Kitabı oku: «Identidad robada», sayfa 3
CAPÍTULO 3
El divorcio y el avión
A su regreso, luego de haber vivido un par de meses con su papá, mi hija me dijo que tuviera cuidado.
—Mami, ten cuidado con tu abogado.
—¿Con cuál de todos, mi amor?
Yo tenía un abogado prácticamente en todas las especialidades existentes.
—Con Cameron Shafit —respondió.
—¿Por qué?
—Él es amigo del abogado penal de mi papá.
—Bueno, mi amor, en el fondo todos son amigos. Al final terminan trabajando juntos en los casos y en los tribunales.
—Esto es diferente.
—¿Me puedes decir por qué?
—Ten cuidado, mami.
Alejandro había contratado a Richard Dickinson para que lo representara en sus cargos por maltrato. Dickinson era conocido por ser el abogado de asesinos, asesinos en serie, verdaderos criminales de renombre. ¿Su especialidad? Liberar de los cargos a sus clientes basándose en tecnicismos jurídicos.
Sin embargo, Cathy Bivona era la abogada encargada del caso dentro de la firma. La misma mujer que año y medio antes me había dicho que me divorciara si no quería que mi marido destruyera mi vida. Cathy sabía bien quién era Alejandro. A pesar de eso, no solo lo estaba representando, sino que lo estaba ayudando a destruir a su esposa.
¿Qué había visto o escuchado mi hija? Aún no lo sé. Pero el tiempo me confirmaría que algo no estaba bien. Ese consejo de ella y mis sospechas me salvarían más adelante.
—Mami, la abogada a cargo del caso de papá fue al hotel a hablar conmigo —me informó Alexandra.
Alejandro se había mudado a un apartamento de una habitación dentro del hotel Four Seasons cuando el tribunal le ordenó salir de casa.
Qué más vio o escuchó Alexandra durante los días que vivió con su papá no lo sé y ella no dijo más. Pero mantuve presente su advertencia a partir de ese momento.
En realidad, Bivona y Dickinson no podían representarlo porque ellos nos habían representado a ambos con anterioridad. Pero yo estaba tan asustada y confundida que no pensé en eso. Sin embargo, mis abogados lo sabían. Yo se lo mencioné. Ellos debían pedir la inhabilitación de sus abogados. ¡Probablemente aquello era parte de la advertencia de mi hija!
Me estaba cepillando el cabello mientras me veía en el espejo. Por fin había alcanzado la estatura suficiente como para verme reflejada en él. Me sentía feliz por ese logro.
De repente, mi hermana María Eugenia vino corriendo a buscarme.
—¡Vente, vente! Ya casi es Año Nuevo.
Toda mi familia estaba en la sala: mami, papi, mis hermanos, tíos, tías, primos y mi abuela, la mamá de mi madre y la única abuela que conocí, ya que todos los demás abuelos habían muerto. Mi abuela por parte de padre falleció unos meses antes de que yo naciera, lo que determinó mi nombre. Ella se llamaba Carmen María.
Todos estaban felices, celebrando, riendo, comiendo.
El árbol de Navidad brillaba con sus luces en un rincón de la sala. Y la mesa del comedor estaba repleta de comida: ensalada de gallina, pernil de cochino, hallacas, jamón, turrón, uvas y muchos platos más.
De repente, todos empezaron una cuenta regresiva y al llegar al cero comenzaron a abrazarse y a besarse. Mi papá me alzó y me besó. ¡Así empecé a pasar de brazo en brazo! Al mismo tiempo, todos comenzaron a comer uvas.
—Son doce —dijeron algunos.
No entendía cómo lograban comerlas tan rápido.
—Pide tus deseos, son doce —decía mi primo Pocho.
Risas y alegría. Esa era mi familia.
—¡Carmen! El señor Shafit está listo para verte.
Con esas palabras regresé de mi recuerdo.
—¡Ah! ¿Perdón?
—Sí, el señor Shafit está listo. Pero quiere hablar primero con tu hija.
Era septiembre de 2013. Mi abogado quería entrevistar a mi segunda hija, testigo de lo que había ocurrido en el avión y la única de mis hijos que había estado allí.
Kamee tenía puesto el uniforme del colegio: una falda color caqui y una franela azul con el logo de la institución. Sus piernas se veían más largas que nunca con esa falda.
Había ido a buscarla a la escuela y nos habíamos dirigido directamente al centro de la ciudad, donde estaba ubicado el despacho de mi abogado. La cita la habíamos concertado de modo que tuviera lugar inmediatamente después de su salida del colegio, ya que a ella no le gusta perder ni un minuto de clase.
—Está bien —dije.
Kamee se levantó y se fue, siguiendo a la secretaria. La vi desaparecer por el pasillo.
Me quedé sentada esperando. Y, una vez más, mi mente se fue hacia el recuerdo de mis felices años de niñez y juventud.
En medio de mi espera, comencé a recordar el día en que mi amigo Alberto me llevó a la casa en su moto. Se me dibujó una sonrisa en la cara.
Caracas es un valle. La ciudad descansa entre montañas verdosas. Es bella y majestuosa. Ese día, el cielo estaba totalmente azul, sin una nube. Era un momento perfecto para pasear en moto. Alberto manejaba y yo iba aferrada a su cintura. Me sentía libre y feliz, con el viento golpeando mi rostro. Ya íbamos de subida hacia mi casa cuando de repente divisé que el carro de papá venía bajando.
—¡No!
—¿Qué? —preguntó Alberto.
—¡Mi papá!
—¿Y entonces?
—Me tiene prohibido montar en moto. Disculpa, ¡se va a poner furioso!
—Bueno, pero ya se va. A lo mejor no te reconoció.
—Espero que no. Pero si me vio, esta noche me va a tocar duro. Me va a castigar.
Tan pronto nos detuvimos frente a la casa, sentimos un auto detrás de nosotros.
De repente oímos la voz de mi papá:
—Alberto, te voy a agradecer algo. Nunca más me montes a Carmen María en esa moto. Son muy peligrosas. Yo no quiero a ninguna de mis hijas de parrillera (así le dicen en Venezuela a la persona que va sentada en la parte de atrás de una motocicleta).
Mi papá estaba molesto. Yo sabía cuando estaba bravo. Tenía la cara roja como un tomate. ¡Mientras tanto, Alberto y yo estábamos pálidos!
Finalmente, Alberto abrió la boca y dijo:
—Sí, señor Montiel.
—Mami, ya puedes entrar. Cameron te está esperando.
Su vocecita me despertó de mi sueño. La vi parada a mi lado. Me levanté y fui al despacho de Shafit.
Estaba algo preocupada. La juez nos había prohibido hablar del caso y nosotras lo habíamos cumplido al pie de la letra. Así que no sabía cuál sería su versión de los hechos. Aunque sabía bien lo que había pasado, todo, absolutamente todo me causaba angustia.
Entré al despacho y allí estaba Cameron con su asociado en este caso, Jim Smith.
—Buenas noticias, Carmen. ¡La historia de tu hija es exacta a la tuya!
—No hay otra historia, Cameron. Solo hay una.
—¡Y la misma! Tu esposo llamó repetidas veces al sobrecargo sin ninguna razón —siguió diciendo Shafit—. El caso va a juicio en octubre. Sin embargo, ya me informaron que tiene que ser pospuesto.
—¿Por qué? Yo quiero salir de esto lo antes posible.
—El fiscal tiene conflicto en su calendario. Y, en fin, necesitamos más tiempo para investigar. Lo van a mover para enero, lo cual es muy bueno. ¿Sabes por qué?
—¡Ni idea!
—El fiscal de este caso se va a retirar a finales de año. Así que el caso será asignado a otro fiscal, y ¿sabes qué?
—¿Qué?
—Nadie quiere a sus hijos más que sus verdaderos padres. Este ha pasado a ser un caso huérfano.
—Explícame mejor.
—A nadie le gusta heredar el caso que otro trajo al tribunal. Especialmente este, donde la mayoría de la gente en el Tribunal Federal dice que nada de esto habría pasado si tu esposo te hubiera dejado reposar la cabeza en su hombro. A nadie le gusta este caso, es una papa caliente. Por otra parte, el fiscal que va a asumirlo es amigo mío. Lo conozco muy bien. Me lo encontré en el supermercado el otro día y me dijo que lo llamara después de Año Nuevo para hablar de esto. No se escuchaba muy contento de haber heredado el caso. ¡A lo mejor lo cierra!
Así comencé a darme cuenta de hasta qué punto era importante quién representaba, quién conocía a quién… Al final, se trataba de a quién conocías y qué negociabas fuera del tribunal. Con el tiempo aprendí que eso también era peligroso, ya que podían negociar entre ellos por muchas razones. Después de todo, se debían favores.
—Cameron, hay que pedir la caja negra del avión y todas las grabaciones del vuelo. He estado haciendo investigaciones y todo esto es importante. Además, la caja negra es lo primero que buscan en cada accidente de aviación. También hay que pedir el manual de los empleados, específicamente el de los sobrecargos. Me imagino que él rompió las reglas, lo que hizo fue inusual. Me lo han comentado amigos que vuelan para otras aerolíneas, incluso para la que usamos en aquel viaje.
—Todo ha sido ordenado ya, Carmen. Y ahora tenemos más tiempo. Mi investigador ya habló con la mujer policía que estaba en el avión. Él va a realizar más entrevistas. Pero, como sabes, eso trae más gastos. Aunque me imagino que todos los detalles de dinero se resolverán en la audiencia de medidas provisionales en el Tribunal de Familia.
Estaba pensando que todo iba bien cuando Jim Smith dijo:
—¿Cómo es eso de que estabas peleando por maní en el avión?
—¿Qué?
—Escuchamos eso.
—¿Con quién han estado hablando ustedes? —pregunté.
Había sido Alejandro el que había peleado por el maní. Había sido algo muy sencillo: él había metido sus manos en mi maní y yo le había dicho que se comiera el suyo. ¡Aquello había pasado antes de que nos sirvieran la comida y solo él sabía a ese respecto! A menos que estuvieran hablando con Alejandro… ¿Sería eso?
Mientras tanto, como había dicho Cameron, nos estábamos preparando para la audiencia preliminar de mi divorcio. Esa audiencia tendría como objetivo dictar una orden que regulara la pensión compensatoria y alimentaria que mi marido tenía que pagarme, para mis hijos y para mí. Allí se determinarían todas y cada una de las responsabilidades de cada quien.
Shafit tenía que ir a esa audiencia, porque mis abogados de familia suponían que Alejandro utilizaría el caso del avión para aprovecharlo a su favor y había que evitar a toda costa que yo subiera al estrado. Aunque yo era inocente, era lo mejor, según mis abogados.
Había estado investigando y todos recomendaban que la persona acusada no testificara. Eso me recordaba el juicio contra O. J. Simpson: él nunca testificó.
—¡Si hablas, no sales caminando del tribunal! —me dijo un amigo.
Todo en mi vida me producía miedo.
Rezaba a diario muchas veces. Pedía calma y paz para mí y para mis hijos. Y, por supuesto, le pedía a Dios que me ayudara a salir de aquello. También le preguntaba: “¿Por qué? ¿Por qué tuvo que pasarme?”. Y mientras rezaba me decía a mí misma: “Si no hubiese venido a Estados Unidos no me habría pasado esto jamás”.
Deseaba estar de regreso en Venezuela, hasta que un día vino a mi mente un pensamiento: “Si estuviera en Venezuela, no estaría viva”.
Me dio escalofrío de solo pensarlo. Pero me di cuenta de cuán cierto era. En Venezuela, la situación política y económica se ha deteriorado tanto que por cualquier mísera cantidad de dinero los criminales se prestan a matar a la gente.
Más de veinticinco mil personas al año son asesinadas en Venezuela y noventa y cinco por ciento de los casos no se resuelven. Allí nadie cobra muertos.
Alejandro obviamente estaba tratando de deshacerse de mí. Primero, tratando de hacerme quedar como loca y al final acusándome de crímenes. ¡Habría sido tan fácil para él mandar a matarme y hacerme quedar como otra víctima más del creciente crimen en Venezuela!
Unos meses después de tener esa premonición, Mónica Spear, Miss Venezuela 2004, fue asesinada junto a su pareja en una carretera, llegando a Caracas. Ella logró esconder a su hija entre sus piernas, por lo que la pequeña logró sobrevivir.
Cuando me enteré de la noticia, aquello fue devastador, no solo porque se trataba de una de nosotras, una Miss Venezuela asesinada, víctima del crimen, sino también por lo que eso significaba para mí. Y pensé: “Eso pudo haberme pasado incluso antes que a ella”. Una vez más, me arrodillé a rezar y a dar gracias a Dios por mi suerte.
La muerte de Mónica causó numerosas protestas ante la inseguridad que vive el país. La gente salió a la calle a manifestar su dolor y su ira por lo acontecido. Mientras tanto, yo solo podía pensar: “A mí pudo haberme sucedido antes”.
Un día antes de la audiencia en el Tribunal de Familia, nos reunimos todos en el bufete de mis abogados encargados del divorcio. Llevábamos días trabajando en la parte financiera y decidiendo a quiénes llevar como testigos.
Lo primero que les pregunté a mis abogados de familia fue si habían hablado con la mujer policía. Ella estaba sentada en la clase económica del avión, se había ofrecido a ayudar cuando iba pasando por su asiento y había informado al investigador de Shafit exactamente lo mismo que mi hija y yo habíamos declarado sobre lo acontecido.
—Carmen, ella cambió su historia —me informó Jennie, la asociada en mi caso.
—¿Qué?
—Sí, lo que nos dijo ahora no tiene nada que ver con lo que está en el informe del investigador.
—¡Dios mío! ¿Cómo puede mentir la gente sabiendo que va a arruinar la vida de una persona inocente? Pero el investigador grabó la conversación. Podemos probar que está mintiendo.
—Es mejor que no la usemos.
¡Increíble! En el Tribunal de Familia la gente puede mentir y crear evidencias falsas. En realidad, en cualquier tribunal, tal como aprendería más adelante.
Mientras estaba con mis abogados, Alejandro retiró la petición por la cual solicitaba la casa y la custodia de los niños.
Me alivió mucho no tener que defender esa parte. Después de todo, no necesité a las amigas a las cuales les pedí que me ayudaran para que no me quitaran a mis hijos. Esas mismas que rehusaron hacerlo y dejaron de hablarme. Mis amigas, esas que sabían qué tipo de padre era él: un padre ausente; esas que sabían que yo siempre había sido madre y padre. Una, incluso, llegó a decirme: “Bueno, él no es el padre del año. ¡ Jamás lo ha sido!”.
Al llegar al tribunal, allí estaba la mujer policía acompañada del fiscal. Mis abogados me dijeron que mi marido la había llevado. Años más tarde, Alejandro diría que habían sido mis abogados. Yo nunca supe la verdad. Lo que sí aprendí fue que no podía confiar ciegamente en mis abogados ni en nadie y que, en mi caso, Ralph se terminaría vendiendo.
A lo largo de la mañana, mis propios abogados me asustaron con el tema del avión:
—Carmen, está llegando mucha gente, el pasillo está repleto. Deben ser todos pasajeros del avión.
Yo estaba en una habitación pequeña que servía de antesala al tribunal. Dentro de mí pensé y dije: “¡Perfecto! Que vengan y digan la verdad”.
—Mucha de esa gente está enojada porque su vuelo fue devuelto. Así que quién sabe qué dirán —dijo Ralph.
En ese piso había cuatro tribunales. ¿Cómo saber que venían por mi caso?
Salí al baño y observé a la gente que estaba afuera. Podía ver que eran en su mayoría mexicanos. Mi vuelo había ido a Colombia. Había diferencias que yo, como latina, sabía reconocer, pero mis abogados no.
Sin embargo, estaba tan asustada que no entendía bien lo que ocurría. Con el tiempo entendí que Ralph, como un bully más, me estaba manipulando, me estaba asustando, ¿para obtener qué?, ¿para convencerme de qué?
Ralph logró negociar las peores medidas provisionales en la historia del Tribunal de Familia después de las de la esposa del “doctor de las manos”.
La responsabilidad financiera de mi vida recayó por primera vez sobre Alejandro, quien jamás había llenado o firmado un cheque. Él tenía que pagar todos los servicios de la casa e incluso las tarjetas de crédito que estaban a mi nombre. Ralph, con una experiencia de más de veinte años en su profesión, tenía que saber que mi marido no solo me destruiría el crédito, sino que también dejaría que todos mis servicios fueran desconectados, como en efecto sucedió.
Pese al hecho de que Alejandro producía más de un millón de dólares al año, me otorgaron, para la manutención de dos de los tres niños, la cifra estándar de Texas, que está basada en un máximo de ochenta y cinco mil dólares de sueldo al año. Además, él había llegado al tribunal pidiendo la custodia de mi hija mayor, alegando que ella no quería saber nada de mí, todo lo cual era mentira.
Además de la cantidad otorgada para la manutención de los niños, para la mía habían fijado tan solo dos mil quinientos dólares. Mi abogado se olvidó de la existencia de dos tarjetas de crédito que pasaron a ser mi responsabilidad y cuyo pago absorbía todo ese dinero.
Mi crédito se destruyó en dos meses. Perdí todas las tarjetas y la capacidad para solicitar otras o cualquier otro tipo de crédito. No tenía acceso a ningún tipo de dinero. No tenía para pagarle a la muchacha de servicio y la necesitaba para que me ayudara con mis hijos, pues en mi día a día me la pasaba en los despachos de mis múltiples abogados o en el tribunal. Por otra parte, tenía que mantener la casa en perfectas condiciones, ya que la habíamos puesto en venta y se trataba de un monstruo de casa, con más de tres mil cien metros cuadrados de construcción y casi cinco mil quinientos si contábamos las terrazas. Pese a eso, Ralph salió del tribunal como quien hubiera obtenido una gran victoria, mientras Alejandro, feliz, abrazaba a sus abogados en los pasillos.
Esa fue la segunda derrota para mis abogados de familia. La primera fue cuando cancelaron la orden judicial de protección que la juez me había otorgado el 23 de julio de 2013. Ese era un as que él tenía ahora bajo la manga. En sus antecedentes constaba una orden judicial de protección, además de cargos por la última paliza que me había propinado. Eso le cerraba los caminos a Alejandro, quien había logrado escapar de la ley durante años. Pero mis abogados habían permitido que todo aquello se fuera a la basura.
Yo supuestamente había contratado al mejor especialista en divorcios de Houston: Earl Lilly. Mi primera demanda de divorcio se introdujo en noviembre de 2012. Él había incorporado al caso a Ralph. Una vez que nos fue asignado el tribunal, que es algo que se realiza por sorteo, Lilly me avisó que tenía que hacerse a un lado, ya que la juez y él no se llevaban bien. Sin embargo, para el momento de la audiencia en la que Alejandro enfrentaba la orden judicial de protección, Ralph se hallaba de vacaciones, por lo que Earl condujo una negociación, lo que, según él, era mucho mejor que ir al tribunal, a cambio de liberar a Alejandro de la orden judicial de protección que pesaba en su contra. Para lo buen abogado que era, lo increíble fue que nunca logró que Alejandro firmara nada antes de retirar la orden del tribunal. Por supuesto, en cuanto se sintió fuera de peligro, jamás firmó el acuerdo y a partir de entonces estuve a su merced.
Aparte de eso, en agosto de 2013, Earl autorizó que Alejandro entrara a la casa a buscar sus cosas al mismo tiempo que mis abogados estaban en el tribunal. No obstante, lo de llevarse sus cosas nunca ocurrió. No se llevó casi nada cuando la juez le ordenó abandonar el domicilio conyugal en julio de 2013. Según me contó la muchacha de servicio, Alejandro decía: “Ella solo está enojada. Eso se le quita como máximo en dos semanas. Ya verás, Domi, que yo regreso a casa”, así que solo empacó tres pantalones y unas camisas. Pero al ver que lo que consideraba un simple enojo de mi parte no se me quitaba y que, al contrario, pasaba el tiempo y no lograba volver, regresó por sus cosas aproximadamente un mes después.
Se apareció en casa en la camioneta Suburban. Había chocado su auto, un Mercedes Benz Turbo, estando borracho, como siempre, dos días antes de que lo detuvieran por agresión. Había logrado pagarle o había llegado a un acuerdo con el dueño del auto chocado para no llamar a la policía. Eso, sin embargo, le costó después unos golpes por parte del dueño del Ferrari contra el cual chocó, ya que el seguro no quiso cubrir los daños por completo, porque ya había pagado la pérdida total de su auto en enero de 2013, una vez más a causa de su embriaguez.
Alejandro había llegado en compañía de dos de los empleados de su consultorio y dos camionetas pick up más. Venían preparados para vaciar la casa. Pero él no contaba con que mis abogados tenían guardia adentro y afuera. Adentro había un exagente del FBI de un metro noventa y ocho centímetros de altura. Alejandro abrió la puerta exhibiendo una gran sonrisa, porque se estaba saliendo con la suya. ¡Pero en lo que vio al guardaespaldas al interior de la casa se puso pálido!
—Buenas tardes, señor —dijo el guardia.
—Buenas tardes, Carmen María “Montiel” —respondió sin dirigir una palabra al guardia.
Supongo que pensaría que con ese saludo, llamándome por mi verdadero nombre, con el que me bautizaron, me iba a herir. Yo nunca quise cambiar mi apellido cuando me casé. Fue cuando me nacionalicé cuando el funcionario de inmigración realizó el cambio. De hecho, estaba esperando que todo aquello acabara para recuperar mi apellido de soltera, algo que había solicitado en el divorcio.
Alejandro se dirigió directamente al estudio a buscar papeles y sus empleados iban detrás de él.
—Señor Latuff, usted solo puede llevarse sus cosas personales, como ropa, zapatos y objetos de aseo.
Su cara de furia era impresionante. Lo que más lo enfurecía era que aquello le estuviera pasando frente a sus empleados.
Se dirigió al sitio donde pongo el correo y empezó a escoger sobres.
—Una vez más le digo: no puede llevarse nada de esta casa como no sean sus objetos personales —dijo el guardaespaldas.
La cara le cambió de color. Su mirada era de ira.
Puedo imaginar cuál era el plan con sus dos empleados, los cuales entraron llenos de fuerza pero, cuando el guardia paró a Alejandro en seco, no se movieron más. Solo lo miraban fijamente esperando una orden, pero él estaba furioso y no hablaba. Supongo que él no los había llevado para que le empacaran su ropa interior. Eso no era lo que Alejandro tenía pensado.
Pude ver que sudaba y pasaba de rojo a blanco. Estaba siendo avergonzado frente a sus empleados.
—Solo tengo dos horas. ¿Cómo puedo empacar en dos horas?
—Por eso no debe perder tiempo y debe empezar a empacar ya —le contestó el guardaespaldas.
Salí y le dije al guardia afuera:
—Tengo guardia las veinticuatro horas desde que se fue Alejandro. No deje que nadie monte en los tres vehículos nada que yo no haya aprobado.
Mi marido nunca había hecho una maleta desde que nos casamos. Siempre las había hecho yo. Miró a mi muchacha de servicio y le pidió una maleta.
—No, Domi —respondí—. Para eso trajo él a sus empleados. Becky, suba y traiga maletas.
Entró al clóset con su secretaria y el especialista en cobranzas y lo vi empacando su ropa interior. Yo miraba aquello y me parecía como de película.
Guardó pocas cosas, dos maletas, y bajó. Yo lo seguí de cerca. Ramón, su especialista en cobranzas, me dijo:
—Necesitamos la computadora.
El guardia lo interrumpió:
—Por favor, no se dirija a la señora. Usted está aquí para hacer lo que el señor le diga, pero no le hable a ella. Además, ya le dijimos que solo se pueden llevar la ropa.
Alejandro se fue en menos de una hora. Había dejado la mayor parte de sus pertenencias en el armario. Era obvio que venía a llevarse otras cosas. Su frustración no lo dejó empacar. Si no hubiese tenido protección, me imagino que entre él y sus empleados habrían vaciado la casa.
Ahora, el movimiento irresponsable por parte de mis abogados no solo había puesto a mi marido al mando de las medidas provisionales, sino que había dejado las cuentas de inversión al descubierto sin ser congeladas.
Además, cada vez que yo salía de la ciudad, se metía en la casa. Si hubiera tenido aún la orden judicial de protección, jamás lo habría hecho. Tuvieron mis abogados penales que introducir una solicitud en enero de 2014 para que finalmente Alejandro, quien estaba en libertad bajo fianza, dejara de entrar a mi casa a robar documentos.
Uno de sus abogados se retiró del caso, Thomas Callihan. Recuerdo que él, durante mi interrogatorio, cuando empecé a hablar del tipo de ataques de Alejandro hacia mí, estaba echado hacia atrás, pero se incorporó y empezó a prestar mucha atención a lo que yo decía. Se veía que me creía. Después de eso, Callihan se retiró del caso y él quedó solo con un abogado.
Meses más tarde, una amiga que se estaba divorciando se entrevistó con Callihan. Él le comentó: “Yo sé cómo funcionan estos hombres del Medio Oriente”.
Lautner quedó a cargo del caso de Alejandro y, en 2014, presentó dos solicitudes para posponer el juicio de divorcio, primero de enero a marzo y luego para después de marzo.
Ralph, después de quitarme cerca de cuatrocientos mil dólares y de saber que no había más de donde sacar, me despidió como cliente. Quedé sin representación y con unos recursos que defender ante el tribunal, que Alejandro había introducido.
Salí del despacho de Ralph y Kathy Griffith me recomendó a una abogada afroamericana a quien contraté en febrero de 2014. No era conocida, no podía confirmar con nadie su reputación ni calidad como abogada, pero fue todo lo que pude conseguir. Me gustó la idea de haber encontrado a alguien que no formara parte del “Club de los chicos buenos”, a alguien diferente.
Yo no sabía en ese momento el juego que se jugaba en el Tribunal de Familia: quién era amigo de quién, quién tenía más o menos influencia política…
Tan pronto como Lautner supo de mi cambio de abogados no quiso cambiar el juicio. Estaba obstruyendo su propio recurso. Llamó a mi nueva abogada e intentó convencerla de aceptar un acuerdo, un mal acuerdo. Su respuesta fue: dame la documentación de prueba y lo solucionamos.
Cuando salí del bufete de Ralph, ya había contratado a un perito judicial para investigar las finanzas de Alejandro después de la separación. Debido al mal manejo de las finanzas por su parte, la abogada comenzó a sospechar y me refirió a un investigador bancario que podía dar con cualquier cuenta bancaria que Alejandro tuviera por sí mismo o con cualquier entidad. Y ¡bingo!, encontramos varias.
Como no querían seguir adelante con el juicio, mi abogada accedió a la mediación. Yo no podía creerlo, porque ¿cómo podríamos tener una mediación real cuando estábamos perdiendo tantas partes en ese rompecabezas? ¡Pero fuimos!
Anna, mi abogada, dijo que había propuesto a Raúl Flores como mediador, pero luego me enteré de que el abogado de Alejandro había hablado con Flores y supuestamente le había comentado acerca de “lo loca y difícil” que era yo. Una manera de ponerlo en mi contra.
Flores era conocido por ser una pieza clave en el rompecabezas de la corrupción en el Tribunal de Familia del Condado de Harris (al cierre de este libro, todos estos personajes se hallan bajo investigación judicial).
El día de la mediación, allí estábamos las mujeres contra los hombres. Mi marido, su abogado y el mediador eran todos hombres. El mediador, Raúl Flores, era de Cuba o al menos de ascendencia cubana. Recuerdo que se acercó y me comentó:
—Alejandro está hablando de todos tus problemas.
—¿En serio? ¿Por casualidad le habló de los suyos? Porque tiene cargos por agresión, estuvo en terapia para manejar la ira, tiene doble identidad en Venezuela, trato con prostitutas, pacientes muertos cuya historia médica ha encubierto… y más. Podríamos sentarnos aquí todo el día y hablar de ello.
—No —respondió—, pero le dije que no se hace lo que él está haciendo: meter a su esposa en problemas. Me parece estar viendo la película…
No sé si lo decía en serio o si aquello era una táctica para hacerme creer que estaba de mi parte.
Pasó el día y, alrededor de las seis o incluso más tarde, llegó Flores con una propuesta de acuerdo. ¡Por supuesto, cuando todos estábamos cansados!
No podía creer lo que estaba leyendo. No entendía en qué momento mi marido había concluido que yo era idiota, tonta, estúpida, bruta…
Yo había dirigido todos nuestros negocios, tanto los del consultorio como los nuestros. Y, a pesar de eso, él pensaba que caería en su trampa.
Flores me hizo la siguiente oferta: Alejandro se quedaría con el cien por ciento de su consulta médica y de nuestro edificio comercial, lo cual era mucho más del cincuenta por ciento de nuestro patrimonio. Del resto, yo obtendría el sesenta por ciento, lo que en realidad venía siendo el veinte por ciento del total patrimonial. Leí el documento, miré a Flores y dije:
—¿Esto es el veinte por ciento?
—¡No! —respondió.
—Conozco mis matemáticas. ¿Por qué voy a aceptar el veinte por ciento de mi patrimonio cuando la ley me da derecho al cincuenta por ciento?
Sin embargo, quería ponerle fin a todo aquello. Le pregunté si podía hacer cambios. ¡Dijo que sí!
Empecé a trabajar en los cambios, ¡pero Flores entró y me informó que Alejandro se había ido!
Alejandro siempre engañaba a la gente con dinero, ¿por qué esperaba un trato diferente? Había desfalcado a Wendy (una mujer que invertía en laboratorios de sueño) más de doscientos mil dólares. Ellos se habían asociado para hacer estudios de sueño en Dallas. Wendy no era médico; por lo tanto, no tenía la licencia. Alejandro volaba todos los jueves, leía los estudios y nuestro consultorio hacía la facturación. Cuando ella terminó el acuerdo, él nunca le pagó lo que era suyo.
Lo mismo pasó cuando devolvimos la facturación a nuestro consultorio y terminamos el contrato con la compañía de facturación. Se le debía dinero a esta empresa por el servicio prestado y el dinero recaudado, pero Alejandro nunca se lo pagó al dueño de dicha empresa. Siempre me asombró cómo ninguno de ellos lo demandó. Wendy lo hizo, pero retiró la demanda. Él decía que sabía mucho sobre ellos. Algo turbio habría por detrás que les resultaba mejor que no les pagaran. Mi marido era experto en conseguir que la gente le confesara sus problemas y algo más… y después resultaban víctimas de sus propias confesiones. Se había quedado con un montón de dinero perteneciente a otras personas. Su excusa: “¡Estoy cansado de que la gente se aproveche de mí!”.