Kitabı oku: «Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson», sayfa 13

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P. (voz sin identificar) ¿Podemos parar unos quince minutos, y mandar a lo mejor a Danny arriba para que se tome un café? Ha habido un accidente y quieren hablar con vosotros.

P. Claro.

P. Voy a mandar a Danny arriba al octavo piso. Lo quiero de vuelta aquí en quince minutos.

R. Yo me espero aquí.

Danny no tenía muchas ganas de que lo vieran deambulando por los pasillos del LAPD.

P. No serán más de quince minutos. Cerraremos la puerta para que nadie vea que estás aquí dentro.

No había habido ningún accidente. Mossman y Brown habían vuelto de Sybil Brand. Mientras relataban lo que habían oído, los quince minutos se alargaron casi hasta los cuarenta y cinco. Aunque las conversaciones entre Atkins y Howard dejaron muchos interrogantes, los inspectores estaban ya convencidos de haber «resuelto54» los casos Tate y LaBianca. Susan Atkins contó a Ronnie Howard detalles —las palabras escritas en la vivienda de los LaBianca, que no se publicaron, la navaja perdida en el domicilio de Tate— que solo podían conocer los asesinos. Los tenientes Helder (Tate) y LePage (LaBianca) fueron informados.

Cuando los inspectores regresaron a la sala para interrogar, estaban animados.

P. Bueno, hemos dejado a Shorty en nueve trozos, con la cabeza y los brazos rebanados (…)

No contaron a DeCarlo lo que acababan de saber. Pero él debió de notar un cambio en las preguntas. Pusieron punto final enseguida al asunto de Shorty. Pasaron a hablar de Tate. ¿Por qué pensaba Danny exactamente que Manson estaba implicado?

Bueno, hubo dos incidentes. O a lo mejor fue el mismo, Danny no estaba seguro. El caso es que «salieron a mangar y volvieron con setenta y cinco pavos. Tex participó. Y se jodió un pie birlándoselos a alguien. No sé si lo mandó al otro barrio, pero le sacó setenta y cinco pavos».

En el rancho Spahn no había calendarios, les había dicho antes DeCarlo. Nadie prestaba demasiada atención al día que era. Sin embargo, la única fecha que todos los del rancho recordaban era el 16 de agosto, el día de la redada. Fue antes.

P. ¿Cuánto tiempo antes?

R. Pues… dos semanas.

Si el cálculo de DeCarlo era correcto, fue también antes del caso Tate. ¿Cuál fue el otro incidente?

R. Una noche salieron, todos menos Bruce.

P. ¿Quiénes?

R. Charlie, Tex y Clem. Los tres. Bueno, a la mañana siguiente…

Uno de los inspectores lo interrumpió. ¿Los vio marchar? No, solo que a la mañana siguiente… Otra interrupción. ¿Aquella noche salió alguna de las chicas?

R. No, creo… que no. Estoy casi seguro de que fueron los tres solos.

P. Bueno, ¿recuerdas si el resto de las chicas pasó la noche allí?

R. A ver, las chicas estaban desperdigadas por todas partes, y habría sido imposible seguir la pista de quién estaba y quién no (…)

Así que cabía la posibilidad de que las chicas se hubieran ido sin que lo supiera DeCarlo. Bien, ¿qué hay de la fecha?

Eso Danny lo recordaba, más o menos, porque estaba reconstruyendo el motor de su motocicleta y tuvo que ir a la ciudad a por un cojinete. Fue «alrededor del 9, el 10 o el 11» de agosto. «Y se largaron aquella noche y volvieron a la mañana siguiente.»

Clem estaba delante de la cocina, dijo DeCarlo. Danny se acercó a él y le preguntó: «¿Qué hicisteis anoche?». Clem, según Danny, sonrió «con esa sonrisa de idiota de remate que tiene». Danny miró atrás y vio a Charlie detrás de él. Le dio la impresión de que Clem estaba a punto de responder pero Charlie le hizo señas para que se callara. Clem dijo algo así como «No te preocupes, nos fue bien». En ese momento Charlie se fue. Antes de ir detrás de él, Clem le cogió a Danny de un brazo y dijo: «Nos cargamos a cinco cerditos». Sonreía de oreja a oreja.

Clem dijo a DeCarlo: «Nos cargamos a cinco cerditos». Manson dijo a Springer: «Nos cepillamos a cinco la otra noche, sin ir más lejos». Atkins confesó a Howard haber apuñalado a Sharon Tate y Voytek Frykowski. Beausoleil confesó a DeCarlo haber apuñalado a Hinman. Atkins dijo a Howard que lo apuñaló ella. De repente a los inspectores les sobraban confesiones. Eran tantas que no vieron nada claro quién estaba implicado en qué homicidios.

Pasando por alto a Hinman que, después de todo, era un caso del sheriff, y centrándose en el de Tate, tenían dos versiones:

(1) DeCarlo creía que Charlie, Clem y Tex —sin la ayuda de ninguna chica— mataron a Sharon Tate y a los demás.

(2) Por lo que entendió Ronnie Howard, Susan Atkins dijo que ella, otras dos chicas (mencionó los nombres de «Linda» y «Katie», pero no quedó claro si estuvieron implicadas en aquel homicidio en concreto), más «Charles», más posiblemente otro hombre, fueron al 10050 de Cielo Drive.

En cuanto a los asesinatos del caso LaBianca, lo único que sabían era que «hubo dos chicas y Charlie», que «Linda no estuvo metida en aquel» y que Susan Atkins estaba de alguna manera incluida en aquel plural.

Los inspectores decidieron probar otro enfoque, a través de las otras chicas del rancho. Pero antes quisieron cerrar algunos flecos. ¿Qué ropa llevaban los tres hombres? Ropa oscura, contestó DeCarlo. Charlie llevaba un jersey negro, unos Levi’s, mocasines; Tex iba vestido de forma parecida, creía, aunque a lo mejor llevaba botas, no estaba seguro. Clem también llevaba unos Levi’s y mocasines, además de una chaqueta campera de color verde militar. ¿Observó algo de sangre en la ropa cuando los vio a la mañana siguiente? No, aunque por otra parte no la buscó. ¿Tenía alguna idea sobre el vehículo que cogieron? Claro, el Ford del 59 de Johnny Swartz. Era el único coche que funcionaba en aquel momento. ¿Alguna idea sobre dónde estaba entonces?

Se lo llevaron remolcado durante la redada del 16 de agosto, por lo que sabía Danny, y probablemente seguía en el depósito de Canoga Park. Swartz era uno de los peones de Spahn, no un miembro de la Familia, pero les prestaba el coche. ¿Alguna idea sobre el nombre verdadero de Tex? «Charles» era el nombre de pila, dijo Danny. Vio el apellido una vez, en una ficha rosa, pero no lo recordaba. ¿Era «Charles Montgomery»?, preguntaron los inspectores utilizando un apellido proporcionado por Kitty Lutesinger. No, no le sonaba. ¿Qué hay de Clem? ¿Te suena «Tufts»? No, nunca oyó que llamaran así a Clem, pero «¿ese chico que encontraron tiroteado en el cañón de Topanga, el de dieciséis años, no se apellidaba Tufts?». Uno de los inspectores contestó: «No lo sé. Ese caso lo lleva el sheriff. Ya tenemos muchos asesinatos».

Vale, ahora las chicas.

P. ¿Conocías bien a las tías de allí?

R. Bastante bien, colega. (Risa)

Los inspectores empezaron a repasar los nombres que utilizaron las chicas una vez detenidas en las redadas de Spahn y Barker. Y encontraron problemas inmediatamente. No solo usaban alias al ser fichadas, sino también en el rancho. Y no uno solo, sino varios, y, por lo visto, se los cambiaban como la ropa, cuando les apetecía. Para complicar más las cosas, incluso se los intercambiaban.

Como si estos problemas no bastaran, Danny les dio otro. Fue de lo más reacio a admitir que cualquiera de las chicas fuera capaz de cometer un asesinato.

Los tíos eran otra cosa. Bobby, Tex, Bruce, Clem, cualquiera de ellos mataría, le parecía a DeCarlo, si Charlie se lo pedía. (Más tarde se supo que todos ellos mataron.)

Ella Jo Bailey fue descartada: se fue del rancho Spahn antes de los asesinatos. Mary Brunner y Sandra Good también, porque pasaron en la cárcel las dos noches.

¿Qué hay de Ruth Ann Smack, alias Ruth Ann Huebelhurst? (Eran nombres de la ficha policial. El nombre verdadero era Ruth Ann Moorehouse, y en la Familia la llamaban «Ouisch». Danny lo sabía, pero por motivos personales no se molestó en informar a los inspectores.)

P. ¿Qué sabes de ella?

R. Era una de mis pichurris preferidas.

P. ¿Crees que tendría agallas para participar en un asesinato a sangre fría?

Danny dudó un rato largo antes de contestar:

«Mira, esa pequeña es un encanto. Lo que me reventó fue que un día se me acercó, cuando estaba allí arriba en el desierto, y me dijo: “Me muero de ganas por cargarme a mi primer cerdo”.

»¡Una chavala de diecisiete años! Me quedé mirándola como si fuera mi hija, la cosita más linda que querrías conocer en la vida. Era preciosa y encantadora. Y Charlie le jodió tanto la cabeza que se te revolvían las tripas.»

Se determinó que la fecha en que le dijo aquello a DeCarlo fue alrededor del 1 de septiembre. Si para entonces no había matado, no había participado en los asesinatos de los casos LaBianca o Tate. Ruth Ann descartada.

¿Conociste a una tal Katie? Sí, pero no sabía el nombre verdadero. «Jamás supe el nombre verdadero de nadie», dijo DeCarlo. Katie era una tía mayor, no una cría que se había ido de casa. Era de Venice o por ahí. La descripción que hizo de ella fue poco precisa, exceptuando que tenía tanto pelo por el cuerpo que ningún tío quería montárselo con ella.

¿Qué hay de Linda? Era una tía bajita, dijo Danny. Pero no se quedó mucho tiempo, a lo mejor un mes o así, y no sabía mucho de ella. Cuando hicieron la redada del rancho Spahn, ya se había ido.

Cuando Sadie salía «a hacer el bicho», ¿llevaba armas?, preguntó uno de los inspectores.

R. Llevaba un cuchillo pequeño (…) Tenían un montón de cuchillos pequeños de caza, cuchillos de caza Buck.

P. ¿Cuchillos Buck?

R. Cuchillos Buck, sí (…)

Entonces empezaron a lanzarle preguntas concretas a DeCarlo. ¿Viste alguna vez tarjetas de crédito con un apellido italiano? ¿Alguien habló de una persona que tenía una lancha? ¿Oíste a alguien usar el apellido «LaBianca»? Danny respondió que no a todo.

¿Y gafas, llevaba alguien en Spahn? «Nadie llevaba gafas porque Charlie no les dejaba.» Mary Brunner tenía varios pares; Charlie los rompió.

Enseñaron a DeCarlo cuerda de nylon de dos ramales. ¿Viste alguna vez una cuerda así allí en Spahn? No, pero sí de tres ramales. Charlie compró unos sesenta metros en Jack Frost, la tienda de excedentes de Santa Mónica, en junio o julio.

¿Estaba seguro? Claro. Estaba con él cuando los compró. Luego los enrolló para que no se deshilacharan. Era una cuerda como la que usaban en la Guardia Costera, en las lanchas torpederas. Él la había manejado cientos de veces.

Aunque DeCarlo no lo sabía, la cuerda de Tate-Sebring también era de tres ramales.

Probablemente, tras acordarlo de antemano, los inspectores empezaron a presionar a DeCarlo y adoptaron un tono más duro.

P. ¿Participaste en algún robo con alguno de ellos?

R. Hostias, no. De eso nada. Pregunta a cualquier chica.

P. ¿Tuviste algo que ver con la muerte de Shorty?

DeCarlo lo negó con vehemencia. Shorty era amigo suyo. Además, «no tengo huevos para mandar a alguien al otro barrio». Pero en la respuesta hubo la vacilación suficiente para indicar que ocultaba algo. Le apretaron y DeCarlo habló de las pistolas de Shorty. Tenía dos revólveres Colt 45 a juego. Siempre los empeñaba, y luego los recuperaba. A finales de agosto o principios de septiembre —después de la desaparición de Shorty, pero supuestamente antes de que DeCarlo supiera lo que le había pasado—, Bruce Davis le dio las papeletas de empeño de Shorty por las pistolas, para devolverle un dinero que le debía a DeCarlo. Danny recuperó las pistolas. Luego, al saber que habían asesinado a Shorty, vendió los revólveres a una tienda de Culver City por setenta y cinco dólares.

P. Pues estás metido en la mierda, ¿sabes?

Danny lo sabía. Y se hundió aún más en ella cuando uno de los inspectores le preguntó si sabía algo de la cal. Cuando la detuvieron, Mary Brunner llevaba una lista de la compra elaborada por Manson. «Cal» era uno de los artículos de la lista. ¿Alguna idea de por qué querría Charlie cal?

Danny recordó que Charlie le preguntó en cierta ocasión qué podía usar para «descomponer un cuerpo». Le dijo que lo que mejor funcionaba era la cal, porque él la había usado una vez para deshacerse de un gato que había muerto debajo de una casa.

P. ¿Por qué le dijiste eso?

R. Por ninguna razón en concreto, solo me hizo una pregunta.

P. ¿Qué te preguntó?

R. Pues la mejor manera de… esto… bueno, de deshacerse de un cuerpo muy rápido.

P. No se te ocurrió decir: «¿Por qué coño me preguntas una cosa así, Charlie?».

R. No, porque él estaba tarado.

P. ¿Cuándo tuvo lugar esa conversación?

R. Pues… precisamente alrededor del día que desapareció Shorty.

Aquello tenía mala pinta, y los inspectores lo dejaron en ese punto. Aunque a puerta cerrada se inclinaron a aceptar la versión de DeCarlo, sospechando, pese a todo, que, aunque probablemente no había participado en el asesinato, sabía más de lo que contaba, eso les dio una ventaja adicional para intentar conseguir lo que querían.

Querían dos cosas.

P. ¿Queda alguien en el rancho Spahn que te conozca?

R. Que yo sepa, no. No sé quién está allí. Y no quiero subir a verlo. No quiero tener nada que ver con ese sitio.

P. Quiero echar un vistazo por allí. Pero necesito un guía.

Danny no se ofreció. La otra petición la hicieron sin rodeos.

P. ¿Estarías dispuesto a testificar?

R. ¡No, señor!

Pesaban dos acusaciones contra él, le recordaron. En cuanto al motor de la moto robada, «a lo mejor podemos rebajar el delito. A lo mejor podemos llegar a que lo retiren. Por lo que se refiere al delito federal, no sé cuánto podemos presionar. Pero también lo podemos intentar».

R. Si lo intentan por mí, perfecto. No les puedo pedir más.

Si aquello se reducía a ser testigo o ir a la cárcel… DeCarlo dudó.

R. Entonces cuando él salga de la cárcel…

P. No va a salir de la cárcel acusado de asesinato con premeditación cuando se le imputan más de cinco víctimas. Si Manson fue el tipo que participó en los asesinatos del caso Tate. Todavía no lo sabemos a ciencia cierta. Tenemos mucha información que apunta a eso.

R. También hay una recompensa de por medio.

P. Así es. Bastante buena. Veinticinco de los grandes. No quiere decir que se los vaya a quedar uno solo, pero incluso repartidos es un buen pellizco.

R. Con eso podría mandar al crío a la academia militar.

P. Bueno, ¿qué te parece? ¿Estarías dispuesto a testificar contra ese grupo de personas?

R. Manson estará allí sentado mirándome, ¿verdad?

P. Si vas al juicio y testificas, sí. A ver, ¿cuánto miedo le tienes a Manson?

R. Estoy cagado. Me tiene acojonado. Él no dudaría ni un segundo. Aunque tardara diez años, acabaría por encontrar a mi hijo y le haría picadillo.

P. Valoras a ese hijo de puta más de lo que se merece. Si crees que Manson es una especie de dios que va a fugarse de la cárcel y volver para asesinar a todo el que testificó contra él…

Pero era evidente que DeCarlo creía que Manson era capaz de hacerlo.

Incluso si permanecía en la cárcel, había otros.

R. ¿Y Clem? ¿Lo tenéis encerrado?

P. Sí. Está en el trullo, en Independence, con Charlie.

R. ¿Y qué hay de Tex y Bruce?

P. Están los dos fuera. De Bruce Davis, lo último que oí, a principios de mes, fue que estaba en Venice.

R. Bruce en Venice, ¿eh? Tendré que andarme con ojo (…) Un hermano de la organización me dijo que había visto a dos de las chicas también en Venice.

Los inspectores no dijeron a DeCarlo que la última vez que vieron a Davis, el 5 de noviembre, fue en relación con otra muerte, el «suicidio» de Zero. El LAPD sabía a esas alturas que Zero —alias Christopher Jesus, n/v John Philip Haught— fue detenido en la redada de Barker. Antes, al repasar algunas fotografías, DeCarlo identificó a «Scotty» y «Zero», dos jóvenes de Ohio que pasaron poco tiempo con la Familia porque «no encajaron». Uno de los inspectores comentó:

P. Zero ya no está con nosotros.

R. ¿Cómo que ya no está con nosotros?

P. Está entre los muertos.

R. ¡Mierda! ¿En serio?

P. Sí, un día se colocó un poquito de más y jugó a la ruleta rusa. Se metió una bala en la cabeza.

Aunque los inspectores por lo visto se tragaron la historia de la muerte de Zero, tal y como la relataron Bruce Davis y los otros, no fue el caso de Danny, en ningún momento.

No, Danny no quería testificar.

Los inspectores lo dejaron ahí. Todavía había tiempo para que cambiara de opinión. Después de todo, tenían ya a Ronnie Howard. Dejaron que Danny se fuera, después de arreglar que se pasara al día siguiente.

Uno de los inspectores comentó, después de que Danny se hubiera ido pero con la cinta aún grabando: «Me parece que hoy nos hemos ganado el pan».

La conversación con DeCarlo duró más de siete horas. Ya eran más de las doce de la noche del martes 18 de noviembre de 1969. Yo ya estaba durmiendo, sin saber que dentro de unas pocas horas, por la mañana, a consecuencia de una reunión entre el fiscal del distrito y su equipo, me asignarían la tarea de procesar a los asesinos de los casos Tate-LaBianca.

TERCERA PARTE * LA INVESTIGACIÓN.
FASE DOS *

Del 18 de noviembre al 31 de diciembre de 1969

Ningún sentido tiene sentido.

CHARLES MANSON

18 DE NOVIEMBRE DE 1969

A estas alturas el lector sabe mucho más de los asesinatos de los casos Tate-LaBianca que yo el día que me asignaron el caso. De hecho, como algunos fragmentos extensos del relato precedente no se han hecho públicos con anterioridad, el lector es una persona con acceso a información confidencial, algo muy poco común en un caso de asesinato. Y, en cierto sentido, yo soy un recién llegado, un intruso. El cambio repentino de un narrador oculto en segundo plano a la relación de los hechos personalísima tiene que resultar sorprendente. La mejor manera de suavizarlo, me temo, sería presentarme. Luego, cuando nos hayamos quitado eso de encima, reanudaremos la narración juntos. Este inciso, aunque por desgracia necesario, será lo más breve posible.

Un resumen biográfico convencional probablemente diría más o menos lo siguiente: Vincent T. Bugliosi, edad treinta y cinco, ayudante del fiscal del distrito, Los Ángeles, California. Nacido en Hibbing, en Minnesota. Bachillerato en el Instituto Hollywood. Asistió a la Universidad de Miami gracias a una beca de tenis. Licenciado en Filosofía y Letras, y Empresariales. Tras decidirse por el ejercicio del Derecho, asistió a la Universidad de California en Los Ángeles, licenciado en Derecho, delegado de la promoción de 1964. El mismo año entró en la Oficina del Fiscal del Distrito de Los Ángeles. Ha llevado varios casos muy divulgados —Floyd-Milton, Perveler-Cromwell, entre otros— y ha obtenido condenas en todos ellos. Ha llevado ciento cuatro juicios por jurado por delitos graves, y solo ha perdido uno. Además de sus responsabilidades como ayudante del fiscal del distrito, Bugliosi es profesor de Derecho Penal en la Facultad de Derecho de Beverly, en Los Ángeles. Trabajó de asesor técnico y corrigió los guiones de dos episodios piloto de The D.A., la serie de televisión de Jack Webb. Robert Conrad, estrella de la serie, tomó como modelo al joven fiscal para su papel. Casado. Dos hijos.

Probablemente sería más o menos lo que pondría. Sin embargo, esto no dice nada de cómo veo mi profesión, que es incluso más importante.

«El deber principal del fiscal no es condenar, sino procurar que se haga justicia (…)»

Son palabras del viejo código ético del Colegio de Abogados de Estados Unidos. Pensaba a menudo en ellas durante los cinco años que llevaba de ayudante del fiscal del distrito. Se habían convertido en un sentido muy real en mi credo personal. Si, en un caso determinado, una condena es justicia, que así sea. Pero si no, no quiero tener nada que ver.

Durante demasiados años la imagen estereotipada del fiscal ha sido o bien la de la típica persona de derechas partidaria de las leyes estrictas, decidida a obtener condenas a toda costa, o la de un Hamilton Burger torpe e incompetente, que siempre procesa a personas inocentes, las cuales, por suerte, se salvan en el último suspiro gracias a las astutas maniobras de un Perry Mason.

Nunca he pensado que el abogado defensor tenga el monopolio de la preocupación por la inocencia, la imparcialidad y la justicia. Tras entrar en la Oficina del Fiscal del Distrito, llevé cerca de mil casos. En muchísimos pedí y obtuve condenas, porque creí que las pruebas las justificaban. En muchísimos otros, en los que me pareció que las pruebas eran insuficientes, me puse en pie en el tribunal y pedí la desestimación de los cargos, o solicité una rebaja, bien de los cargos, bien de la sentencia.

Estos últimos casos muy pocas veces son noticia. Los ciudadanos raramente se enteran de ellos. De este modo, el estereotipo perdura. No obstante, es mucho más importante darse cuenta de que se ha impuesto la imparcialidad y la justicia.

Igual que nunca sentí el menor reparo en ajustarme a ese estereotipo, del mismo modo me rebelé contra otro. Tradicionalmente, el papel del fiscal ha sido doble: llevar los aspectos legales del caso y presentar en el tribunal las pruebas reunidas por los cuerpos policiales. Yo nunca acepté esas limitaciones. En los casos anteriores a este siempre participé en la investigación: hablé con los testigos yo mismo, encontré y desarrollé nuevas pistas, y a menudo di con pruebas que normalmente se pasaban por alto. En algunas ocasiones, eso llevó a la puesta en libertad de un sospechoso. En otras, a una condena que en otras circunstancias quizás no se habría obtenido.

Para un abogado, no hacer todo lo posible es, estoy totalmente convencido, traicionar al cliente. Aunque en los procesos penales uno tiende a centrarse en el abogado defensor y su cliente —el acusado—, el fiscal también es abogado, y también tiene un cliente: el Pueblo. Y el Pueblo también tiene derecho a defenderse, a un proceso limpio e imparcial, y a la justicia.

El caso Tate-LaBianca era en lo último que pensaba la tarde del 18 de noviembre de 1969. Acababa de terminar un proceso largo y estaba volviendo al despacho de la Sala de Justicia cuando Aaron Stovitz, jefe de la Sección de Juicios de la Oficina del Fiscal del Distrito, uno de los mejores abogados litigantes de una oficina de cuatrocientos cincuenta ayudantes del fiscal del distrito, me cogió de un brazo y, sin ninguna explicación, me llevó a toda prisa por el pasillo al despacho de J. Miller Leavy, director de Operaciones Centrales.

Leavy estaba hablando con dos tenientes del LAPD con los que yo había trabajado en casos anteriores, Bob Helder y Paul LePage. Escuché un momento y oí la palabra «Tate». Me volví hacia Aaron y le pregunté: «¿Vamos a llevarlo nosotros?».

Asintió con la cabeza.

Mi único comentario fue un débil silbido.

Helder y LePage nos esbozaron un resumen de lo que habían dicho Ronnie Howard. Como continuación de la visita de Mossman y Brown de la noche anterior, otros dos agentes habían ido a Sybil Brand aquella mañana y hablado con Ronnie un par de horas. Habían conseguido bastante más información, pero seguía habiendo unas lagunas tremendas.

Decir que a esas alturas los casos Tate y LaBianca estaban «resueltos» habría sido una burda exageración. Como es lógico, en cualquier caso de asesinato dar con el asesino es importantísimo. Pero solo es un primer paso. Ni encontrar ni detener ni imputar a un acusado tiene valor probatorio, ni demuestra la culpabilidad. Una vez identificado el asesino, queda el difícil (y a veces insalvable) problema de vincularlo con el crimen mediante pruebas sólidas y admisibles, y luego demostrar la culpabilidad más allá de la duda razonable, ya sea ante un juez o un jurado.

Y todavía no habíamos dado siquiera el primer paso, mucho menos el segundo. Al hablar con Ronnie Howard, Susan Atkins se implicó a sí misma e implicó a «Charles», se suponía que refiriéndose a Charles Manson. Pero Susan también dijo que había otros implicados, y nos faltaban sus identidades. Eso sobre el caso Tate. Sobre el caso LaBianca no había casi información.

Una de las primeras cosas que quise hacer, tras examinar las declaraciones de Howard y DeCarlo, fue ir al rancho Spahn. Se arregló que viajara a la mañana siguiente con varios inspectores. Pregunté a Aaron si quería acompañarme, pero no podía55.

Cuando volví a casa a última hora de la tarde y le dije a mi esposa, Gail, que nos habían asignado el caso Tate a Aaron y a mí, ella compartió mi entusiasmo. Pero con reservas. Estaba esperando que nos cogiéramos unas vacaciones. Yo llevaba meses sin tomarme un día libre. Incluso en casa, por la noche, leía transcripciones o investigaba jurisprudencia o preparaba exposiciones. Aunque todos los días me aseguraba de pasar algo de tiempo con nuestros dos hijos —Vince hijo, de tres años, y Wendy, de cinco—, cuando llevaba un caso importante me sumergía en él por completo. Prometí a Gail que intentaría librar algunos días, pero hube de admitir con toda sinceridad que podría tardar un tiempo en hacerlo.

Por entonces, por suerte, no sabíamos que viviría con los casos Tate-LaBianca durante casi dos años, invirtiendo de promedio cien horas a la semana, acostándome pocas veces, si es que alguna, antes de las dos de la mañana, todos los días de la semana. Ni que los escasos momentos que Gail, los niños y yo íbamos a pasar juntos carecerían de privacidad, pues nuestro hogar iba a convertirse en un fortín y un guardaespaldas no solo iba a vivir con nosotros, sino que iba a acompañarme a todas partes, tras la amenaza de Charles Manson de que «mataría a Bugliosi».

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