Kitabı oku: «El animal sobre la piedra», sayfa 3

Yazı tipi:

Mi compañero se sienta junto a mí. Me vio nadar, dice: “algunas ranas se hacen las muertas para que no las cacen, otras doblan las patas y cambian su fisonomía, así su depredador no reconoce sus partes vulnerables”.

No digo nada porque estoy impedida. Quizá mi instinto distinga que me encuentro en peligro.

Él está dándome la espalda, veo que comienza a masturbarse. Lo hace durante unos minutos, incrementando la fuerza y la velocidad de su mano. Se levanta y deja sobre la arena una mancha de semen.

El instinto me lleva a sentarme encima, desnuda, y pego mi nuevo sexo a esa mancha de semen sobre la arena.

IX

MI NOMBRE

Mi compañero dice que estuve dormida durante dos meses. Me mira a los ojos, después titubea.

Saco una mano de las cobijas para rascarme la cara y veo mi brazo con asombro: han comenzado a crecer pequeñas salientes parecidas a espinas. Dentro de mí hay una nueva temperatura agradable, un poco fría. Quiero explicar más cosas, por ejemplo, la certeza de mis vísceras: siento que tengo interior. Las tripas rozan las paredes de mi abdomen, el corazón se recarga sobre los pulmones de una manera suave. No lo imaginé jamás, nunca pensé que en mi condición tuviera esas sensaciones.

Mi compañero afirmó, también, que me sucede algo cierto y que pasó horas sentado en la cama durante mi largo sueño para comprobar los cambios uno por uno: “Tu piel cambió cada día”, dijo.

A la par de esto que cuento sobre mis vísceras, siento que algo se desarrolla dentro de mí pero no puedo verlo. Lo que crece es inmaterial o al menos refleja ese principio. Puedo compararlo con el momento dudoso en que la textura de una tela revive el recuerdo de una sensación antigua.

Supe que eso desarrollándose dentro de mí iba a manifestarse.

Lisandro viene a sentarse junto a mi cama. Antes de hacerlo, revisa un orificio en el zoclo de la pared, tiene hambre. Por el suelo, una nueva hilera de hormigas camina hasta la puerta de la sala, luego da la vuelta. Lisandro saca su extraordinaria lengua y se come a varias de ellas, pero deja muchas vivas para no agotar la riqueza. Es un animal que sabe.


Esta noche mi compañero está inquieto con mi presencia. Desconoce qué hará conmigo. Creo que la primera imagen de mi rostro: aquel ojo desnudo con el que lo miré desde la oscuridad, le produjo una emoción que no supo con qué comparar. Mi mirada le recuerda algún episodio que no identifica.

Despierto en cuanto sale el sol. Es el fin del invierno y amanece a las seis y media de la mañana. Lisandro duerme y permanece así un rato más. Mi compañero está destapado, sus movimientos nocturnos por el cambio de estación, provocan que la cobija raída caiga al suelo. Lleva una camiseta verde.

Veo las plantas de mis pies ennegrecidas. Me voy a bañar.

Mi compañero duerme con la boca abierta, como si tuviese la nariz congestionada.

Escucho que tose, me asomo. No hace ningún gesto al descubrirme, como si dominara el tránsito del sueño a la vigilia y nada lo sorprendiera. Cuando se levanta, observo que lleva una bolsa pequeña de tela colgada del cuello.

Hago los preparativos del desayuno, aunque tengo que abrir todos los cajones y las puertas de la alacena para encontrar el pan que pondré en el tostador.

Describiré con detalle los cambios que he tenido. Decía de mis coyunturas, así es: las articulaciones han ganado en piel y mis rodillas han desaparecido bajo la carne. Quiero decir que la piel que las cubre se engrosó hasta el punto en que no se distingue la articulación de los huesos. Con el paso de los meses, esa piel nueva, multiplicada, se ha flexibilizado lo suficiente como para que pueda doblarla, e incluso ya tengo una arruga en la corva que marca los movimientos más recientes.

Mi mutación no es particular, todos los animales que mutan asumen las cualidades que estrenan. Para mí es igual.

Cuando era niña, en las noches de insomnio, cerraba la puerta de mi cuarto con sigilo –mi madre me había obligado a mantenerla abierta– y me aliviaba pensar en una escena: estaba convaleciente en una cama de hospital, a ella se acercaban mi madre y mi hermana para acariciarme la cabeza y tranquilizarme. Sabía que iba a morir, estaba enferma de algo incurable. Me quedaba jugando a la agonizante y así conciliaba el sueño.

Quizá despierte un día de estos dentro de un cascarón: yo dentro de un huevo, cerca de nacer. Quizá mi familia era de una especie extraña y no lo supuse.

Ahora tengo la foto de mi hermana. La observo detenidamente, como no lo había hecho. Mi hermana era hermosa, me fascina su belleza pero distingo algo que me quita el gusto: mi hermana tiene el mismo lunar que yo, ese manchón café en la pierna derecha y nunca lo dijo o lo olvidé. Miro la imagen de nuevo y descubro otra anomalía de mi memoria o, peor, mi ignorancia ante su vida: tiene vendada una rodilla y esconde la mano derecha detrás de la espalda. Busco más indicios, marcas o semejanzas en el álbum y encuentro la foto por la que he estado inquieta hasta ahora: la mano derecha de mi hermana, apoyada sobre la cama, que ella intentaba esconder al ser fotografiada, sobresale entre los pliegues del edredón: la mano tiene un color distinto al de su cara. Allí está. Mi hermana empezaba a convertirse en otra cosa y quiso evitarlo.

Hace dos días estuvimos nadando en el mar. Mi compañero sonríe más a menudo desde entonces. Le presté mi libreta para que escribiera cómo fue que le dije mi nombre.


Vamos acostumbrándonos uno al otro.

Pasa los días entretenido con mi transformación, lee regularmente manuales usados de biología que le prestan en una librería del barrio. El otro día dijo que si iba a ser un tritón podría alegrarme porque mi media de vida alcanzaría los quince años. Se burlaba.

Mi compañero tuvo una juventud hermosa. Lo sé por lo que veo: la proporción de su espalda, la anchura de su cuello. He visto fotos suyas; en la que más me gustó aparece junto a dos amigos, es una imagen tomada desde abajo, encuadrando sus torsos y detrás se ve el campanario de una iglesia.

Las protuberancias de mi piel en algunas partes de los brazos se han convertido en salientes mayores cubiertos de escamas; creo que en unos días va a sucederme lo mismo en las piernas. Estas alteraciones tienen un orden cronológico que intuyo, aunque no sé de dónde viene esa información.

Escuché una voz que dijo aparecer para informarme lo que había pasado sin que yo fuese consciente de ello, la voz dijo que estoy embarazada. Usé de manera correcta mi instinto: sentarme sobre la mancha de semen el otro día, en la playa, fue un acto certero. Mi especie, entonces, prescinde de la cópula. Somos seres que habitan el planeta desde hace miles de años y la búsqueda de la supervivencia es una intención natural. Si no hay posibilidad de copular hallamos la fecundación. Así lo hice y no erré. Compruebo que mi nuevo sexo funciona. ¿Cómo nacerá algo de mí? Dar vida es un deseo que no se formuló bajo el influjo de mi pensamiento, sino ordenado por las pautas de mi especie.

Si estoy transformándome en un reptil, ¿mi descendencia será ovípara?

Hace unas horas mi compañero intentó disipar aquella laguna mental. Dijo que tras encontrarme en la playa hablé de mi viaje por tren y que, al llegar, estuve internada en un hospital pues en mi muñeca estaba la marca pegajosa de la cinta que había sujetado el catéter del suero común. No lo recuerdo.

X

ANIMALIDAD

Me miro en el espejo. Me detengo en mis pupilas, ahora son ovaladas y verticales; el iris se ha enrojecido, en el ojo derecho tengo una mancha amarilla que antes, en mi condición previa, era color café. Las orejas han disminuido de tamaño, por lo menos a tres cuartas partes. Miro más de cerca: no tengo lunares, desaparecieron bajo el velo verdoso de mi nueva piel.

Lisandro se ha comportado de manera agresiva hoy: me ronda y, al estar cerca, gruñe en señal de rechazo. No tiene dientes porque no los necesita, su lengua le basta. Mi compañero dice que Lisandro distingue mi reciente animalidad. He decidido ignorarlo.

En las noches, los latidos de mi corazón son más espaciados. Si pienso como lo que he sido, si pienso desde el cuerpo de una mujer, me asusto y creo que puedo morirme, que mi corazón se detendrá. En el día vuelve a la normalidad, se acompasa a un ritmo sostenido y certero.

He tenido que salir cada medio día a la playa para acostarme en alguna piedra caliente. Lo necesito, las escamas se ponen más brillantes si lo hago y el dolor de mis coyunturas disminuye; el sol me reconforta. La temperatura de mi cuerpo se regula con la temperatura exterior y me sé inmortal cuando estoy sobre una piedra.

Mi compañero cree que es peligroso, que me hará daño porque las piedras se calientan demasiado, discutimos, le respondí sin que me importara el tono, argumenté que estoy aprendiendo y que debo obedecer mis instintos.

Mi olfato se ha agudizado. Y noto que si abro la boca también puedo oler por ella. A la par del descubrimiento, después de comer, paso mi lengua por la bóveda del paladar porque me duele y descubro dos pequeñas protuberancias alineadas de manera simétrica.


Lisandro y yo empezamos a competir por alimento. No imaginaba que llegara a afectarnos, es clara nuestra diferencia, pero Lisandro come hormigas y a mí comienzan a gustarme los insectos; como las arañas de la casa y los mosquitos. Lisandro gruñe cuando husmeo las esquinas, pero no estoy dispuesta a dejarlo de hacer.

XI

LO QUE OLVIDÉ

Se abre la puerta; despierto del sueño. De pie, una mujer vestida de blanco, dice mi nombre.

Quiero saber en dónde estoy, quiero que la mujer me dé los detalles, se lo pido pero no responde.

Bajo la bata del hospital estoy desnuda. Alguien me quitó la ropa interior y esa misma persona robó mi anillo de semanario. Tengo las uñas largas y son más gruesas que antes; su nacimiento se ha prolongado casi hasta llegar a la segunda falange de los dedos. Huelo a carne. Yo soy la que huele a carne, a una carne viva como la de las gallinas, al sudor de un animal de corral. Pero no soy un ave.

La mujer toma mi muñeca y ve su reloj. Después me da dos palmadas en el hombro y dice que estoy mejorando. Ella también lleva las uñas largas, sólo que pintadas de un rojo escarlata que es elegante.

Le pregunto de nuevo por mi situación. Responde que no está autorizada para hablar y que eso que deseo saber me lo dirá el médico en turno. No tengo médico tampoco, sino el que se ocupa por esta noche de las camillas anónimas como la mía.

Empiezo a llorar como una niña pequeña. La enfermera me da un pañuelo que toma de la mesa junto a la cama. No estoy triste pero algún motivo interior me lleva al llanto.

Mi cuarto en el hospital es agradable.

La enfermera revisa el suero, le echa una mirada al aparato eléctrico que me acompaña y dice que volverá.

El médico llega a mi cuarto por la noche. Asegura que es asombrosa mi recuperación y que, salvo por las deformaciones de mis manos y pies, puedo considerarme una mujer normal (sonríe cuando lo dice, como si estuviera nervioso). Me da unas pastillas para dormir. Al despertar, me duelen las dos nalgas, levanto la bata y veo los cardenales provocados por los piquetes de jeringa.

Me pongo de pie, abro el clóset del cuarto y encuentro mi maleta. Saco ropa para vestirme, me lavo la cara y, antes de salir, me asomo para comprobar que no haya ningún testigo en el pasillo del hospital. Cargo mi maleta con trabajo: las garras se me atoran en el asa. Me duele la cabeza: se lo atribuyo a las drogas de ese internamiento.

Salgo a la calle, el sol comienza a descender. Meto las manos en los bolsillos de mi chamarra para evitar la sorpresa de los paseantes.

Camino hacia el norte, llevada por mi olfato y la dirección del viento. Hacia el norte está la costa y yo quiero llegar allí.

Duermo bajo el techo de una florería. Recuerdo con cariño la mano suave de la enfermera. Creo que nunca sabré porqué desperté en aquel sanatorio. Escucho de nuevo la voz: afirma mi fortaleza y la entereza de mi espíritu; era una verdad interior que me dio el ánimo preciso para llegar hasta el sitio donde encontraría a mi compañero.

Mi transformación me fortalece; una vez convertida, nada sobre la Tierra conseguirá afectarme. Mi estirpe durará para siempre, al menos por un tiempo inmenso que la mente no puede imaginar. Mi madre, mi hermana y yo tendremos descendencia.

A la mañana siguiente, el hombre que trabaja en la florería me despierta con un puntapié. No es un golpe recio, apenas la fuerza precisa para que vuelva en mí pronto y con un susto poco traumático. Le digo que me iré enseguida, sólo necesito recuperarme del sueño y ponerme los zapatos. Le pido agua para lavarme la cara. El hombre, con unos cachetes gruesos y ya un poco vencidos por la edad, me ofrece pasar al baño.

Entro a la florería, los arreglos no son deseables. Demasiadas simulaciones de una naturaleza poco real. No hay ningún ramillete que muestre comportamientos salvajes. El baño, al fondo del local, está oscuro; bajo el pequeño fregadero hay una cubeta a punto de derramarse que recibe el goteo de la tubería expuesta sobre el techo; un goteo sin remedio, supongo.

Me lavo la cara cuidando de no rasguñarme. Saco la lengua frente al espejo y veo otra muestra innegable de mi transformación: del lado izquierdo mi lengua es más gruesa y, antes de llegar a su mitad, la superficie también ha cambiado, es una carne lisa y grisácea.

En el camino hacia la costa topo con un hombre sin pier­nas que pide limosna. Le dejo la única moneda que llevo. El hombre no perdió en un accidente las piernas porque en la piel que asoma bajo las aberturas de sus pantalones no hay ninguna cicatriz.

Si yo no tuviese piernas me arrastraría por el suelo. Podría enfrentar mis necesidades cotidianas si tuviera un ayudante. No tengo a nadie. Apreciaré mis piernas, entonces. La incomprensible naturaleza es generosa conmigo aunque pueda pensar lo contrario. Lejos de minimizar mi fuerza orgánica, ella ha preferido otorgarme nuevos talentos. En silencio, dando un paso tras otro, le agradezco sus consideraciones.

El viento mueve las nubes y el sol alumbra con mayor fuerza. Lo miro de lleno, sin temer que mis pupilas queden encandiladas por su luz. Cuando bajo la vista se forma una imagen en el centro de mi frente que puedo ver y sentir. Es una explosión, escucho un estruendo que me detiene, quedo sorda unos minutos y segura de que si alguien me observa, notará que millones de átomos de luz se agolpan sobre mi frente.

Más tarde entiendo, molesta por la migraña, que los dolores previos, aquellos espasmos que he sentido en la cabeza desde hace tiempo, fueron el anuncio del estallido. De nueva cuenta, acepto que ahí se formula lo que veo, siempre con misterio, con el silencio y la sorpresa ante lo natural.

Si hubiese querido hablar con cualquier persona por la calle, mientras hacía mi recorrido hacia la costa, mi voz no se habría escuchado. Mi lengua, que creció justo en ese trayecto, estaba rígida y era incapaz de moverla. Eso duró un tiempo, tal vez por horas, al anochecer me percaté de dominarla de nueva cuenta. De cualquier forma, si le hablara a alguien que despertara mi confianza ¿qué le diría? Mi mudez es necesaria o ineludible porque lo que experimento sólo puede escucharse por quien esté dispuesto. Tal vez lo único que echo de menos son las conversaciones con los demás.

Estoy compuesta por fragmentos, no soy un animal completo y, desde esa carencia, resulto extraña para quienes sí lo son.

Not available
This book is not available in your country. If you are using VPN, please disable it

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
87 s. 13 illüstrasyon
ISBN:
9786078764372
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre