Kitabı oku: «Grandes Esperanzas», sayfa 7

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Yo lo desenvolví del papel, y resultó ser legítimo.

—Pero ¿qué es esto? —exclamó la señora Joe dejando caer el chelín y tomando el papel que lo envolviera—. ¿Dos billetes de una libra esterlina?

En efecto, no menos de dos billetes de una libra esterlina, que parecían haber estado circulando por todos los mercados de ganado del condado. Joe se puso el sombrero otra vez y, llevando los billetes, se encaminó a Los Tres Alegres Barqueros para devolverlos a su propietario. Mientras estuvo fuera me senté en mi taburete acostumbrado, mirando con asombro a mi hermana y sintiendo la convicción de que aquel hombre ya no estaría allí.

Poco después volvió Joe diciendo que el desconocido se había marchado, pero que él, Joe, dejó recado en Los Tres Alegres Barqueros referente a los billetes. Entonces mi hermana los envolvió en un trozo de papel y los puso bajo unas hojas secas de rosa, en una tetera de adorno que había en lo alto de un armario y en la sala de la casa. Y allí permanecieron durante muchos días y muchas noches, constituyendo una pesadilla para mí.

Interrumpiendo mi sueño de sobremesa me fui a la cama pensando en que aquel hombre extraño me apuntaba con su fusil invisible y también que no era nada agradable estar secretamente relacionado o haber conspirado con penados, detalle de mis primeros tiempos que había olvidado ya. También me obsesionaba la lima, y temí que, cuando menos lo esperara, volvería a aparecérseme. Quise dormirme refugiándome en la idea de mi visita del miércoles próximo a casa de la señorita Havisham, y en mi sueño vi que la lima salía de una puerta y se acercaba a mí sin que la empuñara nadie, y, así, me desperté dando un grito de miedo.

Capítulo XI

El día fijado volví a casa de la señorita Havisham y con algún temor llamé a la puerta, por la que apareció Estella. Después de permitirme la entrada, cerró como el primer día y nuevamente me condujo al corredor oscuro en donde dejara la bujía. Pareció no fijarse en mí hasta que tuvo la vela en la mano, y entonces, mirando por encima de su hombro, me dijo:

—Hay que venir por aquí.

Y me llevó a otra parte desconocida de la casa.

El corredor era muy largo y parecía rodear los cuatro lados de la casa. Sólo atravesamos un lado de aquel cuadrado, y al final ella se detuvo, dejó la vela en el suelo y abrió la puerta. Allí podía ver la luz diurna, y me encontré en un patinillo enlosado, cuyo lado extremo lo formaba una pequeña vivienda que tal vez había pertenecido al gerente o al empleado principal de la abandonada fábrica de cerveza. En la pared exterior de aquella casa había un reloj, y, como el de la habitación de la señorita Havisham y también a semejanza del de ésta, se había parado a las nueve menos veinte. Nos dirigimos a la puerta de la casita, que estaba abierta, y entramos a una tétrica habitación de techo muy bajo, situada en la planta baja y en la parte trasera. En la estancia había algunas personas, y cuando Estella llegó hasta ella me dijo:

—Quédate aquí hasta que te llamen.

Con estas palabras me indicó la ventana, y yo me dirigí a ella mirando a través de sus cristales y en una situación de ánimo muy desagradable.

La ventana daba a un rincón miserable del jardín abandonado, y se veían algunos tallos de coles casi podridos y un boj podado mucho tiempo antes, en forma semejante a un pudín y que había echado un renuevo de diferente color en la parte superior, alterando la forma general y como si aquella parte del pudín se hubiera caído de la cacerola, quemándose. Ésta fue mi impresión mientras miraba el boj. La noche anterior había nevado un poco, y la nieve desapareció casi por completo, pero no había acabado de derretirse en la parte sombreada de aquel trozo de jardín; el viento recogía los copos y los arrojaba a la ventana, como si me invitara a reunirme con ellos.

Comprendí que mi llegada había interrumpido la conversación en la estancia y que todos sus ocupantes me estaban mirando. De la habitación no podía ver más que el brillo del fuego que se reflejaba en un cristal de la ventana, pero me enderecé cuanto me fue posible, persuadido de que en aquellos momentos estaba sujeto a una inspección minuciosa.

En la estancia había tres señoras y un caballero. Antes de cinco minutos de estar junto a la ventana tuve la impresión de que todos ellos eran farsantes y aduladores, pero que cada uno fingía ignorar que sus compañeros merecían tales nombres, porque, de haberlo advertido, al mismo tiempo se habrían comprendido en los mismos calificativos.

Todos parecían esperar el buen placer de alguien, y la más locuaz de las señoras se esforzaba en hablar campanudamente con objeto de contener un bostezo. Aquella señora, llamada Camila, me recordaba mucho a mi hermana, con la diferencia de que tenía más años, y, algo que observé al mirarla, unas facciones que denotaban una inteligencia mucho más obtusa. Y en realidad, cuando la conocí mejor, comprendí que solamente por favor divino tenía facciones; tan inexpresivo era su rostro.

—¡Pobrecillo! —dijo aquella señora de un modo tan brusco como el de mi hermana—. No es enemigo de nadie más que de sí mismo.

—Mucho mejor sería ser enemigo de otro —observó el caballero—, y también más natural.

—Primo Raimundo —observó otra señora—, hemos de amar a nuestro prójimo.

—Sara Pocket —replicó el primo Raimundo—, si un hombre no es su propio prójimo, ¿quién lo será?

La señorita Pocket se echó a reír, y Camila la imitó, diciendo, mientras contenía un bostezo:

—¡Vaya una idea!

Pero me produjo la impresión de que a todos les pareció una idea magnífica. La otra señora, que aún no había hablado, dijo, con gravedad y con el mayor énfasis:

—Es verdad.

—¡Pobrecillo! —continuó diciendo Camila, mientras yo me daba cuenta de que no había cesado de observarme—. ¡Es tan extraño! ¿Puede creerse que cuando se murió la esposa de Tom, él no pudiera comprender la importancia de que sus hijos llevaran luto riguroso? ¡Dios mío!—me dijo—, ¿qué importa, Camila, que vistan o no de negro, los pobrecillos? Es igual que Mateo. ¡Vaya una idea!

—Es hombre inteligente —observó el primo Raimundo—. No quiera Dios que deje de reconocer su inteligencia, pero jamás tuvo ni tendrá ningún sentido de las conveniencias.

—Ya saben ustedes —dijo Camila— que me vi obligada a mostrarme firme. Dije que, si los niños no llevaban luto riguroso, la familia quedaría deshonrada. Se lo repetí desde la hora del almuerzo hasta la de la cena, y así me estropeé la digestión.

Por fin, él empezó a hablar con la violencia acostumbrada y, después de proferir algunas palabrotas, me dijo que hiciera lo que me pareciera. ¡Gracias a Dios, siempre será un consuelo para mí pensar que salí inmediatamente, a pesar de que diluviaba, y compré todo lo necesario!

—Él lo pagó, ¿no es verdad? —preguntó Estella.

—Nada importa, mi querida niña, averiguar quién pagó —replicó Camila—. Yo lo compré todo. Y, muchas veces, cuando me despierto por las noches, me complace pensar en ello.

El sonido de una campana distante, combinado con el eco de una llamada o de un grito que resonó en el corredor por el cual yo había pasado, interrumpió y fue causa de que Estella me dijera:

—Ahora, muchacho.

Al volverme, todos me miraron con el mayor desdén, y cuando salía oí que Sara Pocket decía:

—Ya me lo parecía. Veremos qué ocurre luego. Y Camila, con acento indignado, exclamaba:

—¿Se vio jamás un capricho semejante? ¡Vaya una idea!

Mientras, alumbrados por la bujía, avanzábamos por el corredor, Estella se detuvo de pronto y, mirando alrededor, dijo con tono insultante y con su rostro muy cerca del mío:

—¿Qué hay?

—Señorita... —contesté yo, a punto de caerme sobre ella y conteniéndome. Ella se quedó mirándome y, como es natural, yo la miré también.

—¿Soy bonita?

—Sí, creo que es usted muy bonita.

—¿Soy insultante?

—No tanto como la última vez —contesté.

—¿No tanto?

—No.

Al dirigirme la última pregunta pareció presa de la mayor cólera y me golpeó el rostro con tanta fuerza como le fue posible en el momento en que yo le contestaba. —¿Y ahora? —preguntó—. ¿Qué piensas de mí ahora, monstruo asqueroso? —No quiero decírselo.

—Porque vas a ir arriba, ¿no es así?

—No. No es por eso.

—Y ¿por qué no lloras otra vez?

—Porque no volveré a llorar por usted —dije.

Lo cual, según creo, fue una declaración falsa, porque interiormente estaba llorando por ella y sé lo que sé acerca del dolor que luego me costó.

Subimos la escalera cuando terminó este episodio, y mientras lo hacíamos encontramos a un caballero que bajaba.

—¿A quién tenemos aquí? —preguntó el caballero, inclinándose para mirarme. —A un muchacho —dijo Estella.

Era un hombre corpulento, muy moreno, dotado de una cabeza enorme y de una mano que correspondía al tamaño de aquélla. Me tomó la barbilla con su manaza y me hizo levantar la cabeza para mirarme a la luz de la bujía. Estaba prematuramente calvo en la parte superior de la cabeza y tenía las cejas negras, muy pobladas, cuyos pelos estaban erizados como los de un cepillo. Los ojos estaban muy hundidos en la cara y su expresión era aguda de un modo desagradable y recelosa. Llevaba una enorme cadena de reloj, y se advertía que hubiera tenido una espesa barba, en el caso de que se la hubiera dejado crecer. Aquel hombre no representaba nada para mí, y no podía adivinar que jamás pudiera importarme, y, así, aproveché la oportunidad de examinarle a mis anchas.

—¿Es un muchacho de la vecindad? —preguntó—.

—Sí, señor —contesté.

—¿Cómo has venido aquí?

—La señorita Havisham me ha mandado a venir —expliqué.

—Perfectamente. Ten cuidado con lo que haces. Tengo mucha experiencia con respecto a los muchachos, y me consta que todos son una colección de pícaros. Pero no importa —añadió mordiéndose un lado de su enorme dedo índice en tanto que fruncía el ceño al mirarme—, ten cuidado con lo que haces.

Diciendo estas palabras me soltó, lo que me satisfizo, porque la mano le olía a jabón de tocador, y continuó su camino escaleras abajo. Me pregunté si sería médico, aunque enseguida me contesté que no, porque, de haberlo sido, tendría unos modales más apacibles y persuasivos. Pero no tuve mucho tiempo para reflexionar acerca de ello, porque pronto me encontré en la habitación de la señorita Havisham, en donde tanto ella misma como todo lo demás estaba igual que la vez pasada. Estella me dejó junto a la puerta, y allí permanecí hasta que la señorita Havisham me divisó desde la mesa tocador.

—¿De manera que ya han pasado todos esos días? —dijo, sin mostrarse sorprendida ni asombrada.

—Sí, señora. Hoy es...

—¡Cállate! —exclamó moviendo impaciente los dedos, según tenía por costumbre—. No quiero saberlo. ¿Estás dispuesto a jugar?

Yo, algo confuso, me vi obligado a contestar:

—Me parece que no, señora.

—¿Ni siquiera otra vez a los naipes? —preguntó, con mirada interrogadora. —Sí, señora. Puedo jugar a eso, en caso de que usted lo desee.

—Ya que esta casa te parece antigua y tétrica, muchacho —dijo la señorita Havisham, con acento de impaciencia—, y, por consiguiente, no tienes ganas de jugar, ¿quieres trabajar, en cambio?

Pude contestar a esta pregunta con mejor ánimo que a la anterior, y manifesté que estaba por completo dispuesto a ello.

—En tal caso, vete a esa habitación contigua —dijo señalando con su descolorida mano la puerta que estaba a mi espalda— y espera hasta que yo vaya.

Crucé el rellano de la escalera y entré a la habitación que me indicaba. También en aquella estancia había sido excluida por completo la luz del día, y se sentía un olor opresivo de atmósfera enrarecida. Pocos momentos antes se había encendido el fuego en la chimenea, húmeda y de moda antigua, y parecía más dispuesto a extinguirse que a arder alegremente; el humo pertinaz que flotaba en la estancia parecía más frío que el aire claro, a semejanza de la niebla de nuestros marjales. Algunos severos candelabros, situados sobre la alta chimenea, alumbraban débilmente la habitación, aunque habría sido más expresivo decir que alteraban ligeramente la oscuridad. La estancia era espaciosa, y me atrevo a afirmar que en un tiempo debió de ser hermosa, pero, ahora, todo cuanto se podía distinguir en ella estaba cubierto de polvo y moho o se caía a pedazos. Lo más notable en la habitación era una larga mesa cubierta con un mantel, como si se hubiera preparado un festín en el momento en que la casa entera y también los relojes se detuvieron a un tiempo. En medio del mantel se veía un centro de mesa tan abundantemente cubierto de telarañas que su forma quedaba oculta por completo; y mientras yo miraba la masa amarillenta que lo rodeaba y entre la que parecía haber nacido como un hongo enorme y negro, observé que varias arañas de cuerpo y patas moteados iban a refugiarse allí, como si fuera su casa, o bien salían como si alguna circunstancia de la mayor importancia pública hubiera circulado por entre la comunidad de las arañas.

También oí los ratones que hacían ruido por detrás de las planchas de madera de los arrimaderos, como si la misma noticia hubiera despertado su interés. Pero las cucarachas no se dieron cuenta de la agitación y se agrupaban en torno del hogar con movimientos pausados, como si fueran cortas de vista y de oído débil y no se hallaran en buenas relaciones de amistad unas con otras.

Aquellos seres que se arrastraban solicitaron mi atención, y mientras los observaba a distancia, la señorita Havisham posó una mano sobre mi hombro. En la otra mano llevaba un bastón de puño semejante al de una muleta, en el que se apoyaba para andar, de manera que la buena señora parecía la bruja de aquel lugar.

— Ahí —dijo señalando la larga mesa con el bastón— es donde me pondrán en cuanto haya muerto. Entonces vendrán todos a verme.

Con vaga aprensión de que fuera a tenderse sobre la mesa y se muriera en el acto, convirtiéndose así en la representación real de la figura de cera que vi en la feria, yo me encogí al sentir su contacto.

—¿Qué crees que es eso —preguntó señalándolo con su bastón— que han cubierto las telarañas?

—No puedo adivinarlo, señora.

—Pues un pastel enorme. Un pastel de boda. ¡El mío!

Miró alrededor con ojos penetrantes, y luego, apoyándose en mí, mientras su mano me retorcía el hombro, añadió:

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Paséame, paséame!

Por estas palabras comprendí que mi trabajo consistiría en pasear a la señorita Havisham en torno de la estancia repetidas veces. De acuerdo con esta idea, eché a andar en el acto, y ella se apoyó en mi hombro, y andábamos a un paso que podría haber sido la imitación (fundada en el primer impulso que sentí en aquella casa) del carruaje del señor Pumblechook.

Ella no era físicamente fuerte, y después de unos momentos me dijo:

—¡Más despacio!

Sin embargo, proseguimos a una velocidad bastante más que regular, y, llena de impaciencia y a medida que andaba, retorcía la mano sobre mi hombro y movía la boca, dándome a entender que íbamos aprisa porque sus pensamientos eran también apresurados. A los pocos momentos dijo:

—¡Llama a Estella!

Para obedecer salí al rellano y pronuncié a gritos el nombre de la joven, como lo hiciera en otra ocasión. Cuando apareció su bujía me volví al lado de la señorita Havisham, y de nuevo echamos a andar en torno de la mesa.

Si solamente Estella hubiera sido la única testigo de nuestro entretenimiento, eso ya habría sido bastante desagradable para mí, pero como apareció en compañía de las tres señoras y del caballero a quienes viera abajo, me quedé sin saber qué hacer. Por cortesía habría querido pararme, pero la señorita Havisham me retorció el hombro y seguimos adelante, en tanto que yo, avergonzado, me figuraba que ellos creerían que el paseo era obra mía.

—¡Querida señorita Havisham! —dijo la señora Sara Pocket—. ¡Qué buen aspecto tiene usted!

—No es verdad —replicó la señorita Havisham—. Estoy amarillenta y me quedo en la piel y en los huesos.

El rostro de Camila expresó la mayor satisfacción al advertir que la señorita Pocket era acogida con aquel desaire; y así, contemplando llena de compasión a la señorita Havisham, murmuró:

—¡Pobrecilla! ¡Qué ha de estar bien la infeliz! ¡Vaya una idea!

—¿Y usted, cómo está? —preguntó la señorita Havisham a Camila.

Como estábamos entonces muy cerca de ella, yo habría querido detenerme, por ser algo muy natural, pero la señorita Havisham no quiso en manera alguna. Seguimos, pues, adelante, lo cual, según advertí, fue muy desagradable para Camila. —Muchas gracias, señorita Havisham —contestó—. Estoy tan bien como puede

esperarse.

—¿Y qué quiere usted? —preguntó la señorita Havisham, con extraordinaria sequedad.

—Nada digno de mencionarse siquiera —replicó Camila—. No quiero hacer ahora ostentación de mis sentimientos, pero por las noches he pensado en usted mucho más de lo que podría creerse.

—Pues entonces no piense en mí —replicó la señorita Havisham.

—Eso se dice con mucha facilidad —observó Camila cariñosamente, conteniendo un sollozo, mientras le temblaba el labio superior y sus ojos se llenaban de lágrima

Raimundo es testigo del jengibre y de las sales volátiles que me veo obligada a tomar por la noche. Raimundo conoce los temblores nerviosos que tengo en las piernas. Sin embargo, ni las sofocaciones ni los temblores nerviosos son nuevos para mí cuando pienso con ansiedad en las personas que amo. Si pudiera ser menos afectuosa y sensible, gozaría de mejores digestiones y mis nervios serían de acero. Y me gustaría mucho ser así. Pero no pensar en usted por las noches... ¡Vaya una idea!

Y dichas estas palabras, empezó a derramar lágrimas.

El Raimundo aludido resultó ser el caballero que estaba presente y, según me enteré, se llamaba señor Camila. En aquel momento acudió en auxilio de ella, diciendo:

—Camila, querida mía, es conocido que tus sentimientos familiares te están quitando gradualmente la salud, hasta el extremo de que una de tus piernas es ya más corta que la otra.

—No sabía —observó la grave señora, cuya voz no había oído más que en una ocasión— que pensar en una persona sea motivo de agradecimiento para ella, querida mía.

La señorita Sara Pocket, quien, según vi entonces, era una mujer anciana, arrugada, morena y seca, con un rostro pequeño que podría haber estado formado por cáscaras de nuez y que tenía una boca muy grande, como la de un gato sin bigotes, apoyó la observación diciendo:

—En verdad que no, querida. ¡Hem!

—Pensar es cosa bastante fácil —dijo la grave dama.

—No hay cosa más fácil —corroboró la señorita Sara Pocket.

—¡Sí, es verdad! —exclamó Camila, cuyos sentimientos en fermentación parecían subir desde sus piernas hasta su pecho—. Es verdad. Es una debilidad ser tan afectuosa, pero no puedo remediarlo. Si yo fuera de otra manera, no habría duda de que mi salud sería mucho mejor; pero, aunque me fuera posible, no me gusta cambiar mi disposición. Eso es motivo de muchos sufrimientos, pero cuando me despierto por las noches es un consuelo saber que soy así.

Y aquí hubo una nueva explosión de sus sentimientos.

Mientras tanto, la señorita Havisham y yo no nos habíamos detenido, sino que continuábamos dando vueltas y más vueltas por la estancia, a veces rozando las faldas de las visitas y otras separados de ellas cuanto nos permitía la triste habitación.

—Aquí está Mateo —dijo Camila—. Jamás ha intervenido en ningún lazo familiar natural y nunca viene a visitar a la señorita Havisham. Muchas veces me he tendido en el sofá después de cortar las cintas del corsé, y allí he permanecido horas enteras, insensible, con la cabeza ladeada, el peinado deshecho y los pies no sé dónde...

—Mucho más altos que tu cabeza, amor mío —dijo el señor Camila.

—Y en tal estado he pasado horas y horas, a causa de la conducta extraña e inexplicable de Mateo, y, sin embargo, nadie me ha dado las gracias.

—En verdad que no se me habría ocurrido nunca hacerlo —observó la grave dama.

—Ya ves, querida mía —añadió la señorita Sara Pocket, mujer suave y mal intencionada—; lo que debías preguntarte es quién iba a agradecértelo.

—Sin esperar el agradecimiento de nadie ni cosa parecida —continuó Camila —, he permanecido en tal estado horas y horas, y Raimundo es testigo de las sofocaciones que he sufrido, de la ineficacia del jengibre y también de que me han oído muchas veces desde la casa del afinador de pianos que hay al otro lado de la calle, y los pobres niños se figuraron, equivocadamente, que oían a cierta distancia unas palomas arrullándose. Y que ahora me digan...

Entonces, Camila se llevó la mano a la garganta y empezó a formar nuevas combinaciones en ella.

Cuando se mencionó a aquel Mateo, la señorita Havisham se detuvo, me obligó a hacer lo propio y se quedó mirando a la que hablaba. Tal cambio tuvo por efecto terminar instantáneamente las combinaciones de la señora Camila.

—Mateo vendrá y me verá por fin —dijo suavemente la señorita Havisham— cuando esté tendida en esta mesa. Ése será su sitio —añadió golpeando la mesa con su bastón—, junto a mi cabeza. El de usted será éste, y ése el de su esposo. Sara Pocket estará ahí. Ahora ya saben todos ustedes dónde han de colocarse cuando vengan a festejar mi muerte. Ya pueden marcharse.

Al mencionar el nombre de cada uno golpeaba la mesa en distintos lugares. Luego se volvió hacia mí y me dijo:

—¡Paséame, paséame! Y reanudamos el paseo.

—Supongo que no se puede hacer otra cosa —observó Camila— más que obedecer y marcharnos. Ya es bastante haber podido contemplar, aunque por tan poco tiempo, a la persona que es objeto del amor y del deber de una. Cuando me despierte por las noches, podré pensar con melancólica satisfacción en esta visita. Me gustaría que Mateo pudiera tener tal consuelo, pero se burla de eso. Estoy decidida a no hacer gala de mis sentimientos, pero es muy duro oírse decir que una desea festejar la muerte de un pariente..., como si una fuera un gigante..., y luego que le ordenen marcharse. ¡Vaya una idea!

El señor Camila se interpuso mientras la señora Camila se llevaba la mano al jadeante pecho, y la buena señora asumió una fortaleza tan poco natural que, según presumí, expresaba la intención de desplomarse sofocada en cuanto estuviera fuera de la estancia, y, después de besar la mano de la señorita Havisham, salió acompañada de su esposo.

Sara Pocket y Georgiana contendieron para ver quién sería la última en quedarse, pero la primera tenía demasiada astucia para dejarse derrotar y empezó a dar vueltas, deslizándose en torno de Georgiana con tanta habilidad que ésta no tuvo más remedio que precederla. Entonces, Sara Pocket aprovechó los instantes para dirigirse a la señorita Havisham y decirle:

—¡Dios la bendiga, querida mía!

Y después de sonreír, como apiadándose de la debilidad de los demás, salió a su vez. Mientras, Estella estuvo ausente para alumbrar y acompañar a los que salían, la señorita Havisham siguió andando con la mano apoyada en mi hombro, pero cada vez lo hacía con mayor lentitud. Por fin se detuvo ante el fuego y, después de mirarlo por espacio de algunos segundos, dijo:

—Hoy es mi cumpleaños, Pip.

Me disponía a desearle muchas felicidades, cuando ella levantó su bastón.

—No quiero que se hable de eso. No quiero que ninguno de los que estaban aquí, ni otra persona cualquiera, me hable de ello. Todos vienen en este día, pero no se atreven a hacer ninguna alusión.

Por consiguiente, no hice ya ningún otro esfuerzo para referirme a su cumpleaños.

—En este mismo día del año, mucho tiempo antes de que nacieras, este montón de cosas marchitas y destruidas —dijo señalando con su bastón el montón de telarañas de la mesa, pero sin tocarlas— fueron traídas aquí. Ellas y yo hemos envejecido juntas. Los ratones las han roído, y otros dientes más agudos que los de los ratones me han roído a mí.

Sostenía el puño de su bastón señalando a su corazón, mientras miraba la mesa. Y tanto ella como su traje, que fue blanco, pero que aparecía amarillento; el mantel, también de alba blancura en otro tiempo, pero que tenía ahora un tono ahuesado, y todas las demás cosas que había alrededor, parecía como si debieran desplomarse al sufrir el más pequeño contacto.

—Cuando la ruina sea completa —dijo con mirada agonizante—, me extenderán, ya muerta y vestida con mi traje nupcial, sobre la mesa de la boda; esto constituirá la maldición final contra él..., ¡y ojalá ocurriera en este mismo día!

Se quedó mirando la mesa, cual si contemplara, extendido en ella, su propio cuerpo. Yo permanecí inmóvil. Estella regresó y también se estuvo quieta. Me pareció que los tres continuamos así durante mucho tiempo, y tuve el alarmante temor de que en la pesada atmósfera de la estancia y entre las tinieblas que reinaban en los más remotos rincones, Estella y yo empezáramos a marchitarnos.

Por fin, recobrándose de su ensimismamiento, no de un modo gradual, sino instantáneamente, la señorita Havisham dijo:

—Quiero ver cómo juegan a los naipes. ¿Por qué no han empezado ya?

Volvimos a su habitación, y yo me senté como la otra vez. Perdí de nuevo, y también, como en la pasada ocasión, la señorita Havisham no nos perdió de vista. Igualmente me llamó la atención acerca de la belleza de Estella y me obligó a fijarme más en ella, probando el efecto que hacían sus joyas sobre el pecho y sobre el cabello de la joven.

Ésta, por su parte, también me trató como la vez pasada; con la excepción de que no quiso condescender a hablar. Cuando jugamos media docena de partidas, se fijó el día de mi próxima visita; fui llevado al patio para darme de comer, como si fuera un perro, y también se me dejó que anduviera de un lado a otro, según me pareciera mejor. Nada importa para mi objeto que una puerta que había en la pared del jardín, y por la que me subí el primer día para mirar al otro lado, estuviera aquel día abierta o cerrada.

Basta decir que no la vi siquiera, pero que ahora la descubrí. Y como estaba abierta y yo sabía que Estella había acompañado a las visitas hasta la calle —porque volvió llevando las llaves en la mano—, me aventuré a entrar al jardín y lo recorrí por entero. Era completamente silvestre y divisé algunas cáscaras de melón y de pepinos que parecían, en su estado de desecación, haber fructificado espontáneamente, aunque sin vigor, para producir débiles tentativas de viejos sombreros y de botas, con algunos renuevos, de vez en cuando, en forma de cacharros estropeados.

Cuando recorrí el jardín y el invernadero, en el que no había más que una parra podrida y caída al suelo y algunas botellas, me encontré en el mismo triste rincón que divisara a través de la ventana. Sin dudar por un momento de que la casa estaba desocupada, miré al interior, a través de otra ventana, y, con la mayor sorpresa, me vi cambiando una mirada de asombro con un joven caballero, muy pálido, con los párpados enrojecidos y los cabellos muy claros.

El joven caballero pálido desapareció muy pronto, para reaparecer a mi lado. Sin duda alguna, cuando lo vi por primera vez estaba ocupado en sus libros, porque en cuanto estuvo a mi lado pude observar que llevaba algunas manchas de tinta.

—¡Hola, muchacho! —exclamó.

Como “hola” es una expresión general que, según pude advertir, se solía contestar con otra igual, exclamé, a la vez:

—¡Hola!

Aunque, cortésmente, suprimí la palabra “muchacho”.

—¿Quién te ha dejado entrar? —preguntó.

—La señorita Estella.

—¿Quién te ha dado permiso para rondar por aquí?

—La señorita Estella.

—Ven a luchar conmigo —dijo el joven y pálido caballero.

¿Qué podía hacer yo sino obedecer? Muchas veces me he formulado luego esta pregunta, pero ¿qué podía haber hecho? Su orden fue tan imperiosa y yo estaba tan extrañado, que le seguí a donde me llevó, como hechizado.

—Espera un poco —dijo volviéndose hacia mí, antes de alejarnos—; he de darte un motivo para pelear. ¡Aquí lo tienes!

De un modo irritante palmoteó, levantó una pierna hacia atrás, me tiró del cabello, palmoteó de nuevo, bajó la cabeza y me dio un cabezazo en el estómago.

Esta conducta, digna de un buey, además de que era una libertad que se tomaba conmigo, resultaba especialmente desagradable después de haber comido pan y carne. Por consiguiente, le di un golpe, y me disponía a repetirlo, cuando él dijo:

—¡Caramba! ¿De manera que ya estás dispuesto?

Y empezó a danzar de atrás adelante de un modo que resultaba extraordinario para mi experiencia muy limitada.

—¡Leyes de la lucha! —dijo mientras dejaba de apoyarse en su pierna izquierda para hacerlo sobre la derecha—. Ante todo, las reglas. —Y al decirlo cambió de postura—. Ven al terreno y observa los preliminares.

Entonces saltó hacia atrás y hacia delante e hizo toda suerte de cosas mientras yo lo miraba aturdido.

En secreto, le tuve miedo cuando lo vi tan diestro, pero estaba moral y físicamente convencido de que su cabeza, cubierta de cabello de color claro, no tenía nada que hacer junto a mi estómago y que me cabía el derecho de considerarlo impertinente por haberse presentado de tal modo ante mí. Por consiguiente, lo seguí, sin decir palabra, a un rincón lejano del jardín, formado por la unión de dos paredes y oculto por algunos escombros.

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