Kitabı oku: «Identidad robada», sayfa 4
Así, pues, fuimos al tribunal el 28 de marzo de 2014 para la resolución judicial del divorcio. Mi abogada estaba de acuerdo con el recurso de Lautner de posponer el juicio, pero Lautner estaba oponiéndose a su propio recurso.
Faltaba mucha información de parte de Alejandro y, con las propiedades aún sin vender, ¿cómo podría yo mantenerlas?
Entramos en la sala y la juez suplente estaba allí. La misma que permitió que mis hijos siguieran recibiendo visitas de Alejandro después de todas las declaraciones sobre prostitutas y drogas que había escuchado y la misma que había sido señalada por fraude en las donaciones de campaña. Esa juez siempre fallaba a favor de Alejandro, aunque los hechos en su contra fueran más que evidentes.
Después de que mis abogados mostraran pruebas de por qué necesitábamos más tiempo, ella dictaminó que nos divorciaríamos ese día.
Alejandro celebró con su abogado en los pasillos del tribunal. Yo no tenía ni idea de qué era lo que estaban planeando, pero debía ser algo donde yo estaba quedando muy mal.
Mi marido quería que yo quedara en quiebra, arruinada, en la cárcel y, de ser posible, en prisión.
Se suponía que volveríamos para nuestro juicio de divorcio a la una y media de la tarde. Lloré. ¿Qué iba a pasarme? Fui a la catedral a orar a la hora del almuerzo.
Cuando volvimos, la juez estaba de vuelta, pero no la juez suplente. Dijo que había tenido que ir al dentista durante la mañana por un tratamiento de conducto. Ella sí vio la evidencia: los inventarios en los que Alejandro había alterado las cifras en millones de dólares y las cuentas bancarias que no estaban en ningún documento de prueba y señaló: “Aquí se suman y se restan millones arbitrariamente. ¿Qué es esto?”.
La juez dictaminó retrasar el juicio de divorcio y él irrumpió en la sala insultando a mi abogada, a su abogado y a mí. También me acusó de abrir esas cuentas bancarias a su nombre para incriminarlo, como si yo fuera una especie de idiota que abre cuentas bancarias para esconder dinero y después contrata a un investigador para encontrarlas y entregarlas al tribunal.
Esa victoria dio una oportunidad a mi abogada para presentar un recurso pidiendo cambio de medidas provisionales para aumentar mi pensión compensatoria. Dos veces fuimos al tribunal, pasamos dos días completos en interrogatorios pero la juez no emitió su fallo. ¿Se estaba retirando y no quería meterse en eso o la habían comprado? ¿Quién?
Dos años más tarde, hacia mayo de 2016, Alejandro me dijo que un amigo le había presentado a un juez que había sido quien lo había ayudado. ¿Era para la audiencia sobre las drogas o la pensión compensatoria? ¿Era eso cierto o se trataba de que no quería decir que había pagado por ello? Pero cuatro años más tarde, a comienzos de 2018, afirmó que se había reunido a cenar con un juez que lo había conectado con mi abogado, ¡con mi abogado! Todo aquello grabado en video.
Después de dos audiencias sin decisión sobre el cambio de la pensión compensatoria, su abogado lo despidió. Terminó como yo, buscando un abogado a último momento y consiguió a un hombre sin escrúpulos en el verano de 2014.
Con el nuevo abogado, Alejandro no se presentó al tribunal nunca y era imposible hacer que cumpliera con ninguna orden del juez. ¿Qué pasaba con el sistema judicial? Debieron haberlo mandado a la cárcel muchas veces, pero la ley solo se aplica a los pobres o a los que tienen menos dinero. La gente rica —doctores, abogados, altos ejecutivos— pareciera regirse por un conjunto diferente de reglas que nadie sabe cuáles son. Ellos son los que supuestamente mantienen a sus familias y por eso se les trata distinto en el tribunal, incluso cuando eso pudiera significar dejar a sus familiares en la inopia.
Para el verano de 2014 contraté a mi tercer abogado. La situación con Alejandro y su nuevo abogado había empeorado a tal punto que ya no estaba pagando nada. Mi crédito estaba cerrado y no tenía dinero. La situación estaba tan mal que mi abogado decidió pedir un administrador judicial y nos fue concedido. Pero el juez cambió nuestra elección de administrador judicial por uno desconocido. Alejandro y su abogado no estaban allí. Sin embargo, fue curioso que el administrador judicial trabajara en el mismo edificio del abogado de mi marido. La idea era congelar sus cuentas y asegurarse de que a los niños y a mí nos pagaran, lo cual nunca ocurrió.
A lo largo de esta batalla, yo iba a ir a juicio en el Tribunal Federal. Pero cada tres meses el juicio se aplazaba. Solo me reunía con mis abogados penales cada tres meses cuando la fecha del juicio estaba cerca o teníamos que ir al tribunal. Siempre había una excusa del fiscal o de mi abogado para mover el juicio.
Cada tres meses preguntaba dónde estaba el registro de vuelo, el manual de los empleados de la línea aérea y todo lo demás. La respuesta siempre era la misma: “Vienen en camino”.
El tiempo pasó y el caso no fue desestimado. Supe que Cathy Bivona visitaba el Tribunal Federal a menudo, asegurándose de que el caso no fuera descartado.
En enero de 2014 tuve mi primera comparecencia ante el tribunal con el nuevo fiscal y, por supuesto, este solicitó posponer el juicio de nuevo. Me presenté en el tribunal con mi abogado y Haager, el nuevo fiscal, no apareció. Otro fiscal tomó su lugar mientras Haager estaba en otro juicio. Se trataba del que había rechazado el caso al inicio, cuando se lo presentaron; después se lo iban a dar cuando el fiscal original se retiró. Él quería desestimar el caso, pero no se lo permitieron. ¿Casualidad? Uno más de esos asuntos de último minuto que hacían pensar: “¿Qué hay detrás de todo esto?”.
Después de la audiencia, estábamos esperando el ascensor los tres: el fiscal, mi abogado y yo, cuando el fiscal le preguntó a Shafit:
—¿Así que este ha sido el caso de Haager desde el principio?
—No. Fue el caso de Kevin Decann —respondió Shafit.
El rostro del fiscal mostró desaprobación y agregó:
—¿Así que Decann hizo esto? ¡Increíble! —dijo mientras movía la cabeza de un lado a otro en gesto de desaprobación.
Podía percibir cuál era el sentimiento con respecto a mi caso en el Tribunal Federal. Shafit, por su parte, comentó que el nuevo fiscal tampoco estaba interesado en ese caso tan tonto; después de todo, él trataba con ladrones de bancos, esa era su especialidad.
En octubre de 2014, más de un año después de la acusación formal, no me sentía segura con mi caso. Y las palabras de mi hija seguían resonando en mi mente: “Ten cuidado, mami. Él es amigo cercano de los abogados de papá”.
Sentía como si Shafit hubiera perdido el interés en el caso. Al principio estaba todo emocionado y listo para enfrentarlo con ideas sobre qué hacer, cómo presentar mi defensa, quién debía ser interrogado y qué evidencias necesitaban solicitarse. Pero ahora veía cómo no le interesaba ni tenía más ideas; yo sentía que iba con la corriente. Los documentos requeridos nunca llegaban a su despacho. Ese era el punto que más me preocupaba. En un momento llegué a imaginarme que nunca los había pedido. Y en realidad nunca los pidió. Sentí como si estuviera listo para dejarme ir, como si yo estuviera siendo una víctima en un ritual de sacrificio.
Alrededor de esa época conocí a una increíble y hermosa joven nativa de Houston. Se trataba de alguien que conocía a todos en la ciudad. De hecho, Eloise conocía a mucha gente en Houston. En esa ocasión, hablábamos acerca de contratiempos en la vida y de repente me sentí lo suficientemente cómoda como para contarle lo que me estaba pasando.
Después de terminar mi historia, Eloise actuó de una manera muy normal, para mi sorpresa, y me preguntó quién era mi abogado. Se lo dije:
—Shafit, Cameron Shafit.
—¡Oh! ¡No, no, no! Tienes que cambiar de abogado. Mucho más después de la muerte de su hija. ¡Simplemente no está interesado!
Aquello era algo que detestaba escuchar. ¿Significaba eso más dinero, mucho más? ¿Era en verdad necesario? Pero una voz dentro de mí me decía que sí lo era.
Era septiembre de 2014 y, aunque se suponía que iba a ir a juicio en octubre, ya se me había informado que el juicio no tendría lugar.
CAPÍTULO 4
De regreso con Dios
Todo lo que yo hiciera, bueno o malo, Alejandro lo utilizaba en mi contra.
Esa es una de las tantas tácticas del maltratador: decir o hacer sentir a su víctima que nada de lo que hace está bien hecho.
No tenía idea de lo mucho que me irritaba. Me molestaba, y mucho. Era algo que me afectaba sin darme cuenta.
Soy católica practicante e incluso eso era causa para sus comentarios denigrantes.
—Lo único que tú sabes hacer es darte golpes de pecho. Ustedes los católicos y todos los que andan en plan “¡Dios, Dios!” son unos hipócritas. En cambio, mírame a mí, yo soy realmente un buen hombre. Soy un doctor, salvo vidas y cuido a la gente todos los días. ¡Yo —y se daba golpes en el pecho—, yo si soy un buen hombre!
Cuando por casualidad me acompañaba a misa con los niños, algo que solo hacía después de una de esas peleas agresivas, salía de misa burlándose, cuando no lo hacía durante el propio servicio religioso. En consecuencia, ocurrió lo inevitable: limité mi presencia en la iglesia y me distancié de ella.
Seguía yendo a misa algunos domingos, aunque no todos. Solo lo hacía para mantener a mis hijos dentro de la fe. Para que tuvieran respeto y temor de Dios. Sin embargo, él seguía burlándose de mí, incluso delante de los niños.
Alejandro se había transformado hacia el final del matrimonio. Me costaba mucho reconocerlo. Hablaba durante horas de cosas que no tenían sentido. Podía pasar muchísimo tiempo tocando los temas más extraños y yo tenía que quedarme sentada escuchándolo sin poder moverme, pues, según él, lo que estaba diciendo era de extrema importancia. Decía cosas como: “Yo he matado a mucha gente en mis vidas anteriores”. O también: “En mi próxima vida seré un iluminado, porque ya he pasado por todas las etapas de superación. Ya llegué al nivel máximo en la reencarnación”.
Mi marido nos había perdido el respeto a mí y a nuestra familia. Durante un tiempo tuvo cuidado de que nadie supiera sobre sus infidelidades, pero ya no le importaba. Ya hacía comentarios abiertamente, incluso frente a los niños, que tenían que ver con sexo y mujeres. Hablaba en público de aquellas con las que había tenido relaciones sexuales, lo cual me avergonzaba muchísimo. “Sí, yo tuve sexo con Rudy (una actriz venezolana)”, decía una y otra vez. Pero su fascinación era sacar las revistas de mi época de Miss Venezuela y del tiempo en el cual trabajé en el canal televisivo Venevisión, en fin, de mi época de éxito y gloria. Empezaba a mostrárselas a la gente, pasaba las páginas y decía: “A esta me la cogí, y a esta y a esta…”, todo eso delante de mí.
Llegó tan lejos que llevó mujeres al garaje de mi casa estando mis hijos dentro de ella, con la esperanza de hacerlas entrar mientras yo estaba de viaje, solo que los niños estaban allí y se dieron cuenta. Alexandra, la mayor, incluso vio a una de esas mujeres.
En una oportunidad, Alejandro regresaba de cenar con “el ladrón” —tengo un capítulo dedicado a él—. Lo había llevado de regreso y luego se bajó del auto y se puso a caminar por la casa en busca de un momento oportuno para colar a la mujer. Alexandra sintió que sucedía algo anormal y decidió bajar las escaleras para ver por qué su padre llevaba cerca de veinte minutos caminando por la casa, cuando había dicho que iba a la farmacia. Mi hija se sorprendió mucho al ver a una mujer de cabello negro dentro del auto de su padre. Apenas Alejandro se dio cuenta de que Alexandra la había visto, salió de la casa corriendo, se subió al carro y se fue. Una de las muchachas de servicio también vio a la mujer dentro del auto. Quién sabe si logró llevar a algunas a la casa en ausencia mía y de los niños. Quién sabe…
Hacia el final de mi matrimonio, veía y sentía que mi esposo me miraba a veces con desprecio, otras con mucha rabia. Su mirada había cambiado, no era la misma. Muchas veces sentía que se había vuelto diabólica. En más de una ocasión pensé: “Así debe ser la mirada del diablo”. Ya no era la mirada del hombre dulce y encantador del que me había enamorado. Muchas veces lucía desorientada y diferente. Ya no era él. ¿Dónde estaba mi amor?
A pesar de todo aquello, yo estaba desesperada por solucionar la situación y hacer que todo funcionara, por el bien de mis niños. Pensaba que podía recuperar a mi esposo, hacerlo darse cuenta de lo equivocado que estaba y de que andaba por un camino de destrucción… un camino que podía conducir a que todo se acabara.
Alejandro se hacía pasar por víctima, por quien no había hecho nada o lo había hecho por accidente, por quien no hacía nada a propósito. Me hacía sentir que yo era la culpable, la que lo llevaba a hacer lo que hacía o la responsable de haber hecho cosas que él bien sabía que yo nunca había hecho. A menudo me parecía que me estaba volviendo loca. Estaba tan confundida que no sabía qué creer. Estaba tan concentrada en hacer que aquello funcionara que muchas veces, para mejorar la situación o evitar los golpes, simplemente lo dejaba pasar. Quería, por sobre todas las cosas, salvar a mi familia.
Siempre he sido creyente. Creo en Dios y en su creación. Creo que todos somos hijos de Dios. Alejandro cree en la evolución y para él no hay nada después de esta vida. Muchas veces las discusiones eran sobre este tema: ¿nos creó Dios o venimos del mono? Las peleas comenzaban a subir de tono por tratarse de dos visiones diametralmente opuestas. Finalmente yo decía: “Está bien, tú vienes del mono y a mí me creó Dios”. Luego de eso, me levantaba y me iba. Esa era el modo de evitar el conflicto, pues esos altercados estaban destinados a salirse de rango.
Sin embargo, cuando mi marido tenía problemas, me pedía que rezara por él y que encendiera una vela para que Dios o los santos me escucharan y lo ayudaran. Él veía que yo hacía eso; que, dentro de mis creencias, rezaba, prendía velas y formulaba peticiones, de modo que me utilizaba como intermediaria. Y así lo hacía. Aunque no creía en Dios, los santos o la vida después de la muerte, cuando quería que lo escucharan, respetaran y le creyeran, utilizaba el nombre de Dios. Su hipocresía no tenía límites.
Muchas veces, cuando iba a misa, sentía como si el sermón estuviera dirigido a mí en exclusiva. Pero nunca como el domingo ulterior al 6 de junio de 2013, fecha del incidente del avión. Mis sentimientos por Alejandro ya venían en caída libre como resultado de sus acciones. Sabía que el amor se estaba acabando. Ahora bien, en ese avión, cuando él hizo lo que hizo, aquello fue como si me hubieran abierto el pecho y como si el poco amor que me quedaba por él hubiera sido extirpado quirúrgicamente en un segundo.
Ese domingo me había levantado y les había dicho a los niños: “Vamos a misa, prepárense”. Me dirigí solo a mis hijos, no le dije nada a él. No pensaba que iría después de todo. ¿Para qué? ¿Para burlarse de mí, del cura, del oficio religioso? Si su padre aplaudía los ataques de los musulmanes a los cristianos, ¿qué podía esperar yo? Él, sin embargo, me oyó y se arregló rápidamente para irse con nosotros.
Llegamos a misa y mi marido se reía y hacía chistes para distraer a todos, mostrando una total falta de respeto. Yo sabía que estaba tratando de que yo no pusiera atención, de que no escuchara el sermón… Aquello era un acto del mal.
Estaba molesta y avergonzada con su actitud, pero decidí ignorarlo y seguir poniendo atención a las palabras del sacerdote. En ese momento el padre dijo: “Dios nos envía mensajes o avisos y hay que entenderlos en cada situación: si se trata de cambiar de trabajo, de mudarse a otra ciudad o de poner fin a un mal matrimonio…”.
Yo escuchaba con atención, pero miraba al piso, tratando de ignorar a Alejandro, quien se estaba burlando de las imágenes del viacrucis, pero cuando escuché al padre decir “para poner fin a un mal matrimonio” alcé la mirada y comencé a ver y a escuchar al sacerdote con mucha más atención, ya que hablaba de divorcio.
“¿Divorcio? —pensé para mis adentros—. El padre está aceptando que hay momentos en los que hay que divorciarse”. El divorcio es algo que la Iglesia católica prohíbe, algo con lo que no está de acuerdo. No obstante, en esa oportunidad, el oficiante aceptaba que a veces era necesario.
El sacerdote continuó diciendo: “Hay que estar atentos. Dios nos puede enviar un par de mensajes. Puede que dejemos pasar el primero y el segundo, porque no los reconozcamos, pero en algún momento dejarán de llegar. Es como la historia del náufrago. Ustedes saben que él rezó y le pidió a Dios ayuda cuando estaba en medio del agua, a la deriva, pero murió, y cuando llegó al Cielo le preguntó a Dios: ‘Pero si recé y pedí por tu ayuda, ¿por qué estoy muerto?’. La respuesta de Dios fue: ‘Te envié un tronco y lo dejaste pasar, te envié un helicóptero y lo dejaste pasar, te envié un barco… Te envié ayuda de muchas formas, pero no tomaste ninguna. Todas las dejaste pasar’”.
¡En ese momento entendí! Fue como si acabara de despertar y de abrir los ojos. Todo eran avisos de Dios y hasta entonces no había entendido.
Mi marido llevaba tiempo haciéndome daño. Fue metiéndome en problemas poco a poco y cada uno era peor que el otro, pero yo seguía tratando de arreglar mi matrimonio y salvar a mi familia. Ahora bien, ¿estaba en realidad salvándonos o nos estaba poniendo en riesgo?
Acababa de ocurrir lo del avión, que podría ser el peor de todos los peligros. “¿Qué estoy esperando? —pensé dentro de mí—. ¿Y si este es el último mensaje que Dios me está enviando? Este sermón de hoy está dirigido a mí. Vine porque tengo que salir de este matrimonio y puede que este sea mi último aviso”.
Mientras escuchaba el sermón y lo analizaba, Alejandro intentaba distraerme. Se burlaba de los vitrales de la iglesia. Yo lo miré con desdén y seguí prestándole atención al sacerdote. Sin pensarlo, comencé a llorar. Y a pesar de que intenté secarme las lágrimas con rapidez, mis hijos se dieron cuenta y me abrazaron.
La distancia y el silencio entre Alejandro y yo crecía cada día más. Finalmente entendí que tenía que salir para siempre de ese matrimonio. ¿Pero cómo? Tenía que encontrar la manera. Él me había atrapado y me tenía amedrentada. Su trato agresivo hacia mí había empeorado después del incidente del avión, en junio de 2013, y de lo que había ocurrido en Colorado a finales de 2011, como explicaré en detalle más adelante. Luego de eso, él sentía que me tenía en sus manos. Ahora estaba a su merced.
Me maltrató más que nunca verbal, mental y físicamente. Yo trataba de mantenerme alejada de él, ya que sabía que el mensaje de Dios (lo ocurrido en el avión) podría haber sido el último.
En julio de 2013 me pegó por última vez y fue la primera ocasión en la cual la policía lo detuvo solo a él. Fue como si Dios hubiera puesto a esos agentes allí. Por primera vez los dos policías que fueron a la casa eran por completo diferentes a los anteriores. Nunca antes habían ido, así que no llegaron influidos por lo que Alejandro hubiera podido decirles. Estos, de entrada, calibraron qué tipo de persona era. Querían buscar y encontrar más pruebas para poder acusarlo. Percibieron que estaba totalmente ebrio y quién sabe si algo más, así que requisaron todo. Me preguntaron dónde estaban sus pertenencias. Yo apunté hacia donde guardaba sus medicinas, pero él, sabiendo que la policía vendría, lo había limpiado todo. Al día siguiente de habérselo llevado, encontré un bolso lleno de medicinas escondido entre la vajilla. Eran medicamentos que él mismo se había prescrito bajo seudónimos como Eduardo Martínez o usando el nombre del socio para recetarse a sí mismo. Alejandro siempre mantenía talonarios con el nombre de su socio para emitir récipes médicos que usaría para sí mismo.
Ese lunes, con mi marido en la cárcel, introduje la demanda de divorcio por segunda vez y estaba lista para sacarlo de la casa por medio del tribunal. Por fin había entendido que Dios estaba con mis hijos y conmigo y que el mal sería finalmente eliminado de nuestro hogar. Durante mucho tiempo había sentido esa presencia negativa en mi casa y en mi vida.
Con Alejandro fuera de casa, me sentí capaz de encender velas y de poner un altar en la entrada con san Miguel Arcángel, el Sagrado Corazón de Jesús, la Virgen María y otras imágenes. Empecé a rezar todos los días muchas veces y a leer la Biblia con la ayuda de mi amigo de la infancia Gustavo Hernández. También empecé a rezar el rosario a diario. Necesitaba apartar el mal de mi vida, de mi hogar y de mis hijos. Sin embargo, el daño ya estaba hecho: nunca imaginé que me impondrían cargos por el incidente del avión cuando llegaron a buscarme a casa. No obstante, mi fe no había sido tocada por lo ocurrido. Confiaba en que Dios me sacaría triunfante de todo aquello, me ayudaría y me daría fuerzas para enfrentar la lucha, como en efecto ocurrió.
Todos los días rezaba con fe y entregaba mi vida y la de mis hijos a Dios. La prueba más fiel de que Él estaba conmigo tuvo lugar cuando, en el despacho de mis abogados, cometieron un error al entregar la primera documentación de prueba en el proceso de divorcio. Era una cuenta bancaria, la única con la que contaba para mis gastos. Yo les pregunté cuánta documentación de prueba había que entregar, ya que aquella era mi primera experiencia en esa materia. Ellos me dijeron que no me preocupara si había algo que no tuviera, porque se podría entregar más adelante. Así que les solicité que esa cuenta en específico la dejaran para después. ¡Pero no! La entregaron con la primera documentación de prueba. Me asusté y me frustré. Temía que Alejandro vaciara esa cuenta y me dejara sin dinero para afrontar los gastos de mis abogados.
Siempre he sido muy organizada, anoto las cosas que tengo que hacer. Y más entonces, que debía entregar documentos, concertar o tener citas con abogados, ir a tribunales y estar preparada para hablar con quienes llevaban mi defensa. Para ello debía tener siempre listo cada punto de los que quería tratar con ellos.
Un día estaba revisando los apuntes de lo que tenía que hablar con mi abogado cuando de repente vi que en medio de la nota podía leerse: “Dios quería que así fuera”. No podía creer lo que veía. Me salí de la nota, volví a entrar y todavía estaba. Sabía que yo no había escrito aquello. En ese momento supe que el tiempo me daría la respuesta y ese mensaje sirvió para tranquilizarme.
No fue hasta año y medio más tarde, en 2015, cuando Alejandro introdujo una demanda ante el tribunal acusándome de fraude, falsificación y robo, todo basado en esa cuenta bancaria, cuando finalmente pude entender el mensaje de Dios. Debido a que la cuenta se mostró al principio, nunca pudo acusarme de intentar encubrir algo. Pero aquella no fue la única señal. De pronto comencé a recibir mensajes en mi celular con salmos y otros textos de la Biblia. Cada uno me daba lo que necesitaba para el día. Esos mensajes me ayudaron a sanar y a adquirir fuerza.
Nunca me había inscrito en ningún servicio bíblico, por eso no esperaba recibir esos textos. A medida que fue pasando el tiempo y fui recuperando mi fuerza física y mental, los mensajes dejaron de llegar…
Un gran amigo, mi amigo de la infancia, me ayudó a reconectarme con Dios. Todas las noches, a través de Skype, nos conectábamos a leer la Biblia y a rezar el rosario. Gustavo siempre fue un hombre de fe y me explicó muchas cosas que había olvidado o que nunca había visto de esa manera. Aquello se convirtió en una rutina diaria que implicaría una nueva forma de vida que nunca debí haber abandonado.
Mientras oraba y pedía que la verdad saliera a la luz, fui limpiándome internamente. Me pregunté qué podría haber hecho para merecer aquello, aunque nadie debía merecer nunca algo así. Dios no castiga a las personas. Sin embargo, asumí que aquella era una oportunidad para ser mejor. También le pedí a Dios que me utilizara como herramienta si mi experiencia pudiera ayudar a otros.
Comencé a notar cómo, cuanto más fuerte era mi fe, mejor era todo. Por supuesto, todavía era difícil, pero ya no parecía imposible, como pensaba al principio. Mi casa, que se había llegado a convertir en un lugar que me infundía miedo, ahora era mi templo y me sentía segura dentro de ella. Estaba tranquila y mis hijos también.
Aprendí a orar de muchas formas diferentes. Establecí una relación con Dios como nunca la había tenido antes. Comencé a hablar con sabiduría. Estaba impresionada de mí misma. Aquella persona que dudaba incluso de salir a la calle y que sentía temor hasta de su propia sombra ahora sentía que, mientras Dios estuviera de su lado, estaría protegida y segura. Ya no tenía miedo. La fe me dio fuerzas y las utilicé para tomar muchas decisiones. Con esa fe pedía a Dios en mis oraciones que me diera respuestas y confiaba en que lo que me venía a la mente era enviado por Dios. Y cada decisión tomada fue la correcta.
Por supuesto, mi fe se puso a prueba muchas veces durante aquel período, pero luego de cada paso y de cada pelea, con sus retrasos y sus problemas, los resultados siempre fueron beneficiosos para mis hijos y para mí. Aprendí a tener paciencia. ¡Paciencia en Dios!