Kitabı oku: «Inteligencia social», sayfa 2
ACTUAR SABIAMENTE
En torno a 1920, poco después de la primera explosión de entusiasmo que despertó el nuevo test del CI [cociente de inteligencia], el psicólogo Edward Thorndike definió, por vez primera, la “inteligencia social” como «la capacidad de comprender y manejar a los hombres y las mujeres», habilidades que todos necesitamos para aprender a vivir en el mundo.
Pero esa definición deja abierta la posibilidad de concluir que la manipulación es el rasgo distintivo del talento interpersonal.16 Aun hoy en día existen algunas descripciones de la inteligencia social que no diferencian con claridad las aptitudes del embaucador de los actos genuinamente afectuosos y socialmente enri-quecedores.
La capacidad de manipular a los demás no tiene, en mi opinión, nada que ver con la inteligencia social, porque únicamente valora lo que sirve a una persona a expensas de las demás. Convendría, por tanto, considerar la “inteligencia social” en un sentido más amplio, como una aptitud que no sólo implica el conocimiento del funcionamiento de las relaciones, sino comportarse también inteligentemente en ellas.17
De este modo, el campo de la inteligencia social se expande desde lo unipersonal hasta lo bipersonal, es decir, desde las habilidades intrapersonales hasta las que emergen cuando uno se halla comprometido en una relación. Esta ampliación del interés va más allá de lo individual y tiene también en cuenta lo que sucede en el ámbito interpersonal… y ver más allá también, obviamente, del interés en que las cosas les vayan bien a los demás por nuestro propio beneficio.
Esta visión más expandida nos lleva a incluir en la inteligencia social capacidades como la empatía y el interés por los demás que enriquecen las relaciones interpersonales. Por ello, en este libro tengo en cuenta una segunda definición más amplia que Thorndike también propuso para nuestra aptitud social, es decir, la capacidad de «actuar sabiamente en las relaciones humanas».18
La receptividad social del cerebro nos obliga a ser sabios y a entender no sólo el modo en que los demás influyen y moldean nuestro estado de ánimo y nuestra biología, sino también el modo en que nosotros influimos en ellos. En realidad, una de las formas de valorar esta especial sensibilidad consiste en considerar el impacto que los demás tienen en nosotros y el que nosotros tenemos en sus emociones y en su biología.
La influencia biológica pasajera que una persona ejerce sobre otra nos sugiere una nueva dimensión de la vida bien vivida: comportarnos de un modo que resulte beneficioso, aun a nivel sutil, para las personas con las que nos relacionamos.
Esta visión arroja una nueva luz sobre el mundo de las relaciones y nos obliga a pensar en ellas de un modo radicalmente diferente, porque sus implicaciones tienen un interés que va mucho más allá del ámbito exclusivamente teórico y exigen una revisión del modo en que vivimos.
Pero, antes de explorar estas grandes implicaciones, conviene volver al comienzo de esta historia y ver la sorprendente facilidad con la que nuestros cerebros se relacionan e intercambian emociones como si de un virus se tratara.
1. LA ECONOMÍA EMOCIONAL
Cierto día que llegaba con retraso a una reunión en el centro de Manhattan y, que andaba buscando un atajo, me metí en el patio interior de un rascacielos, con la intención de salir por una puerta que había divisado al otro lado y adelantar así unos minutos.
Pero, en el mismo momento en que entré en el vestíbulo del edificio y me encontré ante una fila de ascensores, apareció súbitamente un guarda jurado que, moviendo los brazos, me gritó: «¡Usted no puede estar aquí!».
–¿Por qué? –pregunté, sorprendido.
–¡Porque ésta es una propiedad privada! ¡Es una propiedad privada! –gritó, notablemente agitado.
Entonces me di cuenta de que había entrado en una zona de acceso restringido que no estaba adecuadamente señalizada.
–No me hubiera equivocado –sugerí, en un débil intento de infundir un poco de razón– si en la puerta hubiera una señal que dijese «Prohibida la entrada».
Pero mi comentario no sirvió de nada, sino que le enfureció todavía más.
–¡Fuera! ¡Fuera! –gritó.
Entonces me marché, inquieto, mientras su ira siguió reverberando en mis tripas durante varias calles.
Cuando una persona vomita sobre otra sus sentimientos negativos –mediante explosiones de ira, amenazas u otras muestras de indignación o desprecio– activa en ella los mismos circuitos por los que discurren estas inquietantes emociones, un hecho cuya consecuencia neurológica consiste en el contagio de esas mismas emociones. Porque hay que decir que las emociones intensas constituyen el equivalente neuronal de un resfriado y se “contagian” con la misma facilidad con que lo hace un rinovirus.
El subtexto emocional en el que se halla inserta cualquier interacción permite que, independientemente de lo que hagamos, el otro se sienta un poco (o un mucho) mejor o un poco (o un mucho) peor, como me sucedió a mí en el caso con el que iniciábamos este capítulo. Por otro lado, la inercia del estado de ánimo perdura, a modo de rescoldo emocional –o, en mi caso, de incendio emocional–, bastante más allá de la conclusión del encuentro.
Estas transacciones tácitas conducen a lo que podemos considerar como una especie de economía emocional, es decir, el balance de ganancias y pérdidas internas que experimentamos en una determinada conversación, con una determinada persona o en un determinado día. Por eso, el saldo de sentimientos que hayamos intercambiado determina, al caer la noche, la clase de día –“bueno” o “malo”– que hayamos tenido.
Esta economía interpersonal impregna cualquier interacción social que vaya acompañada de una transferencia de sentimientos…, es decir, casi siempre. Son muchas las versiones que asume esta especie de judo interpersonal, pero todas ellas se reducen a la capacidad de transformar el estado de ánimo de los demás, y viceversa. Cuando le hago fruncir el ceño, evoco en usted la preocupación y, cuando usted me hace sonreír, me siento feliz, en un intercambio oculto en el que las emociones pasan de una persona a otra, esperanzadoramente, con las mejores intenciones.
Una de las desventajas del contagio emocional sucede cuando nos vemos obligados a vivir un estado negativo por el simple hecho de hallarnos en el momento equivocado y con la persona equivocada, como me sucedió a mí al convertirme en víctima involuntaria de la ira de ese guarda jurado. De este modo, las explosiones emocionales pueden convertir a un mero espectador en la víctima inocente del estado negativo de otra persona.
Durante esas situaciones, nuestro cerebro busca automáticamente indicios de peligro, provocando un estado de hipervigilancia generado sobre todo por la activación de la amígdala, una región en forma de almendra que se halla ubicada en el cerebro medio y desencadena las respuestas de lucha, huida o paralización ante el peligro.1 El miedo es, de todo el espectro de sentimientos, el principal movilizador de la amígdala.
Cuando la amígdala se ve activada, sus circuitos se apropian de ciertos puntos clave del cerebro, dirigiendo nuestro pensamiento, nuestra atención y nuestra percepción hacia lo que nos ha asustado. Entonces prestamos instintivamente más atención a los rostros de la gente que nos rodea en busca de sonrisas o ceños fruncidos que nos proporcionen indicios de peligro o signos de las intenciones de alguien.2
Así es como la atención, impulsada por la amígdala, se centra en los indicios emocionales. Y esta intensificación de la atención constituye una especie de lubricante del contagio, alentando nuestra susceptibilidad a las emociones ajenas y acentuando también, en consecuencia, su efecto.
Hablando en términos generales, la amígdala es una especie de radar cerebral que llama nuestra atención sobre las cosas nuevas y desconcertantes de las que tenemos algo que aprender. En este sentido, la amígdala es el sistema de alerta más rudimentario con que cuenta el cerebro y se ocupa de escrutar el entorno en busca de eventos emocionalmente intensos, en particular, de posibles amenazas.3 Hace mucho tiempo que la neurociencia reconoció el papel que desempeña la amígdala como centinela y desencadenante de la ansiedad, pero sólo muy recientemente nos hemos fijado en la función social que cumple en el sistema cerebral encargado del contagio emocional.4
LA VÍA INFERIOR: EL CONTAGIO CENTRAL
El hombre al que los doctores llaman “paciente X” había sufrido un par de ataques que destruyeron las conexiones nerviosas entre sus ojos y la corteza occipital, que se ocupa del procesamiento visual. De este modo, aunque sus ojos todavía podían registrar señales, su cerebro había perdido la posibilidad de descifrarlas. A todos los efectos, el paciente X estaba completamente ciego o eso era, al menos, lo que parecía.
Las pruebas que se le hicieron presentándole formas tan diversas como círculos y cuadrados o fotografías de rostros de hombres y mujeres, demostraron que no tenía la menor idea de lo que sus ojos estaban viendo. Pero lo curioso es que, cuando se le mostraron imágenes de los rostros de personas enfadadas o alegres, no tuvo inconveniente alguno en adivinar de inmediato –en una tasa muy superior a la exclusivamente debida al azar– las emociones expresadas. ¿Qué era lo que estaba sucediendo?
Las tomografías cerebrales realizadas mientras el paciente X adivinaba los sentimientos revelaron la existencia de una ruta diferente a la que habitualmente siguen los impulsos visuales desde el ojo hasta el tálamo (donde se dirigen todos los inputs sensoriales) y, desde él, hasta la corteza visual. Ese camino transmite directamente la información del tálamo a la amígdala (derecha e izquierda). Luego la amígdala extrae el significado emocional de los mensajes no verbales, desde un gesto poco amistoso hasta un cambio brusco de postura o de tono de voz, microsegundos antes de que cobremos conciencia de lo que estamos viendo.
Pero, aunque la amígdala sea muy sensible a este tipo de mensajes, no está directamente conectada con los centros del habla y es, literalmente hablando, muda. Cuando registramos un sentimiento, recibimos señales de los circuitos neuronales que, en lugar de alertar a las áreas verbales (y permitirnos, en consecuencia, nombrar lo que sabemos), reproducen esa emoción en nuestro propio cuerpo.5 Así pues, si bien el paciente X no podía “ver” las emociones en los rostros, sí que podía sentirlas, una condición conocida como “ceguera afectiva”.6
En el caso del cerebro intacto, la amígdala usa esa misma vía para interpretar las dimensiones emocionales de lo que percibe –un tono de voz alegre, un signo de ira en torno a los ojos, una postura apesadumbrada, etcétera– y procesa esa información subliminalmente, más allá del alcance de la conciencia consciente. Esta conciencia inconsciente y refleja nos proporciona indicios de la emoción, movilizando en nosotros el mismo sentimiento (o reaccionando ante él, como sucede con el miedo que despierta la visión de la ira), un mecanismo clave en el “contagio” de los sentimientos ajenos.
El hecho de que podamos provocar cualquier emoción en otra persona o viceversa, pone de relieve la existencia de un poderoso mecanismo energético que facilita la transmisión interpersonal de los sentimientos.7 De este modo, el contagio constituye la transacción básica en la que se asienta la economía emocional, el toma y daca de sentimientos que, independientemente de su contenido explícito, acompañan a cualquier relación interpersonal.
Consideremos, por ejemplo, el caso del cajero de supermercado que transmite su optimismo a todos sus clientes, a los que, de una manera u otra, siempre acaba arrancando una sonrisa. Ese tipo de personas constituyen el equivalente emocional de los metrónomos, que nos permiten movernos a un determinado ritmo.
Ese contagio puede ser grupal, como sucede cuando los espectadores lloran al contemplar un drama, o tan sutil como el tono de una reunión en la que todo el mundo acaba de mal humor. Pero, por más que podamos percibir las consecuencias manifiestas de este contagio, solemos ignorar el modo en que se propagan las emociones.
El contagio emocional ilustra el funcionamiento de lo que podríamos denominar la “vía inferior” del cerebro. La “vía inferior” se refiere a los veloces circuitos cerebrales que operan automáticamente y sin esfuerzo alguno por debajo del umbral de la conciencia. La mayor parte de lo que hacemos parece hallarse bajo el control de grandes redes neuronales que operan a través de la “vía inferior”, algo que resulta muy patente en el caso de nuestra vida afectiva. A ese sistema, precisamente, debemos la posibilidad de sentirnos cautivados por un rostro atractivo o de registrar el tono irónico de un comentario.
La “vía superior”, por su parte, discurre a través de sistemas neuronales que operan más lenta, deliberada y sistemáticamente. Gracias a ella podemos ser conscientes de lo que está ocurriendo y disponemos de cierto control sobre nuestra vida interna, que se halla fuera del alcance de la vía inferior. Así, por ejemplo, la vía superior se moviliza cuando pensamos cuidadosamente en el modo más adecuado de acercarnos a una persona que nos resulta atractiva, o cuando tratamos de encontrar una respuesta ingeniosa a un comentario sarcástico.
Hay quienes califican las vías inferior y superior como vía “húmeda” (o cargada de emoción) y vía “seca” (o serenamente racional), respectivamente.8 La vía inferior opera con sentimientos, mientras que la superior lo hace considerando con más detenimiento lo que está ocurriendo. La vía inferior nos permite sentir de inmediato lo que siente otra persona, mientras que la superior nos ayuda a pensar en lo que estamos sintiendo. Toda nuestra vida social gira, habitualmente de modo muy sutil, en torno a la interacción entre estas dos modalidades de procesamiento.9
La vía inferior explica que una emoción pueda transmitirse silenciosamente de una persona a otra sin que nadie se ocupe de manera consciente de ello. Simplificando mucho las cosas, podríamos decir que la vía inferior discurre por circuitos neuro-nales que pasan por la amígdala y nódulos automáticos similares, mientras que la superior, por su parte, envía señales a la corteza prefrontal, centro ejecutivo del cerebro y asiento de la intencionalidad, lo que explica que podamos pensar en lo que nos está sucediendo.10
La velocidad con la que estos dos caminos neuronales procesan la información es muy diferente. En este sentido, la vía inferior sacrifica la exactitud en aras de la velocidad mientras que la superior, mucho más lenta, nos proporciona una visión más exacta de lo que está ocurriendo.11 La vía inferior, pues, es rápida y difusa, mientras que la superior es lenta y exacta. En palabras del filósofo del siglo XX John Dewey, la primera opera en una modalidad «veloz y ruidosa, o sea, primero actúa y después piensa», mientras que la otra es «mucho más detallada y observadora».12
La diferente velocidad de cada una de estas vías –donde la emocional es varias veces más rápida que la racional– nos ayuda a tomar decisiones instantáneas que quizás posteriormente lamentemos o debamos justificar. Lo único que la vía superior puede hacer cuando la inferior ya ha reaccionado es aprovechar las cosas lo mejor que pueda. Como dijo el escritor de cienciaficción Robert Heinlein: «El hombre no es un animal racional, sino un animal racionalizador».
LOS PRECURSORES DEL ESTADO DE ÁNIMO
Mientras me hallaba de visita en otro Estado, recuerdo haberme quedado gratamente sorprendido por el tono amable de la voz grabada que me informó de que: «El número marcado no existe».
Aunque parezca mentira, me sorprendió mucho la cordialidad que acompañaba a ese anodino mensaje. Estaba acostumbrado a muchos años de irritación acumulada en la voz informatizada que suele emplear mi compañía telefónica regional como si, por alguna razón, los técnicos que habían programado el irritante y autoritario mensaje de mi compañía habitual, hubieran decidido castigar a quien marcaba un número equivocado. Ese aborrecible mensaje evocaba en mi mente la imagen de una operadora presuntuosa e impertinente que me ponía de inmediato, aunque sólo fuera por un instante, de mal humor.
El impacto emocional que poseen indicios tan sutiles puede ser muy importante. Consideren, por ejemplo, el inteligente experimento realizado en este sentido con estudiantes voluntarios de la Universidad de Wurzburgo (Alemania) que presentamos a continuación.13 Los sujetos debían escuchar una voz grabada leyendo un párrafo muy árido, una traducción alemana del Tratado de la naturaleza humana, del filósofo británico David Hume. La cinta venía en dos versiones diferentes, ligeramente alegre y ligeramente triste, pero la diferencia era tan sutil que nadie la advertía a menos que se lo indicaran expresamente.
La investigación demostró que los estudiantes, sordos como estaban al tono de los sentimientos, salían de la prueba un poco más alegres o un poco más tristes que antes de pasar por ella ignorando, sin embargo, que su estado de ánimo había cambiado y sin saber tampoco, por tanto, lo que había provocado el cambio.
Ese cambio seguía presente aun cuando los estudiantes se vieran obligados, mientras escuchaban, a realizar una tarea que distraía su atención, como rellenar los agujeros de un tablero de madera. Esta distracción provocaba un ruido en la vía superior que, si bien obstaculizaba la comprensión intelectual del pasaje filosófico, no impidió ni un ápice el contagio de estado de ánimo.
Según dicen los psicólogos, una de las diferencias que existen entre los estados de ánimo y las emociones más burdas es la ine- fabilidad de sus causas. Por ello, si bien solemos saber lo que ha provocado una determinada emoción, no es infrecuente que nos hallemos en un estado de ánimo sin saber lo que nos ha conducido a él. En este sentido, el experimento de Wurzburgo pone de relieve que nuestro mundo debe estar lleno de desencadenantes del estado de ánimo –desde la música ambiental de un ascensor hasta un tono de voz desagradable– de los que somos totalmente inconscientes.
Consideremos ahora, por ejemplo, las expresiones que vemos en el rostro de los demás. Como ha descubierto un equipo de investigación sueco, la mera contemplación de la imagen de un rostro feliz provoca en quien la ve la respuesta fugaz de tensar los músculos que esbozan la sonrisa.14 De hecho, la fotografía de alguien cuyo rostro expresa una emoción intensa, como la tristeza, el disgusto o la alegría, desencadena en nuestro rostro la respuesta refleja de imitar la expresión que acabamos de ver.
Este reflejo de imitación favorece una especie de puente intercerebral que nos expone a las influencias emocionales más sutiles de quienes nos rodean. En este sentido, las personas más sensibles se contagian con más facilidad que la mayoría, mientras que las más insensibles, por su parte, pueden salir incólumes aun del más nocivo de los encuentros. Pero lo cierto es que, en ambos casos, la transacción ocurre sin que ni siquiera la advirtamos.
Imitamos la alegría de un rostro sonriente tensando los músculos faciales que esbozan la sonrisa, incluso sin ser conscientes de ello. Tal vez esa leve sonrisa pase inadvertida al ojo desnudo, pero la monitorización científica de la musculatura facial pone claramente de relieve la presencia de ese reflejo emocional.15 Es como si, en este sentido, nuestro rostro se preparase para expresar la emoción completa.
Este mimetismo tiene algunas consecuencias biológicas, porque nuestra expresión facial desencadena los sentimientos que exhibimos. Basta, en este sentido, con tensar deliberadamente los músculos faciales del modo adecuado para provocar la emergencia de una determinada emoción. Así, por ejemplo, el hecho de colocar un lápiz entre los dientes nos obliga a esbozar una sonrisa que acaba evocando el correspondiente sentimiento positivo.
Edgar Allan Poe tuvo una comprensión intuitiva de este principio al decir: «Cuando quiero saber lo bondadosa o malvada que es una persona, o qué es lo que está pensando, reproduzco en mi rostro, lo más exactamente que puedo, su expresión y luego aguardo hasta ver cuáles son los pensamientos o sentimientos que aparecen en mi mente o en mi corazón que equivalen o se corresponden con esa expresión».16