Kitabı oku: «Grandes Esperanzas», sayfa 3

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Joe me ofreció más salsa, pero yo temí aceptarla.

—Todo eso ha significado para usted muchas molestias, señora —dijo la señora Hubble, compadeciéndose de mi hermana.

—¿Molestias? —repitió ésta—. ¿Molestias?

Y luego empezó a enunciar un tremendo catálogo de todas las enfermedades de que yo era culpable y de todos los insomnios que ella había sufrido por mi causa; enumeró todos los altos lugares de los que me caí y las profundidades a que me despeñé, así como también todos los males que me causé a mí mismo y todas las veces que ella me deseó la tumba adonde yo, con la mayor contumacia, me negué a ir.

Creo que los romanos se debieron de exasperar unos a otros a causa de sus narices. Quizá por esto fueron el pueblo más intranquilo que se ha conocido. Pero sea lo que fuere, la nariz romana del señor Wopsle me irritó de tal manera durante el relato de mis fechorías, que sentí el deseo de tirarle de ella hasta hacerlo aullar. Pero lo que había tenido que aguantar hasta entonces no fue nada en comparación con las espantosas sensaciones que se apoderaron de mí cuando se interrumpió la pausa que siguió al relato de mi hermana, y durante la cual todos me miraron, mientras yo me sentía dolorosamente culpable, con la mayor indignación y execración.

—Y, sin embargo —dijo el señor Pumblechook conduciendo suavemente a sus compañeros de mesa al tema del cual se habían desviado—, el cerdo, considerado como carne, es muy sabroso, ¿no es verdad?

—Tome usted un poco de aguardiente, tío —dijo mi hermana.

¡Dios mío! Por fin había llegado. Ahora observarían que el aguardiente estaba aguado, y en tal caso podía darme por perdido. Con ambas manos me agarré con fuerza a la pata de la mesa, por debajo del mantel, y esperé mi destino.

Mi hermana salió en busca de la botella de piedra, volvió con ella y sirvió una copa de aguardiente, pues nadie más quiso beber licor. El desgraciado, bromeando con la copita, la tomó, la miró al trasluz y la volvió a dejar sobre la mesa, prolongando mi ansiedad.

Mientras tanto, la señora Joe y su marido desocupaban activamente la mesa para servir el pastel y el pudín.

Yo no podía apartar la mirada del tío Pumblechook. Siempre agarrado con las manos y los pies a la pata de la mesa, vi que el desgraciado tomaba, jugando, la copita, sonreía, echaba la cabeza hacia atrás y se bebía el aguardiente. En aquel momento, todos los invitados se quedaron consternados al observar que el tío Plumblechook se ponía de pie de un salto, daba varias vueltas tosiendo y bailando, al mismo tiempo y echaba a correr hacia la puerta; entonces fue visible a través de la ventana, saltando violentamente, expectorando y haciendo horribles muecas, como si estuviera loco.

Continué agarrado, mientras la señora Joe y su marido acudían a él. Ignoraba cómo pude hacerlo, pero sin duda alguna le había asesinado. En mi espantosa situación me sirvió de alivio ver que lo traían otra vez a la cocina y que él, mirando a los demás como si lo hubieran contradecido, se dejaba caer en la silla exclamando:

—¡Alquitrán!

Yo había acabado de llenar la botella con el jarro lleno de agua de alquitrán. Estaba persuadido de que a cada momento se encontraría peor, y, como un médium de los actuales tiempos, llegué a mover la mesa gracias al vigor con que estaba agarrado a ella.

—¿Alquitrán? —exclamó mi hermana, en el colmo del asombro—. ¿Cómo puede haber ido a parar el alquitrán dentro de la botella?

Pero el tío Plumblechook, quien en aquella cocina era omnipotente, no quiso oír tal palabra ni hablar más del asunto. Hizo un gesto imperioso con la mano para darlo por olvidado y pidió que le sirvieran agua caliente y ginebra. Mi hermana, que se había puesto meditabunda de un modo alarmante, tuvo que ir en busca de la ginebra, del agua caliente, del azúcar y de las pieles de limón, y en cuanto lo tuvo todo lo mezcló convenientemente. Por lo menos, de momento, yo estaba salvado; pero seguía agarrado a la pata de la mesa, aunque entonces movido por la gratitud. Poco a poco me calmé lo bastante como para soltar la mesa y comer el pudín

que me sirvieron. El señor Plumblechook también comió de él, y lo mismo hicieron los demás. Terminado, el señor Pumblechook empezó a mostrarse satisfecho bajo la influencia maravillosa de la ginebra y del agua. Yo empezaba a pensar que podría salvarme aquel día, cuando mi hermana ordenó a Joe:

—Trae platos limpios y fríos.

Nuevamente me agarré a la pata de la mesa y oprimí contra ella mi pecho, como si el mueble hubiera sido el compañero de mi juventud y mi amigo del alma. Preveía lo que iba a suceder y comprendí que ya no había remedio para mí.

—Quiero que prueben ustedes —dijo mi hermana, dirigiéndose amablemente a sus invitados—, quiero que prueben, para terminar, un regalo delicioso del tío Pumblechook.

¡Dios mío! Ya podían perder toda esperanza de probarlo.

— Tengan en cuenta —añadió mi hermana levantándose— que se trata de un pastel. Un sabroso pastel de cerdo.

Los comensales murmuraron algunas palabras de agradecimiento, y el tío Pumblechook, satisfecho por haber merecido bien del prójimo, dijo con demasiada vivacidad, habida cuenta del estado de las cosas:

—En fin, señora Joe, nos esforzaremos un poco. Regálenos una raja de ese pastel. Mi hermana salió a buscarlo, y oí sus pasos cuando se dirigía a la despensa. Vi cómo el señor Pumblechook tomaba el cuchillo, y observé en la romana nariz del señor Wopsle un movimiento indicador de que volvía a despertarse su apetito. Oí que el señor Hubble hacía notar que un poquito de sabroso pastel de cerdo les sentaría muy bien sobre todo lo demás y no haría daño alguno. También Joe me prometió que me darían un poco. No sé, con seguridad, si di un grito de terror mental o corporalmente, de modo que pudieran oírlo mis compañeros de mesa, pero lo cierto es que no me sentí con fuerzas para soportar aquella situación y me dispuse a echar a correr. Por eso solté la pata de la mesa y emprendí la fuga.

Pero no llegué más allá de la puerta de la casa, porque fui a dar de cabeza con un grupo de soldados armados, uno de los cuales tendía hacia mí unas esposas diciendo:

—Ya que estás aquí, ven.

Capítulo V

La aparición de un grupo de soldados que golpeaban el umbral de la puerta de la casa con las culatas de sus armas de fuego fue bastante para que los invitados se levantaran de la mesa en la mayor confusión y para que la señora Joe, quien regresaba a la cocina con las manos vacías, muy extrañada, se quedara con los ojos extraordinariamente abiertos al exclamar:

—¡Dios mío! ¿Qué habrá pasado... con el... pastel?

El sargento y yo estábamos ya en la cocina cuando la señora Joe se dirigía esta pregunta, y en aquella crisis recobré en parte el uso de mis sentidos.

El sargento fue quien me había hablado, pero ahora miraba a los comensales como si les ofreciera las esposas con la mano derecha, en tanto que apoyaba la izquierda en mi hombro.

—Les ruego que me perdonen, señoras y caballeros —dijo el sargento—, pero, como ya he dicho a este joven en la puerta —en lo cual mentía—, estoy realizando una investigación en nombre del rey y necesito al herrero.

—¿Qué quiere usted de él? —preguntó mi hermana, resentida de que alguien necesitara a su marido.

—Señora —replicó el galante sargento—, si hablara por mi propia cuenta, contestaría que deseo el honor y el placer de conocer a su distinguida esposa; pero como hablo en nombre del rey, he de decir que lo necesito para que haga un pequeño trabajo.

Tal explicación por parte del sargento fue recibida con el mayor agrado, y hasta el señor Pumblechook expresó su aprobación.

—Fíjese, herrero —dijo el sargento, que ya se había dado cuenta de que era Joe—. Estas esposas se han estropeado y una de ellas no cierra bien. Y como las necesito inmediatamente, le ruego que me haga el favor de examinarlas.

Joe lo hizo, y expresó su opinión de que para realizar aquel trabajo tendría que encender la forja y emplear más bien dos horas que una.

—¿De veras? Pues, entonces, hágame el favor de empezar inmediatamente, herrero —dijo el sargento —, porque es en servicio de su majestad. Y si mis hombres pueden ayudarlo, no tendrán el menor inconveniente en hacerse útiles.

Dicho esto llamó a los soldados, los cuales penetraron en la cocina uno tras otro y dejaron las armas en un rincón. Luego se quedaron de pie como deben hacer los soldados, aunque tan pronto unían las manos o se apoyaban sobre una pierna, o se reclinaban sobre la pared con los hombros, o bien se aflojaban el cinturón, se metían la mano en el bolsillo o abrían la puerta para escupir fuera.

Vi todo eso sin darme cuenta de que lo veía, porque estaba muy atemorizado. Pero, empezando a comprender que las esposas no eran para mí y que, gracias a los soldados, el asunto del pastel había quedado relegado a segundo término, recobré un poco mi perdida serenidad.

—¿Quiere usted hacerme el favor de decirme qué hora es? —preguntó el sargento dirigiéndose al señor Pumblechook, como si se hubiera dado cuenta de que era hombre tan exacto como el propio reloj.

—Las dos y media, en punto.

—No está mal —dijo el sargento, reflexionando—. Aunque me vea obligado a pasar aquí dos horas, tendré tiempo. ¿A qué distancia estamos de los marjales? Creo que a poco más de una milla.

—Precisamente una milla —dijo la señora Joe.

—Está bien. Así podremos llegar a ellos al oscurecer. Mis órdenes son de ir allí un poco antes de que anochezca. Está bien.

—¿Se trata de penados, sargento? —preguntó el señor Wopsle, como si eso fuera lo más natural.

—En efecto. Son dos penados. Sabemos que están todavía en los marjales, y no saldrán de allí antes de que oscurezca. ¿Alguno de ustedes ha tenido ocasión de verlos?

Todos, exceptuando yo mismo, contestaron negativamente y de un modo categórico. Nadie pensó en mí.

—Bien —dijo el sargento—. Pronto se verán rodeados por todas partes. Espero que eso será más pronto de lo que se figuran. Ahora, herrero, si está usted dispuesto, su majestad el rey lo está también.

Joe se había quitado la chaqueta, el chaleco y la corbata; se puso el delantal de cuero y pasó a la fragua. Uno de los soldados abrió los postigos de madera, otro encendió el fuego, otro accionó el fuelle y los demás se quedaron en torno del hogar, que rugió muy pronto. Entonces, Joe empezó a trabajar, en tanto que los demás lo observábamos.

El interés de la persecución encomendada a los soldados no solamente absorbía la atención general, sino que también hizo que mi hermana se sintiera liberal. Sacó del barril un cántaro de cerveza para los soldados e invitó al sargento a tomar una copa de aguardiente. Pero el señor Pumblechook se apresuró a decir:

—Es mejor que le des vino. Por lo menos tengo la seguridad de que no contiene alquitrán.

El sargento le dio las gracias y le dijo que prefería las bebidas sin alquitrán y que, por consiguiente, tomaría vino, si en ello no había inconveniente. Cuando se lo dieron, bebió a la salud de su majestad y en honor de la festividad. Se lo tragó todo de una vez y se limpió los labios.

—Buen vino, ¿verdad, sargento? —preguntó el señor Pumblechook.

—Voy a decirle algo —replicó el sargento—, y es que estoy persuadido de que este vino es de usted.

El señor Pumblechook se echó a reír y preguntó:

—¿Por qué dice usted eso?

—Pues —replicó el sargento, dándole una palmada en el hombro— porque es usted hombre que lo entiende.

—¿De veras? —preguntó el señor Pumblechook riéndose otra vez —. Tome otro vasito.

—Si usted me acompaña. Mano a mano —contestó el sargento—. ¡A su salud!

Viva usted mil años y que nunca sea peor juez en vinos que ahora.

El sargento se bebió el segundo vaso y pareció dispuesto a tomarse otro. Yo observé que el señor Pumblechook, impulsado por sus sentimientos hospitalarios, parecía olvidar que ya había regalado el vino, pero tomó la botella de manos de la señora y con su generosidad se captó las simpatías de todos. Incluso a mí me lo dejaron probar. Y estaba tan contento con su vino que pidió otra botella y la repartió con la misma largueza en cuanto se terminó la primera.

Mientras yo los contemplaba reunidos en torno de la fragua y divirtiéndose pensé en el terrible postre que para una comida resultaría la caza de mi amigo fugitivo. Apenas hacía un cuarto de hora que estábamos allí reunidos, cuando todos se alegraron con la esperanza de la captura. Ya se imaginaban que los dos bandidos serían presos, que las campanas repicarían para llamar a la gente contra ellos, que los cañones dispararían por su causa y que hasta el humo les perseguiría. Joe trabajaba por ellos, y todas las sombras de la pared parecían amenazarlos cuando las llamas de la fragua disminuían o se reavivaban, así como las chispas que caían y morían, y yo tuve la impresión de que la pálida tarde se ensombrecía por lástima hacia aquellos pobres desgraciados.

Por fin, Joe terminó su trabajo y acabó el ruido de sus martillazos. Y mientras se ponía la chaqueta cobró bastante valor para proponer que acompañáramos a los soldados, a fin de ver cómo resultaba la caza. El señor Pumblechook y el señor Hubble declinaron la invitación con la excusa de querer fumar una pipa y gozar de la compañía de las damas, pero el señor Wopsle dijo que iría si Joe lo acompañaba. Éste se manifestó dispuesto y deseoso de llevarme, si la señora Joe lo aprobaba. Pero no habríamos podido salir, estoy seguro de ello, a no ser por la curiosidad que la señora Joe sentía de enterarse de todos los detalles y de cómo terminaba la aventura. De todos modos dijo:

—Si traes al chico con la cabeza destrozada por un balazo, no te figures que yo voy a curársela.

El sargento se despidió cortésmente de las damas y se separó del señor Pumblechook como de un amigo muy querido, aunque sospecho que no habría apreciado en tan alto grado los méritos de aquel caballero en condiciones más áridas, en vez del régimen húmedo de que había gozado. Sus hombres volvieron a tomar las armas de fuego y salieron. El señor Wopsle, Joe y yo recibimos la orden de ir a retaguardia y de no pronunciar una sola palabra en cuanto llegáramos a los marjales. Cuando ya estuvimos en el frío aire de la tarde y nos dirigíamos rápidamente hacia el objeto de nuestra excursión, yo, traicioneramente, murmuré al oído de Joe:

—Espero, Joe, que no los encontrarán. Y él me contestó:

—Daría con gusto un chelín porque se hubieran escapado, Pip.

No se nos reunió nadie del pueblo porque el tiempo era frío y amenazador, el camino desagradable y solitario, el terreno muy malo, la oscuridad inminente y todos estaban sentados junto al fuego dentro de las casas celebrando la festividad. Algunos rostros se asomaron a las iluminadas ventanas para mirarnos, pero nadie salió. Pasamos más allá del poste indicador y nos dirigimos hacia el cementerio, en donde nos detuvimos unos minutos, obedeciendo a la señal que con la mano nos hizo el sargento, en tanto que dos o tres de sus hombres se dispersaban entre las tumbas y examinaban el pórtico.

Volvieron sin haber encontrado nada y entonces empezamos a andar por los marjales, atravesando la puerta lateral del cementerio. La cellisca, que parecía morder el rostro, se arrojó contra nosotros llevada por el viento del este, y Joe me subió sobre sus hombros. Nos hallábamos ya en la triste soledad, donde poco se figuraban todos que yo había estado ocho o nueve horas antes, viendo a los dos fugitivos. Pensé por primera vez en eso, lleno de temor, y también tuve en cuenta que, si los encontrábamos, tal vez mi amigo sospecharía que había llevado allí a los soldados. Recordaba que me preguntó si quería engañarlo, añadiendo que yo sería una fiera si a mi edad ayudaba a cazar a un desgraciado como él. ¿Creería, acaso, que era una fiera y un traidor?

Era inútil dirigirme entonces aquella pregunta. Iba subido a los hombros de Joe, quien debajo de mí atravesaba los fosos como un cazador, avisando al señor Wopsle para que no se cayera sobre su romana nariz y para que no se quedara atrás. Nos precedían los soldados, bastante diseminados, con gran separación entre uno y otro. Seguíamos el mismo camino que tomé aquella mañana, y del cual salí para meterme en la niebla. Ésta no había aparecido aún, o bien el viento la dispersó antes. Bajo los rojizos resplandores del sol poniente, la baliza y la horca, así como el montículo de la Batería y la orilla opuesta del río, eran perfectamente visibles, apareciendo de color plomizo.

Con el corazón palpitante, a pesar de ir montado en Joe, miré alrededor para observar si divisaba alguna señal de la presencia de los penados. Nada pude ver ni oír. El señor Wopsle me había alarmado varias veces con su respiración agitada, pero ahora ya sabía distinguir los sonidos y podía disociarlos del objeto de nuestra persecución. Me sobresalté mucho cuando tuve la ilusión de que seguía oyendo la lima, pero resultó que no era otra cosa que el cencerro de una oveja. Ésta cesó de pastar y nos miró con timidez. Y sus compañeras, volviendo a un lado la cabeza para evitar el viento y la cellisca, nos miraron irritadas, como si fuéramos responsables de esas molestias. Pero, a excepción de esas cosas y de la incierta luz del crepúsculo en cada uno de los tallos de la hierba, nada interrumpía la inerte tranquilidad de los marjales.

Los soldados avanzaban hacia la vieja Batería, y nosotros íbamos un poco más atrás, cuando, de pronto, nos detuvimos todos. Llegó a nuestros oídos, en alas del viento y de la lluvia, un largo grito que se repitió. Resonaba prolongado y fuerte a distancia, hacia el este, aunque, en realidad, parecían ser dos o más gritos a la vez, a juzgar por la confusión de aquel sonido.

El sargento y los hombres que estaban a su lado hablaban en voz baja cuando Joe y yo llegamos a ellos. Después de escuchar un momento, Joe, quien era buen juez en la materia, y el señor Wopsle, quien lo era malo, convinieron en lo mismo. El sargento, hombre resuelto, ordenó que nadie contestara a aquel grito, pero que, en cambio, se cambiara de dirección y que todos los soldados se dirigieran hacia allá, corriendo cuanto pudieran. Por eso nos volvimos hacia la derecha, adonde quedaba el este, y Joe echó a correr tan aprisa que tuve que agarrarme para no caer.

Corríamos de verdad, subiendo, bajando, atravesando las puertas, cayendo en las zanjas y tropezando con los juncos. Nadie se fijaba en el terreno que pisaba. Cuando nos acercamos a los gritos, se hizo evidente que eran proferidos por más de una voz. A veces parecían cesar por completo, y entonces los soldados interrumpían la marcha.

Cuando se oían de nuevo, aquéllos echaban a correr con mayor prisa y nosotros los seguíamos. Poco después estábamos tan cerca que oímos que una voz gritaba: “¡Asesino!”, y otra voz: “¡Penados! ¡Fugitivos! ¡Guardias! ¡Aquí están los fugitivos!”. Luego las dos voces parecían quedar ahogadas por una lucha, y al cabo de un momento volvían a oírse. Entonces, los soldados corrían como gamos, y Joe los seguía.

El sargento iba delante, y cuando nosotros habíamos pasado ya del lugar en que se oyeron los gritos, vimos que aquél y dos de sus hombres corrían aún, apuntando con los fusiles.

—¡Aquí están los dos! —exclamó el sargento luchando en el fondo de una zanja—. ¡Ríndanse! ¡Salgan uno a uno!

Chapoteaban en el agua y en el barro, se oían blasfemias y se daban golpes; entonces, algunos hombres se echaron al fondo de la zanja para ayudar al sargento. Sacaron separadamente a mi penado y al otro. Ambos sangraban y estaban jadeantes, pero sin dejar de luchar. Yo los conocí enseguida.

—Oiga —dijo mi penado limpiándose con la destrozada manga la sangre que tenía en el rostro y sacudiéndose el cabello arrancado que tenía entre los dedos—. Yo lo he capturado. Se lo he entregado a usted. Téngalo en cuenta.

—Eso no vale gran cosa —replicó el sargento—. Y no te favorecerá en nada, porque te hallas en el mismo caso que él. Traigan las esposas.

—No espero que eso me sea favorable. No quiero ya nada más que el gusto que acabo de tener —dijo mi penado profiriendo una codiciosa carcajada—. Yo lo he atrapado y él lo sabe. Esto me basta.

El otro penado estaba lívido y, además de la herida que tenía en el lado izquierdo de su rostro, parecía haber recibido otras muchas lesiones en todo el cuerpo. Respiraba con tanta agitación que ni siquiera podía hablar, y cuando los esposaron se apoyó en un soldado para no caerse.

—Sepan ustedes... que quiso asesinarme. Éstas fueron sus primeras palabras.

—¿Que quise asesinarlo? —exclamó con desdén mi penado—. ¿Quise asesinarlo y no lo maté? No he hecho más que atraparlo y entregarlo. Nada más. No solamente le impedí que huyera de los marjales, sino que también lo traje aquí, a rastras. Este sinvergüenza se las da de caballero. Ahora los Pontones lo tendrán otra vez, gracias a mí. ¿Asesinarlo? No vale la pena, cuando me consta que le hago más daño obligándole a volver a los Pontones.

El otro seguía diciendo con voz entrecortada:

—Quiso... quiso... asesinarme. Sean... sean ustedes... testigos.

—Mire —dijo mi penado al sargento—. Yo solo, sin ayuda de nadie, me escapé del pontón. De igual modo, podía haber huido por este marjal... Mire mi pierna. Ya no verá usted ninguna argolla de hierro. Y me habría marchado de no haber descubierto que también él estaba aquí. ¿Dejarlo libre? ¿Dejarlo que se aprovechara de los medios que me permitieron huir? ¿Permitirle que otra vez me hiciera servir de instrumento? No, de ningún modo. Si me hubiera muerto en el fondo de esta zanja —añadió señalándola enfáticamente con sus esposadas manos—, si me hubiera muerto ahí, a pesar de todo lo habría sujetado, para que ustedes lo encontraran todavía agarrado por mis manos.

Evidentemente, el otro fugitivo sentía el mayor horror por su compañero, pero se limitó a repetir:

—Quiso... asesinarme. Y si no llegan ustedes en el momento crítico, a estas horas estaría muerto.

—¡Mentira! —exclamó mi penado con feroz energía—. Nació embustero y seguirá siéndolo hasta que muera. Mírenle la cara. ¿No ven pintada en ella su embuste? Que me mire cara a cara. ¡A que no es capaz de hacerlo!

El otro, haciendo un esfuerzo y sonriendo burlonamente, lo cual no fue bastante para contener la nerviosa agitación de su boca, miró a los soldados, luego a los marjales y al cielo, pero no dirigió los ojos a su compañero.

—¿No lo ven ustedes? —añadió mi penado—. ¿No ven ustedes cuán villano es? ¿No se han fijado en su mirada rastrera y pungitiva? Así miraba también cuando nos juzgaron a los dos. Jamás tuvo valor para mirarme a la cara.

El otro, moviendo incesantemente sus secos labios y dirigiendo sus intranquilas miradas de un lado a otro, acabó por fijarlas un momento en su compañero, exclamando:

—No vales la pena de que nadie te mire.

Y al mismo tiempo se fijó en las sujetas manos. Entonces mi penado se exasperó tanto que, a no ser porque se interpusieron los soldados, se habría arrojado contra el otro.

—¿No les dije —exclamó éste— que me habría asesinado si le hubiera sido posible? Todos pudieron ver que se estremecía de miedo y que en sus labios aparecían unas curiosas manchas blancas, semejantes a pequeños copos de nieve.

—¡Basta de charla! —ordenó el sargento—. Enciendan esas antorchas.

Cuando uno de los soldados, que llevaba un cesto en vez de un arma de fuego, se arrodilló para abrirlo, mi penado miró alrededor de él por primera vez y me vio. Yo había echado pie a tierra cuando llegamos junto a la zanja, y aún no me había movido de aquel lugar. Lo miré atentamente, al observar que él volvía los ojos hacia mí, y moví un poco las manos, meneando, al mismo tiempo, la cabeza. Había estado esperando que me viera, pues deseaba darle a entender mi inocencia. No sé si comprendió mi intención, porque me dirigió una mirada que no entendí y, además, la escena fue muy rápida. Pero ya me hubiera mirado por espacio de una hora o de un día, en lo futuro no habría podido recordar una expresión más atenta en su rostro que la que entonces advertí en él.

El soldado que llevaba el cesto encendió la lumbre, la hizo prender en tres o cuatro antorchas y, tomando una a su cargo, distribuyó las demás. Poco antes había ya muy poca luz, pero en aquel momento había anochecido por completo y pronto la noche fue muy oscura. Antes de alejarnos de aquel lugar, cuatro soldados dispararon dos veces al aire. Entonces vimos que, a poca distancia detrás de nosotros, se encendían otras antorchas, y otras, también, en los marjales, en la orilla opuesta del río.

—Muy bien —dijo el sargento—. ¡Marchen!

No habíamos andado mucho cuando, ante nosotros, resonaron tres cañonazos con tanta violencia que me produjeron la impresión de que se rompía algo en el interior de mis oídos.

—Ya los esperan a bordo —dijo el sargento a mi penado—. Están enterados de su llegada. No te resistas, amigo. ¡Acércate!

Los dos presos iban separados y cada uno de ellos rodeado por algunos hombres que los custodiaban. Yo, entonces, estaba agarrado de la mano de Joe, quien llevaba una de las antorchas. El señor Wopsle quiso emprender el regreso, pero Joe estaba resuelto a seguir hasta el final, de modo que todos continuamos acompañando a los soldados. El camino era ya bastante bueno, en su mayor parte, a lo largo de la orilla del río, del que se separaba a veces en cuanto había una represa con un molino en miniatura y una compuerta llena de barro. Al mirar alrededor podía ver otras luces que se aproximaban a nosotros. Las antorchas que llevábamos dejaban caer grandes goterones de fuego sobre el camino que seguíamos, y allí se quedaban llameando y humeantes. Aparte de eso, la oscuridad era completa. Nuestras luces, con sus llamas agrisadas, calentaban el aire alrededor de nosotros, y a los dos prisioneros parecía gustarles aquello mientras cojeaban rodeados por los soldados y por sus armas de fuego. No podíamos avanzar de prisa a causa de la cojera de los dos desgraciados, quienes estaban, por otra parte, tan fatigados, que por dos o tres veces tuvimos que detenernos todos para darles algún descanso.

Después de una hora de marchar así llegamos junto a una mala cabaña de madera y a un embarcadero. En la primera había un guardia, quien nos dio el: “¿Quién vive?”, pero el sargento contestó con el santo y seña. Luego entramos a la cabaña, en donde se percibía pronunciado olor a tabaco y a cal apagada. Había un hermoso fuego y el lugar estaba alumbrado por una lámpara, a cuya luz se distinguía un armero lleno de fusiles, un tambor y una cama de madera, muy baja, como una calandria de gran magnitud sin la maquinaria, y capaz para doce soldados a la vez. Tres o cuatro de éstos, quienes estaban echados y envueltos en sus chaquetones, no parecieron interesarse por nuestra llegada, pues se limitaron a levantar un poco la cabeza, mirándonos soñolientos, y luego se tendieron de nuevo. El sargento dio el parte de lo ocurrido y anotó algo en el libro registro, y entonces el penado a quien yo llamo “el otro” salió acompañado por su guardia para ir a bordo antes que su compañero.

Mi penado no volvió a mirarme después de haberlo hecho en el marjal. Mientras permanecimos en la cabaña se quedó ante el fuego, sumido en sus reflexiones, levantando alternativamente los pies para calentárselos y mirándolos pensativo, como si se compadeciera de sus recientes aventuras. De pronto se volvió al sargento y observó:

—Quisiera decir algo acerca de esta fuga, pues ello servirá para justificar a algunas personas de las que tal vez se podría sospechar.

—Puedes decir lo que quieras —replicó el sargento, que estaba de pie y con los brazos cruzados, mientras lo miraba fríamente—, pero no tienes derecho a hablar aquí. Ya te darán la oportunidad de hacerlo cuanto quieras antes de dar por terminado este asunto.

—Ya lo sé, pero ahora se trata de una cosa completamente distinta. Un hombre no puede permanecer sin comer; por lo menos, yo no puedo. Tomé algunos víveres en la aldea que hay por allí..., es decir, donde está la iglesia, casi junto a los marjales.

—Querrás decir que los robaste —observó el sargento.

—Ahora le diré de dónde eran. De casa del herrero.

—¿Oye usted? —dijo el sargento mirando a Joe.

—¿Qué te parece, Pip? —exclamó Joe volviéndose a mí.

—Fueron algunas cosas sueltas. Algo que pude tomar. Nada más. También un trago de licor y un pastel.

—¿Ha echado usted de menos un pastel, herrero? —preguntó el sargento con tono confidencial.

—Mi mujer observó que faltaba, en el preciso momento de entrar usted. ¿No los viste, Pip?

—De modo —dijo mi penado mirando a Joe con aire taciturno y sin advertir siquiera mi presencia—. ¿De modo que es usted el herrero? Crea que lo siento, pero la verdad es que me comí su pastel.

—Dios sabe que me alegraría mucho en caso de que fuera mío —contestó Joe, aludiendo así a su esposa—. No sabemos lo que usted ha hecho, pero aunque nos haya quitado algo, no por eso nos moriríamos de hambre, pobre hombre. ¿Verdad, Pip?

Entonces, algo que yo había observado ya antes resonó otra vez en la garganta de aquel hombre, quien se volvió de espaldas. Había regresado el bote y la guardia estaba dispuesta, de modo que seguimos al preso hasta el embarcadero, hecho con pilotes y piedras, y lo vimos entrar al bote impulsado a remo por una tripulación de penados como él mismo. Ninguno pareció sorprendido ni interesado al verlo, así como tampoco alegre o triste. Nadie habló una palabra, a excepción de alguien que en el bote gruñó, como si se dirigiera a perros: “¡Avante!”, lo cual era orden de que empezaran a mover los remos. A la luz de las antorchas vimos el negro pontón fondeado a poca distancia del lodo de la orilla, como si fuera un Arca de Noé maldita. El barco-prisión estaba anclado con cadenas macizas y oxidadas, fondeado y aislado por completo de todo lo demás, y a mis infantiles ojos me pareció que estaba rodeado de hierro como los propios presos. El bote se acercó a un costado de la embarcación, y vimos que lo izaban y que desaparecía. Luego, los restos de las antorchas cayeron silbando al agua y se apagaron como si todo hubiera acabado ya.

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