Kitabı oku: «Primera luz», sayfa 3

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—Lindo, ¿no?

Gira sobre sus talones, casi deja caer el vaso de leche. Dorsey está sentada en la sala a oscuras, acurrucada en el borde del sofá, las piernas dobladas cerca del pecho bajo la camisa de dormir de verano.

—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta él.

—¿Qué haces ? —contesta ella.

—¿Quieres galletas? —le ofrece, tendiéndole una.

—No me gustan. ¿Qué bebes?

—Leche.

—Claro, ¿qué iba a ser? Sí, tomaré un sorbo.

Él se acerca al lugar donde está sentada. En vez de ofrecerle el vaso, se lo apoya en la boca y lo inclina. Dorsey baja la cabeza y él aparta el vaso.

—Siempre el cura frustrado —comenta Dorsey. Su hermano le da la espalda y ella dice—: Qué vida tan secreta la tuya. A veces pienso que no te conozco en absoluto. No sé cómo sigues viviendo de esta manera. Ah, ¿cómo está Laurie?

—¿Por el moretón en la cara? Se lo pregunté. Dice que resbaló en el césped, pero que está bien. —Las descargas eléctricas detrás de una nube hacen que parezca un anuncio—. No se lastimó.

Ella inhala audiblemente, como si fumara un cigarrillo.

—En esta casa no hago más que pensar en mamá y papá. Hoy me he pasado el día viendo a mamá delante de la cocina, con un bol para mezclar ingredientes en una mano y uno de esos batidores de alambre que siempre usaba para los huevos en la otra. Y he oído esa voz suya, como de Estatua de la Libertad, diciéndome cuánto…

—No tenía voz de Estatua de la Libertad.

—El tiempo la ha magnificado. Creía en mí, ¿sabes?, y en todas las maravillas que haría en mi vida. —Cambia de postura en el sofá—. Siempre hablaba en voz baja, pero ahora, en mi recuerdo, es una voz altisonante. Muy altisonante. Como la de una estatua.

—Las estatuas no hablan.

—Oh, claro que hablan —dice ella, y los relámpagos restallan más cerca y más brillantes a sus espaldas—. Esta vez no hemos hablado, Hugh. ¿Cómo estás, en serio?

Él la mira en la oscuridad.

—Estoy bien.

Se da cuenta de que no le cree. Su silencio lo demuestra.

—¿Qué ocurre entre tú y Laurie?

—Nada.

—¿Por qué no disfruta de tocarte? Tengo la sensación de que ya no le gusta en absoluto.

—Basta. No digas una palabra más. Hay ciertas cosas que no puedes preguntarme.

—Eres demasiado decente, Hugh. ¿Cómo has llegado a ser tan decente? Antes no lo eras. No, eras calentón, vulgar y grosero. Te has vuelto esclavo de tu decencia, encanto.

—Es un matrimonio como cualquier otro —dice él, e intenta ver a su hermana con más claridad—. ¿Qué más has descubierto hoy de mi vida?

—Todo lo que estaba ahí —dice ella, sonriéndole con su peculiar y pícara sonrisa, sin mover más que la comisura derecha de la boca.

Se levanta y va a reunirse con él junto a la ventana. Durante unos segundos contempla las descargas eléctricas, pero parecen aburrirla. Empieza a tararear. Hugh no reconoce la tonada. Tararea en voz más alta y marca un paso de baile al ritmo de su propia música.

—Fox trot —dice rápidamente, procurando no romper el ritmo.

Alza los brazos y dobla los dedos a la altura de la cintura. Sus pies desnudos susurran y rozan el suelo de madera. Una triple descarga eléctrica a kilómetros de distancia la ilumina en tres posiciones distintas.

—A Simon le gusta bailar —dice—, pero yo me enseñé este paso. —Se detiene—. Tú ya no bailas, ¿verdad? —Él sacude la cabeza—. Eres tan serio —dice ella, y reanuda el baile—. Un adulto tan adulto. —Tararea «El Danubio azul» y da sola pasos de vals cerca de una mesita auxiliar. Vuelve a interrumpirse—. ¿Quieres probar?

—No.

—Es fácil —dice ella. A la distancia a la que estaría en una clase de danza, le toma la mano—. Observa. Un, dos, tres, un, dos, tres, vuelta, dos, tres, vuelta, dos, tres. —Él intenta seguirla, pero no puede—. Es tan simple… no hay que pensarlo mucho. Tiempo y espacio. Mueve el pie izquierdo hacia fuera, así. Un, dos, tres. ¿Ves? Vamos, Hughie. —Ella cuenta el ritmo dos veces más y luego se detiene. Aparta las manos, y el tarareo se desvanece—. Hay que bailar de vez en cuando —dice—. Sola o con desconocidos, no importa, hay que hacerlo. Incluso cuando no hay música. Especialmente cuando no la hay. —Respira con suavidad—. Crees que esto es muy propio de Dorsey, ¿verdad?

Él se encoge de hombros.

—Confía en mí por una vez. A veces hay que estarle agradecida a Simon por los pasatiempos que sugiere.

—¿Hay que estarle agradecida?

Ella está ante la ventana, mirando al exterior.

—A quién ame es asunto suyo —dice Dorsey, dirigiendo las palabras a su hermano—. Asunto suyo. Sé quiénes son porque me lo dice. Ya no me importa que Simon ame a tantas personas distintas. Sé que esta vez no me lo has preguntado, pero me lo preguntaste antes, así que te lo digo ahora. Simon se enamora. Así me enganchó a mí. Para él el mundo es un jardín. Va por ahí arrancando esta flor, aquella, la de más allá. —Sus manos arrancan flores imaginarias—. Le digo: «Simon, no te agarres ninguna enfermedad». Él me asegura que tiene cuidado. Le creo. Eso es todo lo que te contaré.

—Si las cosas son tan maravillosas, ¿qué haces aquí en plena noche?

—No estoy durmiendo porque nunca duermo.

Hugh hace un gesto de asentimiento.

—Comprendo.

—Y no estoy acostumbrada a esta casa —le dice—. Hay demasiados fantasmas. No me importa lo amables y cariñosos que sean.

Él mira por la ventana. Piensa que en el campo, a lo largo de todo el condado, los agricultores están de pie ante las ventanas de los dormitorios, respiran ligeramente y contemplan el cielo con la esperanza del aguacero repentino, el chaparrón inesperado.

—Lo único que siempre he querido —dice, de pronto, temeroso de su propia generalización— era tener la certeza… de que estabas bien. Ya sabes, a salvo.

—Es tierno. Pero nunca servirá de nada. Conmigo no. Nunca ha servido. Además, no hay seguridad en la seguridad, así que no hay motivo para que no viva con Simon. Tú y yo, Hugh… nos hemos divorciado, ¿no? ¿Pueden divorciarse los hermanos y hermanas? Creo que pueden, y creo que nosotros lo hemos hecho.

Besa a su hermano en la mejilla y sube a la planta alta.

Él deja el vaso de leche sobre la mesa. ¿Por qué cada vez que hablo con ella me ataca por el lado más vulnerable?, se pregunta. Ha sucedido tantas veces que nadie sabe ya cuántas son. Todas las cuentas están saldadas.

Mira la hierba y cree ver tenedores de plata tirados en el césped, iluminados por las descargas eléctricas que, a gran altura, dan aspecto de blanco y negro a la parte trasera del jardín, un paisaje de metal bruñido. Las llaves. Las llaves de Hugh aún están por algún sitio en el césped, al extremo de un arco que empezaba en el tejado. Impaciente consigo mismo mira al techo —«Amo mi paracaídas»—, abre sin hacer ruido la puerta trasera y sale al jardín. El cálido aire nocturno de la noche veraniega le pesa contra la piel como una zarpa. Por encima de él, junto a la ventana del primer piso, su hermana lo mira, y él la ve ahí, una pequeña figura familiar vestida de blanco, en la habitación donde creció mucho tiempo atrás. La saluda agitando la mano, pero ella se retira como si no lo hubiera visto. Cuando oye el trueno, Hugh se agacha y empieza a buscar sus llaves, las del coche, las de la casa, las del garaje, la de la puerta de su oficina, la que abre una cerradura que ha olvidado y la que se olvidó de devolver al recepcionista del motel a treinta kilómetros de la ciudad, y a la luz del relámpago siguiente ve una rana y lo que cree podría ser una culebra pero, cuando le cae la primera gota de lluvia en la espalda, no ha encontrado lo que busca aunque sabe que lo encontrará en cualquier momento.

2

—Vino blanco común y corriente —dice Dorsey cuando Simon le pregunta por su bebida alcohólica predilecta.

Recorren otros ochocientos metros antes de que Simon le pregunte por la marca de sus caramelos preferidos. Antes de responder, Dorsey mira un silo, el armazón de madera putrefacta de una valla publicitaria que, sin la superficie, solo enmarca los pinos achaparrados que se alzan detrás:

—Almond Joy.

Mientras avanzan por las rutas secundarias de Ohio camino de la casa de Hugh y Laurie donde celebrarán el 4 de Julio, Dorsey y Simon se entretienen con el juego de las preferencias durante tanto tiempo como nuevas categorías se le ocurren a él. Al cabo de una hora, Simon se sume en el letargo del viaje, y las manos sujetan lánguidamente el volante. Los dos miran en silencio lo que Ohio ofrece a la vista. Han avanzado por las rutas del condado, las colectoras, y los caminos que lindan con otros municipios, en dirección noroeste. Por principio, Simon nunca utiliza autopistas ni mapas. Dice que los mapas acaban con toda la creatividad del acto de llegar a alguna parte. ¿Qué sentido tiene viajar si ya sabes adónde vas? Para orientarse utilizan el ángulo solar y una brújula metida en una esfera llena de agua pegada al parabrisas con una ventosa negra.

Noah duerme en el asiento trasero, con la visera de su gorra de los Red Sox de Boston sobre los ojos.

—Hugh —dice Simon, de pronto otra vez despierto, pronunciando el nombre de su cuñado como si hasta el nombre fuese de dudoso gusto.

Mira la carretera y pronuncia el nombre de Hugh tres veces, con diferentes entonaciones: proyecta los sonidos como un gruñido, un suspiro y el canto sereno de un pájaro.

—Vamos —dice Dorsey—. Solo vamos a estar con ellos uno o dos días. Bien puedes tolerar a mi hermano durante ese tiempo.

—No es que me importe tu hermano —le dice Simon, aferrando de nuevo el volante con fuerza—. Lo que no me gusta es cómo se comporta. Ni su aspecto. Esas cejas juntas. Es tan serio. Y encima tan decente. Sabes que no soporto la decencia. Me pone los pelos de punta.

Pasan ante una granja, donde el maíz llega a la altura de la cintura, es verde claro y está seco. Al borde del campo hay un letrero de Dekalb, con la marca grabada en una mazorca y las hojas abiertas a los lados como alas. Dorsey se mira las uñas.

—No te gusta la gente predecible, cariño —comenta—. Eres un fetichista de la sorpresa.

—No es fetichismo. Es un antojo. Es distinto. No es que tu hermano sea soso. La sosería no me importa, incluso a veces me gusta. La sosería puede ser bella. ¿Recuerdas a Sandra?

—¿La Sandra de Sausalito? —pregunta Dorsey.

Simon asiente.

—Era enternecedoramente sosa —suspira.

—No, no lo era —objeta Dorsey—. Era lánguida. Es distinto. ¿No recuerdas? La conocí. Una vez los agarré. Estaba acurrucada en el sofá, tomando esa bebida con alcohol que preparabas y llamabas sangría. Ella usaba una falda de seda violeta y blusa sin corpiño. Sí, la recuerdo. Pero escucha, no tienes que esforzarte por ser sociable. Puedes quedarte en la habitación y estudiar tu guion. Nosotros nos vamos a entretener. No tienes por qué interactuar, cariño. Puedes quedarte en tu habitación.

Simon vuelve a asentir, complacido por la idea, y empieza a tararear «In my Room» de los Beach Boys. Se le ha despejado el rostro. Tiene una cara más ancha de lo corriente, apropiada para el escenario, de frente alta y una mata de pelo sin nada de particular. Todos dicen que Simon se parece… a alguien que están seguros de haber visto antes. Unos dicen que a Alan Arkin. Otros que a Anthony Perkins o a Glenda Jackson. Siempre lo reconocen, pero sin saber de dónde. Simon posee esa característica: normalmente se parece a otra persona. Como un industrial muñeco de plástico, carece de semblante propio. No deja nada en la memoria visual.

—Toda la gente sosa y formal debería juntarse en una convención —dice Simon, girando el volante para tomar una curva suave en forma de S alrededor de un lago turbio y verdoso, donde solo se ven dos embarcaderos en una minúscula ensenada cubierta por las hojas flotantes de los lirios de agua—. Podrían elegir a tu hermano rey supremo de la sosería. No —dice, y de repente parece animado—, no el rey supremo. El papa. El terrible papa del letargo.

Dorsey lo mira.

—Odio cuando te esfuerzas por encontrar adjetivos malintencionados. No es una característica precisamente seductora.

Simon se ríe con la boca cerrada, en silencio. Finge encorvarse sobre el volante como un troll satisfecho de su propia vileza. De repente, unas manos que se extienden desde el asiento trasero golpean los hombros de los dos. Dorsey se vuelve y ve que Noah señala muy excitado un cartel publicitario al lado de la ruta, tres líneas de texto sobre tres tablas rojas.

Ciudad de las Caracolas

Maravillas de las profundidades

3 kilómetros

Noah levanta las manos en el aire. ¡Paren ahí!, dicen las manos. Dile a papá que pare ahí.

Dorsey se vuelve a mirarlo.

¿Tienes que ir al baño?, pregunta.

No. Quiero parar. Quiero ver las caracolas.

—¿Qué es lo que quiere? No puedo leerle las manos en el retrovisor.

—Quiere que paremos en el lugar ese de las caracolas.

—Ah.

La expresión de troll desaparece del rostro de Simon y adopta aire de padre satisfecho e interesado. Toma el volante con la mano izquierda y levanta la derecha.

Pararemos, indica la mano.

Tesoros de las profundidades

Gigante que come almejas

Ciudad de las Caracolas 1,5 kilómetros

—Parece la clase de lugar que me gusta —dice Simon a Dorsey—. Estoy deseando ver a ese hombre que se come la almeja. Uno no ve gigantes que…

—De todos modos necesitamos un descanso —dice Dorsey, interrumpiéndolo, haciéndolo callar—. Tal vez nos enteremos de dónde estamos.

—Eso es hacer trampa —le dice Simon y se desliza la mano por el cabello con gesto petulante—. Eso sería un fraude. Ya conoces las reglas, cariño. Nunca les pedimos indicaciones a los desconocidos. Sabemos que estamos en Ohio, ¿no? Entonces, ¿a quién le importa dónde estamos? No te atrevas a preguntarles cómo llegar adonde vamos. De todos modos no lo sabrían.

¡40 000 conchas marinas!

Agua helada gratis

Ciudad de las Caracolas 500 metros

Se detienen en un estacionamiento polvoriento en dos de cuyos lados hay una valla de estacas con la pintura descascarada. En el estacionamiento hay un solo vehículo, un Hornet desvencijado y oxidado color anaranjado; el paragolpes trasero está sujeto a la carrocería con alambre y sogas. La entrada a la Ciudad de las Caracolas está completamente abierta, como los puestos de frutas, y hay una vitrina llena de piedras pulidas junto a un exhibidor de postales circular, un carrusel de escenas del Ohio rural y urbano. Detrás de la caja hay un hombre corpulento y calvo, con una colilla de cigarro entre los dientes. La tonalidad rojiza de su cara, unida a varias manchas en la piel, le dan el aspecto de una manzana demasiado grande e irritada. Apoyado en el mostrador, fuerza una sonrisa cuando entran Simon, Dorsey y Noah. Sus enormes y musculosos antebrazos están abiertos sobre el periódico. Por encima de él, en un estante, la radio emite música country-western: Hank Williams, Jr.

La Ciudad de las Caracolas es una única y amplia sala con mesas largas compartimentadas y ubicadas a ambos lados de los pasillos. Las caracolas grandes están dispuestas en hileras paralelas; las pequeñas, así como las piedras pulidas, están separadas sobre las mesas, de modo que las más baratas son las más cercanas a la puerta. Ceniceros turísticos en forma de manos con las palmas hacia arriba, relojes de broma cuyas agujas se mueven al revés, mantelitos individuales, saleros y pimenteros de cedro se agrupan a lo largo de la pared norte.

Dorsey examina seriamente la pila de mantelitos plastificados en colores Kodachrome: el oeste de Colorado, la bahía de San Francisco, Mount Rainier. Los deja y mira el termómetro engastado en un perro de hierro colado que cuelga de la pared cerca de la entrada (28 °C en la Ciudad de las Caracolas) y se encamina al lugar donde está Noah, con los dedos dentro de un pequeño recipiente de caracolas. El aire huele a tierra fertilizada y a souvenirs de madera barnizados. La música country-western, ahora una canción de Tammy Wynette, parece mucho más alta que antes, mucho más alta de lo que tiene derecho a estar la radio en un lugar público. Dorsey se estremece ante esa alteración de la normalidad y empieza a oír los sonidos que producen todos los objetos de la Ciudad de las Caracolas. Pero en realidad lo que oye no es sonido, es una sensación inaudible de los artefactos de la tierra y el océano. Gastrópodos del Atlántico, conchas de ostras del Pacífico, ágatas pulimentadas del lago Superior, pepitas de oro de Nevada, del tamaño de una pulga, reluciente pirita de California, cristales de cuarzo amarillo procedentes de cuevas subterráneas, todo repercute en los oídos de Dorsey como un coro inanimado y silencioso de anhelo inorgánico de estar en cualquier otro lugar menos ahí, en ese sitio donde los han clasificado en grupos y puesto a la venta. Una violación de los elementos.

Está a punto de ir a reunirse con Simon cuando Noah, que todavía sigue a su lado, toma una caracola de superficie lisa con manchas marrones.

¿Qué es esto, mamá?

Ella mira la etiqueta. Las vibraciones de nostalgia se desvanecen. Es una voluta de Juno, dice ella, deletreando el nombre.

¿Qué es una voluta?

Una espiral. Cualquier cosa que gire, responde ella. Como esto. Mantiene el dedo índice en el aire y, al mismo tiempo, lo hace girar y lo levanta, un gesto como festivo.

¿Y esto? Él señala una concha marrón y nudosa.

Una caracola luchadora, dice ella.

¿Lucha? ¿Cómo lo hace? No entiendo.

No lo sé, responde Dorsey. Seguramente el que lucha es el macho.

¿Y esto?

A esto le llaman cono alfabético.

¿Dónde están las letras?

No son letras de verdad. Solo parecen letras, dice ella.

Quiero quedármela.

¿Por qué?

Para dársela al tío Hugh.

¿Por qué quieres hacer eso?

Porque lo quiero, dice Noah con las manos: el pulgar en el corazón, el índice de un lado a otro de la frente, los brazos cruzados, el índice hacia fuera.

Dorsey mira la cara de su hijo. Noah es un chico corriente, de cabello revuelto, con costras en los codos y agujeros en la boca, ahí donde aún no le han salido los grandes dientes, en grupos irregulares. Tiene salido del pantalón el lado izquierdo de la camisa. Lo mismo que los caballos, necesita una cepillada. Y además es sordo, un hecho que Dorsey nunca olvida pero que ha conseguido no convertir en obsesión. Insiste en considerarlo un chico normal con una inteligencia por encima de la media y solo se asombra en momentos como este, cuando su hijo muestra una generosidad y un afecto gratuitos.

Dorsey toma la caracola. Es tan suave al tacto que parece artificial. Se la acerca a la nariz, confiando en percibir un dejo oceánico, salobridad de percebe y ostra. Pero en su largo recorrido desde el océano hasta Ohio el agua hirviente o el jabón la han despojado del olor. Se inclina sobre el recipiente de veneras y luego sobre el de caracolas en espiral. «¿Dónde está el maldito océano?», musita para sus adentros. Todavía con el cono alfabético de Noah en la mano, pasa al recipiente de lapas, conchas en forma de sombrilla amontonadas como coches de juguete de plástico en una tienda de chucherías y, una vez más, intenta percibir algún olor oceánico a varias brazas de profundidad, un aroma picante y primigenio. Pasa ante los recipientes de gastrópodos de concha redonda y lisa, las almejas venus, los buccinos pigmeos. Entonces encuentra las piedras. Desliza la mano suavemente por la malaquita, el cuarzo rosado, las sanguinarias, el jaspe y el ónix, las ágatas con franjas de México y las ágatas con ojos de Brasil. Toca la hematites pulida, las puntas de flecha y los trozos de pedernal. Hunde la mano en un montón de mica alisada y se lleva las piedras a la nariz. No huele nada, las piedras y las conchas no tienen ni rastro de aroma.

Se acerca al mostrador y paga setenta y cinco centavos por el cono alfabético al propietario de aspecto furibundo. El hombre está metiendo el dinero en la caja registradora cuando ella le dice:

—Sus caracolas no huelen a nada.

El hombre sacude la cabeza sin mirarla.

—Las han limpiado —dice—. Se las compramos limpias al proveedor.

Introduce la caracola en una bolsita de papel marrón, la cierra y se la da.

—Debería dejar algunas sucias —le dice Dorsey, tratando de hacerse oír por encima del estrépito de la radio—. A sus clientes les gustarían más.

El hombre la mira, su cuello ancho y musculoso se enrojece. Los ojos oscuros la examinan de arriba abajo y, casi con la misma rapidez, la ignoran.

—Es antihigiénico —dice.

Se lleva de nuevo el cigarro a la boca y lo enciende.

Ella se da cuenta de que es arrogante, con toda la agresividad sin objetivo del hombre físicamente fuerte que dirige un negocio que anda mal. Decide decir lo que piensa.

—Dígame, ¿qué demonios es una caracola sin el maldito mar?

—Cuida las formas, Dorsey.

Simon, que está detrás de ella, lleva en la mano una taza de café que tiene impresa en un costado la imagen del cardenal, el ave que representa el estado de Ohio.

—Aquí no aceptamos esa manera de hablar —dice el propietario, al tiempo que se levanta y apunta a Dorsey con su abdomen protuberante—. Será mejor que se pongan en camino.

Por reflejo, aprieta el puño de la mano derecha. Los mira furibundo. Como cinta que se desenrollara sale de su boca el humo azul del cigarro.

—Vámonos —dice Simon. Deja bruscamente la taza sobre el mostrador y, seguidos por Noah, conduce a Dorsey al estacionamiento de la Ciudad de las Caracolas, bajo la luz cegadora del sol. Antes de que Dorsey pueda decir palabra, Simon la rodea con los brazos—. Por eso lo llaman trampa para turistas, cielito. Cuando caes en ella, te parte el corazón.

—Todas esas piedras y caracolas, Simon —dice ella—, son reliquias, parecen reliquias, no existe ninguna razón para que estén aquí, no quieren estar aquí, deberían volver a la tierra, al mar. Sin etiquetas de precio, sin pulido, sin limpieza. Vender conchas marinas en Ohio… es tan… Dios mío, es tan norteamericano…

Simon se rasca el cuello.

—Y dices que yo me esfuerzo por encontrar adjetivos malintencionados. —Le dirige una mirada estudiada, ve que está enojada pero no abatida, la besa y la suelta—. Te vi husmear esas conchas como un cerdo en busca de trufas y me dije: «Simon, saca de aquí a la mujercita y el pequeño león y retomen la pantomima rutera».

Suben al coche, Simon lo pone en marcha y salen a la ruta. Dorsey extrae la caracola de la bolsa y la coloca en el tablero, sobre las rejillas del desempañador, donde rueda a su gusto de un lado a otro cada vez que hacen un giro repentino en su deambular a través del norte de Ohio, a fuerza de prueba y error, aproximándose poco a poco a la casa de Hugh en Five Oaks, Michigan, donde pasarán el 4 de Julio.

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