Kitabı oku: «Primera luz», sayfa 5

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—De acuerdo. —asiente Hugh—. Hay un aro y un tablero fijados en el techo del garaje. En cualquier caso, usted fue el primero de la familia que llegó a la universidad. Tomó distintos cursos, pero sobre todo los de psicología, a fin de poder comprender por qué había llegado a ser así, tan poco corriente. Le gustaban las chicas, pero no tanto como para no poder prescindir de ellas. No se quedaba despierto por la noche pensando en ellas, como les ocurría a sus amigos. Después de graduarse, tomó los hábitos. Toda su extensa familia, todos sus primos asistieron a su… ¿cuál es la palabra?

—Ordenación.

—Eso es. Ordenación.

Hugh se detiene. Ha ido demasiado lejos. La cara del sacerdote ha enrojecido —en el fondo funciona la alquimia facial— pero ahora Hugh ve que el color aparecido en manchas variopintas, allí donde el acné ha dejado cicatrices que hacen pensar en un mapa estelar, refleja humor y regocijo. El sacerdote se está riendo. La risa surge impetuosa desde el estómago. Pone la mano en el alféizar de la ventana para apoyarse un momento. Tose dos veces. Busca a tientas un pañuelo en el bolsillo de la sotana. Se limpia la boca.

—Sí que tiene el don —dice.

—¿He acertado?

—En parte —dice el sacerdote—. Algo de lo que me ha dicho es cierto, no le diré qué. Pero hay una última cosa que me gustaría saber. ¿Dónde ha aprendido a hacer eso?

—Lo aprendí de mi madre. En mi familia abundan los videntes fracasados. Y soy vendedor. —Le tiende la mano y el cura se la estrecha—. Gracias por dedicarme su tiempo, padre.

Hugh gira sobre sus talones y, aspirando por última vez el aroma a madera de pino, se dirige a la puerta cuando el sacerdote le dice:

—¿Seguro que no quiere ir de pesca uno de estos días?

—Lo llamaré —responde Hugh, sin volverse. Luego, cediendo a un impulso, sí se vuelve para echarle una última mirada al sacerdote—. No vaya a bendecirme —dice—. No rece por mí.

Hugh cree oír que el cura replica «no lo haré», pero a lo mejor solo es su imaginación, porque ya está a medio camino del coche, que irradia oleadas de calor bajo el sol veraniego. Al abrir la puerta mira la iglesia y ve al padre Duquesne en la ventana trasera, mirándolo a su vez, con la cara reticulada y coloreada por los segmentos de vidrio repartido. El sacerdote sonríe y agita la mano que, atravesada por los marcos del vidrio, parece quebrada y espasmódica, como vista en una película empalmada una y otra vez que ha sido pasada demasiado a menudo por el proyector.

Conduce a lo largo de treinta kilómetros desde Five Oaks en dirección sur por la autopista interestatal, hasta que se desvía por una salida a la altura de un Holiday Inn. Es al comienzo de la tarde. Toma una habitación simple, da la vuelta con el coche hasta la puerta de acceso y entra. Enciende el aire acondicionado. Se quita los zapatos, se tiende en la cama y yace durante casi media hora. Le encantan las habitaciones de motel, siempre le han gustado. Contempla el papel de la pared, con el dibujo de un canal veneciano, sin que falte la góndola ni el gondolero, en burdo y rudimentario estilo impresionista. Marca un número, no obtiene respuesta y marca otro. Al cabo de una hora oye golpes en la puerta. Se levanta de la cama, abre y franquea la entrada en la habitación a una mujer alta, de aspecto discreto y muy elegante. Una vez adentro, se besan. Ella lleva una pequeña bolsa de papel madera, de la cual saca una botella de vino rosado. Brindan con los vasos del baño, se desvisten y se meten en la cama.

Los dos permanecen unas horas en la habitación. Hablan, hacen el amor, hablan un rato más, dormitan. Cuando Hugh despierta de uno de esos breves episodios de sueño, mira a la amante, la mujer de pelo y ojos castaños tendida a su lado. Está mirando la televisión, una película de gánsteres en blanco y negro. Mantiene el sonido bajo para no molestar a Hugh. Mientras mira la película despide partículas cargadas de satisfacción femenina, que Hugh nota en los hombros. Cuando pone la mano sobre la delgada y delicada cintura de la mujer, cruza por su mente la imagen del joven sacerdote, el padre Duquesne, saludándolo detrás de la ventana de vidrio repartido. Un saludo, se dice; no una bendición.

Está aturdido, un poco trastornado. La sensación es similar a la del desfallecimiento que experimentó en la sala de exposición esa misma mañana.

Durante toda su vida ha querido ser un hombre bueno, un soldado del ejército de la ternura. Sin embargo, aquí está, en esa habitación de motel patéticamente aterciopelada. Quienes dictaminan cómo ha de ser un hombre bueno desaprueban semejante conducta. Ellos mismos se han adjudicado autoridad para juzgar; igual que los gánsteres de la película en blanco y negro, también ellos salen en televisión. Para pasar las largas horas del día, Hugh necesita ayuda y el amor, sea cual fuere su origen, ayuda a pasar el tiempo. Cree en el amor, en dar tanto amor como tiene, como puede encontrar. Pero debe de haber algo equivocado en las formas de su afecto. Mientras contempla el cabello enrulado de su amante, piensa en cómo se aleja la gente de lo que él les ofrece. No lo necesitan. Pero Noah, su sobrino Noah, no lo hace. Hugh se recuerda a sí mismo que debe comprarle un regalo a Noah para dárselo cuando llegue, tal vez una pelota de fútbol. Esta mujer ahora acostada con él tiene muy poco tiempo para dedicarle. Se queja de las llamadas que le hace, pero a veces va a su encuentro. Algo es algo. Le llena la tarde. Se inclina y, contra todo lo que el mundo cree que debería hacer, la besa en el brazo, justo bajo la muñeca. La piel de la mujer, minutos antes humedecida de amor, ahora está seca. Le deja un sabor ligeramente ácido en la lengua, a sal, a agua salada, que a Hugh le evoca el mar.

SEGUNDA PARTE

4

A Dorsey le gustaría empezar diciendo a sus alumnos: imaginen el universo, su tamaño colosal. Imaginen las energías en la interacción de las partículas al combinarse y volverse a combinar. Imaginen los rasgos de las puras singularidades, la fluctuación de las ondas y la forma del espacio-tiempo de Sitter. Le gustaría ponerse ante ellos y dar a estos chicos de cabeza dura una buena dosis de asombro. Sin usar la tiza ni una sola vez, les hablaría de la posibilidad de un universo, tal vez el que habitamos, atrapado en un falso vacío del campo de Higgs. ¿Qué ocurriría entonces?, les preguntaría, y nadie le respondería. Bueno, podría iniciarse el proceso de apertura de un túnel a través de la barrera de energía, hasta que el universo llegara al estado del auténtico vacío. Imaginen eso.

Le gustaría decir algo acerca de las metáforas del espacio. No lo hará, pero le gustaría. En muchas religiones se considera al sol un análogo de Dios y, en ciertos cultos del Cercano Oriente —los cultos del fuego que interesaron a Nietzsche—, el sol es una deidad, origen de toda energía, calor, luz y vida. Una fuerza masculina, este sol, contrarrestada por la luciente luna femenina, mutable, rosa pálido en el horizonte, blanco grisáceo en lo alto, plateada de día. La luna es amiga de las mujeres. Su atracción, su capacidad de tirar de los objetos hasta acarrearlos a sí misma, es tradicionalmente una metáfora de la fuerza femenina. Los amantes conocen y entienden a la luna como signo del amor: un cliché, desde luego, pero un cliché que no se desgasta. «La luna», suspiran, eternamente.

Si el sol es Dios, ¿qué es entonces un agujero negro? ¿Qué es este llamémosle objeto aunque carezca de las cualidades del objeto, qué es este objeto capaz de atraer la materia hacia el interior de su horizonte eventual y hacerla desaparecer? ¿Es primitivo e ingenuo decir que la física ha descubierto por fin la física de la nada? Sí, es ingenuo decir tal cosa, pero si Stephen Hawking está en lo cierto y finalmente los agujeros negros se evaporan y estallan, ¿cómo entendería el fenómeno una mente que ha convertido al sol en dios? Steven Weinberg, ganador del premio Nobel, dice que cuanto más comprensible parece el universo, tanto más parece carecer de sentido. ¿Cómo encajaría en esa mente la idea de que el universo es cerrado y finito y que, llegado a cierto punto, volverá a contraerse para expandirse de nuevo? ¿Y si el universo se encontrara en un proceso infinito de expansión y contracción, si fuera como los fuelles de un acordeón que se tocara a través del tiempo de la creación, el tiempo de su destrucción y el de su recreación? Ah, niños, le gustaría decir a Dorsey, mirándolos severamente a la cara, ¿para goce de quién se está tocando esta melodía cósmica?

Dorsey no dice tales cosas. Es profesional y sabe qué es lo que debe hacer. Además, la clase está llena no de niños sino de ambiciosos jóvenes con empuje, las mentes como calculadoras, calculadoras a las cuales no conmueven las metáforas, pero que sí pueden cuantificar fácilmente salarios, extras y beneficios.

Está escribiendo en un aula universitaria de Buffalo:


donde H(t) y ρ(t) son los valores de la «constante» de Hubble (los alumnos saben, porque ella lo ha explicado, que no es en absoluto una constante) y la densidad de masa cósmica en el tiempo t. Se está llenando de polvo de tiza las mangas de la blusa. Ahí está ella, el cabello tirando a rubio muy corto, los ojos rodeados por aureolas de insomnio, explicando la función de esas fórmulas a los estudiantes, una mezcolanza internacional de hombres brillantes, desaliñados, con cara de pocos amigos, y tres mujeres, a ninguno de los cuales, probablemente, les había enseñado física hasta ahora una mujer. El curso es Física 501, Astrofísica, que incluye espectroscopia atómica, mecánica cuántica, evolución estelar, la teoría general de la relatividad y una introducción a las teorías cosmológicas recientes. La alianza matrimonial de Dorsey, y sus explicaciones de las materias, que imparte en tono ligeramente monótono, le otorgan una autoridad espontánea y desconcertante frente a la clase. Solo los más valientes hacen preguntas, procurando emplear el mismo tono monótono de ella.

Después de la clase quiere irse a casa (es un día sin reuniones del comité), pero al salir de la oficina se encuentra con Bobby Chin, que está trabajando por su cuenta en un problema de parámetros cosmológicos para una clase restringida de universos cerrados producidos por un Big Bang. Accede a hablar con él y a echar un vistazo a sus cálculos durante cinco minutos. Bobby pone cara larga. Dorsey piensa que en realidad los parámetros cosmológicos no le importan; lo que desea es estar más de cinco minutos con ella. Se le nota en el semblante el esfuerzo que hace por reprimir el deseo. Es un muchacho esbelto y buenmozo, el cabello negro como ala de cuervo y ojos a los que podría entregarse si ella fuese una clase distinta de persona y se permitiera hacer tales cosas. Examina los cálculos, que son excelentes aunque fallidos, y cierra un momento los ojos contra la fuerza de los sentimientos que sabe que tiene el joven. Eros y las matemáticas: en un posible universo, aunque no sea en este, los dos pueden encontrarse.

Por fin Dorsey conduce por la Main Street de Buffalo para recoger a Noah en la escuela, la Escuela Pendrick para Sordos, donde no se obliga a los alumnos a vocalizar ni a leer los labios un día tras otro. Aquí insisten en el sistema dual de lenguaje de señas y tanta lectura de labios y conversación como el niño pueda asimilar. Es una escuela milagrosa. Finaliza marzo y Noah sale corriendo del funcional edificio marrón, con el cierre de la campera bajado y trazando con los brazos alegres arcos en el aire desagradable y húmedo. Saluda agitando la mano a un grupito de amigos, sube al coche y besa a la madre en la mejilla.

Pronto están de regreso en su vieja y amplia casa alquilada frente al zoológico Delaware. Noah se queda en la planta baja, en el cuarto de juegos que hay al fondo, donde va a hacer construcciones con sus piezas de Lego Masterbuilder, mientras Dorsey sube a su estudio para abrir el correo. Simon ha salido. Simon suele salir sin dar explicaciones, que ella tampoco le pide, aunque deja números telefónicos en trocitos de papel fijados con imanes a la heladera. Esos números indican a Dorsey dónde puede encontrarlo: teatros, estudios, departamentos, lugares donde actúa. Lo importante de esas notas es que evidencian su regreso.

El correo consiste casi por completo en facturas, pero hay una carta dirigida a Dorsey Welch, no Dorsey O’Rourke, remitida desde California. El sobre es delgado como papel de seda, papel de carta europeo. La caligrafía formal y a la vez ampulosa, metódica pero con un toque personal, sin el mecanicismo del Método Palmer con el que aprenden a escribir los norteamericanos. Tampoco es tinta de bolígrafo sino tinta azul marino de la estilográfica de oro que, como Dorsey sabe, su corresponsal conserva sobre el escritorio en un estuche de plata grabada.

El tono de la carta es vehemente y otoñal al mismo tiempo. Quien escribe empieza afirmando que no dirá nada sobre su última llamada telefónica. Dice que fue un cruel malentendido y repite que no hablará del asunto. Sin ninguna transición anuncia que está aprendiendo danés para poder leer mejor a Kierkegaard, cuyos pensamientos sobre la fe y el cataclismo psíquico tiene afán de examinar en lengua original. En el mismo párrafo (es un hombre sin transiciones), dice que pronto se dedicará (de nuevo) al estudio del sánscrito, a fin de poder leer una vez más los Upanishads como deben leerse. Le gustaría leer el Panchatantra, cuentos de hadas en sánscrito, pero no cree que pueda alcanzar esa meta hasta dentro de tres o cuatro años.

Dice que el proyecto Oppenheimer sigue adelante, como siempre. Sobre su trabajo con las teorías cuánticas de Yang-Mills no dice nada.

Le pregunta a Dorsey cómo está. La formulación de la pregunta es amable pero también brusca: «Como sabes, tengo profundo interés por conocer tu estado. ¿Cuál es?». Dice, como le ha dicho en otras ocasiones, que una mujer con un potencial como el suyo y tan prometedora no debería vivir en una caricatura urbana como Buffalo. Le pregunta por Noah. Le pide por favor que le envíe una foto. No se interesa por Simon ni menciona su nombre.

Tengo aquí unas desagradables ecuaciones en las que he estado trabajando —sigue diciendo—. Tal vez me esté volviendo demasiado viejo para acechar y descubrir la banalidad elusiva de la verdad.

¿Estamos en el crepúsculo de la Era Científica? —pregunta de improviso—. La generación de datos se ha convertido en un juego fatigoso. Incluso personas educadas se cansan de la superabundancia informativa que la ciencia ha producido y de su sed de energías destructivas semejante a Kali. Este es un claro signo cultural. Por supuesto, es un error pensar que la física es un arte destructivo y, sin embargo, así es como la gente tiende a considerarla. No todas las personas con contrato del Departamento de Defensa son ingenieros. Al fin y al cabo, algunos se llaman a sí mismos físicos. Peor todavía, se consideran norteamericanos, con esa peligrosa inocencia. De acuerdo: si no hay nuevos datos, ¿qué hay?

Mientras lee la carta, Dorsey dice en voz alta: «¿Cómo voy a saberlo?».

El corresponsal sigue diciendo que lo que conseguiremos a partir de ahora es la organización de los datos, no datos nuevos, sino datos antiguos manipulados por los informáticos. El poder pasa de la ciencia —el descubrimiento de nueva información— al procesamiento de datos, información antigua utilizada de maneras nuevas. Esto significa que el espíritu humano está llegando al final de su tolerancia a los descubrimientos. Dice que los seres humanos quieren olvidar. La humanidad ha avanzado y ahora retrocederá. Han aprendido todo cuanto querían saber acerca del universo. En cualquier caso, es muy posible que los avances de la cosmología lleven pronto al final de la física tal como la conocemos. El final, el final, escribe.

Nuevo párrafo, uno corto. Pienso en el arco de tu pie —escribe—. Pienso en la estructura ósea del metatarso y la funda de piel pálida. Contigo, la oscuridad siempre se mantiene a distancia. Este párrafo concluye con una referencia a la poesía de los últimos años de William Butler Yeats.

Queda una página de la carta y la escritura se hace más pequeña, las letras parecen más algebraicas.

El corresponsal se queja de dolores, de rigidez artrítica en las rodillas y dolor en la parte inferior de la espalda. Dice que la física no es un campo apropiado para viejos obsesionados por su propio desmoronamiento anatómico. Dice que se ha librado de sus perras porque no podía sacarlas a pasear.

En el último párrafo afirma saber que ha divagado, pero que la cuestión es esta: ¿qué hay de los progresos profesionales de Dorsey? ¿Dónde están? ¿Tiene que amargarse innecesariamente la vida al permanecer en un campo que está provocando su propio fin? ¿No debería entregarse a los placeres y las vicisitudes de la vida corriente? Le dice que la vida es infinita y que no es ninguna vergüenza dejar de lado la ciencia para llevar una vida sin tormentos, sobre todo en una época tan degradada como la nuestra. Le dice que cuide de Noah, que no se olvide del niño y no permita que se nutra con las imbecilidades de estos tiempos. Ah, escribe, conteniéndose, estoy empezando a parecer un patriarca, y no tengo ningún derecho a hacer eso. Lo que soy, dice en la oración final, es alguien que te quiere (y subraya la palabra)… Carlo Pavorese.

Dorsey deja caer la carta sobre la mesa, cierra los ojos y cuenta hasta veinte. Se lleva la mano a la frente y le alivia comprobar que no está cubierta de sudor, ni caliente ni frío. Al otro lado de la ventana de la oficina un herrerillo vuela de una a otra rama del roble. Mientras lo observa, Dorsey nota la boca seca. Toma de nuevo la carta, mete en el sobre las hojas de papel fino y lo sujeta con ambas manos. Suena la bocina de un coche que pasa por Parkside y se sobresalta. Con la punta de los dedos mueve el fino papel del sobre adelante y atrás. El papel cruje rítmicamente y suena como una pequeña máquina. El sonido aumenta a medida que Dorsey tira con más fuerza de él y lo rasga ligeramente por la parte superior. Se levanta.

Va a la planta baja con la carta todavía en la mano izquierda, dejando pasar la barandilla fría bajo los dedos de la mano derecha. Logra serenar la respiración y entra en la habitación del fondo, donde Noah está jugando con las piezas de Lego que le envió el tío Hugh. Ya ha construido lo que parece ser la mitad inferior de una plataforma petrolífera motorizada.

Noah, le dice, salgo un momento a dar un paseo. Enseguida vuelvo. ¿Quieres venir?

No, mamá. Me quedaré aquí.

¿Quieres merendar?

Ya lo he hecho.

Papá volverá de un momento a otro.

Lo sé.

El chico ya le está dando la espalda. El barrio es seguro y no le importa quedarse solo unos minutos. Dorsey se pone el saco y se detiene en el pasillo, lleva todavía la carta en la mano izquierda. ¿Qué hacer con ella? Maldice y mete el sobre en el cuenco de cerámica que está encima del radiador. Ese cuenco es el lugar de los mensajes, el correo, las monedas sueltas y el dinero de las niñeras. Abre la puerta principal, aspira el aire del lago Erie y cierra la puerta tras ella.

Camina hacia el norte por Parkside, rumbo al zoológico. Se mira las manos, ve que tiene los puños apretados, las relaja y las mete en los bolsillos del saco. A su izquierda está la zona vallada para jugar a los bolos en el césped, con la hierba todavía parda y fangosa como la dejan los deshielos primaverales.

Cruza Parkside y entra en el parque zoológico Delaware. Desde cada rincón se expande el olor a maíz inflado, maní y estiércol de animales. Es un zoológico pequeño, de los anticuados, donde los animales, excepto los leones, ocupan jaulas estrechas y, o bien duermen, o bien miran con tristeza a los visitantes. Como es un miércoles de marzo por la tarde no hay muchos visitantes, pero Dorsey ve una pareja de adolescentes que se besa apasionadamente ante la jaula del gorila, como para provocar al animal a cometer alguna clase de violencia. Pero la vereda es gris, el cielo es gris, la mayoría de la gente viste los grises y marrones de la zona industrial de los Grandes Lagos y el gorila no se mueve.

¿Dónde están los leones? Dorsey quiere detenerse ante un león, aunque no está segura de qué hará cuando lo encuentre. Conoce el zoológico lo suficiente para ir al estanque de las focas, pero debe examinar las direcciones indicadas a un lado del puesto de maní para averiguar dónde están los grandes felinos. Una vagabunda vestida con parka larga demasiado grande mira a Dorsey y sigue rastreando el suelo en busca de maníes sin abrir. Encuentra uno cerca de un charco en la vereda, bajo la fuente de agua potable que desborda. Abre el maní, lo come y mira directamente a Dorsey: Estoy comiendo. ¿Qué haces tú?

El habitáculo del león es uno de los más grandes, semicubierto, y tiene una pendiente que sugiere las laderas de los montes africanos, con algunas rocas y palos ramificados que evocan árboles. Una fosa artificial, profunda e insalvable, separa a los leones de los visitantes, que son tres: Dorsey y dos agentes de policía que pasean en dirección al lugar donde se encuentra la jirafa. Con las manos en la barrera, Dorsey mira a través de la brecha hacia el único león que puede ver, una hembra. El animal está despierto pero al parecer inmovilizado, contemplando algo que está a la derecha de Dorsey. Ella se vuelve, no ve nada y mira de nuevo a la leona. El animal descansa, tendido sobre el abdomen como la Esfinge, con las patas delanteras extendidas, la cabeza alta, los ojos alerta. El pelaje amarillo dorado, pese a la cautividad del animal, muestra las protuberancias de los músculos que hay debajo. La leona vuelve la cabeza a la derecha, como si oyera algo procedente de esa dirección. No. Ahí no hay nada. Vuelve otra vez la cabeza y mira de nuevo algún objeto, visible o invisible, más allá de Dorsey. A Dorsey no la ha mirado, no parece verla. Todos los movimientos de la cabeza son lentos.

—Grrrr —ruge Dorsey en voz baja.

Tal vez la leona no la haya oído. Dorsey repite el gruñido, esta vez más fuerte, aunque sin gritar. No va dirigido a otras personas sino a la leona y, aunque el nivel de voz no es el que emplearía en una conversación, el animal sigue sin oírla o, si lo hace, no da ninguna señal de haberla oído. Dorsey se vuelve para ver cuántas personas la oirán. Percibe el ruido del tráfico, el de un elefante que barrita con desgana. No hay nadie en las proximidades, excepto la vagabunda, que farfulla para sí misma.

Dorsey abre la boca involuntariamente. Esta vez grita sin darse cuenta. De repente se percata de que está emitiendo sonidos vocales, fuertes y vibrantes, que resuenan al fondo de la escena pseudoafricana. Ahora la leona repara en ella. Sin apresurarse, vuelve la cabeza y fija la mirada en Dorsey que, intimidada, se calla. La mirada del animal, que Dorsey ya puede ver con claridad, no es vacua ni inexpresiva; es vigilante e inteligente, implacable: la cara de una anciana que ha viajado mucho. A la leona no parece sorprenderle que Dorsey grite, pero tampoco le interesa demasiado. Al cabo de unos segundos vuelve la voluminosa cabeza. Los ojos potentes y desatentos miran de nuevo lo que hay por encima del horizonte a la derecha de Dorsey, que se gira para ver y sigue los ojos de la leona hasta un álamo plantado en medio de la ancha avenida del zoológico. Una ardilla está encaramada en las ramas desnudas. Carrasquea, baja de una rama y sube a otra. Se mueve con el frenesí de las ardillas, todos sus movimientos son apresurados y espasmódicos. Dorsey mira por última vez a la leona, que a su vez mira a la ardilla con ojos calmos de depredadora. Luego bosteza, muestra los dientes enormes y afilados, la boca rosada y cavernosa. Dorsey se da la vuelta y regresa a casa.

Entra por la puerta lateral y enfrente, al otro lado de la vivienda, ve a Simon sentado en el suelo junto a Noah. Los dos trabajan en la plataforma petrolífera. Simon está pasando los hilos por la polea colgante. ¿Poleas? ¿Hilos? Tal vez la plataforma petrolífera se haya convertido en grúa. Dorsey entra en la habitación y se queda mirándolos. Trabajan en silencio, Simon señala y hace gestos, mientras Noah le responde con su lenguaje de señas. El gran talento de Simon para la expresión corporal le ayuda en estas situaciones. Noah y él pueden trabajar en proyectos así con más rapidez y eficiencia que Dorsey y Noah. Dorsey siempre trata de explicar las cosas con detalle, mientras Simon encuentra el gesto rápido, expresivo, acabado.

—Estás aquí —dice Simon, sin alzar la vista.

Noah mira brevemente a su madre y le sonríe.

—Tú también.

—Desde hace diez minutos. —Inserta una pieza cuadrada roja en otra triangular azul bajo una pequeña manivela, cerca del punto de giro de la grúa—. Vi la carta de Carlo. Es decir, la leí, como un fisgón. Ha sido una experiencia muy desagradable. Ojalá ese hombre tratara de utilizar clichés menos manidos. ¿Adónde fuiste?

—Fui a pasear hasta el zoológico —dice Dorsey—. Pasé uno o dos minutos gritándole a la leona.

Simon se vuelve con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Gritándole a la leona! Bien, Dios te bendiga y te guarde, cariño. Qué gran idea. La semana que viene haré eso. No me importaría que la leona me gritara a su vez. Por cierto, he empezado a hacer la cena.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es?

—Una especie de salsa para espaguetis con sutiles ambiciones. Está burbujeando en la hornalla. Pondré la pasta dentro de un minuto.

—Muy bien. Estupendo.

—Tu amigo Carlo —le dice Simon, todavía ensamblando piezas de la grúa— está adoptando un nuevo tono paternal y amistoso, a mi modo de ver, en absoluto atractivo. ¿Hay algo más fatigoso que un hombre que finge sabiduría? ¿Qué sabiduría? De todos modo la detesto, la sabiduría siempre es una pesadez. Es un genio, claro, todos sabemos que es un genio, nos lo han dicho demasiado a menudo: Carlo es un genio. Una suerte para él, pero no para ti.

Dorsey se sienta en el suelo.

—Ojalá supiera por qué hace eso. ¿Por qué no puede dejarme en paz?

—Es viejo, refunfuñón y artrítico. Deprimirte le produce placer. Y, por supuesto, todavía te quiere, a su manera refunfuñona y deprimente. Y tú… todavía lo escuchas cuando habla.

Noah se detiene, mira a Dorsey y le pregunta: ¿De qué están hablando?

De una persona. Un profesor que tuve una vez.

—La semana pasada me hicieron una oferta —anuncia Simon—. Me había olvidado de decírtelo. Aquel director de Minneapolis me ha ofrecido un papel en la obra de Joe Orton que está montando ese grupo relacionado con la universidad. Me pagarán a través del sindicato de autores. También necesitan ayuda para la dirección. Trabajo para un mes. Podríamos cargar el coche y pasar allá julio y agosto. Además, me han dicho que hay otros proyectos… quién sabe, incluso el Guthrie…

—Podríamos visitar a Hugh de pasada —dice Dorsey.

—Sí —dice Simon sin hacer más comentarios—. Pero volviendo a Carlo, no dejarás que su afecto te deprima, ¿eh? A la mierda con el señor Mago. No es más que un viejo escandaloso con suficiente cerebro para tres personas normales y no debes prestar atención a sus atenciones.

—No les hago caso —dice Dorsey, y la negativa hace sonreír a Simon—. De acuerdo, le hago caso. Todavía es importante para mí, lo admito.

—Escucha, estos generalísimos del intelecto tienen el corazón apergaminado. Créeme, el amor los confunde. Te tiene envidia. Pero tendrá que tragarse sus palabras, ya lo verás. —Pone una mano suavemente en la espalda de Dorsey—. ¿Cómo te sientes, cariño?

—Como una piltrafa.

—Yo tengo el remedio —le dice Simon—, pero tendrás que esperar.

—¿Qué tal tu tarde? —pregunta ella.

Simon suspira y levanta los ojos fingiendo exasperación.

—Ensayos, claro. Les digo una y otra vez, sin alterarme por supuesto y en mi mejor sotto voce que, si vas a interpretar una obra de Tennessee Williams, hay que reproducir el mal gusto con delicada exuberancia; la frecuencia apropiada de lascivia, de asquerosidades salidas del armario. Quiero decir, he representado antes La gata sobre el tejado de zinc caliente, pero nunca con un director que la considera comedia de salón y te da instrucciones sobre la dicción y la elocución. No es una obra refinada así que, para compensar, he sobreactuado un poco, ya sabes. Un toque de dramatismo.

—Bien.

—Durante los descansos entre ensayo y ensayo sirven infusiones de hierbas. —Simon fija el gancho de la grúa en el extremo del cordel de la polea—. Infusiones de hierbas, por Dios. Para que hablen de refinamiento narcisista. Les he preguntado a todos qué clase de hierbas son, pero nadie me lo dice. Probablemente es la mortífera belladona. Me preocupa que el pelo se me caiga a puñados. Esa infusión huele a repelente de mosquitos. Pronto solo seré capaz de hacer papeles de mayordomo.

Dorsey sonríe a su pesar. Simon se echa atrás, con expresión triunfal.

¿Soy tu bufón?, pregunta en lenguaje de señas.

Dorsey pone la mano en la nuca de Simon y atrae la cabeza hacia ella. Luego lo suelta.

Eres un irlandés de clase baja, le dice.

¿Soy tu urraca parlanchina?, pregunta Simon.

Sí.

¿Me quieres?

Eres tan sentimental.

¿Sí o no?

No voy a decírtelo.

Vamos. Purifícate el alma. No lo reprimas todo.

No. No te quiero.

Mientes.

De acuerdo. Es cierto. He mentido.

Lo sabía, dice él con señas.

Noah, que no les hace caso, pone en marcha la grúa. Los tres observan cómo baja la tolva la máquina de juguete, cómo recoge un bolígrafo del suelo, gira y lo deja caer en el regazo de Dorsey.

Durante la cena conversan siempre con lenguaje de señas. Entre bocados de los fettucini que ha preparado Simon, Noah les habla a sus padres de la chica que se sienta delante de él en clase. Les dice que al sonarse se limpia la nariz con la manga, donde queda moco pegado. El muchacho representa con gestos el ademán; tanta gracia le hace a Simon que muestra los dientes. Ella cree que no la veo, dice Noah, pero la veo. Hace otra mueca. ¿Cómo se llama?, pregunta Dorsey. Patty. ¿Patty qué? Patty Yzemberg, responde el chico, deletreando el nombre. Dorsey y Simon le miran los dedos, pensando que lo ha deletreado mal, pero no están seguros.

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