Kitabı oku: «Conflictividad socioambiental y lucha por la tierra en Colombia: entre el posacuerdo y la globalización», sayfa 5

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Se advierte que esta americanización de la Constitución solo ha posibilitado una infinidad de reformas en el orden jurídico colombiano, que van en detrimento del bienestar de la población: reformas al régimen de seguridad en salud y pensiones, el sistema de vivienda de interés social, las nuevas regulaciones del derecho laboral y la educación que se profundizan y articulan en dirección de las relaciones mercantiles. Lo anterior evidencia que las relaciones económicas y sociales propias del capitalismo en su fase neoliberal están vigentes. Además, las reformas que se han introducido en la Constitución Nacional, así como las posteriores, reflejan el llamado a prestar los servicios básicos domiciliarios y la producción de artículos de consumo, y allí el Estado deberá orientar y coordinar el papel de los privados (Moncayo, 2004). Víctor Moncayo (2004) advierte:

La Constitución de 1991 ha garantizado la participación del sector privado, la consagración expresa de la internacionalización de la económica, que es la frase que resume la readecuación nacional que está en curso; la mayor flexibilidad para la organización de la estructura administrativa en todos los ámbitos; la trasformación de la rama jurisdiccional; la reordenación de las competencias del órgano legislativo con la ampliación del campo de las leyes orgánicas o estatutarias, para trazar grandes directrices, igualmente flexibles, a la acción ejecutiva; la redefinición de las funciones de las entidades territoriales para completar y perfeccionar las tareas de la particular forma de descentralización que se vienen impulsando en los últimos años, así como la redefinición de sus fuentes fiscales, para poder impulsar la abolición de la dependencia presupuestal de la administración central […] la modernización del régimen de manejo monetario, de planeación y de hacienda pública; la instauración de la responsabilidad estatal en materia de derechos económicos sociales y culturales, dejados a la satisfacción en términos mercantiles. (p. 256)

La Constitución de 1991 se considera toda una redefinición y reconfiguración del funcionamiento estatal colombiano, que será puesta al servicio del mercado y los intereses privados transnacionales y nacionales. En este sentido, es evidente el nuevo ordenamiento social para legitimar, coordinar y aplicar el uso de la fuerza policial y militar con el fin de conservar el orden público interno y preservar una seguridad territorial y la estructura jurisdiccional que vele por los principios rectores y las reglas de juego sobre las conductas y convivencias de la ciudadanía. De esta manera se garantizará el buen funcionamiento del mercado, a través del discurso de la gobernabilidad, la institucionalidad y las reglas claras de juego —seguridad jurídica— para el inversionista privado nacional o internacional (Garay y Sarmiento, 1999). Así, la falta de equidad, la redistribución de la riqueza y la inclusión social se trasformaron en la lucha contra la corrupción, la transparencia administrativa, la vigencia plena de la institucionalidad y el imperio de la constitucionalidad y la ley (Palacios, 2010).

Este discurso neoliberal en el ámbito político es la actualización del liberalismo posesivo del siglo XVII y XVIII de origen angloamericano, que busca garantizar institucionalmente una democracia donde el “individuo es visto esencialmente como propietario de su propia persona o de sus capacidades sin que deba nada a la sociedad por ellas” (Macpherson, 2005, p. 15). En otras palabras, el individualismo posesivo concibe todos los aspectos o atributos del sujeto como propiedades de las que él es dueño, en donde se ha reducido toda subjetividad y objetividad a la esfera económica y, por tanto, puede ser privatizada y mercantilizada. Así mismo, el concepto de lo privado permite lanzar al mismo baúl todas nuestras posesiones, tanto las subjetivas como los materiales, por ende, uno de los pilares de los dispositivos neoliberales es la privatización que, al no ser adoptada por los propios Estados, se dicta por iniciativa de los organismos económicos supranacionales, como el FMI o el BM (Hardt y Negri, 2006). Efectivamente, este liberalismo necesita fundamentarse en un discurso político actualizado, el cual es el funcionamiento pleno de la institucionalidad, la gobernabilidad y el mercado.

Se establece que el modelo neoliberal estructurado en la Constitución de 1991 tiene como finalidad hacer deseable la internacionalización del capital, así como impulsar la liberalización de los mercados nacionales, la privatización de los activos estatales y la descentralización política administrativa del territorio. En tal sentido, los anteriores procesos, desde una perspectiva macroeconómica, buscaban: 1) establecer una estrategia de inserción en el mercado mundial basada en las exportaciones y liberalización de los mercados nacionales, 2) incentivar la inversión extranjera en las economías nacionales, 3) apoyar la iniciativa privada, 4) reducir la intervención estatal en la economía y 5) conseguir disciplina fiscal al reducir los gastos del Estado. Este proceso reformista se escenificará en Colombia de forma gradual en la década de los ochenta del siglo XX. Pero es a partir del Gobierno de César Gaviria que se impulsa la apertura al modelo neoliberal, con políticas económicas de shock (Garay, 2013; Estrada, 2004; Machado, 2013).

GLOBALIZACIÓN, DERECHO Y TERRITORIO EN COLOMBIA

En el capitalismo neoliberal, su fase global, se reconocen dos formas de explotación y pillaje que funcionan mediante la desposesión, que transforma en propiedad privada la riqueza pública y la poseída socialmente en común. Con la primera, se privatiza de forma masiva las industrias y empresas públicas, las estructuras públicas de seguridad social y las redes públicas de transporte, entre otros escenarios. La segunda se produce en las regiones subordinadas semiperiféricas y periféricas —específicamente donde hay estructuras estatales débiles—, allí el neoliberalismo expropia la riqueza del común a través de recursos naturales. Según Hardt y Negri (2011), la segunda forma de explotación se produce en zonas desbastadas por la guerra o conflictos armados internos, donde compañías mineras de capital extranjero extraen riqueza, lo que recuerda los regímenes coloniales del pasado: estamos ante una acumulación primitiva, que coexiste con la producción capitalista transnacional, donde se expropia la riqueza del común.

En este escrito nos interesa profundizar en la segunda modalidad: la expropiación de la riqueza del común en forma de recursos naturales. David Harvey (2004) la define esta nueva forma de acumulación de capital, agenciada globalmente, como acumulación por desposesión, que implica apropiarse de la riqueza existente que le pertenece los pobres o al sector público. Está expropiación se hace por medios legales e ilegales. Aunque no son claros los límites de la legalidad y la ilegalidad, sí es evidente que estas nuevas oligarquías globales acumulan riqueza despojando a los demás.

Esta expropiación se ve apoyada por violencias extraeconómicas, donde las políticas neoliberales son puestas en marcha a partir de algún tipo de conmoción política o económica: golpes de Estado, invasiones militares, desastres ecológicos, dictaduras cívico-militares, recesiones económicas y autoritarismo disfrazados de democracia. Estas crisis internas son generadas por un nuevo poder emergente en red que, según Hardt y Negri (2011), exige la colaboración de los Estados-nación dominantes, las grandes corporaciones, las instituciones económicas y políticas supranacionales, diferentes ONG, conglomerados mediáticos y una serie de distintos poderes que caracterizan la gobernanza global.

En esta perspectiva, Reyes y León (2012) han evidenciado que el modelo de acumulación neoliberal, implementado para ligar el país a la globalización desde la década de los noventa, se caracteriza por implantar una economía de enclave, con la reprimarización de la economía en sectores estratégicos para la economía del país y de los intereses de las corporaciones transnacionales, como son la gran minera, los megaproyectos agroindustriales y los mercados verdes. Para la puesta en marcha de este nuevo modelo de acumulación de capital, se hace necesario redefinir el espacio, reorganizar el territorio en relación con los recursos naturales, estudiar la población y ejercer del poder a través de la vigilancia apoyada con las nuevas tecnologías y el acceso abierto, todo esto sin restricción alguna respecto a los recursos naturales. Lo anterior ha generado efectos perversos en los territorios y sus comunidades, a las cuales se les viola sistemáticamente sus derechos fundamentales, consagrados en los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (Desca), que hacen parte del articulado de la Constitución de 1991.

Efectivamente, durante las últimas tres décadas se ha vivido en el país —con mayor ímpetu por las administraciones de Uribe y Santos— un ensamblaje jurídico e institucional ligado a los intereses del gran capital en el territorio colombiano. Se ha impuesto la lógica de la acumulación de capital por desposesión, pues se legalizó —específicamente en el Gobierno Santos— el despojo de tierras obtenidas ilegalmente, se crearon las condiciones para la monopolización comercial mediante la firma de TLC, el modelo extractivista minero-energético se extendió a zonas de comunidades de asentamiento y de reservas ambientales — paramos, reservas forestales e inclusive selvas vírgenes— y, finalmente, se integró la economía colombiana a la lógica especulativa del sistema financiero: la bancarización.

La globalización y la legislación minera en Colombia

La extracción de recursos naturales no renovables se ha convertido, en las últimas décadas, en la base de la política económica de Colombia, ante el fracaso el modelo cepalino de industrialización por sustitución de importaciones (ISI), cuyos antecedentes de implementación en la historia del país se dan en el periodo que va de 1931-1951 con la expansión de la economía del café y la creación de centros urbanos con capacidad de compra para el mercado de la naciente industria del país. Sin embargo, el periodo de 1951 a 1970 se considera como el auge del proceso de sustitución de importaciones, el cual termina en el año de 1990 con la apertura económica, cuando se pensaba que esta le iba a crear una enorme dinámica al sector industrial ante el aumento del consumo de los hogares. Empero, el efecto fue el contrario porque la debacle del sector manufacturero se produjo a finales del siglo pasado —específicamente en el año de 1997—, donde las tasas de crecimiento eran negativas (Misas, 2001).

Con el anterior panorama económico, los últimos Gobiernos del siglo XX y XXI optaron por impulsar una nueva política económica para generar ingresos, dejando de lado al café —este reglón exportador de la economía entró en crisis a finales de los ochenta— e impulsando productos del sector minero como el carbón, el ferroníquel y el oro, que se unen al petróleo, que tiene una larga trayectoria exportadora en Colombia. El nuevo modelo extractivo exportador —minero energético— se caracteriza por el determinante de tamaño y comportamiento del mercado, dado que son productos básicos o commodities, de modo que los precios son determinados por variaciones en el mercado e influidos por los compradores. Los buenos precios generan periodos de bonanza que, en algún momento de los ciclos económicos, exponen a los países que dependen de este sector a la enfermedad holandesa (Bonilla, 2001).

Por lo anterior, para Julio Fierro (2012) el país se estaba perfilando como productor de materias primas y receptor de contaminantes y de pasivos ambientales. El cambio de la política económica se produjo con la expedición de normas mineras impulsadas con el Código Minero del 2001 en el Gobierno de Andrés Pastrana, que establece la política para atraer capitales transnacionales. Sin embargo, fue durante los dos Gobiernos de Álvaro Uribe cuando se aumentaron los títulos mineros en el territorio colombiano de forma exponencial. En la administración Juan Manuel Santos la política económica extractiva fue un eje de su Plan de Desarrollo, al pretender que la locomotora minero-energética se convirtiera en la base del crecimiento del país, tanto para generar empleo como para disminuir la pobreza, lo que no tiene ningún sustento histórico o técnico ante la experiencia de minería de gran escala, como es el caso del Cerrejón en la Guajira. Esto se evidencia en la figura 1.

FIGURA 1. Títulos mineros en Colombia, 1990-2010

Fuente: Sistema de información OTE; Catastro Minero a julio 26 de 2011; Insuasty Rodríguez, Grisales y Gutiérrez León (2013).

En la misma línea de la argumentación, al hacer un recuento sobre la normatividad que regula la actividad minera, observamos que el primer Código Minero se expidió en el año de 1988 con el Decreto 2655, que establecía los recursos mineros como patrimonio de la nación, además, reglamentaba la constitución de empresas mineras de capital público. Igualmente, en este código se regula el acceso a los recursos mineros por parte de particulares a través de diferentes tipos de título: contrato de concesión, licencias de exploración y registros mineros de canteras. En el Código Minero era claro que para ser titular minero se debía tener capacidad económica, pero la forma de hacerlo nunca fue reglamentada. Así mismo, en el Código Minero de 1988 la industria minera se declara utilidad pública e interés social en sus ramas de prospección, exploración, explotación, beneficio, transporte, transformación y comercialización (Fierro, 2012). Para Fierro, esta normatividad genera consecuencias “sociales y ambientales por la posibilidad de decretar expropiaciones de bienes y cambiar el carácter de reserva forestal mediante el proceso de sustracción” (p. 181).

Como hemos anotado anteriormente, en el articulado de la Constitución de 1991 existe una tensión constante entre una economía abierta y el carácter ecológico, social y multicultural. Después de que se publicó la constitución se impulsaron normas en consonancia con los principios del Club de Roma (1968), los Límites del Crecimiento (1972) y la Conferencia de Estocolmo (1972); por tal motivo, la Ley 99 de 1993 reafirma el articulado del Código de Recursos Naturales (1974), inspirado en las anteriores conferencias, pero introduce el concepto de desarrollo sostenible que será visto como una trampa para producir cambios de fondo, ya que se podrá extraer recursos de manera tal que la tasa de extracción no supere la de la regeneración. Según Fierro:

[…] esta definición es imposible para la extracción de recursos naturales no renovables (minerales, carbón, petróleo y gas), pero de manera absolutamente forzada y sesgada se estableció que, para este tipo de bienes, la sostenibilidad era un trípode sostenido en aspectos económicos, sociales y ambientales, lo cual fue avalado por Naciones Unidas a comienzos de la década de 2000. (p. 183)

Las nuevas corrientes de globalización de las economías y el perfilamiento de las economías de América Latina, siguiendo el Consenso de Washington, marcaron el periodo que antecedió la aprobación de la Ley 685 de 2001 o Código de Minas (Pardo, 2013). Esta fue la nueva ley sobre minas impulsada en el Gobierno de Samper, con participación activa de instituciones canadienses que se establecieron los mecanismos para implementar una política económica de desarrollo centrada en el sector extractivo. El nuevo Código de Minas se convirtió en el principal generador de conflictos sociales alrededor de la minería, al poner en riesgo los territorios de las comunidades rurales, el agua, los ecosistemas y las leyes existentes. Igualmente, dicha ley acabó las empresas de carácter público o de capital mixto y le dejó al Estado la tarea de promover y fiscalizar la actividad minera. Para Fierro (2012), el nuevo Código de Minas tiene:

[…] un carácter privado del negocio no modifica la declaratoria de la industria minera en todas sus fases como utilidad pública e interés social y reafirma las disposiciones del Decreto 2655 de 1988, en el sentido de la posibilidad de expropiación para el desarrollo de la industria minera, lo cual asegura el conflicto por la posesión del terreno entre sus legítimos poseedores y los titulares mineros. (p. 185)

En el plan de desarrollo del Gobierno de Juan Manuel Santos se estableció la minería como unas de sus locomotoras, al denominar a Colombia como país minero. Se pretendía planear a largo plazo que la industria minera colombiana fuese una de las más importantes de la región latinoamericana, ampliando significativamente su participación en la economía del país. Para el 2009, la mayor cantidad de títulos mineros se habían otorgado a la extracción de oro y carbón, denotando la influencia del sector transnacional minero de Canadá en la promulgación del Código de Minas.

Entonces, a las empresas extractivistas de carbón en el país —BNP Bilinton, Xstrata, Angloamerican Prodeco, Drummond— se les suman las corporaciones mineras de capital canadiense y sudafricano, interesadas en los yacimientos de oro en el país, entre las que están: Anglogold Ashandi Colombia S. A., Minerales Andinos de Colombia, Gran Colombia Gold, Continental Gold de Colombia, Negocios Mineros S. A, entre otras. Las anteriores corporaciones se benefician de exenciones tributarias, acuerdos de estabilidad tributaria, subsidios a los combustibles, seguridad jurídica —reglas claras para la inversión— y la garantía de seguridad a la infraestructura extractiva prestada por las fuerzas de seguridad del Estado.

En el caso de la extracción del oro en Colombia, para que sea más rentable, requiere de una actividad minera a cielo abierto, con el propósito de generar retornos adicionales de volumen y especulación. Para ello, se necesita seguridad para la inversión, garantías tributarias y reglas jurídicas claras, de modo que los países proveedores acarrean con la mayor cantidad de los costos y riesgos de este tipo de actividad económica, mientras las compañas externas, inversionistas y agentes del mercado de capitales se benefician de la mayor cantidad de ganancias y utilidades. Por tanto, es necesario un marco legal integral y completo, que construya una verdadera política pública que atienda el interés nacional y el bienestar general e intergeneracional, ante la avalancha desbordante del auge minero-energético que se tomó al país en las últimas décadas (Suárez, 2012).

La globalización y los proyectos agroindustriales

En las tres últimas décadas en Colombia —no importa el Gobierno de turno—, no se ha cambiado el modelo económico centrado en el mercado, en el que la disciplina fiscal, la privatización de activos públicos y la apertura económica son las banderas para implementar el neoliberalismo en el país. En este contexto, en la última administración del expresidente Santos, el Gobierno nacional logró un acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc, lo que dio por terminado el conflicto armado con este grupo insurgente. Por tanto, el país entra en un escenario de posacuerdo en el cual los miembros de las Farc dejaron las armas, se reintegraron a la vida civil, crearon un partido político y entraron a disputar cargos de elección popular.

Para los expertos en el conflicto armado en Colombia, hay muchos factores de índole económico, político y social que generaron el alzamiento en armas de la Farc y otros grupos de izquierda y de derecha en la década de los sesenta. En este apartado nos introduciremos en el problema de la concentración de la tierra y, en consecuencia, la ausencia de una reforma agraria como una de las razones del origen y prolongación del conflicto armado en Colombia. Una de las características del país en materia de tenencia de la tierra, como lo manifiesta Fals Borda (1987) en los ochenta, es la consolidación de un Estado latifundista, que históricamente ha favorecido a determinadas familias prestantes —particulares— y compañías extranjeras. La política estatal sobre la propiedad rural ha sido una lucha constante contra una política de baldíos y tierras nacionales que no hace otra cosa que reflejar la naturaleza de clase del Estado señorial y terrateniente, heredado de la colonia.

Como lo muestran Jaime Jaramillo (1970) y German Colmeneras (1989), la disputa por la tierra ha estado presente desde la llegada de los españoles a tierras americanas en el siglo xv. Desde la conquista, la colonia y la república en el siglo XIX, la tierra ha sido fuente de poder político, económico y reconocimiento social. Esta era utilizada como símbolo de poder y prestigio de las clases privilegiadas, pues desde este lugar reafirmaban su posición social de dominio y, por ende, controlaban los cargos de poder político en el Estado en los órdenes locales, regionales y nacionales.

La concentración de la tierra ocasionó exclusión y desigualdad en la sociedad colombiana. Términos como miteños, encomenderos, caudillos, hacendados, terratenientes y latifundistas eran la manifestación de una poderosa clase social que dominaba amplias superficies del país en las zonas de sabana, valles interandinos y montañas. Como lo sostiene José Honorio (2013), “el control de la tierra y su apropiación ha constituido históricamente una de las fuentes de poder político hasta nuestros días, en los cuales grandes terratenientes y sus testaferros controlan miles de hectáreas del territorio nacional” (p. 60). En estas zonas es palpable la precaria presencia de las instituciones estatales, lo que originó el control del territorio y sus pobladores por parte de particulares —legales e ilegales— que utilizan la fuerza para reprimir cualquier tipo de resistencia social organizada.

En el siglo XX la cuestión agraria apareció a partir de las secuelas que dejó la guerra civil de los Mil Días, con la exigencia de tierra por parte de indígenas, aparceros, colonos y arrendatarios, lo que propició la extensión del conflicto en regiones del centro, oriente y occidente del país. El Gobierno de López Pumarejo procuro encontrar una solución al problema de la propiedad de la tierra con la Ley 200 de 1936, que enfrentó la creciente movilización campesina por el derecho a tener tierra.

La Ley 200 declaraba la propiedad de la nación sobre la tierra sin cultivar o explotar. Además, en el artículo 6 establecía que la nación podía expropiar aquellos predios rurales en los cuales se dejará de ejercer posesión, que se relacionaba con el artículo 1 de la misma ley, en donde se fija la propiedad con base en la explotación económica de la tierra. A los diez años siguientes de la promulgación de la ley, se facilitó la titulación de tierra trabajada por parte de aparceros, colonos y arrendatarios; en este escenario la ley impedía el lanzamiento de los nuevos propietarios remitiéndose a la justicia de ocupación de tierra mayor a treinta días, lo que originó una reacción por parte de los terratenientes que expulsaron a los colonos o arrendatarios que pretendieron ser favorecidos con la promulgación de la ley (Gilhodes, 1989a).

Posterior a la publicación de la Ley 200 de 1936, se intentó una nueva reforma agraria en la administración de Alberto Lleras Camargo, con la Ley 135 de 1961 que, al igual que la anterior, intentaba contener los movimientos de campesinos colonos en las diferentes regiones del país. Con esta intentaba prevenir una concentración inequitativa de la propiedad, crear unidades de explotación adecuadas, dar mejores condiciones a los aparceros y arrendatarios, elevar el nivel de vida de los campesinos, fomentar el cultivo de tierras mal cultivadas y aumentar la productividad, entre otras (Gilhodes, 1989b). Los anteriores procesos reformistas de la tenencia de la tierra fueron clausurados en el Pacto de Chicoral, donde la iniciativa por parte de los grandes poseedores era detener los logros alcanzados por la Asociación de Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), quienes se apropiaban de la tierra y, posteriormente, presionaban para su legalización. En palabras de José Honorio (2013):

La respuesta gubernamental inmediata fue la represión y la criminalización del movimiento agrario y la división del mismo. Entre enero de 1970 y abril de 1981 fueron asesinados por agentes estatales y organizaciones privadas 501 campesinos e indignas, la invasión de la tierra se convirtió en un delito castigado con extremas penas de prisión y a organización fue dividida a expensas del gobierno, el cual suprimió los recursos financieros para su funcionamiento. (p. 63)

A finales de la década de los ochenta se excluyó del debate económico y político el concepto de reforma agraria para solucionar el problema de la tenencia de la tierra en el país. Esto se hace evidente en la Ley 30 de 1988, la cual establece el término de comercialización de la tierra, que advertía la imposición del nuevo modelo económico aperturista y de mercado en el país. A través del Instituto Colombiano de la reforma Agraria (Incora), el Estado tenía la función de comprar tierras a los grandes latifundistas para tratar de implementar un programa de redistribución de la tierra en pequeños propietarios dentro de la frontera agrícola, bajo la modalidad de precios comerciales con altas tasas de interés (Tobón, 1990).

A partir de la imposición del nuevo modelo económico en 1990 y la promulgación del nuevo orden constitucional en el año de 1991, según Jairo Estrada (2004) se configura una “constitución política del mercado”, pues el ámbito económico quedó lo suficientemente amplio como para permitir el desarrollo posterior del modelo económico neoliberal, caracterizado por la desregularización económica, la disciplina fiscal, la creación de nuevos mercados, la apertura económica al capital transnacional y la privatización de los activos estatales (Estrada, 2004).

En la década de los noventa del siglo XX, los distintos Gobiernos impulsaron las políticas neoliberales en la economía nacional y, de esta manera, crearon las condiciones de la apertura económica. Se implementaron varios procesos en relación con el sector rural que, según Absalón Machado (2013) fueron, en primer lugar, el desmantelamiento y privatización de la institucionalidad para el sector agrario; instituciones como el Idema, el Inderena, el Himat, el INPA, el ICA, la Caja Agraria, entre otras, desaparecieron y fueron reformadas en instituciones orientadas a implementar la política de mercado en el sector rural, como la Bolsa Nacional Agropecuaria, Finagro, la Corporación Colombiana Internacional y el Banco Agrario de Colombia. En segundo término, la tierra ingresó en un acentuado proceso de mercantilización especulativa reglado por la figura del mercado de tierras. En tercer lugar, las importaciones alimentarias se acrecentaron y el mercado interno de alimentos y semillas fue tomado por las trasnacionales.

Con la Ley 160 de 1994 se concibe una política de desregulación económica y la creación de los nuevos mercados, con lo cual se introdujo el mercado de tierras como una forma de abordar el problema de la distribución de la propiedad rural en el país. En esta ley se plantea otorgar subsidios para la compra de tierras para los pequeños propietarios y, de esta manera, garantizar el acceso a la tierra por parte de la población históricamente excluida de este derecho. Sin embargo, la negociación voluntaria que se produjo entre campesinado y el propietario, en la práctica, ayudó a fraccionar la mediana propiedad y a sobrevalorar la propiedad rural sin tener en cuenta sus capacidades productivas (Machado, 2009).

Con esta ley se obstaculiza cualquier política redistributiva de la propiedad dirigida por el Estado. Paralelamente, en la década del noventa el conflicto armado en Colombia se profundiza y extiende en todo el territorio nacional —inclusive afectando las zonas urbanas—, razón por la cual los índices de la concentración de la tierra se disparan mediante mecanismos como la violencia, el desplazamiento y las masacres, cuyo fin era despojar al campesinado y las comunidades indígenas y negritudes de sus propiedades. Así, fue palpable la alianza entre terratenientes, narcotraficantes y paramilitares para tal fin.

Entonces, para Absalón Machado (2006), la Ley 160 de 1994 operó bajo el supuesto de ser un dinamizador del mercado de tierras en el país que buscaba ampliar el acceso a la propiedad por parte del campesinado, pero terminó por contribuir a la sobrevaloración y concentración de la tierra, que se produjo por el lavado de activos llevado a cabo por los nuevos propietarios, que en su mayoría eran narcotraficantes o tenían alguna relación con este negocio ilegal. Según Machado, la ley permitió la configuración del modelo neoliberal sobre el mercado de tierras, que no pretendía afectar la concentración de la tierra y las desigualdades sociales, pero terminó teniendo el efecto contrario por un elemento con el que no contaba la política estatal: el conflicto armado.

Por tanto, para Machado (2003), el neoliberalismo concibe al agro desde una visión productiva de los mercados, en la que el Estado debe abstenerse de subsidiar o mantener a la población campesina. Así mismo, la preocupación del Estado y los diferentes Gobiernos es aumentar la competitividad del sector agrícola, reducir la intervención del Estado en los mercados agrícolas, promover la iniciativa privada en actividades productivas en el campo y reorientar la inversión estatal en bienes de beneficio general. Las leyes, los planes de desarrollo y las políticas económicas impulsadas por el Departamento Nacional de Planeación desde la apertura económica en los noventa han respondido a un pensamiento tecnócrata sobre el agro, además, son delineadas por organismos internacionales como la FAO y la OMC.

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