Kitabı oku: «El animal sobre la piedra», sayfa 4
XII
LA CAVERNA
Recordé mi viaje en tren. Tal vez el cambio de latitud, sumado a mi frágil estado de ánimo, provocaron que yo olvidara esta experiencia hasta ahora.
El cuello me dolía. Era tan profunda la alegría de saberme lejos de casa que mi cuerpo estaba endurecido por la adrenalina. Sin embargo, los malestares terminaron por superar mi alegría.
Alcé la cabeza y sentí un gran mareo. Me levanté al baño, iba deteniéndome de los respaldos que tenía al alcance; el movimiento aumentaba mis náuseas.
Quise salir y que el tren se detuviera de inmediato, pero atravesábamos un túnel. Me senté en el excusado, recargué la cabeza contra la pared y permití que el movimiento me sacudiera, mi cabeza golpeaba la pared una y otra vez. Asumí que si el tren se detenía y yo lograba bajar en el sitio que fuera, mi malestar seguiría idéntico. Pensé que los vaivenes de mi ánimo no desaparecerían, sino que iban a acentuarse. La única manera de evitar que momentos como este llegasen, era desaparecer del mundo.
De cualquier modo, saber que me había ido de aquel espacio anterior me hacía estar satisfecha. Me recuperé de manera apenas perceptible, esa fuerza limitada me permitió regresar a mi asiento.
Con los ojos abiertos, deliraba. Imaginé a mi hermana sentada en una silla, dentro de una sala amplia donde no había ningún otro objeto. Mi hermana tenía las manos juntas, como si guardara algo. Ella no me veía, pero sabía que la miraba desde fuera y escuchó mi voz.
–Mercedes, no te has ido aún.
–Estoy esperando que venga a despedirse el único amor que he tenido.
–Pero él ya se murió, Mercedes.
–No sabes nada. Los muertos no se van del mundo, hay muertos que caminan a la par nuestra pero no los distinguimos.
–¿Y le vas a entregar lo que tienes en las manos?
–No. Esto que guardo es para ti.
Me acerqué, quedé de pie frente a ella. Mercedes tenía canas entre sus rizos color castaño. Había envejecido. Estaba sentada como siempre: con los dos pies alineados, juntos, y las rodillas que también se tocaban, guardando una simetría corporal forzada.
Mi hermana extendió la mano y dijo:
–Dame tu palma derecha.
Le di la mano, me intrigaba saber qué me entregaría. Abrió las suyas y descubrí el secreto: Mercedes me miró a los ojos, habló: “Esta es una parte de mi corazón, le hice algunos tratamientos para que no se echara a perder, puedes conservarlo a menos de treinta grados y en un sitio donde no le dé la luz del sol. Una caja de madera, por ejemplo”.
El fragmento del corazón de Mercedes parecía tener la consistencia de un cristal pero cuando lo apreté, entre el dedo índice y el pulgar, el cristal se flexibilizó. Era como una perla roja aunque de mayor tamaño.
Después caí en un pozo estrecho que apenas me dio espacio para pasar. La pared raspó mis rodillas. Yo estaba yéndome, no había luz en ninguna dirección, hice un esfuerzo por mirar hacia arriba y vi la oscuridad de donde venía; hacia abajo era igual pero mis piernas brillaban, lo único que pude deducir es que había adquirido luz propia, que era fosforescente.
Estaba inerte aunque ahora hable de movimientos. Estaba inconsciente aunque ahora explique lo que sucedió. Viví un momento de ruina. Luego cesó el mareo y también la posibilidad de sentir dolor.
Miré por la ventana. El tren se detuvo. Aparenté calma para ponerme a salvo. Las personas a mi alrededor deseaban escuchar frases lúcidas y saber que su compañera de viaje era una persona normal.
Abrí mi bolsa y hurgué dentro. La vieja de enfrente, de manos artríticas, ya no estaba. Quise encontrar los caramelos que había metido para refrescarme el aliento, los toqué en el fondo de la bolsa, seguí mirando por la ventana: había dos mujeres que abrazaban a dos hombres en el andén. Mis manos toparon con algo firme. Saqué de la bolsa una caja pequeña de madera que nunca había visto. La tapa tenía un ramo minúsculo de flores secas, atrapadas en esmalte transparente, la abrí: sobre un fondo de terciopelo rojo, miré sin entender algo parecido a una perla pero de color rosa. Era una perla viva, parecía que palpitaba. Un calambre desde el abdomen me produjo un dolor intenso en el vientre. El calambre mismo, con su contundencia, me hizo vomitar. Estiré la cabeza y vomité algo que no supe identificar encima de la mesita del tren.
Es posible que la imagen amorosa que tuve: un hombre llevándome en brazos hacia la cama, y yo sostenida con las rodillas en las caderas del hombre, no haya sido una imagen sino un hecho: el hombre del tren que me llevó a la ambulancia.
XIII
OTRA PÉRDIDA DE MI MEMORIA
El dueño de la florería me había regalado un suéter azul claro, con botones al frente. Lo llevaba puesto. Disfrutaba el paseo: la gente en este lugar y ahora, de mañana, estaba contenta.
Yo me sentía alegre, también. Había recuperado la lucidez tras el mal sueño en el tren y me sentía agradecida conmigo misma porque, a pesar de los contratiempos que viví, podía llegar a este destino.
Tuve una punzada en la cabeza que, al atenuarse, se convirtió en comezón, me rasqué. Descubrí una protuberancia en la coronilla que parecía un hueso bajo la piel. ¿Me saldrá un cuerno? Me pregunté. Bajé un poco más la mano, palpé el resto de mi cráneo y descubrí con entusiasmo que contaba con una línea perfecta de varios huesos que estaban creciendo. Era la corona de un animal prehistórico, supuse.
Miré el cielo, en lo alto descubrí un águila. Sentí un miedo irracional que no conseguí combatir. Decidí meterme en una cabina de teléfono a esperar que el espantoso animal se marchara.
El paso del metro bajo el suelo provocó que se cimbrara el sitio donde estaba oculta. El peligro que experimenté y mi pánico se incrementaron. Decidí salir, no sin comprobar que el águila se hubiera alejado.
Vi una calle estrecha y poco transitada, una calle sucia donde podía esconderme. Me eché sobre el suelo porque el color de mi ropa era tenue y mi piel gris se confundía con el color del pavimento. Allí me sentí a salvo.
Después de unos minutos, algo nuevo en mi cuerpo ocupó mi atención, primero creí que se trata de la basura acumulada en esa calle, los montones de bolsas que sudaban bajo el sol, después atestigüé que el olor fétido venía de mi propia piel: me llevé el antebrazo a la nariz y olí mi piel rugosa con una inhalación profunda. El olor se quedó en mis narinas, era el olor de un animal muerto. Pensé que mi camuflaje había sido perfecto. Ningún animal que deseara cazarme se acercaría si olía a carne descompuesta.
Debió transcurrir una hora tras el susto que me provocó el águila cuando retomé el camino. El corazón me latía despacio porque el sol había llegado al cenit. Entonces vi al hombre sin piernas: iba montado en una carretilla, y lo llevaba un joven que se parecía a él. El hombre sin piernas me miró como si le fuera familiar, su mirada me desconcertó, una vez que la carretilla me rebasó, el hombre se incorporó un poco y siguió mirándome, asomándose por el costado de su cargador. Ese hombre me asustó, también.
Estaba cerca del sitio que imaginé: un acantilado sobre una playa estrecha que ninguna persona visitaba porque la marea subía de manera impredecible. Los estudiosos del mar no habían podido descifrar por qué el agua se comportaba de ese modo en ese lugar. Quizá lo que se hundía era la tierra, pero eso no podría decirse nunca, por temor a que se aterrorizaran los lugareños. Hay sucesos que los hombres no cuentan porque serían incomprensibles y, además, conducirían a desesperaciones fatales. Habría que creer, al menos, en la permanencia de los fenómenos naturales, aunque la mutación fuese su constante.
La playa estaba desierta. Alcé la cabeza para admirar la altura de esa pared. El mar hacía un ruido de bestia, el ruido de las entrañas de la tierra. Con el mar la tierra bufa, saca el aire sulfuroso, se recupera.
La brisa me produjo frío, tiritaba. Me puse bajo el suéter azul la primera camisa que encontré en la maleta.
Descubrí una caverna pequeña al fondo, en la base de la pared. Entré. Dejé las cosas en el suelo y sentí en los pies el cansancio del trayecto. Me recosté, acomodé mi bolsa como almohada y moví de lugar la caja de madera, me incomodaba al apoyar la cabeza.
Hay días que mi pensamiento es ordenado y fluye con acierto, son momentos en que noto mi natural relación con las cosas. Sin embargo, de un tiempo a la fecha dudo de la veracidad de lo que pienso. Mi compañero habló de la incertidumbre que percibía en mí, dijo que era contra-producente que me desesperara al no recordar lo sucedido el día anterior.
Ahora no sé si lo que anoté en las páginas sea cierto. Lo releo y me encuentro, además, con una afirmación previa sobre mi amnesia tras el viaje en tren. ¿Cómo pude recuperar la memoria de un hecho que no recuerdo haber vivido? Ayer, sumida en un trance para reordenar mi vida anterior, es decir, empleando mis dotes humanas que aún resisten, escribí lo que recordé sobre la llegada al hospital.
La incertidumbre: si el médico me examinó como dijo, ¿por qué no le pareció extraordinario lo que me sucede?
Creo que después de dormir en la caverna conocí a mi compañero.
Desperté con sed. Recordé que un hombre y un animal que parecía un oso hormiguero me habían llevado a su casa.
Ese hombre es mi compañero ahora. El animal es un oso hormiguero, ya lo había dicho pero lo repito para explicarme mejor. Mi compañero es rubio. El oso hormiguero tiene el pelo negro y de su cabeza salen dos franjas grises, con pelos rubios también, que se extienden a lo largo de su enorme cuerpo hasta la cola negra y erizada. Lisandro siempre tiene los pelos de la cola levantados, deben nacerle así.
He pasado frío por las tardes, y en el día necesito más sol que antes. Cada vez manifiesto mayor atracción por el sol.
Desde que llegué a esta casa, que ahora puedo considerar mía, o nuestra –de mi compañero, de Lisandro y mía–, no he tenido nuevos episodios de fetidez. Me reconforta saber que no ha vuelto a pasarme, sentiría vergüenza si mi compañero llegase a olerme así.
Mi cresta es mayor ahora. Ya se asoman los picos que me darán la distinción absoluta. No he perdido el pelo que tenía, pero sí me ha cambiado un poco el color, es ahora más claro, como si también en mis células capilares estuviera alterándose la pigmentación.
Cuando salgo a la calle llevo un sombrero de palma que engaña a los demás. Lo hago también para quebrantar la certeza de los otros. No soy lo que ven.
XIV
HOGAR
Mi compañero y yo vamos a buscar leña. Ha comenzado el frío y en las noches es mayor. Lisandro no quiere salir, sufre más que nosotros con el descenso de la temperatura.
Mi compañero dice que en el barrio alguien nos puede vender un atado de leña. Vamos a buscar a esas personas. Tocamos la puerta de cinco casas donde siempre solían venderle madera a mi compañero, pero esta tarde los vecinos tienen más frío que otras veces y su sentido de supervivencia los obliga a reducir su generosidad.
Pasamos por una casa donde está una mujer vieja en la puerta. Su puerta es como las de algunas casas antiguas, con la hoja partida en dos; ella cerró la inferior y la mitad de arriba está echada hacia la pared, por eso sólo vemos la mitad de su cuerpo. La vieja nos pregunta qué buscamos: “Leña”, dice mi compañero. Ella responde que su hermano nos ayudará.
Mi compañero se va con el hermano a traerla del cobertizo. Me quedo con la vieja, en su sala, y tengo miedo de ser abandonada ahí. Ella me muestra una casa de muñecas que construyó con basura. Los muebles están hechos de cartones de leche y las paredes de la casa son de aluminio, como si hubiera usado el interior de las latas de conservas.
Mi compañero vuelve con la leña y nos despedimos. Mientras avanzamos por la calle, volvemos la cabeza de cuando en cuando, sin dejar de sonreírles.
Mi compañero me contó que el hombre no había querido dinero a cambio de la leña. No me extrañé porque mi nueva condición también aceptaba la posibilidad de que existiesen, en el mismo mundo que nosotros, hombres que regalan sus bienes.
Esta noche mi compañero me mordió al dormir. Yo creo que estaba soñando con algún peligro y, en su descuido, pensó que yo era la antagonista de su sueño. Me mordió el hombro y desperté enfurecida. Una sustancia cremosa me llenó la boca inmediatamente, esa fue la primera vez que secreté veneno. Cierta intuición me hizo tomar mi vaso de agua, ya vacío, y lanzar dentro el escupitajo que estuve a punto de arrojarle a mi compañero. Después de librarme del veneno me quedó un sabor dulce en la boca. Miré dormir a mi compañero y supe que lo querría cuidar hasta que muriera.
La noche en que adopté mi condición cuadrúpeda, algo sucedió en el mar. En el mar siempre suceden cosas –así lo afirmó mi compañero y le di la razón–, lo que deseo escribir para comprenderlo mejor es que al ver el mar y la playa entendí mi destino.
Durante la madrugada estuvimos asustados, abracé con fuerza a mi compañero que también temblaba. Escuchamos a la gente por la calle, diciendo que vendría una tormenta.
Aquello que pasó no sólo tenía la fuerza de un mal tiempo. En el aire estaba la rabia de los hombres y sus construcciones serían destruidas por el viento.
Al despertar, aunque dormimos apenas unas horas, miré por la ventana, reparé en mis actos, iba a contenerme por temor al espectáculo que vería. Más tarde, cuando cesó la lluvia, salimos para ver de cerca lo sucedido. El mar había crecido y ahora se encontraba más cercano a la tierra, los techos de las casas pequeñas de la orilla apenas sobresalían del agua, calculé que al menos dos cuadras habían quedado sumergidas.
Las algas que cubrían las calles por donde aún podíamos caminar eran de especies distintas, pero se encontraban dispuestas unas sobre otras; formaban un manchón de un solo color y se secaban a la luz del sol que no alegraba a los pocos curiosos que habíamos salido para comprobar el fenómeno. Entre las algas, algunos peces murieron, y también vimos un pulpo negro que me produjo gran desagrado.
La tormenta me enseñó el sentido de mis mutaciones. La naturaleza no tiene fallas, sus manifestaciones son signos de adaptación. En esta costa faltaba que sucediese algo de esta magnitud. Mi compañero estaba de acuerdo. Él lleva diez años viviendo aquí y sabe lo que dice. La variabilidad de los hechos es ineludible. No hay ninguna fuerza en el universo que la impida. Como esta costa, yo necesité perder mis antiguos atributos. Además del azar, o de las condiciones que no he sido capaz de prever, en la mutación que vivo interviene mi origen. Mi madre y mi hermana presentaron los mismos síntomas. Soy de aquella estirpe, aunque he logrado la fuga. Estoy viva. Alcanzaré la consagración a través de mis actos. Por eso estoy embarazada, quiero procurar la descendencia, reproducirme.
Mi vientre tiene unas líneas que lo atraviesan de lado a lado, son similares a las arrugas de mis miembros, pero con mayor profundidad.
Cuando desperté bajé de la cama sobre mis cuatro extremidades, probé ponerme de pie pero mis patas traseras no resistieron el peso del cuerpo. Lo acepté.
Fui a la sala, mi compañero ya había despertado y estaba desayunando, escuché sus ruidos en la cocina. Lo llamé, noté que mi voz era más nasal ahora, él salió y me encontró sobre el suelo. Se puso en cuclillas para comprobar lo que estaba haciendo, me dio un beso en la mejilla y dijo: “Bienvenida al mundo”.
Las células copian lo que hacen las demás células. Es semejante a lo que observé aquella vez en el mar. El cuerpo junto al agua flota porque está en el agua. Mis células posiblemente obedecieron a las más fuertes.
La escritura se me dificulta.
Mi compañero, ahora mismo, me ayuda a escribir, yo le dicto, porque estoy cansada y no puedo seguir, menos tras mi descenso. Intenté escribir en la cama y acostarme bocabajo, sobre mi libreta, pero no puedo. Mis extremidades delanteras son capaces de andar por las paredes de roca –lo hice ayer– pero no consigo realizar tareas que requieran detalles o precisión.
Lisandro está a la par nuestra. Últimamente, mi compañero pasa un buen rato cuando nos ve juntos porque yo rodeo las piernas de Lisandro y él me mira sin moverse, como si estuviera ante un animal peligroso. Tal vez, algún antepasado mío fue depredador de sus abuelos. Aunque yo sigo reconociéndome en sus ojos.
Hay hechos novísimos, talentos de mi oído que no había descubierto. Cuando rodeo las piernas de Lisandro escucho el sonido del agua cayendo. Le he contado a mi compañero que llamaré a ese momento “el destino de la fuente”; lo disfruto pero no siempre consigo escucharla. Acabo de intentar que el agua suene pero no lo he logrado. A cambio, sentí –con enorme desconcierto– que salía un chorro de agua fría de mi ombligo. Al comprobarlo con mi vista, supe que sólo lo imaginé. Mi ombligo está seco, lo veo tal como lo he conocido siempre: pequeño, alargado, con su condición de cicatriz necesaria. No quisiera que el ombligo desapareciera pero ¿cómo oponerme si se trata de la más clara señal de mi pasado? Mi compañero dice que nunca ha visto un reptil con ombligo, fue como si pusiera en duda mi mutación.
Para defenderme, le cuento la hipótesis que formulé tras sentir agua en mi ombligo, le digo que es un aviso de que algo termina. “Sin que lo supiese –añado– es probable que mi alma humana sea líquida o una flema transparente, y haya decidido abandonar mi cuerpo, ya en tránsito hacia un orden que no es el de la razón o el lenguaje”.
La respuesta de mi compañero me asustó: aseguró que si perdía el alma humana, vendría después la extinción de mi lenguaje y mi mente sólo podría formular imágenes del desierto o la selva, dependiendo del sitio que habitara. Y si eso sucediera, yo no podría terminar este testimonio.
Ahora no me resta más que ceder. Mi bienestar depende de los paseos que damos mi compañero, Lisandro y yo. He perdido la autosuficiencia, o al menos carezco de las facultades que tenía. No puedo considerarme ya un ser humano. Vivo mi adaptación con buen talante, no me entristece saber que dejaré de ser una persona pero los cambios en mi cuerpo suceden con mayor prisa que mi capacidad para desarrollar las habilidades de mi especie.
Estoy dotada de facultades únicas. La cola que empezó a crecerme hace unos días tiene usos que aún no consigo dominar.
Estuvimos el día entero en la playa. Viví un episodio que me sorprendió. Un grupo de jóvenes encendió una fogata al atardecer y dejaron el fuego ardiendo. Me acerqué al fuego, estuve paralizada ahí, miré pasmada la manera en que se consumían los troncos y escuché los chasquidos de la madera. Las llamas eran hermosas, se alzaban en medio de la oscuridad apuntando al cielo. No quería que ese ardor terminase, si hubiera podido habría atizado la fogata para que nunca se perdiera aquel fuego.
De entonces a ahora he experimentado la plenitud. No sabía que el fuego era lo que es, ignoraba sus beneficios: conocía que daba calor pero no así; el fuego era como yo, sucedía por combinaciones que no se comprenden, surgía de lo pequeño, se alzaba, era la primera de todas las cosas.
Sé que venimos de materias que ardieron. Lo olvidé en mi vida humana, ahora lo recupero. Pertenezco a una especie con las facultades para acompañar el fuego. He comprobado la resistencia de mi piel al calor y, más aún, sé de las bondades del sol detenido sobre mi contorno; en mi piel ha ganado la sequía, nunca más he vuelto a sudar. Estoy hecha para esto, como un animal del principio de los tiempos: me encuentro adecuada y perfecta, he sido hecha para convertirme en mí.
Lisandro estuvo aspirando restos que no debía. Las escamas que suelto de repente, esos pedazos de piel parecida a las escamas de un pez pero de mayor grosor, están desperdigadas por el suelo de la casa.
Él tiene más hambre de la cuenta pero no halla hormigas. La casa no es húmeda y mi compañero barre a diario. Entonces, Lisandro, hambreado y con fastidio, aspira los objetos pequeños que yacen sobre el suelo. Pasó lo mismo que en días anteriores: inhaló mis escamas y ha estado estornudando a la manera en que un bicho de su talante puede hacerlo. Me conmueve pero sus estornudos me dan un poco de asco.