación es “antinatural”, al punto de producir una indistinción entre ciudadanos, metecos, extranjeros, esclavos, etc. En efecto, según República de los atenienses (1.10-12) atribuida a Jenofonte, la igualdad democrática genera una situación extrema en que los esclavos gozan de la igualdad de palabra (ἰσηγορία) como si fueran hombres libres, y algo similar ocurre con los metecos en relación con los ciudadanos. La igualdad irrestricta es, entonces, libertinaje (ἀκολασία) que se asocia con la injusticia (ἀδικία) y un mal orden político (κακονομία), puesto que todos tienen las mismas prerrogativas sin jerarquía alguna (cf. Isócrates, 7.20 [Areopagítico]). Este libertinaje es un rasgo común al pueblo, los esclavos y los metecos, indistinguibles unos de otros conforme a sus vestidos y apariencias3. Vestidos y apariencias, la moda como problema, aparecen en un pasaje de Tucídides con sesgo costumbrista y sin aparentes conexiones con la situación democrática ateniense, que ha generado una serie de análisis que permite indagar hasta qué punto esto guarda o no alguna relación no solo con las condiciones sociales sino sobre todo con las posturas políticas:

Entre los griegos, los atenienses fueron los primeros que dejaron de portar armas, y con un estilo de vida más libre adquirieron una mayor comodidad. Y los más viejos de los ricos no hace mucho tiempo que dejaron de vestir quitones de lino como signo de lujo (ἁβροδίαιτον), y de atarse un mechón de pelo en la cabeza con un broche de oro en forma de cigarra… Por otra parte, los primeros que usaron vestidos sencillos (μετρίᾳ ἐσθῆτι), a la moda actual (ἐς τὸν νῦν τρόπον), fueron los lacedemonios, y además principalmente los propietarios más ricos adoptaron un tipo de vida igual al de la multitud (1.6.3-4)4.

Como se ha indicado desde variados puntos de vista conceptuales, la recepción de determinada moda por parte de un sector, en concreto, una élite en nuestro caso, no depende solamente de una visión estética –aun cuando esta consideración pueda formar parte del proceso–, y menos aún de un mero acto de delectación individual a partir de ciertos gustos y preferencias personales. La moda opera, sobre todo, como una forma de distinción que colabora en el diseño de la identidad de un grupo, y, tratándose de una élite, actúa como uno de los soportes a partir del cual esta pone de relieve, o así pretende hacerlo, su rol en la sociedad. De esta manera, los diferentes aspectos ligados a la aceptación y la difusión de una moda configuran una política del signo, una semiótica con sus propias formas, mediante la cual se pone de manifiesto que el gusto se organiza sobre criterios y bases enteramente sociales, exteriorizando vectores de distinción que expresan posiciones y disparidades de estatus o de clase.

En este sentido, Veblen (1899: 167) apuntaba a la vestimenta como una de las formas del gasto más universalmente practicadas, respecto de cualquier otro hábito de consumo, en que más evidente resulta la exhibición como el efecto perseguido. Con otro enfoque, Baudrillard (1972: 37-38) planteaba que los cambios en la moda, en la vestimenta, por caso, no suponen una necesidad natural, sino que ratifican psicológicamente coacciones procedentes de la esfera de la diferenciación social y el prestigio. En la medida en que “los objetos desempeñan el papel de exponentes del estatus social”, señala el autor, “atestiguarán siempre a la vez una situación adquirida (siempre lo han hecho), pero también, al inscribirse en el ciclo distintivo de la moda, virtualidades de movilidad de ese estatus social”. La moda, en general, y la vestimenta, en particular, que es lo que aquí nos atañe, poseen su propia semántica, desplegando significaciones sociales que se integran en un imaginario necesariamente compartido. Esto no excluye, más bien lo contrario, diferencias y luchas entre diversos grupos dentro de una sociedad dada, atravesada por formas diversas de distinción, siendo precisamente la vestimenta un factor capaz de constituirse en uno de los vectores de distinción de una élite. Como indica Perrot (1994: 8), refiriéndose a la vestimenta de la burguesía en el siglo XIX, el hecho de vestirse a sí mismo es un acto de diferenciación y significación que mediante símbolos o convenciones pone de relieve “esencia, superioridad, tradición, prerrogativa, herencia, casta, linaje, grupo étnico, generación, religión, origen geográfico, estado civil, posición social, papel económico, creencia política y afiliación ideológica”. Así pues, considerada como signo o símbolo cultural, la vestimenta permite afirmar y revelar clivajes, jerarquías y solidaridades de acuerdo con un código garantizado y perpetuado por la sociedad y sus instituciones, que Bourdieu (1988: 182) categoriza como una de las tres estructuras principales de consumo en tanto que maneras de distinguirse por parte de la clase dominante, en la que los gastos se destinan a la presentación y representación de sí mismo (las otras son la alimentación y la cultura). Se podría argumentar que estas perspectivas están intrínsecamente ligadas a las sociedades de consumo cuyas prácticas y pautas de funcionamiento se proponen explicar. Sin embargo, ellas plantean una serie de aspectos más generales que, con los debidos recaudos, resultan válidos para ensayar un análisis de la Grecia antigua, lo cual ya ha sido probado previamente5.

Volviendo al pasaje de Tucídides, de atenernos a las derivaciones inmediatas que podrían extraerse del mismo, pareciera que lo que en Atenas era señal de distinción de la élite, el quitón de lino y el pasador de oro, terminó cayendo en desuso y fue remplazado por una vestimenta más sencilla de origen laconio6, equiparando aparentemente a todos los ciudadanos y generando una suerte de indistinción en lo atinente a la moda mediante la que los atenienses todos hacían la presentación de sí mismos, para usar los términos de Bourdieu. Si como decía Ehrenberg (1951: 99), un hombre es noble, caballero, debido a su manera y estilo de vida, ¿es posible que, con los cambios ocurridos en la moda de la vestimenta en Atenas, la élite prescindiera de un factor que usualmente permite enfatizar tanto los aspectos propios de la exhibición, la diferenciación social y el prestigio cuanto las pautas de consumo como vectores de distinción inherentes a la presentación y representación de sí misma por parte de la élite?

En un artículo fundamental acerca del sentido social del vestido entre los atenienses, Geddes (1987) apela a Veblen para explicar el cambio del lujoso quitón por el moderado himatión: mientras que el primero implica un consumo ostensible, en cambio, el segundo entraña un ocio ostensible. Fue el desarrollo de la democracia lo que hizo posible la estandarización en la vestimenta, resaltando así la igualdad7. En efecto, como ha destacado Lee (2015: 109), Geddes asocia el cambio del quitón por el himatión con el desarrollo de la democracia, aunque también tiene su peso el rechazo ateniense hacia el lujo oriental. Ahora bien, los cuatro mensajes que según Geddes expresarían los vestidos “moderados”, a saber: ocio, buena forma física, igualdad, semejanza de ideas, se ligan a la condición de los ciudadanos ricos, quienes precisamente eran los que podían estar ociosos: “El ocio [es] proclamado por el himatión desabrochado como lo había sido por el lujoso quitón. Los guerreros, como los aristócratas, despreciaban tener que trabajar para vivir” (p. 323). Sin embargo, más allá de diferentes calidades de telas y arreglos, ya no habría distinciones entre aristócratas y hombres comunes, ni entre atenienses pobres y esclavos, porque todos llevarían por atuendo el himatión. De esta manera, Geddes relativiza su propia hipótesis basada en Veblen de que la vestimenta “moderada” expresaba el ocio ostensible de la ciudad hoplítica: los hombres comunes, los atenienses pobres, los esclavos no gozaban de ocio, pero todos usaban el democratizante himatión8.

Ante esta visión de Geddes reacciona Miller (1997: 153-187), que analiza la permeabilidad de la cultura ateniense ante la influencia persa y dedica un capítulo entero al tema de la vestimenta. A mi entender, su conclusión ubica en el marco histórico adecuado la referencia de Tucídides al cambio producido en el vestido ateniense. Tras criticar la interpretación de que la moderación en la vestidura reflejaba los principios de la Atenas democrática, sostiene:

Cuando Tucídides afirma que los hombres de su tiempo adoptaron un vestido moderado (μετρία ἐσθής), ¿cuál es su grupo de comparación? Para los ojos modernos el vestido griego parece igualitario según los estándares de Lúculo e Imelda Marcos. Tucídides pensaba que su grupo de comparación era el vestido de las generaciones pasadas de Atenas, hasta donde podía recordarlo de su juventud; pero de hecho era el rico atuendo del Oriente contemporáneo. El dignificado himatión se sitúa en alguna parte entre las lujosas prendas de los príncipes persas y el estrecho exomís de los pobres atenienses. Tucídides elogia el vestido moderado del oligarca (varón) moderado, pero describe lo que en esos términos es más un vestido estándar que de élite. La élite de Atenas estaba apelando al Cercano Oriente por modelos (o volviéndose hacia Esparta, el otro extremo); la adopción de prendas extranjeras muestra cuán cargados de prestigio estaban los artículos aqueménidas, presumiblemente como derivación de un clima de riqueza y poder sin precedentes (pp. 186-187)9.

Así, estas mutaciones en la vestimenta deben asociarse estrictamente con formas de distinción de la élite ateniense, mirando hacia el lujo oriental o la moderación espartana. En términos de Bourdieu, lujo y moderación serían modos posibles de presentación de sí ejecutados conscientemente por la élite, que se encuadrarían en formas de ufanarse de su posición en la sociedad, aplicándose aquí el dictum de Aristóteles (Ética Nicomaquea, 1127b 27-29): “Y a veces se muestra jactancia (ἀλαζονεία), tal como el vestido de los laconios; pues es jactancioso no solo el exceso sino también la excesiva carencia”. Es por eso que Miller no titubea en decir que el elogio de Tucídides está dirigido al oligarca moderado. Y tratándose de la mesura en el arreglo corporal que aparece en directa relación con prácticas desarrolladas por los lacedemonios, no sería extraño que esta opción de la élite (o una parte de ella) se inscribiera en tendencias filolaconias como la de Critias, oligarca de armas tomar, actor destacado en el golpe y la tiranía de los Treinta y filolaconio confeso, que alababa en su Constitución de los lacedemonios “los más simples utensilios de la vida diaria: las excelentes botas laconias y sus vestidos (ἱμάτια) sumamente agradables y útiles de llevar” (DK 88 B 34 = Ateneo, XI, 483b).

El filolaconismo y la distinción de la élite

El filolaconismo tiene en Atenas una historia que excede el estrecho contexto temporal aquí adoptado, esto es, finales del siglo V a.C., o, para incluir los antecedentes de lo que me interesa desarrollar, podríamos decir el período de la Guerra del Peloponeso. En efecto, el filolaconismo no es un fenómeno que haga su presentación en este marco histórico, puesto que ya una figura como la de Cimón se asocia con este comportamiento, al menos en la interpretación que de su accionar ofrece Plutarco (Cimón, 16.1: ἀπ᾽ ἀρχῆς φιλολάκων); aunque es necesario hacer notar que las menciones a su filolaconismo aparecen en la coyuntura inmediatamente previa a los comienzos de la guerra, o durante los años en que ya está transcurriendo (Zaccarini, 2011). Así pues, en la Atenas del último cuarto del siglo V parece haberse impuesto o acentuado una moda laconizante, sobre todo, entre los jóvenes provenientes de los círculos de la élite que al llegar el momento oportuno se mostraron enteramente prooligárquicos. Tal vez a estos jóvenes y a esta época se estuviera refiriendo implícitamente Tucídides en el pasaje citado con anterioridad, en el que contrastaba el vestido moderado lacedemonio, que los atenienses habían adoptado como propio, con el lujoso quitón de lino que hasta no hace mucho tiempo (οὐ πολὺς χρόνος) seguían usando en Atenas los más viejos de entre los ricos.

Junto con la austeridad en la vestimenta siguiendo la usanza espartana, cabe mencionar asimismo la adopción de un criterio similar en el uso del cabello largo por parte de ciertos sectores de la élite. A tal efecto puede resultar útil dirigir otra vez nuestra mirada hacia el libelo atribuido a Jenofonte, cuyo autor es conocido como el Viejo Oligarca. La igualdad que la democracia había puesto en vigencia en la Atenas de su época generaba en él, como vimos, un resentimiento que se expresaba, entre otras manifestaciones que aparecen en el panfleto, en la imposibilidad de distinguir a un ciudadano (pobre, evidentemente) de un esclavo o un meteco:

Si fuera legal que el esclavo o el meteco o el liberto fuesen golpeados por un ciudadano libre, a menudo se le pegaría por error a un ateniense, creyendo que es un esclavo. Pues el pueblo no está para nada mejor vestido que los esclavos y los metecos, ni es mejor tampoco en su apariencia (República de los atenienses, 1.10).

Esta afirmación se contrapone en buena medida a la uniformidad en el atuendo de los atenienses que se desprende del texto de Tucídides. El pueblo se viste igual que los esclavos y los metecos, pero no así la élite, al menos según el Viejo Oligarca. Además de destacar la cuestión de la vestimenta, en relación con todos aquellos que debían trabajar, es decir que no gozaban del ostensible ocio del que habla Geddes, el pasaje podría encuadrarse en lo que Weiler (2002) analiza con la idea de kalokagathía invertida, en la medida en que, desde la mirada del Viejo Oligarca, todos estos grupos debieran considerarse inferiores (πονηροί). Tal era su deseo explícito, que de concretarse políticamente resolvería el problema de la igualdad y la indiferenciación democráticas, estableciendo jerarquías claramente definidas y excluyendo a todos los que ya desde sus apariencias se mostrarían como integrantes de los poneroí.

En su comentario a la última parte del pasaje, que dice que el pueblo “tampoco es mejor en su apariencia” (τὰ εἴδη οὐδὲν βελτίους εἰσίν), Marr y Rhodes (2008: 76-77) se preguntan a qué alude la referencia a la apariencia. Tras descartar que se trate de la estatura o la corpulencia, señalan que remite al estilo en uso con respecto a la cabellera. Los autores aluden a la práctica habitual impuesta a los esclavos griegos consistente en hacerles llevar el pelo muy corto o casi rapado10. Por ende, además de la vestimenta, en lo que atañe a la apariencia, la indistinción de los ciudadanos atenienses procedentes de los sectores populares en relación con esclavos, metecos y libertos se referiría a que los ciudadanos pobres usarían el pelo corto, al igual que los esclavos, debido probablemente a las molestias y los inconvenientes que provocaría el pelo largo para la realización de los trabajos físicos que necesitaban hacer. La costumbre de los jóvenes ricos de llevar el pelo largo a la manera espartana manifiesta, pues, una distinción de clase que ponía en claro que no efectuaban tareas laborales. En consecuencia, cabe concluir que la descripción del Viejo Oligarca implica que, en Atenas, tanto ciudadanos pobres como esclavos y metecos llevarían el pelo corto, haciéndolos indistinguibles entre sí. Estamos cada vez más lejos del ciudadano ostensiblemente ocioso que Geddes veía como producto de la igualación democrática, a partir de dos aspectos muy visibles como la vestimenta y el pelo.

El uso del pelo largo está claramente asociado a la figura militarista del ciudadano espartano, que no realizaba ningún tipo de trabajo, como se desprende de varios testimonios. Heródoto (7.208.3) relata la visión que obtiene el espía enviado por Jerjes al llegar al campamento de los espartanos que estaban a las órdenes de Leónidas en las Termópilas: mientras unos practicaban ejercicios gimnásticos, otros se peinaban la cabellera. Esto último también es mencionado por Jenofonte (República de los lacedemonios, 13.8), que previamente hacía alusión a la disposición establecida por Licurgo permitiendo usar el pelo largo a quienes hubieran superado ya la edad de la juventud (11.3). Plutarco retomaba las informaciones contenidas en estos dos pasajes de Heródoto y Jenofonte y las reelaboraba del siguiente modo:

Entonces, aunque aplicaban a los jóvenes los ejercicios más duros de la educación (ἀγωγῆς), no les impedían embellecer sus cabellos… Por eso, si bien ya se dejaban las melenas desde la edad de efebos, se la cuidaban particularmente ante los peligros, para que apareciera perfumada y bien peinada, teniendo presente una sentencia de Licurgo a propósito de la cabellera: a los bellos los hace más hermosos y a los feos mucho más temibles (Licurgo, 22.1).

Esta usanza tal vez tuviera un origen ritual, que se expresaría con claridad en esa especie de purificación del cuerpo que los espartanos llevaban a cabo antes del combate, entre cuyas prácticas se hallaba el cuidado del cabello. Ahora bien, la adopción de este estilo espartano en cuanto a la cabellera va a adquirir en la Atenas de finales del siglo V una connotación palmariamente política. En efecto, la opción de dejarse el cabello largo (κομᾶν) manifiesta un laconismo del que Aristófanes da cuenta en varias ocasiones, en comedias que se datan entre 424 y 411 a.C. (cf. Harvey, 1994). En Caballeros (del año 424), precisamente los caballeros que componen el coro, por definición aristócratas, piden que no se los vea con malos ojos por tener el pelo largo (v. 580: κομῶσι), lo cual se reafirma como una característica de la clase cuando Demo de Pnix les responde: “Bajo vuestras melenas (ἔνι ταῖς κόμαις ὑμῶν) no hay inteligencia, si creéis que no me entero”, en referencia a lo que hacen los demagogos (vv. 1121-1122). En Nubes (de 423), Estrepsíades se refiere a su hijo Fidípides como un melenudo (ὁ δὲ κόμην ἔχων) que pretende ser parte de los jóvenes que integran la clase aristocrática, caracterizando la actitud de llevar el pelo largo como una forma de ostentación (vv. 14, 348, 545)11. En Avispas (de 422), el coro llama “Aminias melenudo” (κομηταμυνία) a Bdelicleón, que ha adoptado los modales laconizantes, impulsa la tiranía y aparece asociado al espartano Brásidas (vv. 464-466, 474-476)12. En Aves (de 414) aparece asimismo la idea del pelo largo como ostentación para posteriormente indicar, en boca del heraldo, que antes de que Pistetero fundara la ciudad aérea todos los hombres estaban enloquecidos con los usos de la moda laconia (ἐλακωνομάνουν), enumerando en primer lugar el hecho de dejarse el pelo largo (ἐκόμων) (vv. 911, 1280-1283)13. En Lisístrata (de 411) una de las mujeres habla de un filarco melenudo (κομήτην) a caballo (v. 561; cf. Henderson, 1987: 140). Así pues, como ha puesto de relieve MacDowell (1971: 197), el pelo largo aparece asociado tanto a los caballeros como a las formas de ostentación de quienes poseían riqueza y se percibían a sí mismos como superiores, pero también a quienes en el contexto de la guerra parecen simpatizar con Esparta. Probablemente, estos tres registros confluyeran como formas de distinción de un único grupo social, un sector de la élite que comenzaba a hacerse ver y a percibirse con una identidad propia, con pretensiones de transformarse en la clase dirigente de una Atenas que debería si no anular al menos limitar la capacidad política del pueblo y, por consiguiente, la democracia misma14.

Pero al asociar la moda laconizante de sectores acomodados con las posiciones políticas a favor de la oligarquía estamos adelantando los términos de un recorrido aún no realizado. Hemos aludido al filolaconismo que se desarrolla en Atenas al menos desde la época de Cimón. Pero, ¿qué implicaba ser filolaconio? Por lo que se puede ver a partir de lo expuesto, es claro que se trata de una condición que varía con el tiempo y las circunstancias. Para abreviar es oportuno adoptar aquí la ya clásica clasificación propuesta por Cartledge (1999: 313-314) que identifica tres modos de laconismo. Uno es el laconismo social o laconomanía de sectores de la clase alta, que se revelaba en las apariencias adoptadas. Cartledge considera que se trata de una postura esnob que se reduce a un espectáculo: ropa andrajosa, crecimiento del cabello, estilo de vida ostentosamente sucio. El segundo es el laconismo pragmático-político de aquellos que veían en Esparta un modelo alternativo con fines propagandísticos o como un objetivo práctico a llevar a cabo. El tercero es el laconismo político-teórico expresado por determinadas posiciones filosóficas, tanto en público como en privado, que pudo o no articularse con el segundo modo buscando tener impacto en términos políticos prácticos15. Ciertamente, cabría pensar, siguiendo los criterios planteados por Cartledge, que las manifestaciones de filolaconismo ligadas a la moda se inscribirían sin más en la primera de las tres formas.

Aceptando los postulados de Cartledge, Jordović (2014) ve el desarrollo del filolaconismo como una forma de contracultura de un sector de la élite ateniense que no estaba a favor de la democracia, para poder distinguirse en una situación que los constreñía debido a la indistinción instaurada por la igualdad democrática (cf. Canevaro, 2017). Buena parte de su argumento apunta a demostrar que solo en contadas y acotadas ocasiones, como el caso de Critias y los Treinta tiranos, el filolaconismo adquirió dimensión política. Pero esto no supuso un intento de hacer de Atenas una nueva Esparta en términos de organización socioeconómica e institucional. Por el contrario, según Jordović, más allá de ciertos nombres alegóricos, como la instauración de los éforos durante el golpe de los Treinta, la estructura sociopolítica ateniense era muy diferente de la lacedemonia como para poder aspirar a cambiarla en la dirección que esta implicaba. Pero este no ha sido un parecer unánime entre los historiadores.

Según Krentz (1982: 63-68), la reorganización radical de la sociedad y las instituciones atenienses se hizo sobre la base de la imitación del estado espartano: las gerousía de los Treinta, los 3.000 seleccionados como hómoioi y el resto impedido de entrar a la ciudad como períoikoi. Whitehead (1982-83: 119-124) plantea las similitudes implicadas en la presencia tanto de los cinco éforos como de los Treinta como una gerousía, que incluso contarían con trescientos guardias, como la realeza espartana. Y en un sentido similar también se ha pronunciado Canfora (2013). Cartledge (1999: 317) ha enumerado sumariamente estas coincidencias, aunque previamente en su libro sobre Agesilao (Id., 1987: 282) ponía en duda la autenticidad de la transformación laconizante operada por los Treinta, que tal vez fuera solamente una postura adoptada en función de obtener el apoyo incondicional de los espartanos. Por su parte, Hodkinson (1994: 189-190; 2005: 266-267) la analiza en relación con las visiones utópicas que derivaron en determinadas acciones prácticas a partir, precisamente, de las concepciones idealizadas de la politeía espartana que tenían algunos miembros de los Treinta. Como indica Brock (1989: 163 y nn. 31-32), retomando argumentos de Whitehead y Krentz, la cuestión significativa no radica en si se correspondía con la realidad histórica sino en el hecho de que para un ateniense laconizante las pautas adoptadas resultaban una estimación razonable, en la medida en que el modelo a imitar no residía en una figura ideal espartana sino en la forma contemporánea de Esparta, que era la que había obtenido éxito recientemente.

En su reciente análisis, Caire (2016: 103-124, 241-247) revisa detalladamente estos problemas. Según la autora, si bien en 411 el modelo espartano parece no ser el referente de las heterías oligárquicas en función de las mutaciones políticas a implementar –aunque la alianza con Esparta resulta un último recurso en apoyo de la oligarquía en Atenas–, en cambio, en 404 dicho modelo sería claramente el horizonte del gobierno que se puso en marcha con el golpe de los Treinta16: los cinco éforos establecidos por las heterías, los Treinta que evocaban indiscutiblemente la gerousía esparciata, el número y el estatus de los Tres mil que podrían ser el resultado de la percepción en Atenas de la situación de los hómoioi en Esparta en esos momentos. Los fragmentos de la Constitución de los lacedemonios de Critias son para Caire una prueba relevante de la pregnancia de los valores lacedemonios en la organización y las prácticas de la oligarquía ateniense en 40417. La autora demuestra así, a mi entender correctamente, aunque con las lógicas limitaciones del caso, que las experiencias de los golpistas oligárquicos tuvieron su norte en Esparta y buscaron reproducir en la medida de lo posible formas institucionales y aspectos organizacionales evocativos de la situación lacedemonia.

A modo de conclusión

Planteemos, finalmente, qué relación guardan los aspectos identitarios de la moda laconia adoptada por sectores de la élite con la pregnancia del modelo espartano en el horizonte político de los oligarcas atenienses de finales del siglo V. A mi entender, no parece acertado descartar, como hacen rápidamente Cartledge y quienes lo siguen, el solapamiento entre los tres modos de laconismo según precisas circunstancias, sin dejar de lado, por supuesto, la laconomanía esnob de algunos excéntricos atenienses. Resulta claro que una marca de distinción de un sector de la élite fueron ya no los vestidos andrajosos sino los modestos, de origen laconio, que alababan Tucídides y Critias; asimismo, el pelo largo aparece como una forma de distinción propia de un sector de la juventud de tendencia oligarca. Una parte de la élite había hecho de estos elementos una evidente señal de identidad política, con la que tal vez se la viera pasar a la acción directa cuando resolvió ejecutar sus fines subversivos respecto de la democracia, manifestando sus posturas dentro del marco de referencia brindado por las heterías, cuyo accionar fue fundamental en los procesos que desembocaron en los golpes oligárquicos de 411 y 40418. Así, el estilo de vida laconizante adoptado por sectores de la élite aristocrática no parece haberse quedado solo en la declaración pública de una filiación ideológica, sino que formó parte de una clara toma de partido en función de la actuación política antidemocrática.

En efecto, la moderación asociada al laconismo como moda ateniense tiene su correlación política en la aplicación de la idea de sophrosýne a la organización espartana, a la que se veía como un orden uniforme y sin aparentes disensos; una política de la sophrosýne como ha formulado con agudeza McGlew (1999: 11-17)19. En alguna medida, la moderación que se asignaba a las vestimentas laconias reaparece entonces como característica más general propia del modo de vida lacedemonio20. Paralelamente, en el plano de la ideología política esta moderación va a encontrar una expresión conceptual específica en torno a la idea de eunomía21. De esta manera, la estrategia oligárquica de asalto al poder democrático se concretaría en términos comunicacionales a través de la apelación a conceptos que ponderaban la moderación política, como la sophrosýne, revitalizando al mismo tiempo la noción de eunomía. En definitiva, vista en retrospectiva a la luz de los hechos, la moda en cuanto a la vestimenta mode­rada y el cabello largo, que podría haberse quedado en un simple gusto estético, se convirtió en una anticipación ideológica de una toma de partido político en función de subvertir la democracia cuando la ocasión fue propicia, con el objetivo de instaurar un gobierno oligárquico.

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