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Documento 14

Septiembre 25 de 1683

Autos sobre la primera entrada que hizo el Almirante Don Ysidro de Atondo y Antillón en unos parajes de la California; y de haberse retirado al puerto de San Lucas, 50 leguas de Sinaloa. (109)

Excelentísimo Señor:

Puesto a los pies de Vuestra Excelencia, con el debido rendimiento a la obligación de mi cargo y criado de Vuestra Excelencia, refiere en la brevedad que fuere posible lo desgraciado de nuestro viaje y al parecer corta fortuna, pero a dispuesto la majestad Divina que en nuestra nueva conversión de las Californias no se haya perdido ninguno de los tres bajeles de esta Armada, habiendo padecido tanto y por los tiempos haber perdido anclas y cables en los cuatro meses rigurosos del año que lo son en estos mares y costas el de junio y julio, agosto y septiembre, ni los gentiles de la nación guaicura, que siempre vinieron enemigos encubiertos, nos matasen, más que al grumete que robaron o se pasó a vivir con ellos.

Señor, doy cuenta a Vuestra Excelencia como habiendo recibido los bastimentos de seis meses para esta empresa, y aprestado lo demás, salí del puerto de Chacala con la Capitana y Almiranta, dejando en él a la fragata Balandra, el día diez y siete de enero, a cargo de su capitán, piloto y contramaestre, con acuerdo jurídico a que guardase la gente de mar que venía marchando de esa corte, pues no bastaba el cuidado de los centinelas embarazar la fuga de los embarcados.

Me hice a la vela dicho día, y viendo que el pagador, don Jacinto Moraza, se excusaba embarcar por sus achaques, le hice notificar por tres veces siguiese la obligación de sus puestos, todo consta por instrumento jurídico. El diez y ocho hicimos fuerza de vela porque vientos noruestes y corrientes eran contrarios y nos llevaban a la ronza. (110)

Llegamos a California a los setenta y cuatro días y el primero de abril dimos fondo en el puerto de Nuestra Señora de La Paz que es muy seguro y abundante de agua, leña, pescado y sal. Y habiendo reconocido paraje a propósito para fortificación, al día siguiente salté con toda la gente en tierra. Delinee una media luna dando las espaldas a la mar y a los bajeles, formé la trinchera de troncos de palma, con su foso, a los remates puse los pedreros que Vuestra Excelencia fue servido mandar remitir de esa corte, y en el medio un baluarte con un esmeril de bronce.

Bajaron treinta y cinco indios, que fueron los primeros que vinieron, y aunque con el orgullo y gritería con que ellos se animan a pelear. Luego que nos vieron en disposición de hacerles cara se sosegaron, les dimos de comer y alguna ropa y se fueron de allí. Y dos días volvieron setenta y tres con la misma gritería, también se sosegaron viendo la pretensión de nuestra gente. Después bajaban cada dos a tres días a mariscar sin tanto alboroto, y se solían estar lo más del día a vista de nuestro Real, en que se solicitaba todo lo posible para aprender su lengua para darles a entender a lo que íbamos de parte del Rey Nuestro Señor.

En el ínterin que se hacían estas diligencias, viendo que con lo penoso del viaje se nos habían corrompido algunos bastimentos, determiné despachar la Capitana, como navío de más buque, a las costas de Sonora y Río Yaqui, que es de corta travesía, trujese otros bastimentos con letra de tres mil pesos que me prestó el capitán Agustín de Gamboa, vecino de la ciudad de Guadalajara. Asimismo trujese caballos para las entradas de mi obligación, brea, alquitrán y sebo que tenía mandado prevenir para la carena de estos navíos.

Habiendo salido dicha Capitana del puerto de La Paz el día veinte y cinco de dicho mes [abril], el día quince de julio no habíamos sabido de ella, siendo en nuestra gente de sumo desconsuelo tanta dilación.

En este tiempo hice cuatro entradas tierra adentro, por diferentes rumbos y en la que más pude avanzar fue siete leguas en cuatro días de marcha por haber hallado un pozo de agua manantial, y aunque ciento y cincuenta indios, de arco y flecha, nos la quisieron embarazar, facilitó el remedio de nuestra necesidad darles a entender íbamos a pelear contra sus enemigos los coras, que estaban a la parte del poniente, a que los convidamos no nos quisieran seguir, pero logramos reconocer tres leguas más la tierra adentro.

En toda la que descubrimos no se halló rio con agua, ni tierras a propósito para sembrar, aunque rasas cuanto alcanzaba la vista, las cuales producen mezquites muy gruesos, otros árboles que llaman maotos, otros de copal, cardones y pitayas, de que están los campos vestidos.

Demuestra esta nación ser muy guerreros, según las señales de heridas. Son muy celosos según el cuidado que ponen en retirar las mujeres, dan a entender tienen tres y cuatro y las que alcanzamos a ver en el aguaje iban vestidas de pieles de venado y tigre. Y a la boca de dicho puerto de La Paz, descubrimos otro que dicen se llama de San Ignacio, al cual le ofrece gran abrigo una isla de dos leguas de box y encima de ella hay una laguna de sal piedra (excelente) y espumilla que en nombre de Vuestra Excelencia mandé intitular Santo Tomás de la Laguna. Los que después fueron a sacar sal para el gasto de nuestra Armada, la trujeron y descubrieron alrededor de dicha isla cinco comederos de perlas que con no haber buzos sacaban a la bajamar conchas en que hallaban granos menudos pero de buen oriente, de que se discurre que si su Majestad envía buzos y minro de confianza, recuperará para los grandes gastos de esta armada empresa y conversión. Viendo los indios que andábamos reconociendo sus tierras, trataron con todas veras echarnos con la acostumbrada arrogancia, pues esta nación domina en el valor a las demás.

El día diez y siete de mayo nos hurtaron un mulato grumete, o se pasó a vivir con ellos. Se lo pedí muchas veces ofreciéndoles regalos por traerle, hasta que supe por otros indios buenos que llamábamos los serranos, le mataron luego, por cuya razón hice prender uno de sus capitanes, teniéndolo en rehenes por si nos daban nuestro grumete. Lo traigo embarcado con buen tratamiento, por adelantarnos en su idioma. Lo he enviado reconociese la muchedumbre de indios y abundancia de los frutos y iglesias de esta tierra, pues daban a entender les queríamos comer las pitayas y mezcales. Lo llevo embarcado por si lo dicho importa al servicio de ambas Majestades y logro de nuestra conversión.

El día seis de junio nos vinieron a acometer dos capitanes con ciento y cincuenta indios, escogidos en tal disposición que nos iban echando cerco. Salí a el encuentro del capitán que llamábamos Pablo, quiso Dios cesasen en su ímpetu y arrogante resolución. Reprendiles como be mande aquel modo porque los mataría, y aunque se enmendaron en algo, no por eso dejó su atrevimiento de flechar los carneros y procurar cogernos con cautela, para lo cual convocaron indios de otra nación que estos, por ser más afables, nos lo avisaron, y el día que habían de venir que estuviese con cuidado porque era su intento cercarnos y degollarnos, lo cual tenía a nuestra gente tan desanimada como Vuestra Excelencia reconocerá por los instrumentos jurídicos que remito con el debido rendimiento y porque no padeciese algún notable descrédito nuestras armas por unas tan débiles como las de estos guaicuros, o por el poco valor que mostraban los nuestros determiné evitar ejecutasen su traición dándoles una rociada. Antes que nos avanzasen hice doblar las centinelas y el día señalado venían simulados, dejándose ver de dos en dos los capitanes y más principales hasta diez y nueve, quedándose los demás en el monte emboscados, como actualmente lo reconocimos por los que se retiraban de orden de sus capitanes, siendo grande el recato con que nos trataban.

Este día, cuando reconocí estaban juntos los de mayor suposición, mandé disparar un pedrero y algunos arcabuces, de que cayeron diez. Y desde el navío miraban los que iban heridos cayendo y levantando y los muchos que iban huyendo de la emboscada por el ruido de la carga, y al mismo tiempo dispararon algunas flechas que metieron dentro de nuestra trinchera.

Acabado de suceder esto, todo era desear llegase la Capitana con bastimento y caballos, por la facilidad de entrar tierra adentro. Y por esta esperanza mantuve nuestra gente catorce días con alguna falta de bastimento y mayor desconsuelo en los nuestros, ya por la convocación que prometían en los enemigos, como dar por perdidas la Capitana y Balandra. No obstante no me quise resolver a dejar aquel puesto hasta que pase a sondear el bastimento de la Almiranta y viendo que era tan poco como Vuestra Excelencia, siendo servido, mandará reconocer por la información de doce testigos de mayor excepción, determinó nos embarcásemos en busca de la Capitana. Di orden al piloto Mateo Andrés nos mantuviese en la mar cuanto el tiempo y bastimento permitiese. Así lo hizo pues habiendo salido del puerto [de La Paz] el día quince de julio, no llegamos a este hasta los veinte y uno, siendo nuestra navegación de veinte y cuatro horas, con el viento que hacía.

Luego que di fondo en él, despaché cartas por estas provincias me noticiasen de dicha Capitana, y habiéndome avisado estaba surta en el Puerto de Yaqui, donde arribó tres veces por lo importuno y riguroso de los tiempos y vientos sures y suestes, que no le permitieron llegar con el socorro de bastimentos y ciento y cuarenta cabezas de ganado mayor y menor en que iban diez y nueve caballos. Todo lo perdió y viendo el capitán piloto don Blas de Guzmán cuanto importaría llegar con dicho socorro, procuró su actividad y celo mantenerse contra vientos y mares, hasta que los marineros le protestaron sus vidas y la pérdida de la Capitana. Llegó a este puerto (La Paz) el día veinte y cinco de agosto, cuando ya nos hallábamos lejos de donde solo tratábamos de la conversión de las almas.

Al punto que llegué rogué a los reverendos padres de la misión de California saltasen en tierra a solicitar entre sus hermanos bastimentos a costa de recrecer mis empeños. Y para que se consiguiese con brevedad di mi plata labrada y vestidos, se empeñasen o vendiesen. Y viendo que no bastaba, resolví (con acuerdo de sus paternidades) se vendiesen a costo y costas, en pública almoneda, diez fardos de ropa de lana de la tierra, de la limosna que su Majestad dio para los gentiles, antes que se acabase de apolillar, con que por estos medios me he acabado de algún bastimento, aunque la tierra estaba falta, y estoy esperando por horas con caballos embarcados, me sale el viento para atravesar a la California al paraje que llaman los mapas río Grande, donde arribó la Capitana, y me refiere su capitán y toda la gente de ella, hallaron en este paraje como ciento y ochenta indios de mucha afabilidad, daban a entender tenían guerras con los circunvecinos, de donde avisaré a Vuestra Excelencia como de cualquier parte de Californias donde me arrojaren los vientos y fortuna, cumpliendo con mi obligación me mantendré, en tanto que Vuestra Excelencia fuere servido mandarme remitir al cumplimiento de los cien soldados, armero, caballos y armas que refiero en otra consulta.

Señor, acabo de tener correo del capitán de la Balandra, Diego de la Parra, en que me avisa del viaje que hizo a Californias en nuestra busca. Es lo que Vuestra Excelencia reconocerá por su relación, que remito a los pies de Vuestra Excelencia, en respuesta le animo porque es hombre de buen celo, no dejó acabar de perder la Balandra, le envié más de cuatrocientos pesos, y que lo le ofrezca cuidado cuatrocientos y cincuenta que dice a buscado a su crédito para que sustente la poca gente que le ha quedado y la apreste de bastimento, pues por todo el mes que viene, siendo Dios servido, ira la Almiranta a carenar, con orden entre en el puerto de Mazatlán, donde se halla, y la lleve a el de Matanchel, donde se le de la carena que propone dicho capitán.

Dios guarde la excelente persona de Vuestra Excelencia en su mayor grandeza los muchos años que los criados de Vuestra Excelencia hemos menester.

Puerto de San Lucas, a bordo de esta Capitana. Septiembre veinte y cinco de mil seiscientos y ochenta y tres años.

Excelentísimo Señor, a los pies de Vuestra Excelencia.

Don Isidro de Atondo y Antillón.

109- Autos sobre la conquista de California AGI M 56. Mathes [9]: 251-257.

110- Vagar alrededor de un lugar.

Documento 15

1739

Kino en el manuscrito de Venegas “Empresas Apostólicas” (111)

Emprendese de nuevo la conquista de Californias por mandado del Rey Católico Don Carlos Segundo.

Gobernaba ya la monarquía española nuestro católico rey Don Carlos Segundo, cuando leídos en el Real Consejo de Indias los informes, que de acá se habían remitido sobre las entradas que se habían hecho a las Californias en los años antecedentes, concibieron tanto mayores deseos de conseguir esta conquista, cuanto se había mostrado hasta allí más insuperable. Para esto, siendo informado de todo nuestro rey católico, despachó una real cédula, dada en veinte y seis de febrero del año de setenta y siete, y dirigida al señor don fray Payo Enríquez de Rivera, arzobispo de México y virrey de la Nueva España, en la cual le encargaba que cometiese de nuevo la conquista y reducción de las Californias al Almirante don Bernardo Bernal de Piñadero, otorgando antes escritura y dando fianzas y seguridad de cumplir lo que pactase con su Majestad. Pero que si él no pudiese, o no fuese conveniente que él tomase a su cargo este negocio, nombrase a otra persona de su satisfacción, que a su costa quisiese hacer este servicio a su Majestad, y que de no hallarla, nombrase otro que la hiciese a costa de la Real Hacienda.

Recibida esta cédula procedió el señor don fray Payo a ejecutar todas las diligencias en esta contenidas, y por última resolución nombró para esta expedición al Almirante don Isidro de Atondo y Antillón, encomendándole de parte de su Majestad la población y reducción de las Californias con las calidades que se contienen en la escritura que otorgó el dicho Almirante en diez y seis de diciembre del año de setenta y ocho, y vinieron aprobadas de su Majestad en cédula de veinte y nueve de diciembre del año siguiente de setenta y nueve.

A esta resolución de nuestro rey cathólico concurrió también de su parte la Compañía [de Jesús] con una relación del estado y disposición de las Californias y de la necesidad de aquellas almas, según las noticias que se tenían de otras entradas, y especialmente de las que hicieron el gobernador de Sinaloa y don Pedro Porter de Casanate, llevándose consigo a los padres Jacinto Cortés y Andrés Báez, misioneros de Sinaloa, y ofreciendo ahora de nuevo otros dos misioneros de esta provincia para que atendiesen a la conversión de aquella gentilidad.

Acepto su Majestad esta oferta y a más de los dos misioneros, pidió y nombró que fuese por cosmógrafo real el padre Eusebio Francisco Kino, por ser muy inteligente en esta facultad, que a la sazón se hallaba en las misiones de Sonora, para que demarcase los puertos y describiese toda la tierra. Así se ejecutó, como lo pidió su Majestad, nombrando al dicho padre Eusebio Kino por superior de aquella misión. Se le añadieron por compañeros a los padres Juan Bautista Copart y Pedro Matías Goñi.

Entretanto el Almirante don Isidro de Atondo comenzó a tratar de la fábrica de los bajeles necesarios para aquella navegación y hacer otras prevenciones forzosas. Diosele facilidad para librar en todas las cajas reales de México, Acapulco, Guadalajara y Gudiana, y a todos los oficiales reales de dichas cajas se les dio orden de que hiciesen con puntualidad todos los pagamentos a letra vista de las libranzas del Almirante. Con esta providencia se aplicó luego a poner obra la fábrica de tres navíos que juzgó necesarios para aquella expedición: y fueron Capitana, Almiranta y Balandra. Todas tres se fabricaron en las costas de Sinaloa en los tres años siguientes. Y habiendo hecho entre tanto el Almirante la prevención necesaria de armas, bastimentos, soldados y marineros, se embarcó con los padres misioneros y con toda su gente, que entre soldados y marineros pasaban de ciento.

Salió del puerto de Chacala a los diez y ocho de marzo del año de mil seiscientos y ochenta y tres, y solamente con los dos navíos Capitana y Almiranta, porque la Balandra le había de seguir después, en haciendo algunas prevenciones de bastimentos y otros pertrechos que le faltaban. Pero en la realidad nunca se vieron juntos los tres bajeles en California, porque la Balandra, después de varios contratiempos, anduvo peregrinando por aquellos mares, y visitando las costas de California sin haberse podido encontrar con ellos. Y así solo sirvió de que su Majestad gastase en vano todo el importe de su fábrica, con los demás salarios y costos consumidos en abastecerla de todo lo necesario para el viaje.

Llegó pues don Isidro de Atondo con sus dos navíos al puerto de La Paz a los treinta y uno de marzo, después de catorce días de navegación. Cinco días estuvieron a bordo sin saltar en tierra, esperando que apareciesen algunos indios, hasta que al cabo determinaron desembarcarse, yendo armados y prevenidos para cualquier repentino asalto. Luego se aplicaron todos a formar el real, levantando enramadas y haciendo trincheras con los materiales que el paraje les ofrecía. En eso se ocupaban cuando los centinelas avisaron que había aparecido un trozo de indios que venían armados hacia el real. Venían estos con arcos y flechas y desnudos, pero pintados sus cuerpos de varios colores para mostrarse más espantosos. Tomaron todos las armas y pusieronse en orden para resistirlos, y acercándose al presidio como hasta treinta y cinco indios, repetían a gritos una palabra con la cual, por lo que pudieron entender de sus ademanes, les querían decir que se partiesen luego de aquel lugar.

Estando en esto, dos de los padres misioneros, llevando consigo algunas cosas comestibles con que regalar a los indios, se fueron para ellos, y habiéndolos encontrado les dieron a entender, del modo que pudieron, por señas, que no habían venido a hacerles mal alguno, sino antes a procurar el bien de sus almas y de sus cuerpos, y que los querían tener por amigos, por lo cual, para muestra de su amistad, les traían aquellos agasajos. Enmudecieron los indios a esta vista y estando suspensos, les pusieron los padres en las manos lo que llevaban. Ellos entonces, con algún desprecio, lo tiraron en tierra, y como los padres dieron luego la vuelta para el real, llegaron los indios a probar lo que habían despreciado, más al gustar de aquel bastimento para ellos incógnito, se fueron siguiendo a los padres y pidiéndoles más. Recibieronlos en el real con mucha benevolencia, dándoles de comer y beber, y regalándolos con cuentas de vidrios y otros donecillos para ellos apreciables, y con esto se volvieron alegres a sus rancherías.

Prosiguieron los soldados sus fábricas y levantaron una enramada capaz para que sirviera de iglesia en que celebrar los divinos oficios. Con esto gastaron dos días sin haber visto más indios, pero al día tercero aparecieron más de ochenta indios armados que venían hacia el real de los españoles. Pusieronse estos en orden, y prevenidos con sus armas aguardaron a que llegasen. Más viendo que los indios no hacían hostilidad alguna, y que el traer armas era solo resguardo, más sin ánimo de ofender mientras no eran provocados, comenzaron con muestras de benevolencia a convidarlos para que llegasen al real, y habiéndose acercado los recibieron con señales de paz y amistad y los regalaron con cosas de comer. Con esto se dieron por amigos los indios y dieron en frecuentar el real ya sin temor alguno.

Más para quitarles toda ocasión de asaltos repentinos y contenerles con el temor de su infantería armada, quiso el Almirante darles a conocer la fuerza de las armas que usaban los españoles. Para esto hizo suspender en alto un broquel o escudo de cuero de toro de los que usaban los soldados para reparo de las flechas. Mandó luego a los indios que probasen traspasar con sus saetas aquel escudo. Pusieronse a ello ocho indios de los más robustos y a todos sus tiros resistió impertransible el cuero. Llego luego por orden del Almirante un español con su mosquete, y haciendo añadir al escudo pendiente otros dos, disparó el mosquete y traspasó con las balas todos los tres cueros. Esto causó grande admiración en los indios y justamente sirvió de ponerles temor para no atreverse a ofender a los españoles.

Hace el Almirante algunas entradas y los indios se alborotan

Fortificado ya el Almirante en el puerto de La Paz, determinó ante todas cosas enviar la Capitana al Puerto de Yaqui en busca de bastimentos, porque los que habían sacado del puerto de Chacala se iban ya corrompiendo. Y habiendo esta salido del puerto de La Paz a los veinte y cinco de abril, no pudo llegar a la boca del río Yaqui hasta los ocho de mayo, por haberla obligado a detenerse en las islas de San José y del Carmen la fuerza de los vientos contrarios. Luego determinó don Isidro de Atondo hacer algunas entradas a la tierra para descubrir sus aguajes, pastos y rancherías de los indios. La primera que hicieron fue hacia la parte del sudueste, porque allí bajaban de ordinario los gentiles cuando venían al real, que eran los de la nación guaicura. Donde es de advertir que esta palabra, guaicuro, no es propia de aquella nación, sino que los isleños de la isla de San José dicen esa palabra de otra manera, guajoro, que quiere decir amigo, y oyéndola los buzos la corrompieron llamando guaicuros a los naturales de aquella costa.

El fin principal de aquella entrada era acariciar a los indios y familiarizarse con ellos hasta conseguir que trajesen sus hijos al presidio de los soldados, para que pudiesen los padres misioneros con su frecuente comunicación aprender la lengua. Porque, aunque es verdad que venían los indios al real, pero siempre se habían portado con desconfianza y cautela, sin querer traer consigo a sus hijuelos y mujeres. Salió pues el Almirante a esta expedición llevando consigo al padre Eusebio Kino y a un religioso de San Juan de Dios llamado fray José de Guijosa, que había llevado el Almirante en la armada. Acompañolo don Francisco Pereda y Arce, capitán de la Almiranta, con otros cabos principales, y veinte y cinco soldados, a quienes se añadieron algunos peones y sirvientes domésticos que iban destinados para abrir los caminos. Porque, aunque los indios tenían sus veredas para andar, pero como siempre andaban desnudos y sin embarazo alguno de ropa y de carga, eran impertransibles para los españoles sus veredas, y así era necesaria que fuesen por delante desmontando los peones.

Caminaron todos el primer día como siete leguas, aunque no eran tantas por línea recta, sino por los rodeos que anduvieron haciendo en una tierra incógnita. Al fin descubrieron una moderada llanada, y al un lado de ella las rancherías de los indios, los cuales, al divisar de lejos a los españoles, trataron luego de esconder a sus mujeres. Para hacerlo con más seguridad se adelantaron algunos de ellos a encontrar a los españoles para entretenerlos, según se persuadieron entonces por el hecho, porque habiéndose acercado a ellos, les dijeron por señas que no estaba allí el agua que buscaban, pero a poco rato de haberlos detenido vino un mensajero de las rancherías a decirles que pasasen a beber, que allí estaba el aguaje. Acercaronse allá los españoles y no hallaron a las mujeres, y solo encontraron como doscientos indios que se habían juntado, todos armados con arco y flecha.

Procuraron aquí los españoles tratarlos con mucho amor y benevolencia, pero sin perder un punto del orden y vigilancia militar que debían tener en tierra de enemigos. Ni estaban ellos menos vigilantes y cautelosos, pues no largaban sus armas de las manos. Y aun parece que hubieran intentado acometer a los españoles y acabar con ellos, sino temieran que hubiera otros en el presidio que pudieran venir en su ayuda. Esto se presumió por la cautela que usaron al ver a los españoles en sus ranchos: y fue que enviaron secretamente una escuadra de doce indios con su capitán, hasta el presidio de los españoles para reconocer si quedaba más gente de munición en la fortaleza. Esto ejecutaron en pocas horas por su ligereza y desembarazo en andar, y habiendo hallado que había buena defensa en el presidio, se volvieron a dar aviso a los compañeros, sin que ni a la ida ni a la vuelta los echase de menos el Almirante, ni su comitiva.

Quedaronse allí los soldados aquella noche, y al día siguiente, después de haber repartido entre los indios algunas dádivas de las cosas que habían llevado para ganarles la voluntad, determinaron volverse al presidio, porque la falta de aguajes los retirase de pasar adelante. Y aunque los indios guaicuros venían al real de los españoles y recibían lo que les daban, pero siempre vivían recelosos de ellos, y algunas veces venían a decir a los españoles que se fuesen de sus tierras y los dejasen en su libertad. Y para más obligarlos a ello, procuraban intimidarlos, diciéndoles por señas que los de su nación estaban en ánimo de juntarse y venir a matarlos si no se iban de allí. Más viendo que no hacían caso de sus amenazas los españoles, se resolvieron por fin a venir de guerra contra ellos.

Juntáronse pues los más robustos de ellos, y divididos en dos escuadras, vinieron el día seis de junio y acometieron las trincheras de los soldados, diciéndoles que se fuesen luego o los matarían. Dio orden el Almirante que resistiesen el ímpetu de la escuadra más avanzada con un pedrero. Y lo hubieran ejecutado con muerte de muchos, si al ir a dispararlo no advirtieron que estaba el Almirante fuera de las trincheras, por haber salido a resistir la segunda escuadra, lo cual consiguió tan felizmente que solo con darle unos gritos al capitán de ella, lo intimidó a él y a los suyos de modo que desistieron de su intento y se volvieron a sus ranchos.

Sosegado ya el alboroto, determinó hacer otra entrada hacia el oriente, llevando en su compañía al padre Pedro Matías Goñi, y un buen número de soldados. Caminaron con mucho más trabajo por lo áspero del camino, y habiendo subido a la cumbre de un cerro (desde donde unos soldados le dijeron que habían divisado un hermoso valle) hallaron que no había por allí valle, sino una cañada muy áspera y peor que cuanta tierra habían visto hasta entonces. Con su vista, desengañados se volvieron, y solo consiguieron por fruto de esta entrada el haber encontrado en el camino dos indios de otra nación distinta. Eran estos los indios coras, que eran mansos, afables y pacíficos, a los cuales trataron los españoles con mucho amor, y los convidaron para que fuesen a la fortaleza y trajesen a los de su nación, porque los querían tener por amigos. Ellos lo hicieron así y se estrecharon tanto en la amistad de los españoles que venían con frecuencia a visitarlos, y sin recelo alguno solían quedarse a dormir en la fortificación entre los soldados.

Desampara el Almirante el puerto de La Paz y la causa que hubo para ello

No quedaron mal interesados los españoles con la amistad de los indios coras, porque estos como amigos les descubrieron la invasión repentina que preparaban los guaicuros, determinados ya ba venir armados sobre los españoles y acabar con ellos.

Dio ocasión a ella la fuga que hizo del real un mulato grumete, nombrado Zabala, el cual temeroso del castigo que su amo, el Almirante, le quería dar por cierto delito que había cometido, se huyó y desapareció de entre sus compañeros sin que lo pudiesen hallar. El juicio que se hizo por entonces fue que se había ido con una cuadrilla de los indios guaicuros, para vivir entre ellos. Y no faltó quien pusiese por testigos a los indios coras que venían al real, de que les habían oído decir como ya los guaicuros habían muerto al grumete fugitivo. Así corrió por entonces la noticia de este suceso. Pero no fue así en la realidad, porque muchos años después se descubrió la verdad del caso, y fue de esta manera: el mulato Zabala, temeroso del castigo que le amenazaba, quiso comprar su libertad con una buena perla que tenía. Ofreciola al capitán de un barco porque le diese una canoa, y él, codicioso, se la vendió sin darse cuenta al Almirante. En ella se huyó el delincuente, y atravesando el mar a todo riesgo, se puso a la otra banda.

Este suceso oyó de boca del mismo fugitivo el padre Juan de Ugarte muchos años después, cuando era rector de San Gregorio, en ocasión de que el padre se hallaba en la hacienda de Oculma, según refiere el padre Juan María en carta escrita al señor Miranda, oidor de Guadalajara, en diez de octubre del año de diez y seis [1716], donde pondera la maldad del capitán del barco, que vendió la canoa, por cuyo silencio pernicioso se rompió la guerra y se siguieron tantas muertes de inocentes, como ya veremos.

Cuando tuvo el Almirante la falsa noticia y mal fundada presunción de la muerte de su sirviente, mandó prender al capitán de aquella cuadrilla de guaicuros con la cual decían se había ido el mulato, para que quedase en rehenes hasta que pareciese el fugitivo. Esta prisión alteró mucho a los guaicuros, y así venían a menudo muchas cuadrillas de ellos a pedir libertad de su capitán, y juntamente a decir a los españoles que se fuesen de sus tierras. Pero como ni uno ni otro conseguían, mostrábanse insolentes y amenazaban a los españoles que los matarían a todos, porque aunque sus armas eran de mucha resistencia contra las flechas, pero ellos excedían mucho en número a los soldados y los oprimirían sin darles lugar a manejar sus armas contra ellos.

Éstas y otras amenazas y bravatas sufrían con paciencia y disimulo los soldados, porque el Almirante los contenía para que no diesen a los indios ocasión de irritarse más. Pero ellos por fin se resolvieron a poner por obra su intento, y para más aumentarse convidaron a los indios coras a que les ayudasen a dar la batalla y matar a los españoles. Era esto a principios del mes de julio, tres meses después de haber hecho asiento en aquella tierra. Y aunque los coras por temor disimularon con los guaicuros, dándoles a entender que les ayudarían, pero luego vinieron algunos al presidio, y llamando aparte al Almirante, a los padres, y a un soldado que entendía algo de la lengua, les dieron la noticia de la conjuración de los guaicuros, y como para el día siguiente querían venir de guerra. Con este aviso mandó el Almirante que todos estuviesen armados y prevenidos para resistir aquel asalto. Doblaronse las centinelas aquella noche y con la expectación de los enemigos fue tal el temor y la consternación de la gente del presidio, que a cada uno ya le parecía verse en manos de los indios y destrozado de ellos.

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