Kitabı oku: «Ideas periódicas», sayfa 6
EL LUGAR DE LA RELIGIÓN EN EL MUNDO DE HOY
Uno de los temas recurrentes en la esfera pública es lo que pudiéramos llamar la querella religiosa, la relación que media entre la fe, especialmente católica, y ciertas iniciativas legales como el divorcio o el aborto. ¿Cuáles son los puntos de vista que subyacen a ese debate? De eso se ocupa el ensayo que sigue.
Uno de los rasgos que caracterizan a cualquier cultura —no se conoce ninguna que no lo tenga— es la preocupación por lo que pudiéramos llamar los límites de la existencia. Todas las culturas cuentan con un relato, o con varios, acerca del origen de lo humano y el destino al que está llamado. Si se omite ese rasgo no parece posible elaborar ninguna explicación coherente de la cultura humana. Nicanor Parra lo dice de manera inmejorable en uno de sus Versos de Salón:
Señoras y señores:
Yo voy a hacer una sola pregunta:
¿Somos hijos del sol o de la tierra?
Porque si somos tierra solamente
No veo para qué
continuamos filmando la película:
Pido que se levante la sesión.
Hay quienes se imaginan a sí mismos como el fruto de un azar incomprensible. Charles Darwin, al revés de Jean-Baptiste Lamarck, creyó que era la suerte lo que provoca una selección natural y no la capacidad adaptativa aquello a lo que debemos nuestra existencia. Y hay quienes en cambio se ven como el resultado de un diseño caritativo. Santo Tomás, por ejemplo, enseñó que si Dios era perfecto no nos necesitaba por lo que nuestra venida al mundo solo podría ser un fruto de la gratuidad que llamamos amor. Pero unos y otros, los que creen y lo que no, los que leen a Darwin y los que leen la Suma de Teología, o los que logran compatibilizar ambas cosas, han experimentado alguna vez lo que pudiéramos llamar la problematicidad de la propia existencia, el hecho que ella en sí misma es una incógnita. Sabemos en otras palabras, que no nos debemos a nosotros mismos. Si cada uno se supiera causa de sí mismo la pregunta carecería de sentido y entonces sería mejor «levantar la sesión».
El poema de Parra puede ser considerado una versión de la famosa pregunta que Gottfried Leibniz formuló en uno de sus estudios sobre la naturaleza y la gracia. ¿Por qué hay algo en lugar de nada? La pregunta, sugirió, adquiere mucha relevancia «si se tiene en cuenta que la nada es más simple y fácil que algo». Todas las culturas parecen ser un intento por responder ese tipo de pregunta. Con ella no se quiere averiguar la causa de que algo exista (como cuando preguntamos ¿de dónde salió esto?), sino a la razón por la que existe (como cuando decimos ¿para qué está esto acá? ¿Qué significa? ¿Cuál es su sentido?). Los seres humanos podríamos prescindir de la causa que nos origina e ignorar perfectamente de dónde venimos; pero lo que de veras parece preocuparnos y no podemos ignorar es la pregunta de Leibniz sobre la razón de nuestra existencia, el para qué de ella; para qué, como diría Parra, estamos filmando la película. Es lo mismo que observó Heidegger el año 36 cuando hizo una descripción sorprendentemente aproximada del mundo de hoy. Algún día, dijo, la técnica conquistaría hasta el último rincón del globo, el tiempo sería rapidez, instantaneidad y simultaneidad, el boxeador regiría como el gran hombre de una nación y en número de millones triunfarían las masas reunidas en asambleas populares; pero incluso entonces, advirtió, seguirían cruzando «todo este aquelarre como fantasmas las preguntas ¿para qué? ¿Hacia dónde? ¿Y después qué?».
No se conocen formaciones culturales que no se hayan planteado ese problema, el problema de qué hay más allá de sí mismas y qué significado poseería eso que las excede. De hecho, una forma de definir una cultura es esa: un esfuerzo por dibujar la totalidad de lo que existe, tanto aquello que vemos u observamos como aquello que se nos escapa. George Steiner sugirió por eso que detrás del significado, estético o de cualquier otra índole, estaba la apuesta por lo que él llamó una «presencia real»: el supuesto de un «significado final», dijo, garantiza el sentido del lenguaje humano.
No puede afirmarse, desde luego, que esa «presencia real» exista, pero su búsqueda, sea que la acredite la certeza o el vacío, parece estar latiendo en toda cultura humana.
Si por un momento imaginamos a alguien condenado a una pieza oscura y a quien por piedad se le han dejado algunos fósforos para que, cada cierto tiempo, encienda una llama, tendremos una imagen aproximada del papel de la cultura. La llama no espantará del todo la oscuridad, pero al menos dibujará sus contornos y le permitirá al condenado moverse en medio de ella. El condenado a esa pieza oscura construirá mentalmente su espacio gracias a esos contornos dibujados por la luz transitoria y no podría evitar preguntarse qué hay más allá de ellos. Y de ahí en adelante su mundo pasaría a estar compuesto de lo que la cerilla le permite ver y a la vez de la oscuridad que le rodea. Toda cultura podríamos decir es el esfuerzo por tratar con ese conjunto formado por lo que vemos, y está a nuestro alcance, y por lo que no vemos, y está más allá de nosotros. Un esfuerzo, en suma, por incorporar a nuestro horizonte la oscuridad que nos circunda.
Los sociólogos, aunque con diferencias, parecen estar de acuerdo en los rasgos básicos de ese fenómeno.
Peter Berger sostiene que es propio del individuo humano orientar sus acciones hacia algo que le permite, retrospectivamente, unificarlas, verlas como parte de un solo acontecer. Lo que llamamos sentido (o el sentido último que las religiones buscan esclarecer) es lo que permite unificar nuestras varias experiencias, verlas como algo que acontece a un «yo» (como ocurre con lo que llamamos experiencia subjetiva) o a un «nosotros» (la llamada experiencia intersubjetiva). La cultura humana reproduciría de alguna forma esa estructura de construcción de sentido. Y así las diversas culturas organizarían la experiencia a partir de un «algo» hacia lo que se orientan. La religión sería una de las formas en que ello ocurre.
Niklas Luhmann, por su parte, explica que toda sociedad es un sistema que, para existir como tal, debe recortarse sobre un fondo. Para distinguirse del fondo debe seleccionar algunas cosas y excluir otras, del mismo modo que cuando fijamos la atención en algo, todo lo demás queda como una tela sobre la que se recorta eso que miramos. La distinción entre lo que está aquí, al alcance de nuestra experiencia, y lo que está más allá, lejos de ella, la distinción entre lo observable y lo no observable, acompaña así a todas las sociedades humanas. Esa distinción ineludible sería lo específicamente religioso. La religión, en este sentido, sería un esfuerzo por tratar, no sabemos si con éxito o sin él, con la nada (eso que arde, como la llamó Meister Eckhart) o por huir de ella.
Pero sea que la asignación de sentido parta en la conciencia humana, como sugiere Peter Berger, sea que se trate de una condición del sistema para distinguirse de su medio, como acabamos de ver sostiene Luhmann, lo que parece estar acreditado es que la existencia humana no puede resignarse a la oscuridad que la rodea y, en cambio, se esfuerza por incorporarla a su horizonte de sentido.
¿Un mundo secularizado?
Las predicciones de la ilustración y de una parte de la sociología, según las cuales la técnica y el conocimiento modernos disiparían, como lo haría un haz de luz en la noche, las sombras y supersticiones de las que se alimentaría la religión, han resultado fallidas. A pesar de todas las predicciones de que la religión se hundiría en proporción inversa al avance de la razón y de la técnica, ella sigue siendo una fuerza orientadora que ha resistido desde los embates utópicos (piénsese por un momento en Europa del este) a las distracciones del consumo (como ocurre en los Estados Unidos de América). Durante mucho tiempo se pensó que las fuerzas del mundo moderno eran hostiles a la religión. Lo mostraba, se dijo muchas veces, el decaimiento de sus prácticas, el vacío de las iglesias, la poca autoridad de sus sacerdotes. El abandono de las prácticas institucionales se presentó como una evidencia en favor de una secularización general de la sociedad. Esa hipótesis está hoy abandonada. El sentimiento religioso persiste con porfía y son solo algunas de las formas en que se expresa las que parecen haber caído en desuso.
Las sociedades modernas, se sabe hoy, se secularizan; pero la secularización no consiste en una retirada del sentimiento religioso. Consiste solo en un decaimiento de las formas institucionales a través de las cuales se lo vive o se lo practica.
Desde la experiencia primitiva de considerar una piedra o una cosa como sagrada a la magnificencia de la eucaristía —todo eso que la fenomenología de la religión llama hierofanía— confirman esa porfiada tendencia del espíritu humano a estirarse más allá de sí mismo, a empinarse por encima de su propia estatura para poder avistar lo que hay al otro lado; aunque, por supuesto, ese empeño no es ninguna prueba de que haya allí algo digno de ser visto.
Incluso Friedrich Nietzsche cuando anunció que Dios había muerto —una frase que no era suya, desde luego, pero que él popularizó— divulgó la noticia no con el ánimo de quien comunica una nueva alegre o grata, sino con la pesadumbre de quien constata una grave pérdida. Al matar a Dios —puesto que son los hombres quienes habrían consumado ese crimen— «desencadenamos esta tierra de su sol» y después de eso solo «caemos continuamente». «¿Cómo fuimos capaces de beber el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué son ahora estas iglesias si no son las criptas y mausoleos de Dios? ¿No erramos ahora como a través de una nada infinita?», pregunta el loco mientras con el haz de luz de su linterna sigue buscando inútilmente lo que en su opinión era un cadáver. Toda la obra de Nietzsche puede ser leída como la constatación de esa ausencia. En la modernidad, explica, somos libres para mirar en todas direcciones sin que nuestra mirada tropiece con ningún límite. Tenemos la ventaja de contar con un gigantesco espacio en derredor nuestro; pero al estar en medio de él sentimos también el soplo de un inmenso vacío.
Pero experimentar un vacío, como Nietzsche fue capaz de advertir, solo es posible sobre la base de echar de menos algo. Sin la espera de que haya algo, la ausencia no existiría. Los seres humanos experimentamos la realidad sobre la base de expectativas y anhelos. Es sobre el fondo de ellos que la vemos como plena o vacía, auspiciosa o amenazante.
La muerte de Dios —más allá de la forma vulgar con que a veces cierto ateísmo militante suele presentarla— equivale en realidad a una experiencia de lo que Jean-Paul Sartre llamó nihilización. Es como si usted entra a una habitación buscando a su pareja. Al buscarla con la mirada todos los objetos de la habitación se transforman en un fondo sobre el cual ella se dibuja como debiendo aparecer. De pronto usted dirá que ella no está. Al pronunciar esas palabras, usted no quiere decir que exista un hueco específico en el conjunto, que junto a las sillas, a las paredes y a los muebles, haya un vacío específico que usted identifica. Al no encontrarla, es toda la habitación la que retrocede, evanesce y se organiza en torno a ese vacío. En términos de Sartre, el conjunto se nihiliza. Cuando la convicción que había un Dios desaparece de la cultura, podríamos decir, se produce este fenómeno, aparece el vacío que, según imaginó Nietzsche, constató ese loco que buscaba a Dios con una linterna.
En la cultura moderna habría o el intento de sostenerse en medio de ese vacío, como «un volantinero en una cuerda tensada sobre un abismo», según la espléndida imagen de Nietzsche o, en cambio, un esfuerzo por colmarlo mediante sucedáneos de esa fe aparentemente perdida.
Alternativas de las sociedades modernas
La primera alternativa exige aceptar el vacío y existir con plena conciencia de él. Esta perspectiva, que parece desoladora, en opinión de Heidegger hace concreta la temporalidad y sería la fuente de una genuina libertad. Una vida sinfín sería un sinsentido puesto que cada día valdría lo mismo que cualquier otro y lo que no se hizo o se perdió hoy, podría ser recuperado mañana. Así entonces es mejor que los días estén contados. La vivencia de la total finitud, ser con relación al propio fin (ser para la muerte como con algo de patetismo explica Heidegger) conferiría un raro valor a la experiencia y haría insustituibles los días. Pero, como el mismo Heidegger sugiere, no es esa la alternativa moderna. Los modernos se esmeran más bien en olvidar su finitud y se empeñan en sustituir a Dios por un representante que esté a la altura: la naturaleza, la razón, la nación, lo sublime, el progreso, son todos conceptos que han funcionado alguna vez suplantando a la divinidad.
En la literatura, este problema se presenta como el de la legitimidad de la edad moderna ¿puede la edad moderna erigir su propia fuente de legitimidad o está condenada a intentar saciar de alguna forma su vieja sed de Dios, la nostalgia de un absoluto que le permita orientarse?
Hay quienes piensan que el problema humano no es la trascendencia sino lo que algunos autores (es el caso de Hans Blumenberg) llaman el «absolutismo de la realidad», el hecho que el mundo real funcione y amenace a los seres humanos más allá de su control. Lo absoluto no estaría más allá de la experiencia, sino que formaría parte de ella. La realidad al rebasar nuestra experiencia (una peste incontrolable por ejemplo, como ha ocurrido por estos mismos días con el covid 19) se revelaría como un absoluto que a la vez nos seduce y nos atemoriza. La técnica moderna en vez de huir de ese problema dejando el campo abierto a las creencias religiosas, sería el intento de tratar con ese absolutismo y a la vez un intento por rebajar las desmesuradas expectativas de sentido que poseerían los seres humanos. En vez de seguir pensando que hay que satisfacer esas expectativas de sentido, habría que rebajarlas cifrando en la técnica el manejo y contención del absolutismo de lo real. En otras palabras, la modernidad no necesitaría de la nostalgia de Dios y en cambio debiera confiar en que la técnica pudiera disminuir la amenaza de lo real y luego, allí donde esa amenaza subsista, decir lo que Ludwig Wittgenstein: llego a roca dura y mi pala se tuerce. Y nada más.
Una amplia parte de la literatura sugiere, sin embargo, que la modernidad —la época por la que transitamos— no puede renunciar a esa vieja sed de Dios sea que se lo conciba como una individualidad o como un orden impersonal. Y por eso, sugiere, todas las ideologías modernas, desde el marxismo a la idea de progreso, se fundan en un concepto innegablemente religioso cuyas raíces son judeo-cristianas, la idea que el presente encuentra su sentido en un futuro que se acerca, en un punto donde el tiempo alcanza su culminación. Las ideologías modernas serían así teodiceas mundanas. La pregunta de cómo es posible que un Dios que consintió nuestra existencia como un acto de amor permita el sufrimiento (la pregunta de Job que se puede leer en el Antiguo Testamento) encontraría una respuesta en la historia: en el futuro estaría un tiempo que justificaría los padecimientos del presente. Georg W F. Hegel, en la introducción a sus Lecciones de la filosofía de la historia, dice que cuando mira al pasado solo ve ruinas, «un inmenso altar donde se ha sacrificado la dicha de los pueblos y la virtud de los individuos» y entonces, concluye, solo cabe preguntarse con qué fin se han cometido esos enormes sacrificios. No hay que ir muy lejos en Chile para experimentar la pregunta de Hegel y advertir de qué forma el siglo XX fue en gran medida un altar de sacrificio y al mismo tiempo una tentativa permanente de justificarlo.
Según esa literatura, habría pues algo malsano en intentar saciar la sed de Dios —el anhelo de un absoluto que ilumine todo lo demás— aferrándose a las utopías que, a fin de cuentas, transforman en absoluto, en un altar de sacrificios como advirtió Hegel, ideales inevitablemente incompletos e inciertos. La creencia en Dios en cambio o, si se prefiere, la convicción que lo absoluto ilumina la existencia sin tocarla, al revés de lo que suele creerse no sería una forma de oscurantismo sino que enseñaría una actitud de cautela y de razonable distancia frente a todo lo humano. Un creyente de veras no se dejaría hipnotizar por nada humano porque sabría que nada al alcance de la experiencia puede asemejarse a ese absoluto que lo rodea. Un cristiano estaría vacunado contra el fanatismo porque, si su fe es de veras, sabría que no hay nada en este mundo que pudiera semejarse al Reino en el que cree. En cambio un ateo estaría expuesto a él. Por eso G. K. Chesterton decía, exagerando un tanto las cosas, que quienes no creían en Dios «estaban dispuestos a creer cualquier cosa».
Así entonces puede sostenerse que lo religioso —el anhelo de absoluto, de un momento incondicional que confiera sentido a la existencia— está en la base misma de la condición humana. Incluso Bertrand Russell —el autor de ese brillante ensayo ¿Por qué no soy cristiano?— confesó sentir ese anhelo. Al explicar su vocación por las matemáticas dijo que ella se debía a que encontraba en los números, las fórmulas y los teoremas, «el cielo que soñaron alguna vez los santos y los poetas».
Pero si, como se ha venido explicando, lo religioso forma parte de la condición humana, de ahí no se sigue que exista una única forma de tratar con esa experiencia, de vivirla o de integrarla a la cultura. La pluralidad que caracteriza a la vida moderna también se expresa en la vivencia de lo religioso y en la forma en que se lo racionaliza.
La pluralidad de lo religioso aparece hoy como un rasgo moderno —y en este tipo de sociedades tiene, desde luego, particularidades— pero ha sido una experiencia más bien antigua. En el Nuevo Testamento el apóstol Pablo visita Atenas y su «espíritu se enardecía viendo la ciudad entregada a la idolatría» (Hechos, 17, 16). Y es que la pluralidad religiosa pareció ser la regla general en el mundo antiguo; pero eso que parece una virtud fue en realidad el resultado de una cierta indiferencia. Edward Gibbon en su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano explica que entonces «la mayor parte del pueblo creía que todas las religiones eran igualmente verdaderas, los filósofos que todas eran igualmente falsas, y los magistrados que todas eran igualmente útiles». En las sociedades modernas la situación es distinta porque ni los ciudadanos piensan que todas sean verdaderas, ni los filósofos que todas sean igualmente falsas, ni los funcionarios que todas sean útiles. Las democracias modernas sostienen más bien que la elección religiosa es parte consustancial de la libertad, de la individualidad personal, y entonces lejos de mostrar indiferencia frente a ella se plantea el problema de cómo hacerle un lugar en la esfera pública.
La pluralidad de lo religioso
En efecto, otra de las formas en que, junto a la figura de la muerte de Dios, es posible caracterizar a la cultura moderna, la constituye la figura del panteón a la que recurre Max Weber en una de las famosas conferencias que dictó poco antes de morir. Lo propio de la sociedad moderna no consistiría, dice Weber, en que Dios ha muerto sino en que, por decirlo así, ha proliferado, ahora «son distintos dioses los que entre sí combaten. Y para siempre». Entre esos dioses (las diversas fuentes de valor de la modernidad) habría una «eterna contienda». Donde antes había un Dios ante el cual inclinarse, ahora hay muchos entre los que es necesario elegir. La modernidad sería una tierra de creyentes, sin duda, pero aquello ante lo que habría que inclinarse y rendir la propia voluntad sería una cosa de elección. Si en la sociedad tradicional lo bello, lo bueno y lo verdadero coincidían en la figura de un único Dios, en la sociedad moderna no era posible reunir esos tres conceptos en uno.
Esa idea de lo moderno como un panteón ante el que solo cabe elegir tiene, por supuesto, consecuencias en las que vale la pena detenerse.
El panteón moderno —el hecho que a la muerte de Dios la haya seguido el renacer de muchos dioses— es una manifestación, y hasta cierto punto el origen, de la pluralidad moderna, de la abundancia de distintas formas de vida.
Porque lo que ocurre es que la convicción religiosa no es una entre otras de las muchas que un ser humano puede tener. La convicción religiosa tiene la particularidad que envuelve y aspira a orientar la vida entera, sea porque invite a rechazar el mundo, sea porque enseñe a hundirse en él en busca de una señal que pueda aliviar la incertidumbre de la propia existencia. El creyente no es quien cuenta entre su arsenal de ideas y puntos de vista con uno que es religioso, como si al lado de sus preferencias deportivas, culinarias e ideológicas, tuviera una religiosa. En él lo religioso insufla una orientación a la totalidad de su vida e incluso modela su conducta. De ahí entonces que la aparición de lo que Weber llama un panteón, la existencia de muchos dioses, conduce a la existencia de múltiples formas de vivir la vida. El místico, por ejemplo, ejecuta una huida contemplativa del mundo mediante diversas técnicas, como la meditación y escapa así del ajetreo mundano y cree encontrar dentro suyo lo divino. En contraste, el asceta intramundano aspira a sojuzgar el tronco torcido de la naturaleza humana mediante el trabajo metódico. Pero ni uno ni otro viven su convicción religiosa como una especie de cortesía o un mero rito reflejo. Por el contrario, organizan su vida en torno a ella. A tal punto es relevante la actitud religiosa, que Weber vio en ella —en el calvinismo, en especial— una cierta afinidad con el capitalismo original. El trabajo metódico, el ascetismo del ahorro, el rechazo del consumo conspicuo habría ido a parejas con la acumulación, la contabilidad y el racionalismo propio de la vida económica moderna. El capitalismo, sin embargo, habría olvidado ese origen y acabado en lo que el propio Weber (siguiendo unos versos de Friedrich Schiller) llamó un desencantamiento del mundo, una de las varias versiones de la muerte de Dios.
Lo anterior permite comprender por qué lo que Weber llamó las religiones mundiales (hinduismo, confucionismo, budismo, islamismo y cristianismo) suponen al mismo tiempo lo que podríamos llamar una antropología, una cierta concepción de aquello en que consiste un ser humano y una cierta ética, es decir, un conjunto de normas a las que sería necesario ceñirse para que logre estar a la altura de sí mismo. Conviene detenerse en este punto que permite comprender por qué las religiones —el catolicismo por ejemplo— intentan influir en la vida colectiva, en el espacio público.
Si lo religioso fuera una simple preferencia —como elegir ser vegetariano u omnívoro, peatón o ciclista— no tendrían mayor interés a la hora de modelar la esfera pública. Pero ocurre que lo religioso cuenta con una visión de aquello en qué consiste un ser humano y algunas ideas acerca de qué significa eso a la hora de vivir.
La religión y el espacio público
Las creencias religiosas no son ensoñaciones, simples fantasías compensatorias, formas caprichosas por las que vaga la imaginación en busca de recreo, sino convicciones que dan origen a una forma de concebir la condición humana y proveen reglas y principios para orientar su transcurrir. En otras palabras, las creencias o convicciones religiosas (llamemos así a la adscripción sincera a un determinado credo o culto) dan origen a una cierta imagen de la vida humana (podemos llamar a esto una antropología) y a cómo ella debe ser conducida para realizarse plenamente (una ética).
En otras palabras, las creencias religiosas suponen una forma de concebirnos y una manera de comportarnos.
Las técnicas de control corporal que se encuentran en ciertas religiones que cultivan el rechazo del mundo, como ocurre con el hinduismo o el budismo, por ejemplo, no son aditamentos accesorios, se trata de actitudes y conductas que derivan de la convicción profunda que, si todo es dolor y el deseo la causa del dolor, entonces hay que suprimir el deseo. Todas esas técnicas que hoy se consumen como terapias o sucedáneos de gimnasia, el yoga, la meditación, fueron en su origen formas de vida. Y las reglas éticas que presenta el catolicismo por su parte, no son exigencias adicionales a la fe o a la convicción religiosa —algo cuyo rechazo podría convivir con la fe, como incluso algunos católicos piensan— si no consecuencias del hecho que el ser humano es una creatura cuyo diseño o naturaleza, por decirlo así, no le pertenece, de manera que su conducta no puede estar entregada a su mero arbitrio. Por eso separar a la religión de sus aspectos antropológicos y éticos —pretendiendo que una cosa es la fe y otra sus consecuencias en la esfera de la vida social, algo que incluso algunos creyentes gustan hacer— equivale a malentenderla.
El caso del catolicismo merece especial atención. Es, desde luego, de todas las religiones la que reúne de manera más notable una sofisticada racionalización o teología, una brillante y estremecedora ritualidad e incluso una teoría del estado que lo lleva a organizarse como tal hasta poseer un derecho propio, un derecho codificado. Y quizá por eso de todas las religiones —junto al islamismo que inspira a algunos estados modernos— es la que mayores desafíos experimenta en la modernidad, en especial en los países que cuentan con democracias liberales.
Se suma a ello que en países como el nuestro, el catolicismo ha inspirado buena parte de la cultura pública. Para advertirlo baste pensar que la Iglesia Católica se ha encargado de formar élites desde fines del siglo XIX en condiciones casi equivalentes a las del estado. Así, el catolicismo suma a los rasgos anteriores un flagrante peso histórico y una influencia en lo que hemos llegado a ser como colectividad que sería torpe y ciego negar. Este rasgo hace difícil por supuesto que la Iglesia Católica —a pesar del desecamiento que ha experimentado— consienta ser tratada como una confesión más de las varias que se disputan la conciencia de los ciudadanos, algo que una sociedad abierta debe, sin embargo, inevitablemente hacer.
Catolicismo y democracia
¿Cuál es la relación entonces que el catolicismo establece con una democracia moderna?
Esa pregunta puede ser respondida tanto desde el punto de vista de la democracia liberal, como desde el punto de vista del catolicismo.
Veámoslo en ese orden.
Desde luego, una democracia liberal no aspira, en modo alguno, a inhibir o ahogar el sentido de lo religioso. Pretenderlo equivaldría a negar una de las dimensiones de la experiencia donde, como hemos visto, se expresa lo más propio de lo humano. Por el contrario, este tipo de sociedades debe cuidar y proteger la libertad religiosa y de conciencia, es decir, la posibilidad de las personas de practicar su credo y su culto sin ninguna restricción y de orientar su vida a la luz de él, sin ser coaccionadas por profesarlo y sin que se les impida, mediante la coacción, abandonarlo si así lo deciden. Pero, por supuesto, esta protección no debe serlo de ningún credo en particular, sino de todos por igual sin discriminar entre ellos porque desde el punto de vista del estado ninguno es intrínsecamente mejor o más verdadero que cualesquier otro. Cuál credo o convicción satisfaga mejor el anhelo de absoluto que abriga el corazón humano, tiene que estar entregado al discernimiento de los ciudadanos y no del estado. Una democracia liberal renuncia a orientar la vida de los ciudadanos en torno a una idea específica de bien; pero justo por eso debe permitir que esa orientación florezca sin restricciones.
La consecuencia de lo anterior es que la Iglesia Católica no puede ser considerada, desde el punto de vista del estado, como intrínsecamente mejor, más verdadera o correcta, que cualquier otra.
Ese principio de neutralidad del estado es perfectamente comprensible desde el punto de vista de los principios de una democracia liberal, aunque es de suponer que para un católico convencido de su fe no sea sencillo de aceptar.
Y es que un creyente que lo sea de veras considerará la suya como la única religión verdadera y a las otras como búsquedas honestas, pero erróneas. No considerará a las demás convicciones tan válidas como las suyas y no pensará que tanto da creer eso o esto como si todos fueran caminos equivalentes, sendas orientadas por la misma búsqueda. Entre las diversas creencias religiosas, piensa un católico convencido, hay algunas verdaderas y otras falsas y es incorrecto presentarlas a todas como subiendo la misma cumbre solo que por diversos lados.
La convicción del creyente de estar en la verdad y considerar las creencias diversas a la suya como falsas, no es propio de todas las religiones, sino más bien peculiar de lo que la literatura llama religiones secundarias. Un breve examen de la distinción entre religiones primarias y secundarias permite alumbrar este aspecto del problema que está en el centro de la actitud de la Iglesia Católica frente a la modernidad.
Las religiones primarias evolucionan durante cientos o miles de años al interior de una cultura, una sociedad y un lenguaje singulares con los que están inextricablemente ligados. De este tipo son los cultos egipcios, los de la antigüedad grecorromana o las creencias de los mexicas. Estas religiones se funden con una cultura particular y para acceder a ellas es necesario compartir esa cultura. Este tipo de religiones forman parte de una identidad colectiva y carecen de vocación de universalidad. De ahí que sus cultores comprenden perfectamente que haya otros pueblos que adoren a dioses distintos. Son, por decirlo así, naturalmente tolerantes desde el punto de vista religioso.
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