Kitabı oku: «Ideas periódicas», sayfa 5
Pero no. Hoy suele creerse que la razón no existe y que somos un amasijo de intereses y de identidades que defendemos con astucia y no con la agudeza de una buena argumentación.
Una derivación de lo anterior es lo que podría llamarse la defensa del multiculturalismo de iure y no de facto. En el mundo de hoy (y en el de siempre, aunque durante mucho tiempo se le mantuvo enterrado) no cabe duda de que coexisten diversas culturas, algunas de ellas originarias y otras derivadas de múltiples procesos de inmigración que, poco a poco, fructifican en culturas nuevas. Y no es raro que las culturas originarias den paso a culturas mestizas que, después, intenta reverdecer sus raíces. Tampoco cabe duda de que cada una de esas culturas a veces (aunque no siempre) son portadoras de una cierta visión del bien o de una determinada idea del ser humano, eso que suele llamarse una cosmovisión, o de algún principio para determinar lo que es correcto de lo que no lo es. A eso lo podemos llamar multiculturalismo de facto o, de hecho. Y como saben lo antropólogos, en esas culturas de facto los contenidos son extremadamente variados. Algunos son muy valiosos y otros no. Hay culturas que maltratan a las mujeres, por ejemplo, otras que castigan la disidencia, etcétera. Ahora bien, en el debate contemporáneo a ese multiculturalismo de facto, se le transforma rápida e irreflexivamente en multiculturalismo de iure, es decir, se considera que el contenido de cada una de esas culturas es, por el hecho de existir, correcto o digno de estima y de respeto intelectual. La falacia salta a la vista porque es fácil comprender que del hecho que exista la cultura X, no se sigue que sus creencias sean, por ese solo hecho, válidas o correctas. Pero en el espacio público contemporáneo suele pasarse de un plano a otro con un solo salto, transformando lo que de hecho afirma una cultura en algo que posee un contenido de verdad o de corrección. En este paso del multiculturalismo de facto al multiculturalismo de iure, se olvida que algo puede existir de hecho y ser digno de consideración; pero ello no quiere decir validar su contenido como verdadero o correcto.
En esa visión del multiculturalismo —transformado por obra de magia en algo de iure como acabamos de ver— se sustenta buena parte del criterio con el que se quiere domeñar o domesticar el discurso contemporáneo. Después de todo si usted afirma que tiene la razón y se muestra dispuesto a discutirlo, ello solo puede ser fruto de una porfía pertinaz, de una simple voluntad de poder que se oculta en sus argumentos y en sus palabras. Por eso hoy aparece mejor encabezar cualquier párrafo diciendo «en mi opinión» o «desde mi punto de vista» y ojalá agregar que respeta escrupulosamente cualquier otro, subrayando así que usted está abierto a que hay otros puntos de vista que por el solo hecho de ser formulados son iguales al suyo. El sincero ánimo polémico, que es una forma de ejercicio del diálogo racional, desaparece así en un ejercicio de enunciados en primera persona que no se atreven a afirmar o discutir la verdad a la que han arribado. La esfera pública y el aula universitaria son de pronto transformadas en un cómodo sillón psiquiátrico donde cada uno encuentra acogida a lo que dice por el solo hecho de que declara sentirlo de manera sincera.
Lo anterior es el fruto de un malentendido de algunos textos de Roland Barthes o Julia Kristeva a los que se conoce de oídas. Y entonces el análisis de los argumentos en lo que esos autores fueron expertos y sagaces (basta leer de veras a la excelente Kristeva para saberlo) se reduce a la tontería de conducir todo a la posición funcionaria o de poder de quien lo profiere (malentendiendo el concepto de sujeto de la enunciación) para así eludir flagrantemente el análisis de los argumentos. Hay pocas tonterías mayores que esa que ahorra la comprensión del argumento ajeno y el esfuerzo por refutarlo.
Y todo lo anterior, claro está, se encuentra fortalecido por una cierta idea del lenguaje que descuida y desmiente las funciones que cumple en la sociedad humana.
Tradicionalmente, y para qué decir en la filosofía moderna, el lenguaje, como ya explicamos en otro de los ensayos de este libro, es la experiencia pública por excelencia, el lugar donde los seres humanos nos encontramos. Gotlob Frege al analizar, a fines del siglo XIX, qué era un número descubrió que los números no eran conceptos mentales (porque en tal caso si yo digo dos ¿cómo sé que usted tiene en su mente lo mismo que yo?), ni tampoco estaban en las cosas que se enumeraban (si digo hay dos tazas ¿cómo sabe que me refiero al utensilio y no al color o al tamaño de cada una?) sino que su significado estaba en el lenguaje que compartíamos: la experiencia intersubjetiva, la forma de relacionarnos los seres humanos estaba en el lenguaje. Así la filosofía contemporánea —lo que en los textos se llama el giro lingüístico— deriva de allí. Todos los autores desde Ludwig Wittgenstein a Jürgen Habermas han visto en el lenguaje un lugar del tráfico humano mediante el cual, entre otras cosas, comunicamos conocimiento y logramos descubrir lo que en cada caso es correcto. Pero resulta que ahora el lenguaje no es eso, sino que el lenguaje es una forma de relacionarse las múltiples identidades cuidando no lesionarse la una a la otra, cada una estableciendo una frontera invisible que no puede ser traspasada. El lenguaje así concebido arriesga el peligro de aislar a los seres humanos, fortalecer la idea que han decidido tener de sí mismos, en vez de invitarlos a corregirla en medio del intercambio con otros.
Y se encuentra en fin el desprestigio o el malentendido acerca de la idea de verdad. Tradicionalmente la verdad alude a la coincidencia entre lo que decimos de una cosa y lo que la cosa es (así es como Aristóteles definía la verdad, aunque lo expresaba de una manera algo más enrevesada). Por supuesto esa idea se complica cuando advertimos que nunca accedemos a las cosas tal como son en sí mismas, sino que siempre vemos las cosas mediadas por algún sistema de conceptos. Desde ese punto de vista, nunca los seres humanos confrontan lo que afirman del mundo con el mundo en sí mismo, sino que en general validan sus afirmaciones al interior de una cierta imagen de cómo el mundo es. Pero de esa idea no se sigue que la verdad no exista, es decir, no se sigue que no hay afirmaciones o enunciados mejores que otros, enunciados que describen más correctamente aquello a que se refieren. La creencia que para que exista la verdad tenemos que confrontar lo que decimos con una realidad objetiva, entendiendo por ello hechos brutos, es una creencia muy dañina para el debate moral o político porque, como es obvio, en estas materias no hay hechos (no hay entidades morales como hay en cambio entidades físicas). Pero endosando esa idea, hoy día suele decirse que la verdad no existe y que, en cambio, existen verdades o que cada uno tiene la suya. Este punto de vista es un rechazo de cualquier diálogo público porque de ser así nunca confrontaríamos lo que cada uno cree sino que cuando discutimos simplemente nos relataríamos recíprocamente nuestra distinta forma de ver el mundo y las cosas. Pero ese punto de vista es profundamente erróneo porque los seres humanos contamos con procedimientos para saber quién tiene la razón y quién no. Y ese procedimiento se llama diálogo o debate mediante el cual intentamos justificar ante una audiencia lo que afirmamos. Y cuando nuestras afirmaciones están suficientemente justificadas ante la audiencia decimos que son correctas o verdaderas.
Relacionado con ese desprestigio de la idea de verdad, se encuentra el rechazo y la condena de lo que se ha llamado negacionismo. El negacionismo, en estos tiempos en que la verdad en cualquiera de sus versiones parece no existir, es el esfuerzo por poner a salvo de ese punto de vista disolvente la ocurrencia y la condena de ciertos hechos. Conviene detenerse brevemente en este tema que permite diagnosticar, mejor que ningún otro, parte del problema que hemos venido analizando.
Se llama hoy negacionismo a cualquier tesis que descrea o niegue una verdad que, por razones políticas o morales, se tiene por suficientemente acreditada. Un negacionista es lo que en otros tiempos se habría llamado un hereje o un heterodoxo. Su origen se encuentra en el revisionismo que consistió en un conjunto de reflexiones que disentían de la ortodoxia originalmente política. Fue el caso de Eduard Bernstein un marxista que luego de abogar por la socialdemocracia fue llamado un «revisionista». Más tarde apareció el revisionismo histórico. Los revisionistas históricos fueron quienes comenzaron a evaluar la Revolución Francesa no como un principio de libertad, sino como anticipadora del bolchevismo o el fascismo como fue el caso de François Furet o Ernst Nolte, insignes revisionistas. El revisionismo —un término con aire inevitablemente peyorativo— protegía entonces ciertas tesis políticas o verdades históricas. La condena del negacionismo de hoy está en cambio vinculado al holocausto y configura tipos penales en algunos países como Francia o Alemania. Así, en Francia se condenó a quienes publicaron una inserción reivindicando la figura del general Philippe Petain. El aviso se calificó de apología del crimen y del colaboracionismo con los nazis. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, sin embargo, consideró desproporcionada la condena porque, dijo, la nota no hacía la apología de una política sino el elogio de un hombre. Pero si el aviso fue perdonado, no ocurrió lo mismo con un libro de Roger Garaudy (se le recuerda por sus estudios sobre la relación entre marxismo y cristianismo en los sesenta). El año 2003 Garaudy fue condenado por cuestionar en un libro (The Foundings Myths of Israeli Politics) la ocurrencia del holocausto cometido por los nazis. El Tribunal Europeo dijo que en ese caso más que una crítica política, había un negacionismo que horadaba el régimen democrático. La línea entre la negación fáctica admisible como parte de la libre investigación y la apología, que es condenable por razones morales, es muy débil y borrosa. Y quizá por eso la jurisprudencia en torno a estos temas en el caso del derecho estadounidense es la que parece más adecuada: debe penalizarse el discurso de odio (es decir, el discurso que incita a la violencia contra grupos en razón de sus ideas o cultura) en vez del negacionismo.
La tesis que aboga por el castigo del negacionismo exige sostener que hay hechos históricos irrefutables, claramente establecidos, verdades fácticas indesmentibles. Se configura así una de las paradojas más flagrantes de la cultura contemporánea. La paradoja consiste en que en una época donde se descree de la justificación y la verdad, es cuando más proliferan los esfuerzos por proteger algunas de estas últimas. Como hemos visto, en ocasiones la carencia de una verdad universal se esgrime, como ocurre con el multiculturalismo, para limitar el discurso que se estima lesivo de las identidades, y en otras ocasiones se esgrime en cambio una verdad universal para alcanzar el mismo objetivo. Lo preocupante del fenómeno es que al parecer lo que importa es cómo limitar la expresión y la opinión ajena esgrimiéndose a veces la ausencia y otras la presencia de la verdad para lograrlo.
En suma, lo que subyace en todos esos puntos de vista que hoy descreen de la razón y cercan el lenguaje, es la idea que como la identidad es fruto de la cultura, entonces no hay nada que nos unifique y a lo que podamos apelar para dirimir nuestras diferencias. Si cada uno, lo quiera o no, lo reconozca o no, está encerrado en la cultura a que pertenece, sin poder salir de ella, entonces no hay nada en común a lo que podamos recurrir. Esta idea de que la cultura nos constituye y se confunde con la identidad de cada uno fue históricamente una idea conservadora que se esgrimió en contra de los ideales de la ilustración y los derechos del hombre. Mientras la ilustración (Marx incluido) sostenía que todos los seres humanos poseíamos un fondo común, de donde derivaba el derecho a ser tratados igual con prescindencia de nuestras características de clase, etnia o lo que fuera, el conservadurismo siempre sostuvo que la cultura era la que nos constituía de manera muy variada de manera que el universalismo de los derechos del hombre era una pretensión absurda. Es una de las ironías de la cultura que esas ideas que se esgrimen hoy por una parte de la izquierda iliberal, hayan sido formuladas en el siglo XVIII entre otros por Edmund Burke que, en paréntesis, escribía harto más claro que Jacques Derrida.
Todos esos pretextos se han colado en la cultura actual y a veces se emplean incluso para legitimar la ignorancia. Porque es probable que la popularidad de esos puntos de vista derive del hecho que ahorran mucho esfuerzo y permiten que una opinión desaprensiva y al pasar pueda ser defendida como digna de ser atendida sin consideración al escrutinio a que la racionalidad obliga.
Después de todo, si la racionalidad no existe, si es un mero disfraz de intereses, si la verdad es una simple ilusión y el lenguaje no es un instrumento para que alguien diga algo a otro sobre las cosas (así definía Platón el lenguaje) sino un instrumento de dominación o poder. ¿Qué importa conocer la literatura, esforzarse con rigor en leer los clásicos o leer filosofía (y entenderla) si después de todo cada una de esas cosas son esfuerzos por disfrazar y encubrir intereses y el afán de poder de unos sujetos sobre otros? En las críticas a la racionalidad hay, por supuesto, mucho que atender en la obra de Heidegger o Derrida; pero vulgarizado en el espacio público se transforma en eso que hemos descrito devaluando el discurso y el esfuerzo intelectual.
El resultado es que las instituciones cuya tarea es esparcir las virtudes de la racionalidad y el diálogo arriesgan transformarse de pronto en instituciones donde se enseña cómo descreer de la una y del otro, donde se explica a las personas porqué eso que las universidades (todavía) dicen perseguir no vale demasiado la pena porque lo que importa es tener conciencia de la propia identidad y de los propios intereses, puesto que ya se encontrará un texto por allí para poder disfrazarlos.
Antes explicábamos que la libertad de expresión estaba amenazada por el estado y por diversos pretextos que aspiraban a limitarla; pero esos pretextos tienen la virtud de que no llaman a engaño y que el sujeto que los esgrime es el estado, uno que no presume de saber nada. Estas otras formas de corrección del discurso no son censura, pero en cambio son más peligrosas porque de una manera solapada e inconsciente, una manera por decirlo así atmosférica, intentan limitar el discurso, desproveyéndolo de todas las virtudes que, según una muy larga tradición, poseen. A diferencia de la censura que se sirve del poder del estado para hacer callar a las personas o para controlar el contenido de lo que se proponen decir o escribir, estos otros pretextos se han propuesto enseñar a las personas lo que se puede o debe decir y por esa vía les enseñan la peor de las domesticidades: lo que se puede pensar. Y al hacerlo devalúan el espacio público y lo que es más grave despojan a las universidades y al oficio intelectual de la tarea a la que están llamados que es confiar en las virtudes de la razón y del diálogo y creer que ante el tribunal de la razón todo puede ser llamado a capítulo incluida, claro está, la identidad que se reclama, la memoria que se posee, o los valores que se esgrimen.
En sus ensayos posteriores a la guerra George Orwell observó que el propósito de la neolengua que aparece en su novela 1984 no era solo proveer un medio de expresión a los partidarios del Ingsoc (el acrónimo con que designa al socialismo inglés) sino sobre todo hacer imposible otros modos de pensamiento, de manera que el pensamiento herético fuera «literalmente impensable al menos hasta donde depende de las palabras que empleamos». Por eso, explica, el «enorme equipo de expertos que se dedica a compilar la undécima edición del diccionario Newspeak no se centra en la acuñación de nuevas palabras que hacen posible la articulación lingüística de nuevos pensamientos, sino en la eliminación del vocabulario ya existente para reducirlo al mínimo absolutamente necesario».
El problema que hoy enfrenta el debate público es justamente ese: al estrecharse el empleo de las palabras, prohibirse algunas e imponerse otras, se estrecha junto con ello nuestra comprensión de la realidad.
LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y EL HUMOR
Es frecuente en estos días que se esgriman límites al humor. Ello proviene no solo del poder, sino también de las múltiples identidades —étnicas, sexuales, religiosas— que las personas reclaman para sí. ¿Son razonables esos límites?
En La broma (1967), la primera novela de Milan Kundera, Ludvik envía una postal en cuyo reverso escribe: «El optimismo es el opio del pueblo». Ludvik era por entonces un miembro del partido comunista checo y esa frase escrita en la postal no era más que una ironía que se burlaba tímidamente del «optimismo histórico de la clase triunfante», como solía decirse en esos años —los sesenta— inflamados de ideología. Se trataba, cuenta Ludvik en la novela, de una broma; pero eso lejos de excusarlo fue la prueba de su culpa contrarrevolucionaria, la muestra indesmentible de su individualismo, de su incapacidad para identificarse con el partido, de su tendencia a tomar distancia de la mayoría, de su intelectualismo que lo hacía dudar de los sueños colectivos y recelar del poder. El castigo era pues inevitable y entonces todos los hilos que lo unían a la vida —el trabajo, el estudio, los amigos— le fueron arrancados.
La anécdota con la que Kundera hila la historia de Ludvik parece propia de los regímenes totalitarios empeñados en disciplinar hasta la risa; pero cuando se la mira de cerca se advierte que ella se repite, bajo diversas modalidades, cada vez que el humor o la broma se dirigen al poder. El poder en todos los regímenes, incluso los democráticos, es alegre, pero al igual que en la Checoslovaquia, donde sitúa su novela Kundera, se trata de una «alegría ascética y solemne», una alegría impostada y puramente propagandística. Y por eso bastó que Ludvik sustituyera en la frase de Marx la palabra religión por optimismo, para que el castigo contra él se desatara.
Por supuesto, la alergia al humor y a la ironía no es exclusiva de los regímenes totalitarios, sino también de los democráticos; aunque en estos últimos se manifiesta en formas más solapadas y sus fuentes son múltiples. Una de las más obvias es desde luego el poder estatal que ve deteriorada su solemnidad con la burla; pero desgraciadamente no es la única.
Hoy día, como ya explicábamos, las personas reclaman para sí una identidad que va más allá de su mera condición de individuo y exigen se la proteja del lenguaje ajeno. Las minorías étnicas, sexuales, religiosas o de cualquier tipo esgrimen un conjunto de valores y una memoria que también reclama protección frente a la opinión que podría lesionarla. Así, se va tendiendo, poco a poco en la esfera pública, una especie de cordón invisible que las palabras no pueden traspasar, ni siquiera, y esto es lo complicado, a pretexto del humor y de la risa.
Pero ¿qué hay de temer en el humor y en la risa?
Si bien el tema de la risa y la comedia no ha sido frecuente en la reflexión filosófica, en ella es posible encontrar una caracterización de interés. En el Filebo, por ejemplo, Platón define lo ridículo como el resultado de no conocerse a sí mismo y presentarse entonces mejor de lo que se es. Poner en ridículo, uno de los efectos del humor, equivaldría a hacer flagrante en alguien la distancia entre lo que es y lo que cree ser. En la Poética Aristóteles, por su parte, caracteriza al discurso cómico como aquel que presenta a los hombres peores de lo que son. Y en la Ética nicomaquea, que hemos citado en otro de los ensayos de este libro, presenta al ingenioso como aquel que se sitúa en un punto equidistante de dos extremos igualmente viciosos, el de quien se excede en provocar risa (el bufón) y el de quien no es capaz de provocar ninguna (el rústico). El ingenioso, en cambio, sería quien se sitúa justo en el medio y sin herir es capaz de provocar una risa inocua.
Esa caracterización que hace Aristóteles y que trata con algo de desdén al humor (que se hizo popular a partir de una de las novelas de Umberto Eco, El nombre de la rosa, donde los personajes ocultaban y buscaban el libro perdido de la risa) parece rara e idiosincrásica, pero si la miramos más de cerca se ha repetido frecuentemente y casi con porfía en los siglos posteriores, en los cuales la comedia y el discurso humorístico se han considerado indigno, o en cualquier caso desdeñable, como objeto de reflexión académica e intelectual.
¿A qué se deberá eso? ¿Cuál será la razón por la que la academia en general, desde Aristóteles nada menos, ha desdeñado como cosa indigna y casi siempre superficial al humor y a la comedia? ¿Por qué habitualmente se omite al discurso humorístico como objeto de genuina atención intelectual?
Las razones que esgrimen Platón y Aristóteles son dignas de tenerse en cuenta porque, si bien fueron formuladas para explicar su desdén, ayudan a comprender, paradójicamente cuál es la índole del humor y por qué él, como la religión, tiene un lugar en todas las culturas y ha de tener uno también en el espacio público.
Aristóteles enseña que los discursos que actualmente llamaríamos literarios (aunque una expresión como esa no existía, por supuesto, en el mundo griego), eran todos una imitación de la naturaleza o de lo que hoy día llamaríamos sociedad. Imitar, sin embargo, la mímesis de que habla el filósofo, no es la simple reproducción ni tampoco el fingimiento de la realidad, natural o social, sino que más bien se trata de un intento por mostrar una variación de la realidad. En la mímesis, por supuesto, se finge, pero lo fingido no es la realidad, como suele creerse; sino la representación de la realidad o, si se prefiere, lo propio de la mímesis es que altera la realidad fingiendo que la representa (por eso la mímesis mayúscula, dicho sea de paso, es la novela moderna cuyo epítome es El Quijote). La mímesis entonces nos permite reconocer la realidad a la que se alude; pero no porque ella aparezca reproducida, o porque quien emite el discurso tenga la intención de reproducirla, sino porque en ella se muestra la realidad a fin de sugerir que ella podría ser distinta. Así se explica entonces el desdén de Aristóteles por la comedia y no en cambio por la tragedia. Mientras esta última, dice, muestra a los seres humanos mejores de lo que son; la comedia los muestra peores. En ambos casos la mímesis altera la realidad (fingiendo que la representa) pero en un caso lo hace para mejor y en el otro, en la comedia justamente, lo hace para peor.
Esa alteración de lo real, que produce lo que en la literatura antigua se llama comedia (el humor en sentido estricto aparece como tema autónomo muchísimo más tarde, casi recién en el siglo XVII) es lo que explica los consejos que Platón había formulado en Las Leyes (7, 817e). Tanto la tragedia como la comedia, dice allí, son muy importantes «porque (…) ninguna persona inteligente puede conocer lo serio sin lo cómico; (aunque) lo que no puede hacer un hombre virtuoso es participar en las dos». Así entonces, siendo ambas cosas imprescindibles, pero no pudiendo el virtuoso ejercitar las dos, la salida aconseja Platón consiste en entregar la comedia, es decir lo que hoy día llamamos humor, «a los siervos o a los extranjeros mercenarios», es decir, agregaríamos nosotros, a aquellos cuya opinión no nos importa porque, a fin de cuentas, no pertenecen a nuestra comunidad.
La desconfianza que muestran los autores clásicos por lo que hoy día llamaríamos discurso humorístico se funda en la misma naturaleza de la mímesis. Al mostrar una realidad alternativa —pero fingiendo que simplemente la representa— el discurso humorístico describe el potencial de la realidad, pero al mismo tiempo muestra sus limitaciones; permite conocernos mejor, pero lo que vemos no es siempre del todo bueno; muestra la realidad y hasta cierto punto nos consuela, pero también exhiben otras realidades alternativas que tarde o temprano minan y socavan a la primera, porque nos revelan que la realidad está siempre por debajo de nuestros sueños y de nuestras aspiraciones.
Este carácter, diríamos, subversivo del humor es el que subrayó también Freud en un breve escrito del año 1927 (es decir, veintidós años después de su libro clásico sobre el tema). Si bien allí distingue entre el chiste y el humor, a ambos les confiere el mismo poder de perturbar o inquietar la forma que tenemos de concebir la realidad. El chiste lo hace permitiendo que un impulso inconsciente aflore, como en un disparo, en la conciencia; el humor, por su parte, lo hace por la vía de negar y despreciar la realidad y por eso su forma máxima sería, dice Freud, el humor negro. Habría en el humor entonces un cierto narcicismo del yo, una cierta omnipotencia que se permite no aceptar la realidad y vengarse de ella mediante una negación que altera, aunque por un momento, el curso de las cosas. Por eso, dicho sea de paso, en La Retórica, Aristóteles caracteriza al humor justamente después de describir la omnipotencia que anima a la juventud. Esa omnipotencia que los seres humanos sentimos, especialmente en los primeros años, explica, según Aristóteles, que los jóvenes sean tan dados a las burlas de los demás y de sí mismos.
Esas características que posee el discurso humorístico —tanto el discurso humorístico como la simple risa, el humor y el chiste— son, sobra decirlo, las que lo hacen especialmente digno de consideración desde el punto de vista político.
En efecto, lo propio del político, sea democrático o no, consiste en generalizar una cierta descripción de la realidad que ojalá acabe adecuándose, como un guante, a lo que él ofrece y es capaz de dar. Desde las versiones más brutales del socialismo autoritario que relata Milan Kundera, capaz de alterar bibliotecas y reescribir enciclopedias, hasta las más tenues o solapadas de las sociedades democráticas, que no tienen asco en manipular los medios con influencias y con guiños de diversa índole, la pulsión del político es siempre la misma: hacer que la realidad se ajuste a la manera en que él la ve y la describe. Si el científico procura adecuar su discurso a la realidad, el político hace exactamente lo contrario intenta adecuar la realidad al discurso, a las percepciones y puntos de vista que le confieren legitimidad y que él, a través de diversos medios, ha intentado esparcir.
Siendo así, no es raro entonces que entre el discurso humorístico y la comedia, por una parte, y la política o, en términos más amplios, el poder, por la otra, existan relaciones eternamente rivales. El humor —por supuesto, el humor más que el chiste— socava la realidad que tenemos por real, insinuando que detrás de ella hay otra realidad posible, mejor o peor, que el discurso normalizado se niega a ver o se esfuerza porque no veamos. Posee así el humor un gigantesco poder subversivo que muestra cuán contingente es la realidad que tenemos ante los ojos e insinúa que podemos, llegado el caso, cambiarla.
Pero no es solo ese el servicio que el humor presta a las sociedades. El humor además es un sucedáneo de la violencia puesto que permite sublimar, gracias al cedazo de la inteligencia y del lenguaje, el prejuicio que los seres humanos sienten ante el otro que es distinto o piensa diferente a él mismo. Los chistes que se hacen sobre minorías étnicas o sexuales, por ejemplo, son también una forma de catarsis y de agresión más civilizada que el puñetazo, la piedra o la injuria a los que, si no existiera el humor, los seres humanos podrían, según lo muestra la experiencia, sentirse tentados de echar mano.
¿Tiene límites el humor? ¿Hay casos en los que no es lícito recurrir a él a pesar de todos los servicios que, acabamos de ver, presta a las sociedades y a la cultura?
Por supuesto el humor tiene límites; aunque restrictivos. Si como hemos visto el humor es una forma de mostrar cuán plural es lo real y cuán variada la condición humana; si lo que el humor hace es recordarnos una y otra vez que la humanidad tiene mil pliegues e innumerables rostros, entonces parece obvio que su principal límite sea el llamado discurso de odio, es decir, el discurso derogatorio de la humanidad ajena, aquel que en vez de mostrar la pluralidad de lo real y de lo humano, lo rebaja por la vía de recortar el número de las etnias y grupos que forman parte de él. Esta es la razón que justifica que hoy día casi todas las democracias admitan el humor casi con la sola restricción de ese otro discurso que, a pretexto del humor, con el disfraz de tomar distancia irónica de las cosas, alienta o justifica se derogue la humanidad de parte de nosotros.
En la novela de Eco antes mencionada, el problema consistía en encontrar el libro de la risa de Aristóteles al que se suponía perdido. Eco cifra el inicio de la modernidad —de lo que hoy día somos— en ese preciso momento, porque él sabe que cuando la risa se descubre, los peligrosos bienes de la modernidad, la individualidad y la libertad entre ellas, están a la vuelta de la esquina.