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LA ISLA DE LA MAGIA

Por Daniela

“¡Florianópolis! ¡Qué lugar maravilloso!”, pensé, acostada en una hamaca paraguaya, mientras contemplaba el mar verde esmeralda y sentía una suave brisa que acariciaba mi rostro. “Algún día voy a vivir aquí”.

Ya había aprendido a disfrutar de esta isla cuando todavía era adolescente, mientras pasaba algunas vacaciones con la familia. El sol, el mar, las bellas playas y la vida mucho más tranquila me atraían hacia aquella pequeña porción de paraíso. Realmente, ¡aquella era la “Isla de la Magia”!

Después de descansar algunos días allí volví a São Paulo. Había llegado la hora de comenzar a trabajar e iniciar mi especialización.

Mi primer empleo fue en un centro de salud en Mauá, en el ABC Paulista. El municipio estaba iniciando el Programa de Salud de la Familia, una estrategia del Gobierno que había surgido para mejorar las condiciones de salud en el país. El programa invierte en la atención primaria de la salud, es decir, en la prevención y en la promoción. Para esto, se contratan equipos de salud con médicos, enfermeros y técnicos, a fin de que trabajen en conjunto con los agentes comunitarios, que son personas de ese mismo lugar. Para conocer mejor a la comunidad, estos agentes actúan como facilitadores, a fin de que los equipos puedan desempeñar sus actividades en concordancia con la realidad local.

Además de atender en el consultorio del centro de salud, yo realizaba visitas en las casas, dentro de las villas miseria. Inmediatamente, en el comienzo de mis actividades allí, comencé a enfrentarme con una realidad totalmente diferente de aquella que yo había experimentado en la universidad: los protocolos de atención no podían llevarse a cabo, por falta de presupuesto y organización; los medicamentos de última generación ni siquiera existían en la farmacias populares, y el pueblo hablaba un lenguaje bastante diferente del académico. Apenas llegaba al centro de salud, en el primer horario de la mañana había una fila inmensa de personas que aguardaban. Tenían sus rostros desfallecientes, cansados, anémicos. Realizaba una consulta cada diez o quince minutos. Con una historia clínica en la mano, llamaba a un paciente detrás de otro.

–¡James Dean [Djeimes Dim]! ¡James Dean Da Silva! –llamé un día.

Nadie respondió.

Después de atender a toda esa fila, me había sobrado la historia clínica del primero que había llamado. “¡Madre mía!”, pensé, “¡creo que no es hoy el día en que voy a conocer al famoso artista de Hollywood!”

Cuando ya estaba saliendo del consultorio, lista para ir a almorzar, oí a alguien que golpeaba a mi puerta.

–Doctora, usted se olvidó de llamar a mi hijo –me abordó una mujer mulata, con un pañuelo sucio en la cabeza, con los dientes amarillentos y la apariencia de la misma miseria estampada en el rostro.

Observando que la muchacha estaba con un bebé en los brazos, envuelto en una pañoleta ajada y sucia, inmediatamente me anticipé:

–¡Oh, sí! ¡Entonces este es James Dean! –afirmé–. Yo ya lo había llamado, y tú no respondiste...

–No, doctora, ¡es James Dean [Jãmes Deã]!

*****

Iniciando el tratamiento natural

–Señor Juan, su presión está en 17/10! Usted tiene que tomar los medicamentos todos los días, ¿me entendió? –le dije con autoridad.

–¡Ah, hija mía, ni siquiera sé cuál es el remedio de la presión! –me respondió, sacando de su bolsillo una bolsa plástica llena de comprimidos fuera de sus embalajes originales–. ¿Es el amarillito o el verdecito?

–Señor Juan, ¿qué medicamentos son estos? ¿Por qué usted mezcló todo así? –le pregunté, ya perdiendo la paciencia.

–Estos remedios son de la diabetes de mi “muié” (mulher, en portugués: mujer); este es de mi nietito, que está con gripe; y este, para tratar el dolor en las “cóistas” (costas, en portugués: espaldas).

Respiré hondo y conté hasta diez.

Conocer y convivir con la dura realidad del país no fue nada fácil. La distancia que separaba mi mundo del de estos pobres miserables, el universo académico de la realidad, ¡era del tamaño del infinito!

Parecía sentir todo el peso de la responsabilidad de la profesión y la condición social de esas personas sobre mis espaldas. Sentía culpa, tristeza, y una cierta frustración.

Entonces, decidí desahogarme con alguien.

–Teresa –dije llamando a una enfermera de mi equipo–, creo que tenemos que hacer alguna cosa, no es posible continuar así...

Teresa era una señora cristiana, muy experimentada como enfermera. Siempre que yo estaba insegura, allí estaba ella, con toda la seguridad que solamente la experiencia te puede dar.

–Quédese tranquila, Dani, ¡Dios nos ayudará! –respondía ella, con una sonrisa en el rostro.

En esa misma época, el secretario de Salud del municipio, percibiendo que se gastaba mucho dinero en medicamentos que se utilizaban de manera inapropiada, contrató a una monja con experiencia en tratamientos naturales, para dar entrenamiento a todos los equipos del centro de salud.

–Coloquen la arcilla y el agua en un recipiente de vidrio; mézclenlo y aplíquenlo en la región donde la persona siente el dolor –nos explicaba la monja, muy segura de aquello que nos estaba enseñando.

“¿Arcilla para tratar el dolor? No lo creo”, pensé. “Me van a revocar el diploma”.

Nunca había visto algo parecido. Sin embargo, sabiendo que los tratamientos propuestos no tenían contraindicaciones ni efectos colaterales, y que la iniciativa venía de la propia Secretaría, resolví hacer la prueba en algunos pacientes.

En los comienzos, se compraba la arcilla en pequeñas cantidades. La enfermera preparaba todo en una sala, y me llamaba para que aplicara los emplastos alrededor de las rodillas, en las manos y en las caderas de las personas que tenían artritis y artrosis. Dejábamos a los pacientes en una sala de reposo, acostados en las camillas, hasta que la arcilla aplicada comenzara a secarse. Después de haberla retirado, los pacientes nos relataban la mejoría de sus dolores.

Comencé a mostrarme impresionada con los resultados positivos. ¡Tan simples y tan eficaces! Interesada por conocer un poco más acerca de ese método de tratamiento, intenté estudiar más acerca de cómo podría utilizar los recursos naturales de la mejor manera posible con el propósito de poder ayudar a mis pacientes. El propóleo para el dolor de garganta y el jugo de coles para el dolor de estómago ya eran tratamientos que mi familia utilizaba, con resultados positivos. En ese momento, decidí que también formarían parte de mis prescripciones.

*****

Subiendo y bajando los morros, huyendo de los tiroteos que se suscitaban cuando llegaba la droga, entrando en la casa de aquellas personas tan sufridas, comencé a reflexionar acerca del significado de la vida.

“¿Por qué tengo de todo y estas personas no tienen nada?” “Si Dios existe, ¿dónde está su justicia?” Estas eran algunas preguntas para las cuales yo buscaba respuestas, mientras regresaba al confort de mi hogar.

Al mismo tiempo que trabajaba, comencé mi especialización en el área de Salud Pública.

Coincidentemente, dos amigas que habían vivido conmigo en la época de la facultad también se habían mudado a la capital. Una de ellas estaba deprimida por causa de una relación conturbada. Y, como ya habíamos iniciado los estudios bíblicos en la época de la facultad, Leandro nos sugirió:

–Vamos a llevarla a la iglesia, y pedir la ayuda de algún pastor.

No recuerdo el motivo, pero no fui con mis amigos.

Ellos llegaron a una iglesia en Pinheiros, para un culto de miércoles a la noche, sin conocer a nadie. Al terminar la predicación, permanecieron en el banco, discutiendo si podrían continuar haciendo los estudios bíblicos con algún teólogo en São Paulo. El problema era que no conocían a nadie en aquella iglesia, y mucho menos a un teólogo. En el mismo instante, alguien tocó la espalda a uno de ellos:

–Encantado de conocerlos. Mi nombre es Hércules. Soy estudiante de Teología y necesito dar estudios bíblicos. ¿A ustedes les gustaría estudiar la Biblia?

–¡No lo puedo creer! –respondió mi amiga, muy entusiasmada–. ¡Vamos a comenzar ahora mismo!

–Ahora no –dijo el muchacho, sonriente–. Aunque podemos combinar para un día de la semana.

De esta manera, comenzamos nuestro primer estudio bíblico, en un departamento en Moema. Al comienzo, éramos un grupo de cuatro personas: tres médicas y un filósofo. Muy feliz y entusiasmada con el primer estudio dirigido, resolví llamar a otra amiga:

–Érika, ¿te gustaría estudiar la Biblia con nosotros?

–No creo mucho en eso –respondió ella–; sin embargo, te voy a acompañar.

Hércules nos había hecho una propuesta: que el estudio se realizara una vez por semana y que tuviera unos cuarenta minutos de duración. Sin embargo, no podíamos dejarlo ir si antes no lográbamos que respondiera a todas nuestras inquietudes. Y esto le llevaba casi tres horas.

–Chicos, el estudio está muy bien, pero me tengo que ir –nos decía el estudiante de Teología, intentando despedirse–. Tengo que tomar el tren subterráneo.

–No te preocupes, nosotros te podemos llevar –le respondía Érika sin titubear.

Después de algunos meses, advirtiendo que el grupo era muy cuestionador, Hércules decidió enviarnos con un pastor con mayor experiencia; era un señor que ya no tenía muchos cabellos. No era fácil dar estudios a un grupo como el nuestro. Además de tener muchas dudas, colocábamos, muchas veces, en jaque al pastor. Me acuerdo de la pelada del pastor, que se ponía coloradita; él sudaba. Sin embargo, siempre tenía las respuestas para todos nuestros cuestionamientos.

Pasados algunos meses, el simpático pastor se tuvo que mudar de São Paulo, y nos envió a un abogado que daba estudios bíblicos en Brooklin, otro barrio de São Paulo.

El vasto conocimiento bíblico e histórico del Dr. Ruy, quien lo transmitía de una manera tan clara que hasta los más humildes serían capaces de entender, fue lo que nos proporcionó una comprensión más profunda de la Biblia.

Nuestras dudas eran cada vez más respondidas. Y el entendimiento sobre la vida y la misión de Jesús se nos ampliaba. El significado del pecado, el plan de la salvación, el regreso de Jesús... ¡Él nos exponía cada tema de una manera tan fascinante y explicativa! Era como si estuviéramos descubriendo un nuevo mundo, revelando secretos que nos llevarían hacia la eternidad. Quedábamos tan absortos en los estudios que no sentíamos que el tiempo pasaba.

Después de que pasaron dos años, y comenzamos a poner en práctica las enseñanzas de la Biblia, empezamos a frecuentar la iglesia semanalmente, disminuimos las salidas a los bailes nocturnos e intentábamos mejorar nuestros hábitos en general. Solamente nos faltaba dar el último paso: entregar nuestra vida a Jesús, por medio del bautismo.

*****

Una propuesta indecente

Pasados dos años de haberme recibido, haciendo dos especializaciones al mismo tiempo y trabajando en medio de una villa miseria, comencé a estar estresada. Todos los días, al transitar por la Avenida Paulista, miraba hacia los controladores de calidad de aire, y estos decían: “Pésimo”; “Malo”; “¿Cómo puedo vivir en un lugar donde hasta el aire está pésimo?”, pensaba yo. El tránsito era infernal, los asaltos, los motoqueros, el barullo... Todo me irritaba. Lo que yo más quería era salir de la metrópoli y disfrutar de una vida más tranquila.

“Triiiiiiinnnnnnnn”, sonó el teléfono en mi casa.

–Hola, Dani. Soy Carlos, de Floripa (Florianópolis). Estoy pensando en abrir un nuevo negocio en un barrio supergenial de la isla.

–¡Qué fantástico! Y... ¿qué podría hacer yo para ayudarte? –le pregunté.

–Dado que el comercio que alquilé tiene un restaurante inactivo, ¡pensé que tú podrías montar un restaurante aquí! ¿Por qué no vienes aquí, para conocer la zona?

“¡No lo puedo creer, esta es mi oportunidad!”, pensé.

–¿Vivir en Floripa, a la orilla de la laguna? ¡Qué maravilla! –respondí yo, en voz alta.

Con mucho entusiasmo, fui a contar a mi familia la idea de salir de São Paulo y aventurarme en un restaurante.

–No me parece que sea una buena idea –me dijo mi padre, bien serio.

–¡Tú no sabes cocinar! –me recordó mi madre.

–¡Esta es una oportunidad única; no puedo perderla! –les respondí, intentando convencerlos de que aquella sería mi única chance de salir del estrés.

Estando ya recibida, con el diploma en la mano, yo pensaba que era lo suficientemente adulta como para tomar mis propias decisiones. Y mis padres sabían que discutir sería una pérdida de tiempo.

–Tú eres la que sabe –dijo mi padre–. En caso de que todo salga mal, tienes que saber que estaremos aquí, esperándote.

No aguardé un segundo más. Acomodé mis cosas y salí con un automóvil lleno de valijas. Vivir en Floripa sería realizar un antiguo sueño. Y yo sabía que para poder estar más cerca de Dios necesitaría vivir más cerca de la naturaleza, y en un lugar más tranquilo.

En medio de la carretera, me puse a reflexionar acerca de lo que sería vivir en la isla. “Tendré una vida más simple: sin miedo a los asaltos; sin tener que estar en medio del tráfico, para ir a trabajar; nada de villas miserias en las proximidades. ¡Seré la persona más feliz del mundo!” Y tuve una sensación de libertad en el alma. Estar cerca de la playa y de la naturaleza me fascinaba.

Cuando llegué allí, fui rápidamente al lugar donde tendría mi primer negocio.

El restaurante estaba dentro de una embarcación, con vista hacia el mar desde todos los ángulos. Entré en el salón: el piso estaba lleno de polvo, con algunas sillas desparramadas y puestas en pilas. Las cacerolas y la vajilla estaban dentro de armarios húmedos y arruinados por el salitre del mar, lo cual demostraba que el restaurante había estado abandonado hacía algún tiempo.

Sin embargo, los rayos de sol que se reflejaban en el agua del mar, las gaviotas que volaban y el olor del mar impedían que algún pensamiento negativo floreciera en mi mente. Yo alimentaba la convicción de que estaba en el lugar correcto, en la hora correcta. Tomé mi celular y llamé a Carlos:

–Llegué. ¡El lugar es realmente maravilloso! ¿Vamos a negociar con el propietario?

–Ah, Dani, ¿ya llegaste? –me respondió él, titubeando.

–Sí, aquí estoy. ¡Y lista para cerrar el negocio!

–Claro. No te pude llamar antes... pero ya vendieron el restaurante...

–¿Cómo es esto? ¿A quién se lo vendieron? –pregunté asustada, despertándome en ese momento del sueño.

–Discúlpame, Dani. No te pude avisar. Fue todo muy rápido. Llegó un empresario de São Paulo, con mucho dinero. Él está comprando todo por aquí.

–¿Quién es ese tipo? –pregunté, indignada.

–Es un amigo de Tchelo, que trabaja aquí, en la marina –continuó diciéndome.

Fastidiada por la vuelta atrás de mi compañero, fui a aprovechar la playa con un matrimonio de amigos que estaba en la isla a fin de pasar unos días conmigo. Cuando les conté acerca del restaurante, ellos quisieron conocer el lugar, para verificar las condiciones en las que este se encontraba. Y había algo que me decía que tenía que volver allí.

Cuando llegué a la embarcación, al estacionar el automóvil frente a un jet ski, pude notar que había un hombre que arreglaba el motor de la máquina. Y entonces descendí del automóvil.

–Hola. Mi nombre es Daniela –me presenté–. Sé que el restaurante ya fue vendido, pero ¿podría dar una mirada con mis amigos?

–Sí –me respondió el hombre de una manera indiferente, sin siquiera mirarme, mientras sostenía varias herramientas en las manos.

–Y, por casualidad... ¿sabes quién lo compró? –insistí.

Dejando las herramientas en un rincón, se volvió hacia mí y, con cara de sorpresa, me dijo:

–Sí. Es un amigo mío, de São Paulo. Él también es japonés. Resolvió venirse para aquí con la intención de huir de la rutina y del estrés que ha estado soportando en los últimos años. Y, dicho sea de paso, está buscando un socio. ¿Por qué no lo llamas? Estoy seguro de que ustedes van a llevarse bien –me sugirió, anotando los datos del contacto en una tarjeta.

Aquello, simplemente, no podía ser una coincidencia. ¡Parecía que todo se estaba preparando para que yo viviera en la tan soñada “Isla de la Magia”!

CONSTRUYENDO MI CASTILLO EN LA ARENA

Por Daniela

–¡Mamá, es de verdad! –dijo la criatura pellizcándome el brazo.

–¡Discúlpeme, señorita! Resulta que en Floripa nosotros solamente vemos a los japoneses en los libros –dijo la madre, intentando arreglarlo.

Esto había sucedido cuando yo todavía era una niña, en un período de vacaciones que pasé con mi familia en la isla. Realmente, encontrar descendientes de orientales en Florianópolis era una rareza. Y ese era uno de los motivos por los cuales mi madre no había aprobado mi mudanza a ese lugar.

–¿Cómo vas a encontrar un marido allá? –preguntaba ella, preocupada por mantener las tradiciones de la cultura.

Mi madre es la más pequeña de ocho hermanos. Todos los miembros de la familia, aun cuando se pusieron de novios en el Brasil, se casaron con descendientes de japoneses. Al primer primo que se puso de novio con una gaijin (en japonés significa “extranjero”) acabaron mandándolo al Japón para estudiar, en una tentativa de la familia de deshacer la relación entre ellos.

Desde que era pequeña, siempre viví en ambientes en los cuales la cultura japonesa estaba presente: la primera escuelita, la música, la comida. En la facultad, la colonia japonesa también era muy activa. Hasta el alojamiento de estudiantes en el que viví desde el momento en que llegué a Botucatu estaba siendo patrocinado por una entidad del Japón.

Mantener la cultura y las tradiciones de nuestros ancestros era una preocupación que siempre estuvo muy presente en nuestra familia.

La decisión de mudarme a Florianópolis quebrantó a todos, principalmente a mis padres. Yo no sabía mucho acerca de mi futuro socio; sin embargo, el hecho de que él fuera japonés me trajo cierta seguridad.

Sentí que estaba en el lugar correcto, a la hora correcta.

*****

Las primeras emociones en la “Isla de la Magia”

Mis primeros días fueron intensos después de conocer a Marcos. Mi socio era muy comunicativo y enérgico; su ritmo de trabajo era el de alguien que recién hubiera llegado del Japón:

–¡Tenemos que agilizar las cosas! ¡La temporada comienza en dos semanas! –ordenaba él, con aires de general.

Igual que yo, él no tenía experiencia en el ramo gastronómico. Abrir la empresa, contratar empleados, comprar la vajilla, conseguir proveedores, hacerse de un stock, hacer la propaganda, armar el menú... todo era nuevo; para mí y para él. Sin embargo, a los tropezones, armamos un restaurante en solamente dos semanas.

Explorar una nueva área, totalmente diferente de la Medicina, sería un gran desafío para mí. Sin embargo, como siempre me gustó enfrentar los desafíos, encaraba todo con naturalidad. Hasta que comenzó la temporada de verano.

“Triiiiiinnnnn”, sonó el teléfono del restaurante.

Era una amiga que había vivido conmigo en la facultad, y que participaba de los estudios bíblicos en São Paulo.

–Y, todavía mejor –continuó contándome ella–; mi novio y yo vamos a entregar nuestras vidas a Dios, y el bautismo de todo el grupo será en las vísperas del casamiento. ¡No puedes dejar de venir, amiga!

–Ven, Tim Tim. Todos nos vamos a bautizar. ¡Tienes que estar aquí! –me dijo otra amiga.

Pude percibir que todos estaban muy felices.

Estando de acuerdo con todo lo que ya había estudiado, también me gustaba la idea de bautizarme. Sin embargo, estaba tan concentrada en el nuevo emprendimiento que resolví postergarlo.

–Lo siento mucho, pero no estaré con ustedes. ¡Que sean muy felices! –les respondí–. Más adelante, quizá yo también haga esta entrega a Dios.

*****

–¿Se acabó el shimeji? ¿Dónde has visto un restaurante japonés sin shimeji? –gritaba mi socio, disconforme conmigo–. Y el sakê, ¿todavía no llegó?

Terminé abriendo un restaurante donde no existía la mano de obra especializada ni los productos para elaborar los platillos del menú. Todo llegaba desde São Paulo, o de Curitiba.

–Por favor, ¿tienes pescado para el sashimi? –le pregunté al empleado de la pescadería.

–¿Eh? –me respondió él, con cara de quien nunca había escuchado aquella palabra.

–Sa–shi–mi –deletreé–. SA–SHI–MI. ¿Me has entendido? –repetí, desesperadamente.

Nunca me imaginé que sería tan difícil conseguir comprar pescado para hacer sashimi en una isla. Por no tener muchos orientales, Floripa no ofrecía lo mejor en materia prima para proveer a un restaurante japonés.

No me llevó mucho tiempo percibir que si quería ofrecer algo de buena calidad yo misma tendría que entrar en las cámaras frigoríficas de los pesqueros, para escoger los mejores pescados. Con botas blancas en los pies, delantal de plástico y cofia en la cabeza, allí estaba la médica convertida en gourmet, observando las branquias y los ojos de los pescados, aprendiendo a seleccionar los que estaban más frescos para el consumo del shasimi.

–¿Quiere llevar un salmón?

–¿Cuánto pesa? –le pregunté.

–Veinticuatro kilogramos. ¡Está fresquito! –me lo ofreció el vendedor, todo orgulloso.

–Lo voy a llevar –respondí.

Al sacar el pescado de la cámara frigorífica, apenas lograba cargarlo. ¡Era casi de mi tamaño!

–Deja que yo te ayude, muchacha. ¡Este no lo puedes manejar tú; no! –afirmó el vendedor.

Llegué al restaurante oliendo a pez muerto.

–Dani, están faltando nabos y el pepino japonés. El camión no los trajo de São Paulo –me dijo el sushiman.

–¿Cómo qué no? Ya lo pedí hace dos semanas.

Y así fueron mis primeros días en el nuevo negocio. Con el pensamiento de que Dios estaba dirigiendo las cosas, nutría la esperanza de que todo fuera a andar bien.

Cuando se acabó la temporada de verano, la sociedad inmediatamente se transformó en una relación amorosa.

Cuando estudiaba la Biblia, tuve el conocimiento de la instrucción de Dios: “No formen yunta con los incrédulos. ¿Qué tienen en común la justicia y la maldad? ¿O qué comunión puede tener la luz con la oscuridad?” (2 Cor. 6:14).1 Aun así, racionalicé: “Después puedo enseñarle la Biblia a Marcos. Él también va a entregar su vida a Cristo”. Finalmente, él demostraba ser una persona de principios, honesta en los negocios y con un círculo de influencia muy grande.

“¿Habrá Dios preparado todo esto para que nosotros nos encontráramos en Florianópolis? ¿Será esta la persona con la cual me casaré?”, me preguntaba. El lugar donde siempre quise vivir, un japonés más maduro para guiarme, un trabajo para proporcionarme mi sustento. Todo indicaba que esta sería una linda historia de amor.

*****

–Tengo que cerrar un negocio en el Japón. No sé cuándo vuelvo –me dijo Marcos, preparando una pequeña valija.

–¿Y el restaurante? –le pregunté.

–Búscate un administrador, para ayudarte. Tú no tienes habilidad para manejar el dinero.

Ya desde el principio, pasé por muchos apuros financieros y emocionales. Marcos no se quedaba más de dos semanas en el restaurante, y yo intentaba rebuscármelas durante su ausencia. Los negocios que él tenía demandaban que viajara todo el tiempo, y nuestra relación no se desarrollaba de la manera que yo esperaba; ni como socios, ni como novios.

Mi cotidianidad era muy vertiginosa, y no sentía cómo pasaba el tiempo. El restaurante me consumía todo el tiempo y, cuando caí en la cuenta, ya me estaba preparando para la segunda temporada de verano. Al reflexionar acerca de mi vida, caí en la cuenta de que estaba lejos de mi familia, lejos de mis amigos, lejos de mi profesión; y, lo peor de todo, lejos de Dios.

Entonces, comencé a sentirme culpable por no haber seguido las orientaciones de mis padres y haber despreciado el consejo de Dios. “¿Qué comunión podrá haber entre el que cree y el que no cree?”, meditaba yo, con mucha tristeza.

“¡Creo que seré infeliz por el resto de mi vida! ¡Perderé mi salvación!” Yo lloraba todas las noches al volver del trabajo. Estaba sola y muy angustiada, con el peso de la culpa en mi conciencia. Sentía la necesidad de desahogarme con alguien que pudiera entender mi angustia espiritual.

–Doña Regina, necesito hablar con usted.

Doña Regina era una de las cocineras del restaurante. Muy cristiana y tranquila, con un poco más de cincuenta años, era una persona que traslucía confianza. Ella sabía lo que me estaba angustiando y de la culpa que yo sentía. Le conté acerca del miedo que estaba sintiendo de perder mi salvación.

–¿Por qué estás creyendo eso? –me preguntó ella, con aires de madre.

–Porque yo estaba estudiando la Biblia con mis amigos, cambié mis hábitos de vida y, en vez de entregar mi vida a Dios, me vine para acá, para hacer mi voluntad, sin preguntarle a Dios si esa era su voluntad. ¡Y todavía, me uní en yugo desigual! Desobedecí voluntariamente a Dios. Actué en contra de lo que está escrito en su Palabra –desesperada, le continué relatando.

–Hija mía, quédate tranquila. Si estás arrepentida, es porque el Espíritu Santo te está hablando. Confiesa tus pecados a Dios en oración, y busca la iglesia en la que estabas congregándote, para continuar con tus estudios. Dios te va a perdonar, y te va ayudar en todo. Mantente siempre en oración y no te desanimes.

En la isla, no conocía a nadie que se congregara en la Iglesia Adventista del Séptimo Día, iglesia de la cual yo participaba en São Paulo. Sin embargo, por la providencia divina, aquel estudiante de Teología que había dado los primeros estudios bíblicos a nuestro grupo de amigos, Hércules, se casó con Érika, mi amiga de la infancia; ahora ellos estaban viviendo en una ciudad de Santa Catarina. Entonces, entré en contacto con ellos, y comencé a compartirles mis experiencias y mis frustraciones.

–¡Ven para aquí, a pasar el fin de semana con nosotros, Dani!

A pesar de estar viviendo en el mismo Estado, las ciudades estaban un poco distantes; sin embargo, el sacrificio de encontrarme con ellos valdría la pena. Necesitaba desahogarme con personas amigas, y me sentí muy aliviada al poder compartir con ellos mi situación. ¡Qué confort sentimos cuando estamos juntos con verdaderos amigos!

Mi amiga también estaba pasando por un momento difícil. Sus padres, por ser descendientes de japoneses, se habían puesto en contra de su bautismo y de su casamiento. Sin embargo, allí estaba ella: firme, enfrentando sus luchas y experimentando unas situaciones totalmente diferentes de las costumbres con las cuales había sido criada. No siempre yo podía viajar para encontrarme con ellos; sin embargo, el poco tiempo que pasábamos juntos era muy precioso. Inmediatamente, Hércules me preguntó:

–Tendremos un bautismo en la iglesia dentro de una semana. ¿Por qué no aprovechas esta oportunidad? Piensa en esto.

Aquella invitación golpeó muy fuerte en mi corazón. Estaba sinceramente dispuesta a ser bautizada en las aguas y entregar mi vida a Dios. Sin embargo, había algo que todavía me impedía tomar mi decisión: yo fumaba, y no pensaba dejar mi vicio.

*****