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Introducción
Siete crímenes documentados

La dinámica editorial chilena consideró durante el siglo pasado la publicación de libros, monografías y folletines de crónicas policiales, para satisfacer el interés de los lectores amantes del crimen y del relato detectivesco. Ya sea narrando en exclusiva un homicidio noticioso o bien compilando varios casos en un solo tomo, diversos malhechores fueron eternizados en estas páginas, develando sus motivaciones, modus operandi y las pistas dejadas en el sitio del suceso, que lo condujeron a la pena capital.

El libro de Claudio Espinosa titulado Los más sensacionales crímenes en Chile es un ejemplo de ello. Editado en 1966 por editorial Zig-Zag, en 227 páginas desarrolla quince homicidios ocurridos en Chile, que acapararon la opinión pública y que mantuvieron en vilo a la sociedad de la época. Crímenes y casos célebres, de Santiago Benadava, por su parte, publicado por Editorial Lexis Nexis en 2002, en 202 páginas aborda sucesos policiales nacionales y extranjeros, con énfasis en la astucia criminal. Existen muchos otros ejemplos similares, pero cuyas páginas desarrollan un solo caso, como la historia de “El Rucio” Hans Pozo, o “El Tila” Roberto Martínez o las memorias de José Roberto Rubio, “El Loco Pepe”, en su libro La vuelta al pago en 82 años. Sin duda éxitos editoriales, cuyo género en las primeras décadas de este siglo compite con la oferta de sagas hollywoodenses, novelas fantásticas y cómics alternativos.

Así las cosas, encontrar en estos tiempos obras que en un solo volumen triangulen homicidas, víctimas y detectives exige hurguetear en repisas y estantes de varias librerías para hallar algún tesoro. Muchas veces se debe recurrir a libreros antiguos —que escasean cada día más—, en la búsqueda de estas joyas. Los eventos de libros usados o ferias de las pulgas, incluidos los puestos de libros a la salida de universidades, oxigenan el espíritu de los seguidores de la narrativa policial.

Un viejo escritor reconocido en estas andanzas literarias es René Vergara. En 1937, con veintiún años de edad, ingresó a la PDI, y tras algunos años de permiso retomó su desempeño policial en 1944. Esta labor la desarrolló paralelamente como profesor de Criminalística en la Escuela Técnica de Investigaciones, primero en calidad de ayudante y como docente titular después. En 1946 fue ascendido a detective 1° y representó a la institución en el Primer Congreso Panamericano de Policías. Se lo reconoce como uno de los fundadores de la Brigada de Homicidios Metropolitana, creada en 1949, y como un destacado colaborador en la investigación criminal de emblemáticos casos policiales, tales como el Tucho Caldera, el Chofer Arenas y Francisco Varela, alias “El Viejo del Saco”. René Vergara realizó cursos de perfeccionamiento en Scotland Yard, además de ejercer como comisionado de las Naciones Unidad para investigar un magnicidio en Bolivia. En 1957 se acogió a retiro con el grado de subprefecto, siendo contratado por el gobierno venezolano como asesor del Ministerio de Justicia. Su experiencia en la investigación criminal lo llevó a novelar decenas de diligencias policiales, cuyo detective, “el Inspector Cortés”, personificó sus grandes hazañas contra el crimen. Admirador de Agatha Christie, firmó sus primeros relatos como Hércules Poirot.

Homologar su trabajo literario es una quimera, pero novelar casos reales, sucedidos e investigados en el país es un desafío asumido con respeto y responsabilidad, sobre todo ante el extendido debate de criminólogos sobre el origen del mal. Si bien recientes estudios del genoma humano confirman la ausencia del gen criminal en la espiral de ADN, en contraposición al llamado “cromosoma del crimen” o el “delincuente nato” de Cesare Lombroso, la crueldad que registran los inhumanos actos de personas aparentemente normales mantiene viva la duda acerca de si hombres y mujeres nacen buenos o malos: lo que en un país es considerado delito puede no ser interpretado como tal en otro. Ello se da incluso en diferentes estados dentro de un mismo país. De este modo, no puede la ciencia asociar códigos biológicos con delitos tales como el estupro, la estafa o el uxoricidio, aunque bien podría en el corto plazo detectar eslabones de conductas impulsivas y violentas.

Así, al igual que en la primera entrega de Macabros, la línea temática de los siete crímenes mantiene como eje lo espeluznante y la disquisición sobre el bien y el mal. En la trama de los casos, puramente reales, intervienen móviles inentendibles para gente normal y armas homicidas que casualmente estaban en el lugar del delito, como esperando su momento de aparecer en escena. Homicida, víctima e investigador policial se triangulan en espantosos casos policiales que superan la ficción, cuyos asesinos intentaron ocultar las pistas bajo un aparente limpio procedimiento, para asegurar de este modo la ejecución de un crimen perfecto. Sin embargo, el detective, que observa cuando mira y escucha cuando oye, develó los acertijos con apoyo del método y de una cuota de perspicacia.

En “El balurdo de los cuenteros Moyano” se abordan los antecedentes históricos del timo y la estafa en América, junto con el devenir de un grupo de hermanos que hicieron gala de sus triquiñuelas con el argumento del “cuento del tío”, engañando a miles de desprevenidos provincianos. En el caso “La llave la tiene el mayordomo” se narra la vida y tragedia de un hombre que, en busca de un buen destino, incurrió en el robo, las drogas y la violencia. En “San Antonio de cabeza”, en tanto, se describe a una madre que apeló hasta las últimas instancias para hacer justicia por su hijo, en un espeluznante homicidio que dejó entrever el perfil criminal de un deshumanizado padre.

En el capítulo “El tatuaje de Milenko”, ambientado en el norte grande del país, se narran los sucesos y malas decisiones que unieron en un violento hecho de sangre a una bella joven y su amante. En “La marcha de las balizas azules” se abordan los detalles del mediático caso Nolli, cuyo criminal asesinó con suma frialdad a un subcomisario y a una inspectora, transformándola en la primera mujer mártir de la PDI.

En “La mano de Fátima”, el río Mapocho es testigo de una historia de celos de una pareja de colombianos que buscaron en Chile el paraíso de sus vidas. Por último, en “Brebaje a la medianoche” se cuenta pormenorizadamente un crimen que enlutó las ciudades de Quilpué y Villa Alemana, y que quedó al descubierto en un paseo en lancha por el muelle Prat.

Los criterios de selección de los crímenes, para esta entrega de la Colección RH, mantienen la intuición y el enigma como hilos conductores. A excepción del primer caso, las crónicas se circunscriben al presente siglo, en hechos que el lector informado recordará ante la amplia cobertura mediática que se desarrolló en cada uno de los homicidios. El relato de los hermanos Moyano constituye un inédito aporte al patrimonio cultural del país, que fue posible gracias al trabajo documental de historiadores, teóricos y académicos. Todos ellos coinciden, de alguna u otra manera, en que el interés criminológico y policial que despierta la figura del cuentero encuentra su justificación en la necesidad de reconocer la habilidad del delincuente en su dominio de la idiosincrasia local. Las víctimas, persuadidas por la ambición, adquieren un rol activo en el desarrollo mismo del delito, en el que resulta sorprendente admitir que ellas otorgan créditos y confianza a sujetos absolutamente desconocidos.

Además, la selección consideró crímenes de diferentes regiones del país, desde Tarapacá hasta la Metropolitana, en ciudades como Iquique, San Antonio y Santiago, caracterizando con especial atención tres elementos fundamentales. El primero de ellos es el arma homicida. Cortante, contundente o de fuego, premeditada o improvisada, que existió en el lugar del hecho para fines distintos a los pecaminosos propósitos del asesino. Estas se describen adjetivamente para el asombro del lector, develando el alcance del impulso criminal. Materializadas en martillos, cuchillos o sedantes, estas marcan el hito del crimen en que se termina con la vida de la víctima y se inicia la búsqueda del victimario.

Otro elemento es el móvil, ya sea el dinero, los celos o una promesa, que motivó a homicidas de ambos géneros a atentar contra la vida de personas inocentes. Ello se describe con fina minuciosidad, en el entendido de que estas motivaciones persisten hoy en la mente de hombres y mujeres que día a día maquinan hechos de sangre. Y, finalmente, el indicio, oculto y esquivo a veces, que se disfraza entre los enseres del sitio del suceso para dar chances de escapatoria al brutal asesino. Un giro en un cajero automático, una uña esmaltada o una particular bolsa de basura constituyen la punta de una madeja que se logró desenvolver en beneficio de la verdad y la justicia. La fijación, levantamiento, traslado y custodia de evidencias, según los protocolos y normas legislativas, contribuyen a su análisis pericial y científico, que brindará en el juicio oral el medio de prueba irrefutable y pieza fundamental del sistema penal chileno.

Difícil fue tanto la tarea de novelar sucesos reales, manteniendo inalterable la verdad de los hechos, como documentar una crónica con la pluma fluida de un relato detectivesco. La narración híbrida entre novela y crónica, con el sustento bibliográfico propio de un ensayo académico, además de complejizar la labor de quienes categorizan las obras literarias, es un estilo que exige al escritor soltar la mano. Por la formación bibliotecológica y pedagógica del autor, que prescribe citar la fuente, ninguno de los relatos que contiene este tomo incurren en párrafos de ciencia ficción o se inspiran en su propia imaginación. La aspiración por satisfacer las expectativas de quienes estudian el fenómeno criminal, como asimismo alcanzar nuevos lectores constituyéndolos en detectives y jueces al paso de la lectura, orienta el empeño por publicar la segunda entrega de esta colección.

Junto con ello, además de brindar una lectura atractiva a quienes gustan de este género literario, el presente trabajo busca reflexionar en torno a la importancia de considerar, en la educación tradicional y familiar, la enseñanza de la cultura económica. Muchos crímenes germinan por el sobreendeudamiento o por las ansias de adquirir bienes y servicios inalcanzables. Asimismo, con estos relatos se busca trazar la reflexión hacia la inteligencia emocional, que busca en cada uno conocer y reconocer sus emociones, su sensibilidad y el control del comportamiento ante situaciones complejas. Si bien el crimen nunca llegará a cero, el anhelo permanente es minimizar los índices de criminalidad, ante lo cual están llamados todos los entes de la sociedad, civiles y estatales, formales e informales.

Con premeditación y alevosía, y en reconocimiento a miles de hombres y mujeres que con su formación policial y su sexto sentido de la perspicacia trabajan día y noche en beneficio de la justicia, la invitación es a adentrarse en los entresijos de la mente criminal en las siguientes crónicas de siete crímenes casi perfectos.

Este libro se terminó de escribir en junio de 2021, a cincuenta años del ataque al cuartel central de la Policía de Investigaciones de Chile.

El BALURDO DE LOS
CUENTEROS MOYANO

* * *

El cuento del tío (1946)

Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que si es cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón.

Enrique Santos Discépolo, “Cambalache”.

Hampa criolla

Estafadores y timadores son parte del inventario en la historia criminal chilena. Existieron, existen y existirán mientras haya una víctima para la fechoría en el lugar y momento adecuados. Su modus operandi, sin embargo, ha mutado en el tiempo, desde imberbes relatos de truhanes bandidos de campo hasta urdidas maquinaciones de gerentes impecablemente vestidos, de cuello blanco y corbata.

Abordar la génesis del timo en los archivos de la investigación criminal chilena es rememorar a los viejos detectives, aquellos que pasaban lista en la unidad a las ocho de la mañana y luego armaban su desayuno de campeones, con café de trigo y marraqueta. En esos desayunos colectivos se conversaba de todo, de diligencias pasadas, de boliches donde levantar información y de convictos rehabilitados dispuestos a colaborar en casos pendientes; en la matutina merienda se repasaban antiguos sucesos policiales y se rememoraba a los agentes pesquisas de los albores de la institución. Desde aquellos años la policía civil marcaba diferencia con su símil uniformada, más cercana a la investigación que a la prevención, viviendo intensamente, y en cada cuartel, su estrecha relación con el maleante. Se hacía unidad afirman los coetáneos, tanto en las diligencias diarias como en los servicios nocturnos.

El generoso desayuno se justificaba ante las fortuitas jornadas de trabajo, en las que fácilmente se podía llegar a las cinco, seis o siete de la tarde sin almorzar. Por ello el desayuno debía ser abundante. Los viejos detectives desayunaban consomé, pasaban lista los días sábados y pagaban sus atrasos reiterados solventando una paila de huevos a un compañero de labores. Era otra policía, en sintonía con el país al que se debía.

Cuando un detective cumplía su rol en el servicio de guardia se premunía de su propia máquina de escribir. La pobreza era franciscana; la cinta de máquina escaseaba, por lo que cada uno debía portar la suya, muchas veces reciclada de otra máquina ya en desuso; no había fotocopiadoras y cuando aparecieron las primeras en las librerías de esquina, la copia era demasiado cara. En ese entonces, para multicopiar un parte se usaba papel calco, en cuyo procedimiento el oscuro folio se interponía entre el original y la que constituiría el duplicado en indisoluble triada. Cuentan que, en aquellos partes delicados con muchas copias, se vieron turros de hasta tres calcos en un solo rollo de máquina, con un original y tres duplicados. Esta sensacional maniobra era un recurso de guapos, ya que el oficial que tecleara esa máquina de escribir debía cumplir con la condición de tener bien ejercitada la musculatura de su antebrazo para golpear con fuerza cada letra del parte. También debía asumir la redacción del oficio con la debida precaución para no equivocarse, ya que una letra errónea debía borrarse cuatro veces, distinguiendo entre copia y calco, copia y calco.

Esos pliegos blanquinegros avanzaban línea a línea en la máquina Olivetti, girando en el rodillo ante el tecleo disonante, pausando en cada renglón tras el sonido de la campanilla. Para los nuevos detectives, el arte de multicopiar un parte a la antigua es historia. Hoy, ante un error de tipeo se puede volver atrás, como habitualmente se estila al redactar un documento en formato Word. Antes se debía borrar con corrector líquido, agitando previa y rítmicamente el pomo de liquid paper, para luego estilar la condensada gota blanca que lucía en la punta del minúsculo pincel. La memoria de agentes más antiguos recuerda que antes se borraba con typex, una lengüeta de máscara blanca que se interponía entre el papel y el abanico de aceradas letras de la máquina de escribir, en cuyo procedimiento se debía volver a marcar el error, para emblanquecer la falta ortográfica, y continuar con el relato. Y al recapitular más atrás, los errores se enmendaban con el clásico lápiz goma, un celeste bolígrafo de madera, en cuyo corazón no había grafito oscuro sino alba goma de borrar, y que en su parte posterior disponía de un adminículo en forma de escobilla que permitía barrer los restos de goma que quedaban sobre el roneo.

Pero como el desabastecimiento era extremo, sucedía con frecuencia que en la sala de guardia no había ni corrector líquido, ni typex, ni lápiz goma. Ante ello, para borrar una letra mal tipeada, los policías con más experiencia borraban con el filoso borde de la hoja de la máquina de afeitar. El papel se raspaba suavemente, sin llegar a traspasarlo, pero con pulso de cirujano, royendo levemente la tinta marcada para luego superponer encima la letra correcta. Más de alguna vez sucedió que, tras el trabajo impecable de un detective raspando el papel, el torpe funcionario de guardia volvía a equivocar la letra, debiendo proceder de nuevo sobre el papel roído. Nunca nadie se dio por vencido y los documentos se entregaban a tiempo, en forma y fondo.

Durante esa policía, en la que la gomina y la colonia inglesa daban sello y distinción al agente, germinaron en el hampa delincuentes de bajo botín pero de reiterada frecuencia. Uno de ellos era el monrero, hábil criminal que entraba a las casas premunido de un diablito o una herramienta similar, haciendo palanca en alguna ventana o puerta para facilitar su ingreso y sustraer especies. Otro delincuente era el cartillero, sujeto que ofrecía cartillas a la salida de los hipódromos que promocionaban la apuesta clandestina. Las patinadoras, por su parte, eran esbeltas mujeres que adornaban las aceras nocturnas de la capital ofreciendo sus servicios sexuales. En este sórdido ambiente delictivo se hallaba al cuentero, llamado así por recurrir en sus delitos al “cuento del tío”.

Cambiazo y escapazo

La experiencia indica que existen varias acciones delictivas conocidas como cuentos. Su denominador común es la simulación de un acto aparentemente real, por un sujeto activo-participativo (delincuente), ante un sujeto pasivo (víctima) que se ve envuelto en la trama que, por su propia codicia, ingenuidad o confianza, es conducido al error (engaño, estafa). Estos elementos, “simulación y error[,] componen el desdoblamiento del engaño, ya que el primero crea una falsa representación de la realidad y el segundo es una consecuencia de la actividad desplegada para simular” (Erazo et al., 1995, p. 3).

Más allá de la escueta definición del Diccionario de la Lengua Española (RAE y Asale) que define cuento como “relación, de palabra o por escrito, de un suceso falso o de pura invención”, el cuento se puede configurar desde distintas figuras delictivas. Sus distintos matices moldean formas diferentes del engaño, según la relación entre el sujeto activo, el pasivo y sus resultados. Cuando el cuentero, por ejemplo, simula la condición de empleado para acceder maliciosamente a una casa y sustraer especies de propiedad ajena, fingiendo ser carabinero, empleado de teléfonos o de una corporación de caridad, se trata de “usurpación de funciones” (Cavada, 1934b); cuando el cuentero ofrece a su víctima una especie o bien mueble de ciertas características y en último momento lo cambia por otro de menor cuantía, se habla del “cambiazo”, con su consiguiente “escapazo” cuando se aleja raudamente de la víctima para no ser apresado; cuando el criminal ofrece el envío de una encomienda tras el depósito del monto asociado a la venta, sin cumplir lo pactado o cumpliendo a medias con el trato, se trata de una modalidad de “estafa”.

La variante a considerar en estos relatos se asocia al fraude que se comete mediante el engaño. A precisar, según el cuerpo normativo vigente, toda estafa es una especie de engaño, pero no todo engaño es una estafa. De hecho, el título respectivo del Código Penal se intitula “estafa y otros engaños”. Dicho término se asocia al timo, que para Julio Vicuña (1910) “es sinónimo de robo y estafa, nombre con que en el caló jergal se designa el cuento del tío” (p. 138).

Al mirar concienzudamente el cuento para su análisis policial, se logra identificar cuatro elementos. La citada simulación, que se da cuando el engañador hace aparecer un hecho como real cuando en realidad no lo es. Este embuste no basta para construir una simulación, pues esta debe ir acompañada de artificios o falsas apariencias externas que induzcan a la víctima a formarse, por sí misma, una representación o juicio de la realidad que no corresponde con ella.

El otro elemento es el ya mencionado error, considerado como una falsa representación en la que se ve inducido un sujeto pasivo ante el amplio panorama de apariencias que ejecuta el sujeto activo, como consecuencia de la dinámica entre ambos. La disposición patrimonial es otro elemento del cuento, que constituye el acto de voluntad por el cual la víctima provoca una disminución de su patrimonio, ya sea mediante la entrega directa de dinero o de cosas, la adquisición o renuncia de un crédito o de una simple omisión, como el no reclamar un derecho dentro de un plazo legal.

Y el cuarto elemento es el perjuicio, menoscabo en el patrimonio del sujeto pasivo en relación directa con la disposición patrimonial. Existe por tanto una relación de causalidad entre los elementos de simulación que inducen al error, provocando la disposición patrimonial que ocasiona perjuicio (Erazo et al., 1995, p. 5).

El cuento, por tanto, es un fraude que en la legislación chilena se circunscribe a lo expresado en los artículos 467, 468 y 469 del Código Penal, por cuanto el que defraudare a otro en la sustancia, cantidad o cualidad de las cosas que le entregare en virtud de un título obligatorio, será penado con diferentes tipos de presidio. Se incluye quien defraudare a otro usando nombre fingido, atribuyéndose poder, influencia o crédito supuestos, aparentando bienes, crédito, comisión, empresa o negociación imaginarios, o valiéndose de cualquier otro engaño semejante.

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