Kitabı oku: «Las dos caras del deseo», sayfa 3

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Ada esperó a Martha en el vestíbulo de la casona. Esta se acercó conversando con un anciano calvo. Al verla, Martha se despidió del hombre y se dirigió a saludarla.

–No esperaba verte, Ada. Qué agradable sorpresa.

–Vine especialmente para darte el pésame por la muerte de tu madre. Estuve en tu casa y tu vecina me dijo que ya no vivías ahí.

–Gracias. Mi madre era muy anciana, su muerte iba a ocurrir en cualquier momento. Por ahora estoy viviendo con unos parientes.

–No sabía que tuvieras familia, nunca me lo comentaste.

–En realidad los conocí poco antes de que mi mamá muriera. No son parientes de la rama materna, sino de la de mi padre, pues como tú sabías, ella era europea. Uno de ellos vino a visitarnos hace un mes y se presentó como mi primo. Estuvieron luego en el entierro y me invitaron a pasar un tiempo con ellos. Pensé que era lo mejor, ya sabes, eso de vivir sola en una casa puede ser un problema.

El guardián del local les pidió que se retiraran porque iba a cerrarlo. Ada y Martha caminaron por una calle lateral que estaba casi en penumbra debido a los focos de luz ocultos entre las copas de los árboles.

–Los padres de Eiko la enviaron al sur, donde unos parientes –dijo Martha.

–¿Adónde?

–No tengo la menor idea, solo sé que estará lejos un buen tiempo.

Un resplandor iluminó la frente de Martha cuando salieron a la avenida principal. Le pareció que hacía una mueca de fastidio. Ada rechazó la invitación a tomar café y se despidió sin indagar por su nueva dirección.

No creyó que Eiko hubiera viajado al sur estando a punto de graduarse. Probablemente ambas vivían juntas en un cuarto alquilado y Martha no quería confiárselo.

¿Por qué tenía que preocuparse tanto por Eiko? Al fin y al cabo no existía entre ellas una amistad antigua, sino reciente, aunque la habían pasado bien ese día en su casa, cuando Eiko se quedó a dormir en el cuarto de Ladieli.

El teléfono sonó a eso de las once. Era Susana que quería saber si no estaba acostada aún, porque alguien quería ir a visitarla en diez o quince minutos. No quiso decir de quién se trataba. Ada pensó que era una broma; quizá la misma Susana vendría a indagar por Eiko. Su voz no había sonado misteriosa, sino alegre y burlona. Pero no creyó que tuviera nada importante que decirle respecto a Eiko.

Por fin timbraron a la puerta. Aguaitó por la ventana y vio a Eiko en el pasillo. Se había cortado el pelo a la moda, con un mechón que caía sobre la frente y que lucía húmedo, como si se hubiera aplicado esa sustancia pegajosa que usan las modelos en los avisos publicitarios.

Le abrió y después de que Eiko le pidiera disculpas por venir a esa hora de la noche, la muchacha se sentó en el sofá de la sala, se quitó la chaqueta de dril y colocó su maletín de cuero en el suelo.

–Le pedí a Susana que te llamara.

–Lo hizo hace media hora.

–Quería darte una sorpresa. Hace un rato estuve con Martha en el chifa de Magdalena, ¿recuerdas? Ella me contó que fuiste a su conferencia y que te dijo que yo había viajado al sur. Estoy muy molesta porque te mintió. ¿Por qué lo hizo?

–No era necesario que vinieras, podías haberme llamado. Si te hubieras marchado sin despedirte no te lo habría reprochado, pues al fin y al cabo no tienes por qué ser tan amable conmigo. ¿Sabe Martha que estás acá?

–Hemos discutido por eso.

–Lo siento.

–Necesitaba separarme de Martha.

Ada temió que Martha se presentara de improviso para armar una escena de celos, por eso vaciló cuando Eiko le pidió pasar la noche en su casa, aunque no pudo negarse. La presencia de la joven la subyugaba. Eiko se veía tan entusiasmada poniendo casetes de rock en una pequeña grabadora que había traído en su maletín. Escucharon algunos grupos musicales de moda durante un buen rato. Eiko estaba encantada con el rock. Ada la observó con placer; pensó que le hubiese gustado tener una hija de su edad.

Cuando se acostó, le fue difícil conciliar el sueño imaginando los motivos que había tenido Martha para ocultar a Eiko. Tampoco tuvo valor esa noche para preguntarle a la muchacha si había compartido la habitación con Martha durante ese tiempo. Sea como fuere, sintió esa seguridad que da la presencia de otra persona en casa.


Eiko volvió a visitar a Ada el siguiente fin de semana. Fueron juntas a ver una película en el cine club. Luego salieron a dar un paseo por el barrio y al regreso se sentaron frente al televisor para mirar y escuchar las noticias.

Ada creía que la amistad entre Martha y Eiko se había enfriado, ya que Martha no la llamó en ningún momento para preguntar por la joven.

Le gustaba tener cerca a Eiko. En las dos ocasiones en que se quedó a dormir, Ada había velado porque ningún ruido interrumpiera su sueño. Se preocupaba de que cerrara la puerta y apagara la luz. Temía que se repitiera la escena en que la sorprendió semidesnuda, cuando la blandura de su cuerpo la había perturbado hasta el extremo de querer tocarlo. Aunque ese sábado la vio de nuevo desnuda, cuando Eiko salió del baño cubierta con una toalla demasiado pequeña. Pero entonces, su figura despierta, su aroma fresco después del baño, la conmovieron como la visión de una adolescente frágil, vulnerable.

Eiko fumaba mucho y Ada no se atrevía a impedírselo. Encendía un cigarrillo tras otro, señal de que se aburría.

Ese viernes encontraron a Martha en una de las primeras filas del cine. Su cabeza asomaba de la butaca como si estuviera espiándolas. Le disgustó coincidir con Martha en la función, aunque le asaltó la duda de que Eiko se hubiera puesto de acuerdo con ella para encontrarse. En ese caso, Martha les había dado el alcance para sorprenderlas. Creyó que había sido una tonta al pensar que Martha iba a quedarse tranquila compartiendo a Eiko. Ada obligó a la muchacha a salir antes de que terminara la película. Esta se rio de su astucia, como una adolescente engreída. Tenía su abrigo negro abierto que dejaba ver una camiseta con un símbolo macabro.

La siguiente semana Ada esperó en vano a Eiko. La chica no la había llamado por teléfono ni siquiera para avisarle que no llegaría y Ada decidió visitar a Martha, quien, según pudo saber por la misma Eiko, ya había regresado a su casa. No creyó que todo ese tiempo (un mes) lo hubiera pasado con sus nuevos parientes, ni que hubiera alquilado una habitación, porque la sabía avara. Probablemente una amiga le había cedido su cuarto durante ese período. Sospechaba que ella y Eiko habían convivido en alguna parte, o por lo menos esta había pasado varias noches en compañía de Martha sin querer confesarlo.

En el trayecto a la casa de Martha, la idea de ir tras los pasos de Eiko le pareció impropia. No se veía bien que a su edad se preocupara tanto por una joven que ni siquiera era su pariente. Bajó del colectivo en un parque cerca de la casa de Martha y caminó en dirección contraria con la intención de visitar las librerías del centro o contemplar los escaparates de las tiendas. Con la creciente inflación, el sueldo no le alcanzaba para adquirir cosas nuevas. Echó un billete en el maletín de un músico callejero y, sin querer, retornó hacia un cine de barrio. Detrás de este, junto a una gasolinera, vivía Martha. Un perro ladró al acercarse a la puerta. Era el perro que su amiga había dejado afuera. Tocó el timbre. Por la ventanilla asomó un rostro soñoliento.

–Disculpa, Martha, ¿estabas durmiendo?

–No te preocupes, pasa y no te fijes en el desorden.

–Solo estaré un rato.

–Está bien. Eiko está conmigo –dijo, al ver que Ada miraba hacia la otra habitación.

La casa de Martha era pequeña. Una puerta vidriera separaba la sala del dormitorio principal, y la escalera que comunicaba con la parte alta estaba clausurada, ya que su madre la había vendido a la Sociedad Hebraica y esta la había alquilado a un dentista.

–Eiko está durmiendo ahora. Tuvimos una pequeña reunión anoche para celebrar su graduación.

–¿Eiko se graduó?

–¿No te avisó? Fue algo improvisado. Solo vinieron algunos compañeros de la universidad. Quizá no tuvo tiempo de llamarte por teléfono... Ah, mira, ahí está.

Eiko apareció en la puerta vidriera, sonriente. Lucía despeinada. Al verla, Ada intuyó que su visita no era oportuna, pero se sintió sin fuerzas para desprenderse del sofá.

–Voy a preparar un poco de té –dijo Martha, y entró a la cocina.

–Felicitaciones por el grado, Eiko –murmuró Ada sin mucha convicción. Eiko sonrió en silencio y luego abrió la puerta de la calle para hacer entrar a Bobby, que estaba gimiendo afuera.

–Los perros son excelentes –exclamó, acariciándole el lomo cubierto de un pelo pardusco, medio sucio.

–¿Se divirtieron mucho en la reunión?

–¿Te refieres a la de anoche? Estuvimos despiertas hasta las seis o siete de la mañana.

Ada advirtió el adjetivo femenino que acababa de usar.

–¿Vinieron tus compañeros a la fiesta?

Eiko la miró sorprendida. Se levantó del sofá y pasó a sentarse en una silla del comedor, ya que en ese momento Martha, que había regresado de la cocina, servía el té en la mesa. Ada pensó que Eiko había querido poner al descubierto la mentira de Martha. Esta había servido unas galletas de centeno para acompañar el té.

–El centeno es magnífico para la digestión –dijo, mordiendo una y mirando a Eiko complacida.

Ada no quiso probarlas.

–Ahora que te graduaste, viajarás al extranjero, seguramente –musitó para romper el silencio.

–¿Al extranjero? –la voz de Eiko sonó aguda, lejana.

–Supongo que querrás proseguir tus estudios –insistió.

–No irá a ninguna parte –contestó Martha, partiendo con la mano una galleta que se despedazó sobre el mantel–. Es decir, por ahora –agregó, suavizando el tono de voz.

Eiko dijo que iría a vestirse porque en la noche tenía una reunión con sus amigos japoneses. Se despidió de Ada y entró al dormitorio. A Ada le sorprendió que Martha no hubiera protestado esta vez, aunque antes de marcharse le confesó en voz baja que no permitiría que Eiko fuera a esa fiesta.


Ada no había dormido bien durante la noche, por eso en la mañana le costó trabajo ir a la universidad. Tampoco se había preparado lo suficiente para dictar la clase. Ese día le tocaba el simbolismo en la literatura francesa del siglo XIX, asunto un poco retorcido por las leyendas sobre algunos poetas, como Rimbaud. Había adelantado a sus alumnos algo sobre el tema en la clase anterior sin percibir ninguna reacción, ni un gesto de asombro en los rostros que la seguían atentamente. Ada los creía impermeables a sus palabras. Nada surtía efecto en los muchachos. Hasta les había leído en francés la «Canción de otoño» de Verlaine para que apreciaran su teoría de la musicalidad, y dos chicas sentadas adelante habían soltado una risita nerviosa y estúpida. Quizá lo mejor era hacer ese viaje del que tanto le hablaba su madre para reunirse con Luis, no con el afán de reconciliarse como le recomendaba ella, sino para tratar de probar suerte en otro sitio. Pero ni siquiera sabía si a él le interesaba ayudarla.

Regresó a su casa pensando que había hecho el ridículo en clase. Se preparó un sándwich y se sentó en la sala. Cenar sola era como asistir a un elegante restaurante y esperar en vano a la persona citada. Todo lo que comía de noche eran esos sándwiches de atún. Se quedaba saboreándolos mientras contemplaba por la ventana el pasillo del edificio por si a alguien se le ocurría aparecer sin aviso.

Unas estrellas lejanas titilaron en el cielo. La naturaleza carecía de vigor; hubiera querido presenciar una tormenta o algo parecido. Se decidió: partiría a los Estados Unidos para reunirse con Luis. La solución era llamarlo por teléfono con cobro revertido y proponerle que le enviara los pasajes, tal vez hasta le entusiasmara la idea.

Cuando despertó al día siguiente recordó su decisión con pereza. Durante el baño pensó que siempre había obrado por impulsos, pero esos impulsos se debilitaban en el camino. De pronto le pareció un disparate llamar a su exmarido para pedirle el importe de los pasajes.

–Aunque sea un disparate –se dijo, dándose fuertes masajes a los muslos hasta dejarlos rosados–, esta vez haré lo que tengo que hacer y todo será diferente.

Iría hasta el fondo del asunto.

–Después de todo, ese dinero ha de sobrarle a él –se dijo. Haría la llamada al regresar de la universidad. La idea incluso le dio valor para entrar de nuevo al salón y enfrentarse a la clase.

Escribió el tema de la clase en la pizarra y luego lo leyó en voz alta: «Interpretación de un soneto de Mallarmé». Sintió un desánimo familiar ante lo que emprendía. Hubiera querido decirles a los muchachos lo iluso de dictar en la actualidad una clase sobre un soneto simbolista, pero ya tenía experiencia en el asunto. Ellos replicarían que no pretendían cuestionar el contenido del curso y que estaban de acuerdo con el sílabo. Le había sucedido en una clase sobre Novalis. A ella le pareció que Novalis los subyugaba porque sucumbían ante paisajes lejanos, completamente desconocidos.

«Abanico» era un poema que le gustaba mucho, pero no para ser analizado, nada más ridículo que andar explicando esos rarísimos sonetos.

Las paredes del salón estaban llenas de pintas de los distintos partidos políticos y el mobiliario era de lo más elemental, además de viejo y destruido. Los chicos y chicas se sentaban tan juntos que sus hombros se tocaban. Un detalle que jamás escapaba a su vista era el de los zapatos que traían; algunos llevaban zapatillas, otros mocasines empolvados, muy viejos. Los rostros de sus alumnos también parecían viejos y cansados. Le hubiera gustado emprender en ese momento la carrera hasta la salida, pero todavía le faltaba una hora de clase, una hora de su vida desperdiciada.

No supo cómo transcurrió esa hora. Dejó que ellos interpretaran solos el texto y describieran sus emociones. Que hicieran lo que quisieran, les dijo, y salió a fumar al pasillo. De lejos vio a Quiroga con terno gris, que salía de un salón y entraba a otro contiguo. Quiroga era uno de los pocos profesores que vestía formalmente. Al verla le hizo un saludo con la mota en la mano.

Llamar a Luis para pedirle dinero era un recurso absurdo y poco digno. Luis era un hombre práctico, tenía que reconocerlo. Si no, se habría quedado, como ella, analizando poemas ante un auditorio imperturbable. Sus alumnos también querían partir al extranjero, para eso necesitaban de un pase oficial: becas, certificados de estudios, recomendaciones. Se sacudió la tiza de la ropa y volvió al salón para recoger las pruebas; luego se dirigió a la sala de profesores y las guardó en su escritorio. No tenía ganas de revisarlas en ese momento.

Quiroga entró a la sala seguido de dos alumnas. Una vez que estas se retiraron, cerró la puerta de la oficina y se le acercó. Ada dejó que la besara, un beso largo y cálido era solo un beso largo y cálido en una mañana aburrida. La sorprendió el repentino apasionamiento de Quiroga, que por lo general era un hombre circunspecto, solemne.

–¿Vamos a almorzar? –murmuró Quiroga con una vocecita gastada por las horas de clase. Ada salió con él rumbo al comedor.

En la cafetería la aturdió el bullicio de los platos y las voces ahogadas, a su vez, por la radio. Quiroga quiso averiguar qué había hecho todo ese tiempo. Ada sonrió:

–Conocí a una japonesita que escribe poesía –dijo–; nada del otro mundo.

El mozo les sirvió el menú. Una grasosa salsa de cebollas y tomates untaba el pescado. Ada la apartó con el tenedor.

–¿Me acompañas al centro, Ada?

No supo qué contestar; estaba segura de que si iba le propondría ir a un hotel para hacer el amor y no estaba de humor para eso. Pensar en desvestirse le daba pereza. Solo se interesaba en el viaje a los Estados Unidos. Además, si se descuidaba, Quiroga podría dejarla encinta y el viaje se iría al diablo.

–Paranoica –le susurró este al oído, como si hubiese adivinado sus pensamientos–. Imagino lo que estás pensando, crees que te obligaré, ¿verdad?

De la universidad se dirigieron al centro para encontrarse con un alumno de Quiroga que vendía dólares en la calle. Luego, después de caminar un rato, llegaron hasta el viejo hotel de fachada rosada que Ada conocía bien. No supo en qué momento accedió a entrar al hotel, y ahora estaba frente a él, sintiendo su aliento cálido y contemplando cómo la observaba con sus ojos irritados por la tiza y la lectura. Rechazar su invitación hubiera sido como darle la espalda a la realidad y sumergirse en lo abstracto de una vida sin ningún contacto físico, sin ninguna emoción. Quiroga continuó besándola y Ada se abandonó al silencio de esos movimientos. Luego permanecieron quietos, fumando. Ada no quiso seguir observando la habitación barata y empezó a vestirse. Él la besó nuevamente. Parecía un niño que acariciaba su juguete. Era como un sentimiento tardío, como si amara en ella a la adolescente citadina acomodada.

Por la noche pidió a la telefonista que la comunicara con Austin. Después de lo ocurrido en el hotel, se sentía demasiado liviana, como si flotara. No era el mejor estado de ánimo para hablar con Luis, por eso se alegró cuando la voz soñolienta de la operadora le dijo que nadie contestaba al otro lado de la línea.

–¿Desea esperar? –preguntó la mujer.

–No, gracias, lo intentaré luego.

Dejó pasar más de una hora y volvió a marcar el número del servicio internacional, solo para demostrarse a sí misma que ni su desidia ni su negligencia la doblegarían esta vez. De nuevo la misma voz de la operadora le comunicó que nadie respondía en ese número. Ada canceló la llamada y sintió alivio por no haber hecho contacto con Luis. Lo que menos deseaba esa noche era escuchar su voz nasal con ese dejo anglosajón que tenía probablemente por los años vividos en el extranjero. Solo quería descansar y repasar las escenas del hotel. Esta vez Quiroga no se había comportado con la rigidez acostumbrada.

En la mañana, cuando se disponía a salir hacia la universidad, tocaron el timbre de la puerta. Era Eiko, que estaba en la entrada con un maletín de cuero, un poco más grande que el de las veces anteriores.

–Hola, Ada. ¿Podría pasar unos días en tu casa? Si no te molesta, claro. Estoy harta del malhumor de Martha. Qué bueno que te encuentro temprano.

–En realidad iba a la universidad, pero no importa. Entra, por favor.

–Te descontarán por mi culpa.

–En estos días no hay mucho que hacer allá –mintió. Con esta ya eran dos o tres faltas consecutivas que tendría que justificar en la oficina de personal.

Ada preparó café para Eiko.

–¿Qué pensarán en tu casa? No conviene que estés de un lado para el otro.

–Hace un mes que no vivo en mi casa.

Eiko le confesó que todo ese tiempo había compartido el dormitorio con Martha en casa de esta, porque en la suya no tenía suficiente libertad, ya que su abuela era muy anticuada y le impedía salir por las noches.

–¿Y Martha no lo hace?

–A veces viene con nosotras, cuando Susana y yo salimos a pasear.

–¿Salen solas?

–Vamos a bailar con unos amigos o salimos por ahí. Martha odia a Susana, no sé por qué.

Ada no supo qué decir. Eiko le parecía egoísta.

–Sería mejor que llamaras a tu abuela para avisarle que te quedarás acá.

–Ya lo hice. Al principio me amenazó con un escándalo familiar, pero, como mis padres están de viaje... además le dije que quiero escribir y que en mi casa hay mucha gente.

–¿Y Martha?

Eiko se encogió de hombros. Ada dejó que la chica se instalara en el dormitorio y salió a hacer unas compras. A su vuelta la encontró hablando por teléfono. No se atrevió a interrumpirla para pedirle que la ayudara en la cocina. Todo el resto de la mañana la muchacha estuvo ocupada en hacer otras llamadas. Por la tarde se encerró en la habitación a dormir una siesta y no despertó sino a las seis.

–¿Te gustaría dar una vuelta, Eiko? Pareces aburrida.

–Mejor no, ven, siéntate acá.

Nunca había sido excelente anfitriona, se dijo. Temía que la muchacha se aburriera a su lado, por eso pensó que lo mejor sería dar una vuelta por ahí.

–¿De qué quieres hablar?

–Cuando saliste a comprar, en la mañana, hablé con Martha por teléfono. Contesté sin pensar que era ella. En realidad, ella fue la que habló porque, apenas reconocí su voz, me quedé muda. Martha se desesperó y empezó a gritarme, diciendo que era una ingrata, una malagradecida. ¿Crees que lo soy?

–¿Te importaría mucho disgustarte con Martha?

–Por supuesto. Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Además, ella prometió publicar mi libro –Eiko se interrumpió–. He escrito un par de poemas que me gustaría incluir. Quiero enseñártelos. Espera, voy a traerlos.

Se dirigió a su dormitorio. Ada la vio revolver unos papeles y luego regresar con ellos en la mano, sonriente.

–También he pensado cambiar de título. Lo llamaré Comuna sexual.

–¿Comuna sexual?

–¿No te gusta?

–Claro, ¿pero tiene algo que ver con el tema?

–Quizá sí, quizá no. Martha dice que el título es lo de menos; el lector siempre encuentra alguna relación.

–Es verdad. Hay poetas que ponen títulos insólitos a sus libros o a sus poemas y a nadie le preocupa.

–¿Puedo leértelos? –Eiko se puso de pie y se trasladó del comedor a la sala–. Siéntate acá, Ada.

Ada tomó asiento en el sillón y Eiko se arrodilló junto a ella. Su voz sonó lánguida al principio y luego fue subiendo de tono hasta convertirse en un sonido áspero y monocorde. Ada percibió el sabor salobre del paisaje marino que describía Eiko en sus versos, y luego las siluetas de dos mujeres abrazadas en la neblina.

–¿Qué te parece? Puedes decirme lo que quieras, no me molestaré.

–¿Estás segura? Me parece que es un buen poema, Eiko. Pero me gustaría que cuidaras más las metáforas, no es bueno juntar cosas concretas con abstractas.

–¿Como cuáles, por ejemplo?

–«Calles de histeria»... me parece que no agrega nada, o «graneros de la muerte», tampoco, creo que no le va...

–¿Estás segura?

Ada asintió.

–Es posible. A Martha le encanta ese tipo de imágenes, a ella le gustaron mucho las figuras, sobre todo «graneros de la muerte». Dice que es impactante.

–Deja que los periodistas se equivoquen de ese modo.

–Me gustaría leer tus poemas, Ada.

Eiko se sentó a su lado y rodeó el cuello de Ada con sus brazos. Esta la apartó suavemente.

–No vale la pena. No escribo en serio como tú. Pero no desconfíes de mi gusto, ¿ah? Soy una buena lectora.

–Cambiando de tema, ¿qué hiciste ayer en la universidad?

–No mucho, solo analizamos en clase el poema «I» de Trilce. Es un poema, según dicen, sobre la defecación.

–¿Sobre qué? –Eiko hizo una mueca de disgusto–. ¿Te gustan esos textos? Quiero decir si a tus alumnos... no sé... ¿crees que la poesía sirva para eso? Perdón, creo que estoy diciendo tonterías, ¿verdad?

–A los chicos les sorprende siempre, sonríen, tienen vergüenza de tocar el tema, pero luego lo superan sin problemas. Creo que no hay por qué reprimirse. En poesía hay libertad para elegir el tema.

–Martha dice que el tema elige al autor.

–Sí, es una teoría marxista. Es posible. ¿No vas a salir hoy?

–No tengo ganas de salir. –Eiko se puso de pie y conectó el tocacasete–. ¿Te gusta Laurie Anderson, Ada?

–Tiene una voz hermosa, no la había escuchado antes.

–Tengo una sorpresa para ti. Espera. –Eiko adelantó la cinta. Una voz de hombre empezó a recitar en inglés. Eiko miró a Ada con curiosidad infantil, luego rio, juguetona–. ¡William Burroughs! Martha me dijo que es uno de tus escritores favoritos.

–Lo fue. A Luis le gustaba más que a mí. En realidad, fue él quien me prestó Naked Lunch.

–Nunca hablas de Luis. ¿Por qué?

–¿Por qué qué?

–Disculpa, me estoy metiendo en lo que no me importa.

–No tengo ningún secreto. A veces se tiene la impresión de que uno evita un tema porque le disgusta o mortifica, pero no es mi caso. Si no hablo mucho de Luis es porque a veces se me olvida que estuve casada con él, que forma parte de mi pasado. ¡Qué palabra: «pasado»! Suena demasiado importante, ¿no? Tú aún no tienes pasado.

–Claro que sí. Mis ancestros, mis padres, mi infancia, todo eso es parte de mi vida, de mi pasado. Japón, por ejemplo, aunque a veces también olvido que provengo de ahí.

–¿Cómo aprendiste el japonés?

–En el instituto japonés. El libro que te mostré la otra vez, de Kawabata, es de la biblioteca. Me gustaría conocer Japón. Martha siempre me promete que haremos el viaje algún día. Pero así como están las cosas...

–¿Por qué no vuelves con ella? Te has puesto nerviosa.

Eiko se encogió de hombros y pestañeó.

–Me gusta estar contigo –dijo.

–¿Te gustaría acompañarme mañana a la universidad?

–Claro.

Antes de acostarse, Eiko le dijo que lo había pensado mejor: se quedaría corrigiendo su libro. Ada la escuchó escribir a máquina hasta entrada la madrugada. Envidió su energía y su esfuerzo. A ella le costaba mucho trabajo hacer lo mismo, sobre todo porque no confiaba en sí misma. Le faltaba esa arrogancia o esa pedantería, gracias a la cual los escritores escribían y publicaban sin importarles la crítica o aburrir a los demás. De otro lado, también estaban su desidia, su inercia. Algún día, se dijo, algún día lo haría. Total, al mundo le era indiferente.


Eiko no había salido en todo el día. Ada la encontró en su cuarto, rodeada de papeles. La cama estaba llena de ellos, arrugados y tachados. La muchacha parecía agotada, como si no hubiera descansado lo suficiente durante la noche. Cuando Ada salió para la universidad, creyó que aún dormía, pero al parecer había estado entregada a la corrección de su libro y había escrito nuevos poemas, que no quiso enseñárselos porque todavía no estaban maduros, dijo.

–¿Martha telefoneó?

–El teléfono no ha sonado para nada –respondió Eiko.

–Me alegro, así pudiste trabajar con tranquilidad. ¿Comiste algo? Dejé una presa de pollo en la refrigeradora.

–Gracias. Cuando escribo prefiero no comer. No hay nada menos interesante que la comida cuando una está excitada.

–¿A qué te refieres?

Eiko la miró, animada.

–Ven, siéntate acá –La muchacha arregló el desorden que reinaba en su habitación, apartando las hojas de papel que había sobre la cama para hacerle un lugar a Ada–. Con el estómago vacío funciona mejor la inspiración, ¿no lo sabías? Aquí, en tu casa, hay un ambiente excelente, muy diferente al de la casa de Martha. Allá se siente el ruido de los autos, los chicos del vecindario siempre chillan y tocan a la puerta por gusto. Además, Bobby, su perro, tiene la manía de olfatearlo todo.

Ada estaba sentada sobre la cama observando a Eiko, que acomodaba su ropa en el ropero. Cuando terminó de colgarla, se tendió a su lado.

–Échate junto a mí –suplicó Eiko–. Me gusta tu olor –la joven acercó su rostro a la cabellera de Ada y la levantó con las manos para oler su cuello–. Hmm... la transpiración en ti tiene un olor natural.

–¿Qué haces, Eiko? Me da vergüenza que lo digas. Hoy correteé un poco en la universidad, debo haber transpirado mucho.

–Huele a nogal.

Eiko pegó su nariz y la frotó sobre la piel del cuello. Ada se levantó sobresaltada al oír el timbre de la puerta y casi salió corriendo de la habitación para abrirla.

Martha entró como un rayo, vociferando. Ada intentó detenerla sin conseguirlo. Martha se detuvo frente a la cama de Eiko.

–¡Ajá, ajá! ¡Eres una ingrata, una perversa, una ingrata! –gritó. La muchacha se tapó los oídos y cerró los ojos–. No te hagas la que no ves ni oyes. Estuve llamando toda la mañana y nadie contestaba. Mira, tú estabas aquí y no respondías. Ayer, cuando telefoneé, te hiciste la que no me conocías, ¿qué te propones?, ¿qué se proponen, ah? –exclamó mirando alternativamente a Eiko y a Ada–. ¿Piensan burlarse de mí? Ada, dime, tú que eres una mujer mayor y una persona responsable, ¿es lógico que esta chiquilla se esconda de mí, de mí que soy la persona que más ha hecho por ella?

–Martha, deja de gritar –suplicó Ada–. La chica solo está tratando de trabajar un poco en su libro. No tiene nada de malo.

–¿Que no tiene nada de malo? ¿Qué nuevo cuento es ese? Ese libro está terminado. Yo lo leí y no hay nada más que hacer. ¿O tú quieres rehacerlo a tu modo? –dijo, dirigiéndose a Ada.

–Sabes muy bien que no me gusta inmiscuirme en asuntos ajenos...

–Entonces, por qué demonios no le aconsejas que vuelva a su casa, si es que no quiere regresar a la mía, que sería lo mejor para ella.

–Eiko me dijo que tú la botaste...

–¿Que yo qué? ¡Qué estupidez! ¡Eiko, arregla tus cosas y ven conmigo ahora!

–Eiko no quiere marcharse, ¿verdad, Eiko?

–Cállate, Ada. Haz el favor de callarte. ¿Eiko? ¿Oíste? ¿Vas a venir conmigo?

Eiko meneó la cabeza. Martha salió de la habitación gritando que se arrepentirían y se marchó dando un portazo.

–¡Qué carácter! ¿Es siempre así?

–Siempre no, solo cuando le llevas la contraria. Pero no le hagas caso –murmuró Eiko–. Ya se le pasará. Gracias por ayudarme, yo no sabía qué decir ni qué hacer. Quiero mucho a Martha, pero a veces no la soporto. Tanto la familia como los amigos y en especial Martha son... ¿cómo decirlo?... un poco alienantes. En cambio, tú tienes un aire indiferente, me gusta ese aire, me encanta...

–Trata de descansar un poco –le recomendó Ada–. Te ves agotada. Voy a preparar algo para comer.

Durante la cena Eiko estuvo silenciosa, como enfurruñada. Resultaron vanos los esfuerzos de Ada por animarla. Por fin la muchacha pareció interesarse por la poesía.

–¿Y esos últimos poemas que escribiste, de qué tratan? ¿Son como los otros? Creo que la mayoría tocan temas sentimentales, aunque debo reconocer que de un modo delicado, natural.

–No estoy muy contenta con lo último que escribí. Quise pasar a otra cosa, tú sabes, la tendencia ahora es tocar temas urbanos con cierta fuerza. Y con respecto a lo sentimental, como tú lo llamas, de preferencia el cuerpo y el amor. Pensé relacionar las dos cosas, pero no lo consigo.

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