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América Latina, de la crisis a campo de batalla de las grandes potencias

En este cuadro, la región latinoamericana aparece en un panorama particularmente desesperanzador. Con un 8% de la población del mundo, América Latina ha tenido un 30% de las muertes por la pandemia, con algunos países, como Brasil y México, en situación especialmente crítica. El producto de la región cayó en un 7.7% en 2020, y se enfrenta la posibilidad real de otra “década perdida”, como fue la de los ochenta, ahora entre 2015 y 2025. En 2020 la región retrocedió a niveles de ingreso per cápita de 2010 y a los niveles de pobreza de 2006. En 2020, la pobreza extrema llegó a un 12.5% de la población (Cepal 2021).

Una vez más, las insuficiencias del Estado latinoamericano han quedado al descubierto. Décadas de políticas neoliberales de ajustar presupuestos y reducir el gasto fiscal han resultado en aparatos públicos de minimis, incapaces de responder a los desafíos de una era globalizada. En 2019, justo antes del inicio de la emergencia sanitaria, Ecuador, uno de los países más afectados por la pandemia, despidió a trescientos trabajadores de la salud, acatando exigencias del Fondo Monetario Internacional (FMI). A las debilidades inherentes de los Estados latinoamericanos, cabe añadir el papel de Washington. También en el curso de 2019, la administración Trump presionó a los gobiernos de Bolivia, Ecuador y El Salvador para que expulsasen a los equipos de médicos cubanos que llevaban años desempeñando funciones en esos países, sobre todo en áreas rurales en que proveían los únicos servicios médicos disponibles para la población. La expulsión de estos equipos médicos se materializó a fines de 2019, justo antes del inicio de la pandemia. Ello dejó a estos países sin una masa crítica de profesionales de la salud, que habrían podido jugar un papel clave en contener la expansión del virus. Junto a ello, y por razones relacionadas, Washington recortó el presupuesto de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) (Kirkpatrick y León, 2020). Esto no ayudó en la labor de la principal organización de la salud del hemisferio occidental en combatir la pandemia.

Los resultados están a la vista. Ecuador, con 17.000 muertes, y Bolivia, con 12.000 (al escribir estas líneas), países con frágiles sistemas de salud de por sí, fueron diezmados por el covid-19. Aún en junio de 2020, con la pandemia en pleno apogeo, USAID, la agencia del Departamento de Estado encargada de la cooperación internacional, se negó a restaurar el financiamiento original de la OPS, durante la peor crisis de salud de las Américas en un siglo.

En la misma línea, llamados del secretario general de la ONU a suspender, durante la pandemia, las sanciones internacionales aplicadas por los Estados Unidos a numerosos países, incluyendo a Cuba y Venezuela en las Américas, no encontraron eco. En contra de lo que algunos pensaron, ello no cambió con el gobierno de Biden. Para este, la competencia por la primacía con China es el foco principal de la política exterior de los Estados Unidos, y América Latina es uno de sus campos de batalla primordiales, algo no sin ribetes de la Guerra Fría.

Esto pone a la región en una encrucijada. La relación con Estados Unidos es de larga data y se expresa en muchas dimensiones. El romper con Washington no está en las cartas. Por otra parte, las relaciones con China, si bien mucho más recientes, son claves para las economías de muchos países latinoamericanos. Para Sudamérica en su conjunto, China es el socio comercial número 1, como lo es para Argentina, Brasil, Chile, Perú y Uruguay individualmente. China es el mayor inversionista en minería en Perú y el mayor comprador de cobre, hierro, petróleo y soya de Sudamérica. ¿Qué hacer?

Este dilema se ha expresado con especial nitidez en 2021, una vez desarrolladas las vacunas contra el Covid-19.

Vacunas, poder y diplomacia en las Américas

En 2020 el desafío fundamental de los gobiernos en la región fue contener y mitigar los efectos del virus, por medio de cuarentenas y otras medidas de distanciamiento social (Milet y Bonilla 2021). Sin embargo, a comienzos de 2021, con las vacunas anti-covid-19 ya en el mercado, el tema pasó a ser el cómo administrar vacunas a la mayor cantidad de personas posibles, y llegar así a la tan ansiada inmunidad de rebaño (Brun y Legler 2021).

Sin embargo, América Latina se encontró al final de la fila para acceder a las ansiadas vacunas. Si bien las mismas fueron desarrolladas en parte importante en los Estados Unidos, el Reino Unido y otros países de Europa Occidental, el acceso a ellas por parte de los países en desarrollo ha sido reducido. Ello ha creado una brecha de inequidad entre el Norte y el Sur Global, que se manifiesta también en numerosos otros frentes.

La expectativa de muchos gobiernos latinoamericanos era que los países de la región tendrían acceso a las vacunas producidas en Estados Unidos. Y fue por ello que en febrero de 2021, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, con México en situación límite, aproximándose a las 200.000 muertes por la pandemia, llamó al presidente Biden para solicitar su cooperación en la materia. Sin embargo, en esa ocasión la respuesta del mandatario estadounidense fue negativa. Biden señaló que solo una vez que toda la población de los Estados Unidos estuviese vacunada podría Washington comenzar a considerar el exportar o donar vacunas –pese a que los Estados Unidos contaba con treinta millones de dosis de vacuna AstraZeneca en bodega, cuyo uso aún no había sido autorizado en su país–. Fue solo algunas semanas después que Biden accedería al pedido de vacunas de México, a cambio de ayuda para resolver la crisis migratoria en la frontera Sur (Bollyky 2021). Fue en ese cuadro que el presidente mexicano le había agradecido públicamente a Rusia, China e India por su apoyo en materia de vacunas contra el covid-19: “Acudimos a ellos, y respondieron en forma fraternal”, dijo el mandatario mexicano.

A su vez, el presidente Jair Bolsonaro en Brasil se vio impelido a llamar al primer ministro indio, Narendra Modi, para solicitarle su ayuda en facilitar la venta de treinta millones de dosis de vacunas indias, ya que Brasil, en una situación de pandemia aún más crítica que la de México, tampoco contaba con las vacunas suficientes para su población, y ni los Estados Unidos ni países europeos estaban en condiciones de proveerlas.

La pertinencia de esto para el tipo de política exterior que deben seguir los países latinoamericanos es obvia. En el marco de la renovada Guerra Fría que ha surgido entre los Estados Unidos y China, uno de los argumentos utilizados es que América Latina debería minimizar sus lazos con potencias extrarregionales como China, Rusia e Irán, entre otras, por tratarse de países muy distintos y distantes. Ello marcaría una gran diferencia con los socios tradicionales de la región, en Norteamérica y Europa Occidental, en los cuales sí se podría confiar, porque compartirían valores y tradiciones comunes con América Latina.

En la mayor crisis de la región en 120 años, sin embargo, ¿cuáles han sido los países que han respondido? China, con su “diplomacia de las mascarillas”, primero (con 215 millones de dólares en cooperación a la región en 2020 a un total de treinta países) y la de las vacunas después, ha sido, por lejos, el mayor suplidor de la región. Chile no sería uno de los países que más personas ha vacunado, si no fuese por las vacunas chinas Coronavac de Sinovac, cuya entrega aseguró con la debida anticipación. Rusia, con la vacuna Sputnik V, co-producida en Argentina, entre otros países, no se queda atrás. En tanto India, que no solo produce vacunas, sino que también jeringas por millones, no cesó de demostrar su condición de potencia en el campo farmacéutico, al menos a comienzos de 2021, antes de ser absorbida por el rebrote del virus en la propia India. En otras palabras, sin las así llamadas “potencias extrarregionales”, América Latina estaría en una crisis aún mucho más profunda que aquella en la cual se encuentra.

Y pocos casos más emblemáticos de ello que el de Paraguay. Tradicional bastión anticomunista en Sudamérica, y conocido por “el Stronato”, la larga dictadura de Alfredo Stroessner (1954-1989), Paraguay es también el último baluarte de Taiwán en el subcontinente, con una relación diplomática de ya 63 años. Aunque Paraguay logró limitar la expansión del virus en 2020, a comienzos de 2021, este se regó por el país, llegando a una de las tasas de mortalidad por habitante más altas de la región (Carneri 2021). Y el gobierno, presidido por Mario Abdo Benítez, hijo del secretario privado de Stroessner, no ha podido acceder a vacunas. Como es obvio, el no tener relaciones diplomáticas con la República Popular China, ha limitado su acceso a cooperación sanitaria por parte de Beijing. Ante la emergencia nacional, y el que el gobierno contemplase la posibilidad de romper con Taiwán, y así obtener vacunas chinas, se produjo uno de los demarches diplomáticos más curiosos de las relaciones interamericanas. El secretario de Estado de los Estados Unidos, Anthony J. Blinken, llamó al presidente Benítez, y su mensaje fue que, si bien los Estados Unidos no estaba en condiciones de proveerle vacunas anti covid-19 a Paraguay, el gobierno paraguayo se las debería solicitar a Taiwán (que no las tiene), pero que en ningún caso debería establecer relaciones diplomáticas con China (Parks 2021). En otras palabras, Estados Unidos terceriza su cooperación sanitaria en las Américas. En vista de ello, Taiwán procedió a comprar una cantidad importante de vacunas en India, para ser entregadas a Paraguay. Pocas veces ha quedado más de manifiesto la abdicación de Washington al ejercicio de liderazgo en el hemisferio occidental.

Del orden liberal internacional a un Mundo Post Occidental

Lo ocurrido con la pandemia en América Latina, y el que hayan sido potencias extrarregionales como China, Rusia e India y no las tradicionales potencias occidentales, las que hayan salido al ruedo en la emergencia sanitaria para proveerle vacunas a la región no es casualidad, ni responde solo a una cierta coyuntura. Ello refleja el ascenso de las fuerzas antiglobalización y los movimientos populistas en los países del Norte y sus plataformas proteccionistas, xenófobas y antiinmigrantes, para las cuales la cooperación internacional es un tabú. A su vez, el nuevo poder económico de las potencias emergentes ha llevado a lo que se ha denominado la diplomacia financiera colectiva del Sur. Ello se refleja en entidades como el Banco Asiático de Inversión e Infraestructura (BAII) establecido por China y con sede en Beijing, así como el Nuevo Banco del Desarrollo, establecido por los BRICS, y con sede en Shanghái. El primero con un capital de 100.000 millones de dólares, y el segundo con uno de 50.000 millones de dólares. En sus primeros seis años de existencia, ambas instituciones han concedido préstamos por una cifra cercana a los 35 mil millones de dólares y han sido bien evaluadas por los medios de comunicación y las agencias calificadoras de riesgo.

Así confluye la geopolítica con la economía. Con el auge de Asia como nuevo centro de la economía mundial, con China en el centro y los países del Atlántico Norte refugiados en el proteccionismo y el aislacionismo, el orden internacional se reestructura de manera inesperada e impredecible, como nos recuerda Parag Khanna en su libro El futuro es asiático(Khanna 2019).

Ello viene a ratificar lo señalado más arriba. La pandemia del covid-19 ha acelerado tendencias previas en el orden internacional. Estados Unidos seguirá siendo la principal superpotencia y lo será todavía por un buen tiempo, pero esa condición se ve limitada cada vez más al plano militar. En lo económico y lo tecnológico, China se le está acercando cada vez más, mientras el surgimiento de otras potencias, como India, y de entidades como los BRICS y ASEAN, subrayan la transición a un orden post hegemónico descentralizado, el equivalente a un “cine-multisalas”, en la expresión de Amitav Acharya (Acharya 2019). La post-Pax Americana no será una Pax Sinica. Por múltiples razones, China está aún lejos de poder ocupar el lugar de Estados Unidos. Tampoco es factible una resurrección del orden liberal internacional.

Sin embargo, lo que sí está claro es que en este nuevo orden, aquellos que no participen en la generación de sus reglas y disposiciones, deberán “agachar el moño” y someterse a las de otros. El regionalismo debería jugar un papel clave en este nuevo orden, permitiendo el desarrollo de espacios propios y de autonomía de acción. Sin embargo, el regionalismo latinoamericano rara vez ha estado en una situación más lamentable, ni la región más fragmentada, contribuyendo así a su eclipse diplomático, en la expresión de Alain Rouquié.

En 1945, en los inicios del orden internacional liberal, con ocasión del establecimiento de la ONU y con casi la mitad de los cincuenta países fundadores de esa entidad proveniente de América Latina, la región desempeñó un papel no menor en diversos aspectos de lo que sería el sistema de la ONU, incluyendo la Declaración Universal de Derechos Humanos. Algo similar puede decirse del aporte hecho por la región a las instituciones de Bretton Woods, sobre todo a favor de un multilateralismo inclusivo y el énfasis en la cooperación para el desarrollo (Heine, 2020a). En momentos de crisis y transición del orden internacional, cuando será decisivo actuar con voluntad colectiva, no es obvio que la región esté en condiciones de hacer un aporte equivalente al nuevo orden que otros están construyendo.

De ahí la importancia de un enfoque propio, que retome las mejores tradiciones del aporte hecho por América Latina al derecho internacional y las relaciones internacionales. En eso consiste la propuesta del No Alineamiento Activo para la región a la cual está dedicada este libro.

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