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Encuentros con Jesús - 5 de marzo

En el camino

“Y guiaré a los ciegos por camino que no sabían, les haré andar por sendas que no habían conocido; delante de ellos cambiaré las tinieblas en luz, y lo escabroso en llanura. Estas cosas les haré, y no los desampararé” (Isa. 42:16).

Bartimeo mendigaba junto al camino. A diferencia de muchas de las personas que ya habían visto a Jesús manifestarse de forma milagrosa como enviado del Cielo, Bartimeo no lo había visto, pero sí creía... incluso más que muchos de ellos.

Bartimeo era consciente de su condición y su necesidad; y al saber que Jesús pasaba por allí, comenzó a gritar con fe.

No sabemos si los discípulos se sintieron molestos por estos gritos persistentes, pero Jesús lo mandó llamar, y él dejó su única posesión, se levantó y fue hacia donde estaba Jesús.

Su pedido fue específico y Jesús respondió de forma específica. También le dijo que se fuera, pero este hombre lo siguió. Ya había dejado su capa. Ya había dejado su vida de incapacidad pasada. No tenía nada que perder. Acababa de ganarlo todo.

Antes, mendigaba junto al camino, ahora Jesús lo había puesto en el camino. A Bartimeo lo había salvado mucho más que un grito y Jesús le había devuelto mucho más que la vista.

En el Comentario bíblico de William MacDonald, leemos: “Su gratitud se expresó con un agradecido discipulado, siguiendo a Jesús en su último viaje a Jerusalén. Tuvo que haber alentado el corazón del Señor encontrar una fe así en Jericó, mientras seguía su camino a la Cruz. Fue bueno que Bartimeo buscase aquel día al Señor, porque el Salvador nunca volvió a pasar por aquel camino” (p. 599).

En su novela Ensayo sobre la ceguera, José Saramago plantea un escenario entre fantástico y real, donde los personajes luchan por sobrevivir a una ceguera que va más allá de la enfermedad física. En un momento, dice: “Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos; ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven”.

Sería muy triste que, con toda la luz que hemos recibido, sigamos en nuestra condición de perdidos o ciegos espirituales.

Hoy Jesús escucha nuestro grito (¿estás gritando?), nos saca del borde del camino y nos pone en el medio del camino. Aprovechemos esta oportunidad. Jesús está pasando hoy.

Aroma a sábado - 6 de marzo

La guardia de Diego

“Vino a Nazaret, donde se había criado; y en el día de reposo entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer” (Luc. 4:16).

El viernes terminaba con lluvia; mi pierna, hinchada por la mordida de un perro; mis cajas, llenas de libros que aún debía vender; y muchas preguntas sin responder. Creía que Dios tenía un propósito en medio de los cambios repentinos de planes que hacían que ese sábado lo recibiera así. Pero me quedaba esperar.

A la mañana siguiente fui a la iglesia, y a la tarde emprendí mi trabajosa marcha hacia el hospital para consultar en la guardia por mi herida. Me atendieron rápidamente. La tarde estaba lluviosa, ventosa y fría. Como faltaba poco para la reunión de jóvenes en la iglesia, decidí quedarme en el hospital para resguardarme del mal tiempo y leer cómoda en algún asiento.

El hospital estaba vacío. En la sala de espera solo había un guardia de seguridad: Diego.

Comencé a orar por él, me senté, abrí mi Biblia y empecé a leer.

“¡Qué raro ver a alguien de tu edad leyendo la Biblia!”, lo escuché decir después de unos minutos. Es una de mis frases favoritas; mi objetivo se había cumplido.

“¿Qué estás leyendo?”, preguntó. Estaba leyendo uno de los milagros de Jesús en sábado. Le comenté lo que me había pasado y le dije que estaba recordando cómo Jesús muchas veces hizo el bien en sábado. También le dije, intencional pero sutilmente, que estaba dejando pasar el tiempo hasta la hora de ir a la iglesia.

“¿A la iglesia? ¿En sábado?” Otra vez sonreí para mis adentros. Conversamos un rato, leímos algunos versículos juntos (entre ellos, el de hoy), compartimos problemas y pedidos de oración. Él anotó varias referencias en la tapa del libro misionero que le regalé y quedó con mucha intriga. Quería conocer más a Dios.

Llegó la hora de irme, pero él pudo dedicar el resto de su tarde de guardia a leer tranquilo en el hospital vacío.

Diego fue la respuesta a mi oración de ese viernes de noche lleno de incertidumbre. Así como Dios respondió mi oración aquel día, vino muchos años antes a responder a las profecías sobre él, y también responderá tus súplicas hoy, en la medida que lo busques y pases tiempo con él. Seguramente después te presentará a algún “Diego” para que le hables de él.

Objetos cotidianos - 7 de marzo

La paradoja del aguijón

“Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor. 12:10).

“Hija, yo creo que ese es tu aguijón”, me dijo sin más preámbulo una tarde mi papá cuando me retorcía de dolor por una de las frecuentes migrañas que me acompañan desde pequeña. Quizás esa declaración sonara fuerte, pero entendí a qué se refería. Estaba familiarizada con la mención que Pablo hace de su aguijón en la carne (2 Cor. 12:7) y, aunque la Biblia no especifica en qué consistía ese aguijón, Pablo dice que le había sido dado para que no se enalteciese. Le había pedido a Dios que fuera quitado de él pero, como tantas otras veces, Dios tenía otros planes.

No recuerdo si esa tarde oré para pedir que mi dolor me fuese quitado. Sí recuerdo que, a partir de esa vez, pensé dos veces antes de pedir que mi migraña desapareciera por completo.

En un artículo de la revista Ministerio Adventista, titulado “El milagro del aguijón”, el pastor Charles Wesley Knight menciona que lo que a menudo consideramos lo más molesto o doloroso puede ser justamente el antídoto contra nuestra perdición.

Sé que este ejemplo resultará un tanto burdo y limitado, pero me ayudó a entender este concepto un poco mejor.

Un día tuve hipo por muchas horas. Estaba harta del ruido que hacía, de no poder disimularlo, de lo inoportuno que resultaba. En un momento, pensé: “¡Qué bueno sería no tener hipo nunca más! Mañana, cuando ya no lo tenga, voy a recordar lo feo que fue y voy a estar agradecida todo el día. Voy a recordar lo mal que la pasé en compañía del hipo”.

Pero no fue así. Llegó el nuevo día y, efectivamente, el hipo se había ido. Pero no recordé mi promesa de gratitud.

Ahora, a mayor escala, ¿no será que nos puede llegar a suceder algo parecido si olvidamos que somos imperfectos, que no somos autosuficientes y que necesitamos recurrir diariamente a Dios para que nos recuerde quiénes somos y que es él quien nos sustenta?

No es un plan maquiavélico permitir esas molestias, sino una solución divina, dentro de nuestras malas decisiones y las consecuencias del pecado, a nuestro problema de egoísmo y orgullo.

Nuestro aguijón puede transformarse en nuestra mayor fortaleza y bendición, si está puesto en las manos del Todopoderoso. Él explica las paradojas. Él muestra su maravillosa fortaleza en la más grande debilidad y puede transformar tu desazón en la mejor oportunidad.

Dios pregunta - 8 de marzo

¿Qué ves tú?

“La palabra de Jehová vino a mí, diciendo: ¿Qué ves tú, Jeremías?” (Jer. 1:11).

“Veo, veo” “¿Qué ves?” “Una cosa” “¿Qué cosa?” “Maravillosa...”

Este sencillo juego hace que designemos esas cosas que vemos como “maravillosas”.

Dios le hizo esta pregunta a Jeremías en una de las épocas de mayor apostasía y rebelión del pueblo de Israel. Él fue llamado a experimentar la soledad, el menosprecio, la burla y el abandono de sus compatriotas. Todo por ver una cosa maravillosa por fe.

Dios le preguntó varias veces: “¿Qué ves?”

En una ocasión, vio una vara de almendro (Jer. 1:11); en otra, una olla hirviente (1:13). Y la última vez, vio higos (24:3). Cada una de estas visiones representaba algo que Dios quería mostrarle en cuanto al futuro de su pueblo y al papel que él desempeñaría como profeta.

En este libro, leemos algunos de los clamores más desgarradores, pero también algunas de las promesas más reconfortantes de la Biblia.

El futuro no parecía muy alentador, pero Dios prometía su compañía. Demandaba firmeza y lealtad, arrepentimiento y conversión, pero la esperanza que contagiaba era tan brillante, que le permitía a Jeremías vislumbrar, por fe, lo que sucedería más adelante.

La vida de Jeremías no fue fácil, pero vio en el inminente cautiverio y desolación la perpetua fidelidad y la abundancia provista por Dios para sus hijos.

¿Qué vemos nosotros? Muchas veces, ante las pruebas, la perspectiva no parece precisamente maravillosa. No siempre tenemos esa fe que nos permite ver más allá de lo que está pasando.

Al enfocarnos en nuestra incapacidad para hablar y al insistir en que somos niños, no dejamos que Dios toque nuestra boca y nos envíe. No creemos que el llanto que acompañará nuestra misión nos mostrará al Dios que consuela. No creemos que la soledad que provocará nuestro mensaje nos revelará la constante compañía del Espíritu Santo.

Que nuestra fe nos lleve a ver lo que Dios ve. Que de nosotros también se pueda escribir: “Sin embargo, en medio de la ruina general en que iba cayendo rápidamente la nación, se le permitió a menudo a Jeremías mirar más allá de las escenas angustiadoras del presente y contemplar las gloriosas perspectivas que ofrecía el futuro, cuando el pueblo de Dios sería redimido de la tierra del enemigo y trasplantado de nuevo a Sion” (Profetas y reyes, p. 300). ¿Qué vio? ¿Qué veo? ¡Una cosa maravillosa!

El poder de la música - 9 de marzo

El poder de un rayo

“Sus relámpagos alumbraron el mundo; la tierra vio y se estremeció” (Sal. 97:4).

Carl Boberg, de la costa sudeste de Suecia, tenía 25 años cuando escribió la letra del himno “Señor, mi Dios” después de una caminata en medio de una tormenta eléctrica, al salir de una reunión de su iglesia, en 1886. Carl escribió un poema sin saber que se convertiría en himno. Pero, más tarde escuchó que a su poema le habían puesto la música de una conocida melodía sueca.

Más de cuarenta años después, un misionero inglés, Stuart Hine, y su esposa escucharon esta canción por primera vez en Rusia, en una traducción rusa del himno original.

Mientras Stuart ministraba en los montes Cárpatos, una noche se desató una amenazante tormenta. Un relámpago cruzó el cielo a lo largo de toda la montaña y fue tan grande, que a Hine le hizo recordar el hermoso himno ruso que hablaba acerca de la grandeza de Dios manifestada en la naturaleza. A partir de lo que conocía de la letra en ruso, comenzaron a venir a su mente posibles estrofas en inglés, y de allí surgió el himno tal como lo conocemos hoy.

“Y al oírte en retumbantes truenos, y al contemplar el sol en su esplendor, te amo y proclamo por tu gran poder; ¡cuán grande eres, oh Jehová!”

Las fulguritas nacen cuando hay una descarga de los rayos en el suelo, o cuando la electricidad se transmite a una piedra. Los minerales se convierten en vidrio y se enfrían rápidamente. Las fulguritas pueden surgir de la arena, de la roca o de la arcilla y, curiosamente, adoptan la forma del rayo. Pueden ser de diferentes colores, según la composición de la arena.

Este fenómeno es poco frecuente, pero de él podemos sacar una gran lección.

Muchas veces es en medio de las tormentas más amenazantes que se demuestra nuestra esencia. Sin importar las diferencias de composición, podemos reflejar la forma de nuestro Creador. Pero solo podremos hacerlo cuando con su grandeza toque nuestra vida.

Así como Carl, y así como Stuart, podemos permitirle al Dios de gran poder a quien le cantamos que produzca un fenómeno sobrenatural en nuestra existencia y que no solo lo alabemos nosotros sino también motivemos a otros a adorarlo.

Este himno se convirtió en uno de los favoritos del cristianismo. Hoy puedes cantarlo, convertirlo en tu oración personal y recordarlo la próxima vez que pases por una tormenta.

Historias de hoy - 10 de marzo

Las cajas de Miguel

“No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos” (Gál. 6:9).

En la terminal de ómnibus de una ciudad cercana hay una oficina para el envío de encomiendas. Cuando llegué al lugar donde estaba guardada la caja que me habían enviado, el hombre que me atendió estaba muy malhumorado. Trataba de forma áspera a sus empleados y estaba claramente molesto por mi llegada. Mientras revisaba la ficha donde estaban mis datos, imaginé que estaba pasando por alguna situación difícil y lamenté haberme olvidado los libros misioneros que había separado para llevar de regalo.

Hacía días venía orando por esa caja y tenía miedo de que ya no estuviese ahí, así que a la vez que le agradecía a Dios por haberla cuidado, pedí por este hombre también.

Al día siguiente, tuve que ir a buscar otra caja. Llegué al mismo lugar, pero el hombre estaba más tranquilo. Amablemente le pidió a su empleado que me ayudara y, mientras le agradecía, saqué un libro que esta vez había recordado llevar. Lo tomó entre sus manos, abrió torpemente la tapa y pasó algunas hojas sin mirarlas, porque estaba muy nervioso intentando contener las lágrimas que comenzaban a caer por su rostro. “Gracias. En serio, gracias”, me dijo. “No sabes qué bien me viene. Mi esposa está pasando por un problema muy grave de salud, y...”, llegó a decir antes de que se le quebrara la voz.

Le hablé del amor de Dios, de la promesa de su compañía y de la esperanza que tenemos al creer en él. Le aseguré que estaría orando por ellos, y después de un rato se calmó y comenzó a sonreír otra vez.

¿Cómo iba a saber yo que ese hombre necesitaba tanto una palabra de aliento en ese momento? No lo sabía, pero Dios sabe.

Todos pasamos por momentos difíciles. Un trato nervioso hacia otros puede ocultar una tristeza enorme. Un gesto sencillo de bondad puede descubrir una gran necesidad. Estemos atentos para hacer el bien. En esa misma carta, Pablo les dice a los gálatas que lleven los unos las cargas de los otros (vers. 2).

Dios quiere usarnos todo el tiempo para alcanzar a otras personas porque él... él sí sabe. Puede levantar las pesadas cargas de hombros ajenos por medio de nosotros.

Presta atención a las necesidades ocultas de las personas con las que te relaciones hoy.

Valores - 11 de marzo

Petit espagnol

“El temor del Señor imparte sabiduría; la humildad precede a la honra” (Prov. 15:33, NVI).

Pau Casals fue uno de los músicos españoles destacados del siglo XX. Se lo considera uno de los mejores violoncelistas de todos los tiempos. En la biografía escrita acerca de él, Josep M. Corredor narra una curiosa anécdota de la adolescencia del músico, que nos enseña una gran lección de humildad. Casals cruzó los Pirineos con su madre y sus hermanitos desde España. Iba entusiasmado, pero al llegar a Bruselas se enteró de que quien él quería como profesor no le daría clases. En cambio, este hombre le sugirió que fuera al Conservatorio para que lo oyera un profesor de allí.

Muy desanimado, se presentó de todas formas al día siguiente a la clase del señor Jacobs, quien era en ese momento el profesor de violoncelo. El Conservatorio de Bruselas era el más famoso en ese momento, así que Casals sentía mucha timidez en ese entorno. Se sentó al fondo del aula y, al terminar la clase, el profesor, en tono de burla, le preguntó al petit espagnol si quería tocar algo. Casals, humillado, se levantó, tomó un violoncelo y comenzó a ejecutar “Le souvenir de Spa”, que en ese momento era el caballo de batalla de la escuela belga. De repente reinó el silencio. Todos estaban asombrados. Al terminar, el señor Jacobs le prometió el primer premio si estaba dispuesto a entrar en su clase. Pero el petit espagnol le respondió que, después de los hirientes momentos que le había hecho pasar, no quería quedarse ni un segundo más. Así se fue, y la escuela belga perdió la oportunidad de contar con este prodigio por más tiempo.

Al hablar sobre el rito de humildad, Elena de White dice: “Hay en el hombre una disposición a estimarse más que a su hermano, a trabajar para sí, a buscar el puesto más alto [...]. El rito que precede a la Cena del Señor está destinado a aclarar esos malentendidos, a sacar al hombre de su egoísmo, a bajarlo de sus zancos de exaltación propia y darle la humildad de corazón que lo inducirá a servir a su hermano” (Consejos para la iglesia, pp. 433, 434).

No hace falta esperar a la próxima Santa Cena para arreglar cuentas con alguien a quien le hayas demostrado poca humildad. Hoy Dios quiere enseñarnos a parecernos a él en este aspecto también.

Ojalá no seamos como aquel arrogante profesor.

Encuentros con Jesús - 12 de marzo

Andrés, el presentador

“Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús. Este halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo). Y le trajo a Jesús” (Juan 1:40-42).

En tres breves versículos, se nos narra una búsqueda de toda la vida de Andrés. Había buscado al Mesías hasta hallarlo. Tenía que compartir su alegría con quien entendiera lo que ese hallazgo significaba, así que trajo a su hermano a Jesús. Pero esta no fue la única ocasión en que Andrés trajo a alguien a Jesús.

Cuando Jesús vio la gran multitud que se agolpaba a su alrededor y notó que tenían hambre, notó también que sus discípulos no sabían bien cómo resolver el enigmático asunto económico que se les planteaba de improvisto.

Una vez más, Andrés se acercó. El relato bíblico dice: “Uno de sus discípulos, Andrés, hermano de Simón Pedro, le dijo: Aquí está un muchacho, que tiene cinco panes de cebada y dos pececillos” (Juan 6:8, 9).

Por alguna razón, el apóstol Juan decide mencionar estos casos particulares en que este discípulo de perfil un poco más bajo cumplió una de las tareas más nobles y elevadas, una que el Señor nos llama a cumplir también hoy. Solo Juan resalta esta actitud, pero con ello nos deja una gran lección.

En El Deseado de todas las gentes, con respecto a los comienzos de estos dos discípulos, leemos: “Si Juan y Andrés hubiesen estado dominados por el espíritu de incredulidad de los sacerdotes y los príncipes, no se habrían presentado como aprendices a los pies de Jesús. [...] Es la contrición, la fe y el amor lo que habilita al alma para recibir sabiduría del cielo. La fe que obra por amor es la llave del conocimiento, y todo aquel que ama ‘conoce a Dios’ ” (pp. 112, 113).

Es posible que muchas veces sientas que no te tocan los roles protagónicos, que no eres la figura principal de algunos milagros conocidos, pero esta actitud loable de Andrés, que fue reconocida para siempre, no es poca cosa ante los ojos de Dios.

De forma silenciosa, sin grandes pretensiones, hoy puedes presentarle a Dios a una persona también. Como sucedió en esas dos ocasiones, él puede hacer milagros grandes con esas personas después. Está en nuestras manos qué haremos con ese deber.

Aroma a sábado - 13 de marzo

Casi

“El lugar seco se convertirá en estanque, y el sequedal en manaderos de agua” (Isa. 35:7).

Mi hermana nació en una provincia argentina que tiene unas sierras hermosas con arroyos muy característicos, limpios y caudalosos.

Con mi familia nos tocó vivir varios años en la capital de esa provincia, y los fines de semana solíamos ir a las afueras a pasar tiempo tranquilos en la naturaleza. El campamento adventista se encontraba a una hora de la ciudad, así que era uno de nuestros destinos acostumbrados.

Allí había un arroyo que, en una parte de su recorrido, dejaba una pileta natural en la que muchas veces se hacían bautismos y más adelante se convertía en cascada que caía sobre una olla. De niña recuerdo que pasábamos horas nadando en ese arroyo bastante profundo.

Aquel sábado de tarde, varios años después, me encontraba sentada al lado de ese mismo arroyo. Solo que ahora estaba prácticamente seco. Solo corría un hilo de agua, y en algunos lugares directamente se cortaba la corriente. Al borde había unas hojas de sauce llorón que, colgando, acariciaban la tierra, como queriendo consolarla por la ausencia de agua. La sequía era seria. La paradoja, profunda. Era curioso que el sauce que lloraba fuera en ese momento el que consolara. Pero así estamos muchas veces, consolándonos en una Tierra que pierde la cuenta de sus años de sequía y de dolor.

El paisaje, una vez verde, ahora era en su mayoría marrón.

Pero vi, inesperadamente, una flor amarilla que nacía entre algunos juncos; juncos de esos acariciados por las lloronas hojas del sauce. Representaba la esperanza nacida en medio de la pobreza; la esperanza que nosotros, en nuestra tristeza, tenemos la obligación de compartir; la esperanza que permanecerá hasta que haya estanques y manantiales de agua por todos lados otra vez, aguas cavadas en el desierto, torrentes en la soledad.

Leí el capítulo 35 de Isaías en silencio, con oración, y recordé lo que se dijo sobre este profeta en Profetas y reyes: “¿Qué importaba que el mensajero del Señor hubiese de encontrar oposición y resistencia? Isaías había visto al Rey, a Jehová de los ejércitos; había oído el canto de los serafines: ‘Toda la tierra está llena de su gloria’ (Isa. 6:3) [...]. Durante el cumplimiento de su larga y ardua misión, recordó siempre esa visión” (p. 230).

Recordemos nosotros también a dónde estamos yendo y que, aunque casi todo se seque, aún hay esperanza.

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