Kitabı oku: «El amante de Lady Chatterley», sayfa 6

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El bosque entero estaba inerte, inmóvil, sólo se escuchaba el choque hueco de las gotas que caían de las ramas desnudas. Por lo demás, entre los árboles había una grisura profunda dentro de lo profundo, inercia sin esperanza, silencio, nada.

Connie caminaba sin prisa. El viejo bosque despedía una antigua atmósfera melancólica que de alguna manera la tranquilizaba, era mejor que la dura insensibilidad del mundo exterior. A Connie le gustaba la intimidad del bosque remanente, la muda reticencia de los viejos árboles. Parecía un poderoso silencio y a pesar del silencio una presencia vital. Ellos también esperaban: obstinados, estoicos, y emitían la potencia del silencio. Quizá sólo aguardaban el final; la hora de ser talados y eliminados, el fin del bosque, y para ellos el fin de todas las cosas. Aunque quizá su fuerte y aristocrático silencio, el silencio de los árboles fuertes, significaba algo más.

Cuando Connie abandonó el bosque en el lado norte, la casa del guardián, una casa de oscura piedra morena, con aguilones y una hermosa chimenea, de tan silenciosa y sola parecía deshabitada. Pero una hebra de humo se elevaba desde la chimenea, y el pequeño jardín cercado del frente se veía limpio y ordenado. La puerta de la casa se hallaba cerrada.

Frente a la casa Connie sintió temor de la presencia del hombre, de sus ojos inquisitivos y penetrantes. No le gustaba llevarle órdenes y sintió el deseo de alejarse. Golpeó suavemente la puerta y nadie acudió. Golpeó de nuevo sin gran fuerza y tampoco hubo respuesta. Se asomó por la ventana y vio el pequeño cuarto oscuro, con su privacidad casi siniestra que rechazaba cualquier invasión.

Erguida, escuchó y le pareció oír ruido detrás de la cabaña. Su fracaso para hacerse oír le devolvió la entereza, no se dejaría vencer.

Le dio vuelta a la casa. En la parte posterior el terreno ascendía y el patio quedaba hundido y cercado por un muro de piedra no muy alto. Dobló la esquina de la casa y se detuvo. En el pequeño patio, a dos pasos de ella, el hombre se estaba lavando, ajeno por completo a la presencia de la señora. Desnudo hasta la cintura, el pantalón de pana caía sobre sus delgadas caderas. Su blanca espalda se hallaba curvada sobre una palangana de agua jabonosa, en la cual sumergía la cabeza, agitándola con un extraño y rápido movimiento, levantando los delgados brazos blancos y expulsando el agua jabonosa de sus orejas, rápido, como una comadreja jugando en el agua, completamente solo. Connie retrocedió y se apresuró a internarse en el bosque. A pesar de su entereza, sufrió una fuerte impresión, aunque no se trataba sino de un hombre lavándose, algo común y corriente. ¡Dios sabía!

De alguna singular manera fue una experiencia visionaria: y la había golpeado en el centro del cuerpo. Vio el tosco pantalón deslizándose sobre la delicada, pura y blanca piel, sobre los huesos; y esa sensación de soledad de una persona sencillamente sola, la abrumó. La desnudez perfecta, blanca y solitaria de una criatura que vive sola, interiormente sola. Y más allá, la innegable belleza de una criatura inmaculada. No la materia de la belleza, ni siquiera el cuerpo de la belleza, sino los destellos, el calor, la llama de una vida individual, revelándose en contornos que se pueden tocar: ¡un cuerpo!

Connie había recibido el impacto de la visión en el vientre, y lo supo, estaba dentro de ella. Pero su mente la incitaba a ridiculizar. ¡Un hombre lavándose en el patio! ¡Sin duda con un jabón amarillo que olía a azufre! Estaba muy confundida; ¿por qué tenía que tropezar con esa vulgaridad privada?

Se alejó de sí misma y un momento después se sentó en un tocón. Estaba muy confundida para pensar. Pero en medio de su desconcierto estaba decidida a entregar el mensaje al guardián. No retrocedería. Debía darle tiempo para vestirse, mas no para abandonar la casa. Posiblemente se estaba preparando para salir.

Lentamente inició el camino de regreso, escuchando. Al acercarse, la cabaña lucía igual que antes. Un perro ladró y ella tocó a la puerta, su corazón tamborileaba a pesar de sí misma.

Escuchó que el hombre bajaba por la escalera. Él abrió la puerta de golpe y la sobresaltó. Parecía molesto, pero al instante la sonrisa acudió a su rostro.

—¡Lady Chatterley! —dijo—. ¿Quiere pasar?

Sus modales eran naturales y comedidos; ella cruzó el umbral y entró a la monótona habitación.

—Sólo vine a traerle un mensaje de Sir Clifford —dijo Connie con su voz suave y jadeante.

El hombre la estaba mirando con esos ojos azules que lo escudriñaban todo, lo cual la hizo desviar un poco el rostro. El hombre pensó que se veía atractiva, casi hermosa en su timidez, y de inmediato tomó el control de la situación.

—¿Le gustaría sentarse? —preguntó el guardián, suponiendo que ella no aceptaría. La puerta seguía abierta.

—¡No, gracias! Sir Clifford dese saber si...

Le dio el mensaje, mirándolo inconscientemente a los ojos. Y ahora esos ojos lucían cálidos y amables, particularmente para una mujer, maravillosamente cálidos, y amables, y tranquilos.

—Muy bien, señoría. Me encargaré en seguida.

Al tomar la orden, la actitud del guardián sufrió un cambio, miraba ahora con una suerte de severidad y distancia. Connie titubeó, debía irse. Pero se entretuvo mirando consternada la limpia, ordenada y melancólica habitación.

—¿Vive aquí solo? —preguntó. —Completamente solo, señoría.

—¿Y su señora madre?

—Vive en su propia casa, en el poblado. —¿Con la niña?

—Con la niña —dijo el hombre.

Y su rostro liso y gastado adoptó una apariencia de inefable burla. Era un rostro que cambiaba todo el tiempo, desconcertante.

—Mi madre viene a hacer la limpieza los sábados —dijo viendo que Connie parecía perpleja—. De lo demás me encargo yo.

De nuevo Connie lo miró a los ojos. Los del hombre sonreían de nuevo, socarrones, aunque cálidos y azules y en cierto modo amables. Ella lo miró inquisitiva. Él vestía pantalón y camisa de franela y una corbata gris, el pelo suave y húmedo, el rostro pálido y erosionado. Cuando sus ojos dejaron de reír, se veían como unos ojos que han sufrido mucho, aunque no perdían su calor. La palidez del aislamiento cayó sobre él, ella no estaba allí para él.

Connie quería decir muchas cosas y no dijo ninguna. Lo miró de nuevo y dijo: —Espero no haberlo molestado.

Una leve sonrisa irónica entrecerró los ojos del hombre.

—Nada más me estaba peinando. Siento no haberme puesto algo encima, pero no tenía idea de quién estaba tocando. Nadie viene aquí, y lo inesperado suena amenazador.

Echó a andar delante de ella por el sendero del jardín para sostener la puerta. En camisa, sin la desaliñada chaqueta de pana, ella de nuevo apreció lo esbelto que era, delgado, algo encorvado. Cuando ella pasó a su lado, había algo joven y brillante en el cabello del hombre, en sus ojos inquietos. Al parecer era un hombre de unos treinta y siete o treinta y ocho años.

Connie se internó en el bosque sabiendo que él la miraba alejarse; el hombre la perturbaba, a pesar de su entereza.

Él, cuanto entró a la casa, pensaba: “¡Es linda y es real! Es más linda de lo que se imagina”.

Ella se lo preguntaba todo sobre él. No parecía un guardabosque y tampoco un minero, aunque tenía algo en común con la gente del lugar. Y poseía también algo poco común.

—El guardabosques, Mellors, es una persona extraña —le dijo a Clifford—, podría pasar por un caballero.

—¿De verdad? —dijo Clifford—. No me había dado cuenta.

—¿No crees que hay algo especial en él? —insistió Connie.

—Me parece un buen hombre, pero no sé gran cosa de él. Dejó el ejército el año pasado, hace menos de un año. Creo que estuvo en la India. Debió de aprender algunos modales por allá, quizás era asistente de un oficial y eso lo ayudó a refinarse. Algunos hombres eran así. Pero no les hace mucho bien, pues de regreso a casa tienen que volver a sus viejos lugares.

Connie miró a Clifford con aire reflexivo. Vio en su actitud el peculiar desprecio, característico de su estirpe, hacia alguien de clase baja que desea superarse.

—¿No crees que hay algo especial en él? —preguntó.

—¡Francamente no! Nada que haya visto.

Clifford la miró con curiosidad, inquieto, diríase que con sospecha. Y ella sintió que no le estaba diciendo la verdad y que no se estaba diciendo la verdad. Le disgustaba cualquier alusión a cualquier humano excepcional. La gente era más o menos de su nivel o estaba por debajo.

Connie volvía a percibir la estrechez y la miseria moral de los hombres de su generación. ¡Eran muy cerrados, los asustaba la vida!

VII

Connie subió a su dormitorio e hizo lo que no había hecho en mucho tiempo: despojarse por completo de la ropa y contemplarse desnuda en el enorme espejo. No sabía exactamente qué buscaba, pero movió la lámpara para recibir la luz de lleno.

Pensó, como a menudo lo pensaba, qué frágil y vulnerable era esa cosa patética, el cuerpo humano desnudo; algo inacabado, incompleto.

Supuestamente tenía una bonita figura, que ahora estaba pasada de moda: quizás excesivamente femenina, nada semejante a una adolescente. No era muy alta, sino algo escocesa y baja, pero destilaba una incuestionable gracia que bien podía llamarse belleza. Su piel era sonrosada, sus extremidades se desplazaban con sosiego, su cuerpo pudo haber sido suculento, pero le faltaba algo.

En vez de que sus firmes curvas descendentes madurasen, su cuerpo se había aplanado y tornado algo áspero. Como si no hubiera tenido suficiente sol y calor; era grisáceo y falto de savia.

Se hallaba decepcionada de su real condición de mujer. No había logrado mantenerse juvenil, ligera, transparente; se había vuelto opaca.

Sus pechos eran pequeños y caían en forma de pera. Eran frutos inmaduros, un poco amargos, colgaban sin sentido. Y su vientre había perdido la fresca y rotunda claridad que tenía cuando era joven, en los días del joven alemán que la amaba físicamente. Entonces era joven y expectante, con un aspecto característico. Ahora se había aflojado y era plana y delgada, pero con una delgadez flácida. Sus muslos, antaño ágiles, admirables en su redondez femenina, de alguna manera se estaban tornando planos, flojos, insignificantes.

Su cuerpo se volvía insignificante, soso y opaco, una sustancia despreciable. Eso la hizo sentirse inmensamente deprimida y sin esperanza. ¿Qué esperanza le quedaba? Era una vieja, vieja a los veintisiete, sin brillo ni destellos. Vieja por abandono y negación, sí, negación. Las mujeres de moda, gracias a los cuidados, conservaban sus cuerpos brillantes como porcelana delicada. Nada había dentro de la porcelana, pero ella ni siquiera tenía ese brillo. ¡La vida intelectual! De repente odió con furia creciente esa estafa.

Se miró en el espejo que se hallaba a sus espaldas, la cintura, las caderas. Estaba adelgazando, pero no lo consideraba así. Se inclinó para mirar el repliegue posterior de la cintura y le pareció débil; y solía ser digno de mirarse. Y la larga pendiente de sus caderas y sus nalgas había perdido los resplandores y el sentido de riqueza. ¡Perdidos! Sólo el muchacho alemán las había amado, y él tenía diez años muerto, o casi. ¡Cómo pasaba el tiempo! Diez años muerto y ella sólo tenía veintisiete. ¡Aquel saludable muchacho con su fresca y torpe sensualidad que ella había desdeñado! ¿Dónde podría hallarla ahora? Había abandonado a los hombres. Ellos tenían sus patéticos espasmos a los dos segundos, como Michaelis; y nada como una saludable sensualidad humana, que calienta la sangre y refresca la totalidad del ser.

Aun así, Connie pensaba que su parte más atractiva era la caída inclinada de las caderas, desde la cavidad de la espalda y la redonda quietud de las nalgas. Como las dunas, decían los árabes, suaves y deslizándose hacia abajo en una larga pendiente. Aquí la vida perduraba en la esperanza. Aunque también aquí había adelgazado y había alcanzado cierta resequedad.

El frente de su cuerpo la hizo sentirse miserable. Comenzaba a aflojarse, con una suerte de holgada flaqueza, casi marchita, envejeciendo antes de vivir. Pensó en el niño que podría tener. ¿Estaba en forma para tenerlo?

Se puso el camisón y se metió a la cama, donde estuvo sollozando amargamente. Y en su amargura incineró una fría indignación contra Clifford y sus escritos y su charla: contra todos los hombres de su clase que habían defraudado a una mujer en el cuerpo femenino mismo.

¡Era injusto! ¡Era injusto! Un profundo sentido de la injusticia física abrasaba su alma.

Por la mañana, como siempre, se levantó a las siete y bajó a ver a Clifford. Tenía que ayudarlo en todas las cosas íntimas porque él no contaba con un sirviente y se negaba a ser auxiliado por una criada. El marido del ama de llaves, que lo conocía desde niño, lo ayudaba con los trabajos pesados, Connie se encargaba de las cosas personales por su voluntad. Era una carga para ella, pero ella había querido ayudar en lo que pudiera.

Así que casi nunca se alejaba de Wragby, y nunca por más de uno o dos días, y entonces la señora Betts, el ama de llaves, atendía a Clifford. Como era inevitable, con el paso del tiempo él dio por sentado que merecía esos servicios. Y era natural que así fuera.

En el fondo de sí misma había comenzado a arder en Connie una sensación de injusticia, de haber sido defraudada. La sensación física de injusticia es un sentimiento peligroso una vez que despierta. Debe encontrar salida o se comerá a la persona a quien se atribuye. Pobre Clifford, él no tenía ninguna culpa. Era la suya la mayor desgracia. Y todo era parte de la catástrofe colectiva.

Y, sin embargo, ¿no recaía en él gran parte de la culpa? Esa falta de cordialidad, esa carencia del simple y cálido contacto físico, ¿no lo hacía culpable? Nunca era cálido, ni siquiera amable, sólo cortés, considerado, de una manera educada y fría. Y jamás afectuoso, de la forma en que un hombre puede ser afectuoso con una mujer, como lo era incluso el padre de Connie con ella, con el calor de un hombre que sólo busca el bien de sí mismo, pero que aún puede consolar a una mujer con un poco de su resplandor masculino.

Clifford no era así. Su estirpe entera no era así. En su interior todos eran duros y excluyentes, y para ellos la calidez era de mal gusto. Tenías que seguir adelante sin la de otros y mantener a salvo la tuya; y todo estaría bien si eran de la misma clase y raza. Entonces podrías mantenerte frío y ser muy estimado, y conservar lo tuyo y disfrutar la satisfacción de conservarlo. Pero si pertenecías a otra clase y otra raza, no funcionaría; sencillamente no era divertido conservar lo tuyo y sentir que pertenecías a la clase dominante. ¿Cuál era el punto cuando incluso los aristócratas más inteligentes no tenían de sí mismos nada positivo que resguardar, y su gobierno era en realidad una farsa y no gobernaban en absoluto? ¿Cuál era el punto? Todo era una soberana tontería.

Un sentido de rebelión ardía en Connie. ¿Qué había de bueno en todo eso? ¿Para qué servían sus sacrificios, su devoción a Clifford? ¿Después de todo, a qué le servía? Un espíritu frío y vanidoso, que carecía de contactos humanos cálidos y era tan corrupto como un judío de clase baja, ansioso de prostituirse en el altar de la diosa meretriz, el Éxito. Aunque la seguridad fría y sin contactos de Clifford garantizaba su pertenencia a la clase dominante, no evitaba que su lengua escapara de la boca mientras jadeaba en persecución de la diosa meretriz. Después de todo, Michaelis se comportaba con mayor dignidad y tenía más éxito, mucho más. Visto de cerca, Clifford era un bufón, y ser un bufón es más humillante que ser un patán.

De los dos hombres, Michaelis le convenía más que Clifford. Y tenía mayor necesidad de ella. ¡Una buena enfermera podía atender unas piernas baldadas! En cuanto a heroísmo, Michaelis era una rata heroica, en tanto que Clifford era un caniche exhibicionista.

Había personas alojadas en la casa, entre ellas la tía de Clifford, Lady Bennerley. Era una mujer muy delgada, de sesenta años y con una nariz roja, viuda y todavía con algo de gran dama. Pertenecía a una de las mejores familias y poseía el carácter que lo evidenciaba. A Connie le simpatizaba, era una mujer sencilla y franca, en la medida en que intentaba serlo; además era superficialmente amable. En su interior era una maestra en el arte de darse su lugar y mantener a los demás un poco por debajo. No era arrogante: estaba muy segura de sí misma. Practicaba a la perfección el deporte social de mantenerse impasible en su sitio y dejar que los otros se acercaran a ella.

Era amable con Connie y trataba de penetrar en su alma de mujer con la agudeza de sus observaciones de buena cuna.

—En mi opinión eres maravillosa —dijo a Connie—. Has hecho milagros con Clifford. Nunca vi en él un destello de genio y ahora ahí lo tienes, causando furor.

La tía Eve estaba muy orgullosa del éxito de Clifford. ¡Una raya más en la piel del tigre familiar! Le importaban un comino sus libros, ¿y por qué habrían de importarle?

—No creo que me lo deba a mí —dijo Connie.

—¡Claro que sí! A ti y a nadie más. Y me parece que nadie te lo agradece. —¿Por qué?

—Mírate aquí encerrada. Se lo dije a Clifford. El día que esa niña se rebele, tú tendrás la culpa.

—Clifford nunca me niega nada.

—Mira, querida niña —Lady Bennerley apoyó su delgada mano en el brazo de Connie—. Una mujer tiene que vivir su vida o vivirá arrepentida de no haber vivido. ¡Créeme! —Y tomó otro sorbo de coñac, que era quizá su manera de arrepentirse.

—¡Pero es que yo vivo mi vida!

—¡No es esa mi idea! Clifford debería llevarte a Londres y dejarte en libertad. Su legión de amigos está bien para él, pero ¿qué representa para ti? Si yo fuera tú, no me bastaría. Tu juventud se irá y pasarás tu vejez y también tu edad madura arrepintiéndote.

Su señoría cayó en un silencio reflexivo aliviado por el coñac.

A Connie no le gustaba la idea de ir a Londres y ser guiada en el mundo intelectual por Lady Bennerley. No se sentía muy cultivada y ese mundo no le interesaba. Y sintió la peculiar frialdad marchita que yacía bajo todo eso, como el suelo del Labrador, donde en la superficie brotaban alegres flores y treinta centímetros debajo la tierra estaba congelada.

Tommy Dukes se hallaba en Wragby, y otro hombre, Harry Winterslow, y Jack Strangeways con su esposa Olive. La charla era mucho más incómoda que cuando sólo estaban los compinches, y todos estaban un poco aburridos porque había mal tiempo y sólo quedaba el billar y bailar con la pianola.

Olive estaba leyendo un libro acerca del futuro, cuando los bebés nacerían en probetas y las mujeres serían “inmunizadas”.

—¡Será maravilloso! —dijo—. Una mujer podrá vivir su propia vida. Strangeways quería tener niños, ella no.

—¿Te gustaría que te inmunizaran? —le preguntó Winterslow, con una sonrisa agria.

—Creo que lo estoy, por naturaleza —dijo ella—. De cualquier modo el futuro tendrá más sentido, las mujeres ya no serán asfixiadas por sus funciones.

—Tal vez flotarán todo el tiempo en el espacio —dijo Dukes.

—Creo que una civilización competente deberá eliminar gran parte de las desventajas físicas —dijo Clifford—. Por ejemplo, todo eso del amor podría desaparecer. Supongo que sucederá si somos capaces de criar niños en probeta.

—¡No! —gritó Olive—. Eso dejaría más sitio para la diversión.

—Podría ser —dijo Lady Bennerley pensativa—. Si se acaba el amor, algo más tomará su lugar. La morfina quizá. Un poco de morfina en la atmósfera. Será maravillosamente refrescante para todos.

—El gobierno lanzará éter al aire los sábados, para un alegre fin de semana — dijo Jack—. Suena bien, pero ¿dónde estaríamos los miércoles?

—En la medida en que uno pueda olvidarse de su cuerpo seremos felices —dijo Lady Bennerley—. Y en el momento en que comiences a ser consciente de tu cuerpo, te hundirás. Si la civilización es de veras tan buena, tiene que ayudarnos a olvidar nuestros cuerpos, y el tiempo pasa feliz sin que nos demos cuenta.

—Ayuda para deshacernos por completo de nuestros cuerpos —dijo Winterslow—. Es hora de que el hombre comience a mejorar su naturaleza, especialmente el lado físico.

—Imagínense que flotemos como humo de tabaco —dijo Connie.

—No sucederá —dijo Dukes—. El viejo espectáculo se está desplomando, nuestra civilización caerá. Se va acercando al fondo del pozo, al abismo. Y créanme, el único puente para cruzar el abismo será el falo.

—¡Eso es imposible, general! —gritó Olive.

—Creo que nuestra civilización está al borde del colapso —dijo la tía Eva.

—¿Y qué vendrá después? —preguntó Clifford.

—No tengo la menor idea, pero algo habrá, supongo —dijo la vieja dama. Connie ha dicho que la gente se convertirá en volutas de humo, y Olive sostiene que las mujeres serán inmunizadas y los niños nacerán en probetas, y Dukes afirma que el falo será el puente. Me pregunto cómo será de verdad —dijo Clifford. —¡Oh, no te preocupes! Vivamos la vida —dijo Olive—. Sólo apresúrense con las probetas y déjennos en paz a las pobres mujeres.

—Podría haber hombres verdaderos en la siguiente fase —dijo Tommy—. Hombres reales, inteligentes, íntegros, y hermosas mujeres íntegras. ¿No sería eso un cambio, un enorme cambio para nosotros? No somos hombres, y las mujeres no son mujeres. Somos sólo cerebradores de cambios, experimentos mecánicos e intelectuales. Podría surgir una civilización de hombres y mujeres genuinos, en vez de nuestros pequeños listillos, todos con una edad mental de siete años. Sería aún más asombroso que los seres de humo o los niños de probeta.

—Oh, cuando la gente comienza a hablar de mujeres de verdad, renuncio —dijo Olive.

—Es innegable que sólo nuestro espíritu vale la pena —dijo Winterslow. —¡Espíritus! —dijo Jack y levantó su whisky con soda.

—¿Eso crees? Dame la resurrección de los cuerpos —dijo Dukes.

—Llegarán los días en que hagamos a un lado la piedra cerebral y el dinero y lo demás. Habrá entonces una democracia del contacto en vez de una democracia del bolsillo.

Algo resonó como un eco dentro de Connie. “Bienvenida la democracia del contacto y la resurrección de los cuerpos”. No entendía el significado, pero esas palabras la confortaron, de la manera que pueden lograrlo las cosas sin sentido.

Todo eso era terriblemente tonto y Connie se sentía exasperadamente aburrida por todos ellos. Clifford, la tía Eva, Olive y Jack, y Winterslow, incluso Dukes. ¡Hablar, hablar, hablar! ¡Ese continuo traqueteo era un infierno!

Cuando todos se fueron, la situación no mejoró. Ella continuaba dando sus morosos paseos, pero la exasperación y la irritación se habían apoderado de la parte baja de su cuerpo, no había escape posible. Los días parecían transcurrir en un dolor extraño, aunque no sucedía nada. Connie adelgazaba, incluso el ama de llaves lo notó y le preguntó qué le pasaba. También Tommy Dukes le dijo que no se veía bien, pero ella repuso que estaba perfectamente. Aunque comenzó a temer las espantosas lápidas blancas, esa repugnante blancura del mármol de Carrara, detestable como los dientes postizos, que se levantaban en la ladera de la colina abajo de la iglesia de Tevershall, que Connie contemplaba con sombrío dolor desde el parque. Las erizadas hileras de dientes postizos de las tumbas de la colina la afectaban con una espeluznante clase de horror. Imaginaba el no muy lejano momento en que sería enterrada allí, sumándose a la abominable multitud que yacía bajo las tumbas y monumentos en esas sucias Midlands.

Sabía que necesitaba ayuda, así que le escribió un breve cri du coeur a su hermana Hilda. “Últimamente no me he sentido bien y no sé qué me pasa”.

En respuesta Hilda acudió de Escocia, donde moraba. Llegó en marzo, sola, conduciendo un rápido biplaza. Recorrió la pendiente haciendo sonar el claxon, luego hizo patinar el auto en torno al gran óvalo de hierba donde crecían dos grandes hayas y se detuvo frente a la casa.

Connie bajó los escalones a la carrera. Hilda salió del auto y besó a su hermana. —¡Connie! —dijo—. ¿Qué te está pasando?

—¡Nada! —dijo Connie algo avergonzada, aunque sabía que en comparación

con Hilda había sufrido mucho. Las dos tenían la piel dorada y brillante, un suave cabello castaño y un físico natural fuerte y cálido. Aunque ahora Connie se veía delgada y macilenta, con un cuello flacucho y amarillento que sobresalía del suéter.

—¡Estás enferma, pequeña! —dijo Hilda, con la voz suave y algo jadeante que tenían las dos hermanas. Hilda era mayor que Connie, no mucho, dos años.

—No, no estoy enferma. Solamente aburrida —dijo Connie con ligero patetismo.

El espíritu belicoso asomó en el rostro de Hilda; aunque era una mujer delicada y tranquila, del tipo de las antiguas amazonas, no estaba hecha para adaptarse a los hombres.

—¡Qué lugar miserable! —dijo en voz baja, mirando con odio auténtico el pobre, viejo y desastroso Wragby. Ella se sentía suave y cálida, como una pera madura; era una amazona de la antigua estirpe.

Se acercó tranquilamente a Clifford. Él pensó en lo hermosa que se veía, pero no dijo nada. La familia de su esposa no tenía sus modales ni su refinada etiqueta. Los consideraba ajenos a su estado social, pero una vez que entraron, lo hicieron pasar por el aro.

Clifford estaba en su silla muy recto y bien arreglado, el cabello rubio y brillante y el rostro fresco, los ojos de un azul pálido algo prominentes, la expresión inescrutable, aunque bien educada. A Hilda le pareció malhumorado y soso. Él aguardaba sereno, pero a Hilda no le importaba que aspecto tenía; ella estaba en pie de guerra y lo mismo le daba que él fuera papa o emperador.

—Connie se ve terriblemente mal —dijo Hilda con voz suave, clavándole a Clifford la mirada de sus hermosos y amenazantes ojos grises. Se veía como una mujer pudorosa, lo mismo que Connie, pero Clifford identificaba muy bien el tono de la obstinación escocesa bajo aquella voz.

—Está un poco más delgada.

—¿Y qué has hecho al respecto?

—¿Crees que sea necesario hacer algo? —preguntó él con su más afable rigidez

inglesa, dos cosas que a menudo van juntas.

Hilda lo fulminó con la mirada sin hacer comentarios; la plática ingeniosa no era su fuerte ni el de Connie, así que se limitó a mirarlo y eso resultó para él mucho más incómodo que si le hubiera dicho algo.

—La llevaré con un médico —dijo al fin Hilda—. ¿Puedes sugerir uno bueno por aquí?

—Me temo que no.

—Pues iremos a Londres, donde tenemos un médico de confianza.

Aunque hervía de rabia, Clifford no dijo nada.

—Supongo que puedo quedarme esta noche —dijo Hilda quitándose los guantes— y mañana la llevaré a la ciudad.

Clifford estaba amarillo de furia y por la noche el blanco de los ojos se le había

puesto amarillo. Era culpa del hígado. Pero Hilda siempre era discreta y recatada. —Deberías tener una enfermera o alguien que te cuide personalmente, de preferencia un criado —dijo Hilda esa noche mientras se sentaba para tomar el café. Hablaba con su voz más suave y gentil, pero Clifford sentía como si le golpeara la cabeza con un garrote.

—¿Tú crees? —dijo Clifford con frialdad.

—¡Estoy segura! Es necesario. Eso, o mi padre y yo nos llevaremos a Connie unos meses. Esto no puede seguir —¿Por qué no?

—¿Qué no ves a esa niña? —dijo Hilda mirándolo fijamente. Clifford parecía un enorme cangrejo recién hervido, o eso pensaba ella.

—Connie y yo lo discutiremos —dijo Clifford.

—Ya lo discutí con ella —dijo Hilda.

Clifford había estado largo tiempo en manos de enfermeras. Y las odiaba porque no le permitían la menor privacidad. ¡Un criado! No podría soportar un hombre a su alrededor. Sería mejor cualquier mujer. ¿Y por qué no Connie?

Las dos hermanas partieron por la mañana, Connie parecía un cordero pascual, muy pequeña al lado de Hilda, que iba al volante. Sir Malcolm estaba ausente, pero la casa de Kensington estaba abierta.

Un médico examinó a Connie minuciosamente y le preguntó todo sobre su vida.

—He visto su foto y la de Sir Clifford en algunas revistas ilustradas. Dos celebridades, ¿no es así? Eso sucede con las niñas buenas cuando crecen, aunque usted sigue siendo una niña buena contra lo que digan las revistas ilustradas. ¡No, no! No encuentro daño orgánico, ¡pero no puede ser!, ¡no puede ser! Dígale a Sir Clifford que debe traerla a la ciudad o llevarla al extranjero y hacer que se distraiga. Tiene usted que distraerse, ¡tiene que hacerlo! Su vitalidad está muy abatida, las reservas muy bajas, bajísimas. La tensión cardiaca está un poco rara: ¡sí, sí! Nada más que la tensión. Yo la mandaría un mes a Cannes o a Biarritz. Esto no puede seguir así, se lo advierto, o no respondo de las consecuencias. Está gastando su vida sin renovarla. Tiene que entretenerse adecuadamente, de manera saludable. Está dilapidando su vitalidad sin sentido. No puede seguir así, lo sabe. ¡Depresión! ¡Evite la depresión!

Hilda endureció la mandíbula, cosa que algo significaba.

En cuanto Michaelis se enteró de que estaban en la ciudad se presentó con un ramo de rosas.

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9786074570007
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