Kitabı oku: «El no alineamiento activo y América Latina», sayfa 3

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Diana Tussie, prominente analista de Flacso-Argentina, a su vez, explora la intersección entre el regionalismo post hegemónico (término que ella acuñó, Riggorozzi y Tussie 2012) y el NAA. Su argumento es que ambos deben ser vistos como estructura de oportunidades, en que dinámicas “de adentro hacia afuera” a nivel micro, y en áreas funcionales específicas como salud, educación o combate al narcotráfico pueden impulsar la cooperación de los países latinoamericanos. El declinar hegemónico de Estados Unidos y la creciente presencia regional de China y de otras potencias como Rusia debe ser considerada como una ampliación de este abanico de oportunidades, y no como una reducción del mismo, pero ello requiere un cierto grado de coordinación.

En la sección de perspectivas nacionales, el ex secretario general de la OEA y hoy senador chileno José Miguel Insulza nos entrega su visión de primera mano del ingreso de Chile bajo el gobierno de Salvador Allende al Movimiento de Países No Alineados (NOAL). Como joven funcionario diplomático estuvo en la histórica Cuarta Cumbre del NOAL en Argel en septiembre de 1973, realizada en vísperas del golpe de Estado en Chile el 11 de ese mes. Fue en Argel que el NOAL dio el paso de un movimiento más bien político a uno que pondría el acento en las reivindicaciones económicas del Tercer Mundo, particularmente de los llamados a un Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI). No deja de ser emblemático que el Chile de entonces, continuando una larga tradición de una política exterior de Estado, de mantener una posición independiente, al margen de las grandes potencias, haya formalizado su ingreso al NOAL en ese encuentro.

Por razones diferentes, el caso argentino es de especial pertinencia analítica para la conceptualización del NAA. Si hay alguien en la región que fue pionero en planteamientos en esa línea, incluso antes de la creación del NOAL, fue Juan Domingo Perón. Su articulación de lo que él denominó la “Tercera Posición”, abrió brecha en la materia. Ese es el tema que aborda el excanciller argentino y hoy ministro de Defensa Jorge Taiana en su capítulo, “Argentina y la Tercera Posición”, recordando que Argentina también se incorporó al NOAL en la Cumbre de Argel. Serían dos constantes en la política exterior argentina, la búsqueda de autonomía y la de la integración latinoamericana, las que harían al NAAespecialmente atractivo para Argentina.

El prominente intelectual y excanciller peruano, Rafael Roncagliolo, cuya prematura partida nos conmovió a todos, y a quien este libro está dedicado, y su colega Humberto Campodónico, a su vez, ponen en perspectiva la aproximación del Perú al no alineamiento. Perú, que durante el nuevo siglo ha sido de los países con una de las mayores tasas de crecimiento en América Latina, y que bajo el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado (1968-1975) realizó ingentes esfuerzos por cultivar una mayor autonomía en materia de política exterior, ha continuado esa tradición. Ello lo ha llevado a una fuerte proyección hacia el Asia-Pacífico, incorporándose a APEC, firmando un TLC con China, haciéndose parte del CPTPP, y transformándose en un poderoso imán para la inversión asiática en la región.

De todos los países latinoamericanos, sin embargo, el que ha tenido una mayor proyección en el Sur Global, ha sido Brasil. El tres veces canciller de Brasil, Celso Amorim (una vez en el gobierno de Itamar Franco en los noventa, y de nuevo en los dos períodos de Luiz Inacio Lula da Silva), nos provee una visión panorámica de ello. Se ha dicho que la primera década del nuevo siglo fue en buena medida la década de los BRICS, y un protagonista clave en ello fue Brasil. Brasil en esos años tuvo una alta tasa de crecimiento, programas sociales exitosos como la Bolsa de Familia, y una notable capacidad de construir coaliciones internacionales y plantear iniciativas como IBSA. Cabe notar especialmente el despliegue diplomático de Brasil en África, en que en un momento dado llegó a tener 35 embajadas, un número superior al Reino Unido. La elección de Jair Bolsonaro a la presidencia de Brasil en 2018 significó un viraje radical en la materia, pero ello no será eterno. Por su tamaño y tradición en materia de política exterior y afinada diplomacia, Brasil está llamado a jugar un papel decisivo en una América Latina que impulse el NAA.

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PRIMERA PARTE

1. Un orden mundial en crisis

Jorge Heine

Al cierre del trágico año 2020, una larga negociación entre China y la Unión Europea (UE) llegaba a su fin. Después de siete años de arduas reuniones acerca de un tratado de protección de inversiones entre la segunda mayor economía del mundo y el mayor mercado, el proceso culminaba. El acuerdo revestía especial importancia para Alemania, presidente pro tempore de la Unión Europea, y cuya exministra de Defensa, Ursula von der Leyen, preside la Comisión Europea. La canciller de Alemania, Ángela Merkel, no se presentaría a la reelección en las elecciones generales en 2021, así que este tratado adquiría especial significado para ella. La industria alemana, particularmente su sector automotriz, depende fuertemente del mercado chino, país en el cual todas las marcas alemanas –Volkswagen, Porsche, BMW, Audi y Mercedes-Benz– están representadas y producen automóviles en gran escala. Mercedes-Benz vende más vehículos en China que en Alemania, tal como General Motors vende más en China que en Estados Unidos. Con treinta millones de automóviles fabricados al año, China es no solo el mayor mercado automotriz, sino también el mayor productor.

Para el presidente Xi Jinping el tratado era clave, e instruyó a los negociadores chinos que hicieran lo necesario para llegar a acuerdo, incluyendo concesiones en temas álgidos como transferencias de tecnología. Había solo un problema. A ese acuerdo se llegaba en medio de la transición del gobierno del presidente Trump al del recién electo Joe Biden, y en los Estados Unidos este acuerdo entre la UE y China no era bien visto (Ewing y Myers 2020). Dado el diferendo entre Washington y Beijing, y su escalamiento desde lo comercial a lo tecnológico y lo diplomático, el acuerdo transmitía la señal equivocada. El mismo se sumaría a la firma del Regional Comprehensive Economic Partnership (RCEP), el mayor acuerdo comercial del planeta, el 15 de noviembre de 2020, entre China y catorce otros países de Asia y Australasia, así como al anuncio del presidente Xi en la cumbre virtual de APEC en Kuala Lumpur ese mismo mes, del renovado interés de China por ingresar al Acuerdo Transpacífico Comprehensivo y Progresista (CPTPP en la sigla en inglés) (Albertoni y Heine 2020). China aparecía copando la banca en materia de acuerdos comerciales y de inversión, en contraste con unos Estados Unidos cada vez más proteccionistas y aislacionistas.

En esos momentos, el gobierno del presidente Trump no estaba en condiciones de ejercer influencia en Europa, tanto así que una anunciada visita del secretario de Estado Mike Pompeo a Bruselas en el mes de enero de 2021 debió ser cancelada porque el canciller de Luxemburgo señaló que no lo recibiría (Hudson 2021).

Sin embargo, se podría haber pensado que la opinión del presidente entrante, Joe Biden, sí haría una diferencia. Biden es un viejo amigo de la Unión Europea, con una amistad cementada en sus numerosos años presidiendo la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados Unidos y en su constante participación en la Conferencia de Seguridad de Múnich, en la cual volvería a participar, ya como presidente, en febrero de 2021. Biden también había señalado que el mejorar la relación con los aliados de los Estados Unidos, particularmente con la OTAN, era una prioridad. Y aunque la ley no permite a las autoridades de un gobierno entrante negociar por anticipado con gobiernos extranjeros, su opinión contraria a la firma del tratado fue trasmitida en forma privada, y su futuro asesor nacional de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, tuiteó al respecto.

Nada de ello fue suficiente, y la Unión Europea, con el decidido liderazgo alemán, dio el vamos al acuerdo con China. Pocas instancias reflejan mejor los cambios que se han dado en la arquitectura del orden internacional que este desencuentro entre Bruselas y Washington en torno a un tema tan central y emblemático como las relaciones con China. En algo muy sensible para el gobierno entrante de los EE. UU., la UE, liderada por el principal país miembro, se fue por su cuenta. Durante el gobierno de Trump el mensaje fue fuerte y claro. Estados Unidos no cree en la Unión Europea, no está convencido que la OTAN sea necesaria, ni que la alianza transatlántica tenga razón de ser. Es más, el gobierno de los Estados Unidos alentó al Reino Unido a abandonar la Unión Europea, prometiendo a cambio algún tipo de acuerdo comercial con los Estados Unidos. Y si bien no había razón para dudar del nuevo enfoque hacia Europa anunciado por la nueva administración, tampoco es obvio que este vaya a durar (Crowley y Erlanger 2021). En cuatro años más, con la vuelta de un nuevo gobierno republicano, ya sea liderado por Trump o por otro líder, se podría volver a fojas cero. En esas condiciones, ¿valdría la pena echar por la borda siete años de negociaciones sobre algo tan importante para el futuro económico de la UE, solo para acomodar un cambio de gobierno en Washington? En la alianza transatlántica se ha roto la confianza mutua, algo no fácil de recomponer.

Dicho esto, también es obvio que la propia China no ha sabido calibrar ello adecuadamente, ni cómo gestionar esas diferencias. Al sobrerreaccionar a sanciones impuestas por la UE a algunos funcionarios chinos por violaciones a los derechos humanos en Sinkiang, e imponer sus propias sanciones a integrantes del Parlamento Europeo, académicos y centros de estudio europeos, China terminó sepultando el tratado de inversiones China-UE. A poco andar, el Parlamento Europeo anunció que no lo ratificaría.

El punto fundamental, sin embargo, es que para aquellos que pensaron que la elección de Donald Trump era solo una anomalía temporal, esto sería la mejor demostración de lo equivocado que estaban. El año 2016, el del referéndum sobre el Brexit en el Reino Unido, y de la elección de Trump en Estados Unidos, sería un punto de inflexión (Heine 2020a). Aun después de cambios de gobierno y nuevas elecciones en ambos países, el mundo continúa por el rumbo trazado desde entonces, el de un cada vez mayor retraimiento de las potencias angloparlantes, que otrora lideraron el mundo, ahora volcadas cada una hacia adentro, absortas en sus propios problemas. Por otra parte, a su vez, surge un mundo nuevo,liderado por potencias emergentes, que plantean alternativas diferentes a las del orden internacional liberal que rigió al mundo por siete décadas, con planteamientos que abren otras posibilidades a los países del Sur Global (Stuenkel 2016).

El inicio del gobierno de Biden y su relación con Rusia y con China

Más allá del episodio sobre el tratado de protección de inversiones China-UE, a poco andar del inicio del gobierno del presidente Biden, dos incidentes, casi simultáneos, ilustraron el grado al cual el legado de la administración anterior, con sus luces y sus sombras, sigue marcando la política exterior de los Estados Unidos, para bien o para mal. El inicio de un nuevo gobierno constituye una gran oportunidad para replantear las relaciones con otros países e instalarlas en términos distintos, y, presumiblemente, más favorables a los anteriores. Esto es válido tanto para las relaciones con aliados como con adversarios. Dada la compleja relación del gobierno de Trump con el resto del mundo, uno pensaría que esto habría sido sencillo de lograr, a lo que contar con un equipo de política exterior y de seguridad nacional mucho más experimentado y profesional que el de Trump, debería ayudar. Sin embargo, lejos de ser así, tanto las relaciones con Rusia como con China, los dos adversarios principales de Estados Unidos en el mundo de hoy, partieron en un mal pie, dificultando su desarrollo futuro.

En una entrevista en la cadena de televisión ABC, a una pregunta del periodista George Stephanopoulos, sobre si él consideraba que el presidente de Rusia, Vladimir Putin, era un asesino, Biden respondió que sí. La reacción en Moscú no se hizo esperar. El Kremlin mandó llamar a su embajador en Washington, Anatoli Antonov (algo que no hacía desde 1998), y Putin respondió con un dicho ruso, señalando “el que lo dice, lo es” (Sahuquillo 2021). Para muchos, ello llevó a la peor situación en las relaciones ruso-estadounidenses en treinta años.

Al día siguiente, en la primera reunión de alto nivel entre autoridades del nuevo gobierno de los Estados Unidos y las de China en el área de política exterior y seguridad nacional, realizada en Anchorage, Alaska, se produjo un altercado rara vez visto en encuentros diplomáticos. En respuesta a la intervención inicial del secretario de Estado Anthony Blinken, quien reiteró los reclamos de Estados Unidos a China en cuanto a la situación de los derechos humanos en Hong Kong, Sinkiang y el futuro de Taiwán, el director de la Comisión de Relaciones Exteriores del Comité Central del Partido Comunista Chino, Yang Jiechi, señaló que China no estaba dispuesta a ser tratada en forma condescendiente por los Estados Unidos (Wright 2021). Subrayó que la continua injerencia de Washington en los asuntos internos chinos era inaceptable, y que bastantes problemas tenía Estados Unidos en materia de derechos humanos, incluyendo la discriminación racial que había llevado al movimiento Black Lives Matter, como para criticar a otros. El que veinticuatro horas antes de la reunión en Anchorage, Estados Unidos haya anunciado sanciones en contra de una veintena de funcionarios chinos por el papel que han jugado en la represión de las protestas en Hong Kong, no ayudó.

Al final, como señala el dicho, “la sangre no llegó al río”, y las tres reuniones programadas duraron bastante más que las tres horas previstas para cada una de ellas. El encuentro concluyó con la formación de varios grupos de trabajo, incluyendo uno sobre cambio climático, el desafío global más significativo, y que requiere atención urgente de ambas potencias, que juntas representan un 40% del producto mundial, y por ende son claves para resolverlo.

Con todo, ambos incidentes reflejan un problema más de fondo. La pregunta no es si el gobierno ruso manda o no a matar personas en el extranjero. En 2006 se aprobó en Rusia una ley para esos efectos, y el asesinato de adversarios extranjeros ha sido una práctica habitual tanto de los Estados Unidos como de Israel, entre otros países, que lo hacen en forma rutinaria. Asimismo, las violaciones de los derechos humanos en Sinkiang y las limitaciones a las libertades civiles en Hong Kong son una realidad indudable. La pregunta es otra.

¿Contribuye el poner estos temas en el centro de las relaciones bilaterales y airearlos en público a mejorar las relaciones entre Estados Unidos y China y Rusia, especialmente al inicio de un nuevo gobierno en Washington?

Muchos dirían que ello no es así, y que sería más productivo tratarlos en privado, o al menos no instalarlos como temas centrales de la agenda. La perspectiva europea sobre ello es distinta (Crowley y Erlanger 2021). En esos términos, la interrogante que surge es por qué ello ocurre, lo que nos lleva a nuestro planteamiento anterior, sobre el volcamiento hacia el interior tanto de los Estados Unidos como del Reino Unido. Desde la elección del presidente Trump, la preocupación en los Estados Unidos ha dejado de ser la política exterior como tal, no digamos ya la mantención y cuidado de un determinado orden internacional. La meta es otra: cómo desplegar la política exterior para afianzar apoyo electoral interno, al margen del daño que ello pueda causar a la posición internacional de Estados Unidos. El abandono de los Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico en enero de 2017, proyecto al cual tres administraciones anteriores en Washington habían dedicado nueve años de negociaciones, dio la pauta. Ello ha seguido sin grandes variaciones desde entonces.

La acusación hecha a Putin responde a la necesidad de diferenciar al nuevo gobierno de la curiosamente estrecha relación que Trump tuvo con el líder ruso. La línea dura con China, a su vez, intenta competir con las denuncias anti-China del mismo Trump, por mucho que ellas hayan contribuido a crear un peligroso clima antiasiático en los propios Estados Unidos y a numerosos atentados en contra de ciudadanos de ese origen en el país (Cai, Burch y Patel 2021).