Kitabı oku: «El Errante I. El despertar de la discordia», sayfa 6
Capítulo 14
—Y con esto, ya está.
Teren se miró al espejo varias veces más, observando la nueva imagen que ofrecía ahora que sus rizos estaban más cortos de lo habitual, y después abandonó la barbería camino del cuartel. A diferencia de otros días a esa misma hora, el mercado y las calles estaban poco transitadas. Las personas debían de estar concentradas en el distrito superior, frente a las puertas de la Asamblea, para escuchar el discurso del Consejo.
También allí era donde estaba desplegada la mayoría de los efectivos de la guardia, de modo que el patio del cuartel tampoco contaba con mucha actividad. Cuando Teren apareció en él, algunos guardias acompañaban a los muñecos de entrenamiento junto a las paredes del patio. Kendra estaba también allí, sudando mientras golpeaba a uno de ellos, y con la coleta rojiza agitándose con cada movimiento. Teren se fijó en que otro de los guardias, uno alto, de musculatura respetable y cabeza casi rapada, había dejado olvidada su rutina de entrenamiento y no le quitaba el ojo de encima a la chica. Se trataba de Darik, un joven que ingresó al cuerpo pocos días antes que Teren y de una edad cercana a la suya, pero cuyos rasgos más avanzados lo hacían parecer mayor.
En cuanto se dio cuenta de que estaba allí, Kendra detuvo la práctica y se acercó al recién aparecido. Teren dejó de fijarse en Darik, por lo que no pudo darse cuenta de que, cuando Kendra se le acercó, hizo un gesto de desaprobación con los labios.
—Vaya, pero si me has hecho caso —dijo Kendra al comprobar la ausencia de mechones en la frente de Teren.
—Estoy listo —contestó él—. ¿Peleamos?
Kendra asintió mientras se pasaba la mano por el sudor de la barbilla. Los dos habían acordado librar otra pelea esa mañana, a modo de revancha. Emplearon espadas de madera para poder ir con todo sin miedo de herir al otro. Y entonces Teren comprobó que Kendra se había contenido en su duelo anterior. Apenas podía seguir la agilidad que mostraba la chica, que marcaba el compás de la pelea. Teren solo pudo ponerse a la defensiva y esperar a que surgiera la ocasión para contraatacar. Pero no solo no surgió, sino que, al esquivar uno de los ataques, la herida de la espalda le recordó su presencia con un intenso escozor. Teren se vio sorprendido por ello, y Kendra aprovechó el momento para acabar la pelea. Teren dio con la espalda en el suelo, igual que en el duelo anterior. Kendra se acercó a él y le tendió una mano, pero Teren la rechazó con un manotazo brusco y se levantó por su propio pie.
—¿Qué ocurre? —empezó ella—, ¿tanto te avergüenza que te gane una mujer?
—Me avergüenza que el cuerpo de la guardia haya aceptado a una vulgar mercenaria como tú.
Kendra arrugó el entrecejo, pero, en lugar de responder, optó por recoger su arma de madera y adentrarse en el cuartel sin ninguna palabra. Teren, por su parte, también recogió el arma, pero solo para poder arrojarla con rabia. Giró sobre sí mismo y la lanzó antes de girar por completo la cabeza, de modo que los ojos no alcanzaron a ver que detrás de él había otra persona, que encajó de lleno el lanzamiento de la espada de madera en la cara. Era Darik.
El impacto le había empujado la cabeza hacia atrás, y la bajó despacio a la vez que gruñía y mostraba los dientes. Clavó los ojos en Teren, que tragó saliva cuando se encontraron con los suyos. La mirada que tenía no le auguraba nada bueno. Darik avanzó hacia él.
Y, como un regalo del cielo, el tañido de una campana llegó por el aire hasta el cuartel, un tañido que todos los guardias sabían qué significaba, pero que para Teren, en aquel momento, era la salvación. Darik lo miró una vez más, como si quisiera dejarle claro que aquello no había terminado, y después se marchó con otros soldados que echaban a correr calle arriba.
Pronto se formó un nutrido contingente de guardias que recorrían las calles hacia el distrito superior, de donde procedía la señal de alarma. Teren marchaba entre ellos, con la espalda quejándose mientras corría. Los vendajes estaban húmedos y se le pegaban a la piel. Temía que la herida se hubiera vuelto a abrir.
Se acercaban al lugar, y nada bueno parecía esperarlos allí. En su ascenso se cruzaron con pequeños torrentes de líquido rojo que discurrían calle abajo. El pelotón de soldados llegó al fin a la plaza, donde el terror los enmudeció. Teren, que había marchado en la retaguardia del pelotón, se abrió paso para ver aquello que había acallado a sus compañeros. Hacían falta los dedos de varias manos para contar todos los cuerpos que se acumulaban en el lugar, cuyos miembros amputados estaban esparcidos por el suelo sobre una alfombra viscosa y carmesí. La plaza se había convertido en un baño de sangre.
Y allí estaba aquella figura oscura, la misma de varias noches atrás, acompañada por la muerte allí donde iba, rematando a su último oponente. A Teren se le entrecortó la respiración al reconocerlo. Esperaba volver a verlo. De hecho, quería volver a hacerlo y así enfrentarse a él, pero no esperaba que fuera tan pronto. El corazón se le aceleró y empezó a embargarle el miedo. Toda esa masacre había sido fruto de un único hombre. Viendo aquella escena, quienquiera que se ocultara bajo esa ropa no parecía humano.
De pronto, alguien gritó una orden, y los demás obedecieron. Los soldados del pelotón se reagruparon y formaron una línea férrea, a la par que, en los tejados de los edificios colindantes a la plaza, comenzaron a aparecer arqueros listos para atacar. Teren no pudo reaccionar. A pesar de estar tras la línea de soldados, sintió cómo la mirada del hombre se detuvo en él.
Lo que ocurrió después le pareció muy rápido como para atender a todos los detalles: escasos segundos antes de que los arqueros abrieran fuego, el asesino corrió hacia la línea. El estómago le dio un vuelco mientras la figura se acercaba a zancadas con la mirada puesta en él, dejando tras de sí los proyectiles errados de los arqueros. Teren desenvainó el arma, a la espera del momento en que tuviera que darle uso. La línea se mantuvo, pero hubo quienes se adelantaron para detenerlo, encontrando su final con aquella decisión y creando grietas en la formación.
Ya lo tenía al alcance de la espada. Teren asestó una estocada, pero el hombre la esquivó y aprovechó la exposición del soldado para rodar sobre su espalda y sobrepasarlo, y emprendió el descenso de la calle a toda prisa, seguido por cada vez más soldados. Teren clavó la espada en el suelo para apoyarse en ella. Se sintió desfallecer, con el corazón aún desbocado y el miedo recorriéndole hasta el último rincón del cuerpo. La espalda le ardía. Ahora estaba seguro de que la herida había vuelto a abrirse.
Los soldados comenzaron a descender también la calle, tras los pasos del atacante. Y, cuando Kendra pasó a su lado, el joven la agarró por el brazo con fuerza, casi por instinto.
—Pero ¿qué…? —Kendra no esperaba el agarre repentino. Se giró para comprobar qué sucedía—. ¿Tú? ¡Suéltame!
—¿Qué piensas hacer?
—No voy a dejar que ese asesino se marche sin más.
—No puedes con él. Te matará.
—No lo sabré si no me enfrento a él.
—Por las Hermanas, ¡para ya! ¡Mira a tu alrededor! —dijo, mientras señalaba la masacre allí presente—. Tú sola no vas a conseguir nada. ¿De verdad crees que vencerías al autor de esto?
—¿Y lo que se te ocurre es dejarlo escapar?
La mujer se zafó del agarre con un movimiento brusco y violento, y marchó con el resto de sus compañeros. Teren permaneció allí mientras veía correr a los demás guardias, dispuestos a cazar a ese criminal. Parecía ser el único que tenía claro que un enfrentamiento con ese hombre era una condena a muerte.
***
—Menudo desastre… Aunque te las has apañado mejor de lo que esperaba…
—He estado en situaciones peores.
—Tal vez, pero me pregunto cómo harás para sobrevivir a esto… Toda la ciudad piensa que fuiste tú el responsable de los asesinatos, y no has demostrado tu inocencia precisamente con lo que acabas de hacer…
—No me juzgues.
—Por favor, no... Jamás se me ocurriría…
Resacoso avanzaba con velocidad por el camino que conducía a Lignum, levantando una estela de polvo a su paso. No había nadie tras él, había logrado escapar de la capital y, si lo estaban siguiendo, les llevaba suficiente ventaja como para salir airoso. Recorrió el mismo camino que esa mañana, pero en mucho menos tiempo. Debía desaparecer por un tiempo, así que recogería al chico y se largaría.
—¿Desde cuándo te haces cargo de otros?... ¿Y qué piensas hacer con él?... ¿Vas a llevarlo contigo?...
Eso era verdad, llevar al chico con él solo lo pondría en peligro. Quizá fuera mejor desaparecer sin más. Quedaba algo de comida en el armario, y contaba con una cabaña para vivir. El muchacho estaría bien allí. Pero no tardó en abandonar ese pensamiento. Apenas había llegado a la aldea cuando vio en la distancia a los mismos cuatro caballos que había visto por la mañana, junto al campamento que estaba a un lado del camino, y a sus respectivos jinetes caminando hacia la cabaña de la colina, con las armas dispuestas.
—Maldición.
Instó al caballo para que acelerara aún más hasta que llegó a la altura de los cuatro hombres. Alertado por el ruido de los cascos, el último de ellos dio media vuelta, pero no pudo esquivar al hombre que cayó con todo su peso sobre él. El ataque llamó la atención de los otros, que se sobresaltaron al verlo.
—¡Es él! —gritó uno.
—¡Matadlo! —dijo otro—. Solo necesitamos su cabeza para cobrar la recompensa.
Aunque estaban armados, aquellos hombres no contaban con la experiencia que sí tenía Garrett. Ni siquiera tuvo que desenvainar para acabar con ellos. Algunos de los habitantes presenciaron el espectáculo violento que se desarrolló en la aldea. Definitivamente, Garrett tendría que irse de allí. Nadie querría tenerlo como vecino después de eso, y no pasaría mucho antes de que los habitantes de Lignum fueran a por él o lo denunciaran a las autoridades.
En cuanto acabó con el último, entró en la casa y, para su sorpresa, en el interior de la cabaña no había nadie.
—¿Azael?
Con timidez, el chico asomó la cabeza de debajo de la cama, y salió al comprobar que era Garrett quien había entrado. Abrazaba su libro contra el cuerpo con ambos brazos.
—Nos vamos —sentenció Garrett.
Tras una carrera al galope que dejó atrás la aldea, Resacoso adoptó un paso lento. Se habían alejado mucho, o al menos eso es lo que le parecía a Azael, que no estaba acostumbrado a los viajes largos. Las nubes del cielo se habían dispersado cuando llegaron a un cruce de caminos, cerca del cual había una vivienda sencilla construida con piedra y cubierta con tejas. El caballo se detuvo junto al edificio, y jinete y pasajero desmontaron. Garrett golpeó la puerta de madera con el puño. Poco después, un hombre de aspecto fuerte, con perilla y ningún pelo en la cabeza, abrió la puerta.
—Mierda —exclamó en cuanto vio quién había llamado. Cerró la puerta tan rápido como pudo.
—Vamos, Iolnar. ¿No te alegras de verme?
—¿Sinceramente? No —sonó desde dentro—. Cada vez que apareces los problemas vienen contigo, y el que termina pagando soy yo.
—Esta vez será diferente. Venga, abre la puerta.
—No te creo. Sé que me vas a meter en algún lío tuyo.
—Iolnar, te recuerdo que me debes una. Si no fuese por mí, aún estarías pudriéndote en aquella prisión.
—Sí, prisión en la que acabé por tu culpa.
—Podría haberte dejado allí, pero en lugar de eso me jugué el cuello para sacarte. Vamos, abre la puerta.
Se hizo el silencio. Azael observaba la escena con un aire de curiosidad y diversión. La puerta se abrió, y el hombre salió a regañadientes.
—¿Qué quieres?
—Que cuides de él —dijo a la par que señalaba al chico.
—¿Qué?
—¿Cómo? Pero yo quiero estar contigo —intervino el muchacho.
Garrett resopló.
—Es muy peligroso, chico. Ahora que todo el mundo me busca lo mejor que puedo hacer es desaparecer. Si sigues conmigo, lo más probable es que te maten. Quédate con Iolnar, solo hasta que vuelva. Es un viejo conocido, no tienes de qué preocuparte.
—Chico —intervino el otro hombre—, entra en la casa. Y cierra la puerta.
Azael miró a Garrett, que asintió con suavidad, y obedeció lo que se le había ordenado. En cuanto cerró la puerta, Iolnar se abalanzó sobre Garrett.
—¿Qué está pasando, Garrett?
—Aún no lo sé. Gunthar contactó conmigo. Un trabajo. Al principio creía que pretendía secuestrar al hijo de un miembro del Consejo para presionarlo, pero terminó por asesinar a uno de ellos. Supuse que su contratista querría ocupar la vacante, pero murieron dos en la misma noche. Y además, parece que todo eso tenga relación con Orea, y yo soy el principal sospechoso de las muertes.
—¿El principal sospechoso? ¿Qué has hecho?
—Es una larga historia —le cortó Garrett antes de que preguntara más—. ¿Puedes hacerte cargo de Azael?
El gesto de Iolnar se transformó. La sorpresa era visible en sus ojos.
—¿Lo has llamado Azael? Pero ¿en qué demonios estás pensando?
—Tranquilo, Iolnar. Mira, solo quiero que lo cuides un tiempo. Y de paso enséñale a leer y a escribir. Volveré a por él antes de que te des cuenta.
—Pero ¿quién es, Garrett? ¿Y por qué Azael? —se detuvo y adoptó un gesto interrogante—. ¿Acaso es tu…?
—No, Iolnar. No es él. Mi hijo está muerto, ¿recuerdas?
Iolnar bajó la mirada ligeramente. Se sintió mal por haber sacado el tema.
—¿Lo has encontrado ya? —preguntó Iolnar despacio, como si temiera adentrarse en terreno pantanoso con aquellas palabras.
—Aún no, pero sigo buscándolo.
Los dos hombres se quedaron en silencio. Un ladrido que surgió del interior de la vivienda los sacó de sus pensamientos.
—Está bien, lo haré —aceptó Iolnar al fin—. ¿Qué harás tú?
—Esfumarme. Abandonaré Rhydos. Viajaré al norte, a Orea, para buscar respuestas —hizo una pausa—. Gracias, Iolnar.
—No, no me lo agradezcas. Maldita sea, no soy una niñera, Garrett. Espero que me compenses por esto. Y ahora vete, antes de que me arrepienta.
Después de montar en el caballo, Garrett se alejó al trote del lugar. Iolnar lo observó unos segundos mientras se perdía en la distancia.
—Creo que ya me arrepiento.
Entró en la casa. Azael estaba en la entrada, de pie, intimidado por un perro blanco que parecía un caballo que no le quitaba el ojo de encima al invitado y sacudía el rabo de lado a lado. Iolnar apartó al animal del chico, y luego lo examinó con atención. Quiso decir algo, pero no sabía cómo tratar con un niño.
—No tienes pelo —dijo Azael de repente.
—Ya empezamos —murmuró—. ¿Alguna otra observación evidente?
—No, quiero decir que pareces joven para no tener pelo. He visto hombres mayores sin pelo, pero tú no pareces tan viejo.
—Qué halagador. Garrett olvidó mencionar lo encantador que eres —hizo una pausa—. Me llamo Iolnar. Iolnar Koul.
—Yo soy Azael. Azael nada más —se calló un momento—. ¿Por qué no tienes pelo?
—Eres insistente, por lo que veo. Me gusta así, me da un aspecto de tipo duro —dijo, mientras se acariciaba la perilla y fruncía el ceño—. ¿Cómo conociste a Garrett?
—Me salvó de unos hombres que me perseguían por un bosque.
Iolnar esbozó una sonrisa.
—Je, parece que los años lo están ablandando. Los dos trabajábamos juntos hace mucho tiempo, ¿lo sabías? Con otro hombre. Éramos tres socios, los mejores en nuestro trabajo.
—¿Y cuál era ese trabajo?
Iolnar no supo cómo responder. «Matar por dinero, el trabajo que toda persona desea». No, definitivamente no podía decirle la verdad.
—Digamos que… ayudábamos a algunas personas a resolver sus… problemas.
—¿Qué tipo de problemas?
—¿Es que siempre haces tantas preguntas? Espero que Garrett vuelva pronto —suspiró—. ¿Sabes leer?
—No.
—¿Escribir?
—Tampoco.
—¿Contar?
—Con los dedos.
—¿Cazar?
—Ratones y algún pajarillo.
—¿Y qué tal te defiendes? ¿Sabes pelear?
Azael se rascó la cabeza mientras le asaltaban los recuerdos de su tiempo en el orfanato.
—No muy bien —confesó con vergüenza.
Iolnar dejó escapar otro suspiro.
—Parece que me espera mucho trabajo —estiró los músculos de la espalda—. Ven conmigo, vamos a buscarte algo de ropa. Y a lavarte un poco. Te huelo desde aquí.
***
—¿Crees que es una buena idea, Rob?
—Estoy seguro, señor. Ha demostrado que es capaz de darlo todo por defender la capital y la república. No me cabe ninguna duda de que aceptará gustoso ayudar a que Alveo prospere.
Los dos hombres hablaban en una amplia habitación rectangular de la Asamblea. Uno era el alguacil de Alveo, y el otro, de pelo largo y canoso, estaba detrás de un escritorio, de espaldas al alguacil, mirando por un ventanal por el que entraba la luz a raudales. Un rostro viejo pero elegante ref lejado en el cristal le devolvía la mirada. Un tercer hombre, moreno, de mediana edad y mirada adusta, esperaba de pie y en silencio a un lado de la estancia, con las manos a la espalda.
—Está bien, tráelo ante mí —comenzó el hombre junto al ventanal—. Pero no le digas nada aún. Antes quiero evaluarlo yo mismo.
—Sí, maese Fert —hizo una reverencia y se marchó.
La estancia se quedó en silencio.
—Svelnar.
—¿Señor? —el hombre que estaba apartado se acercó a la mesa.
—¿El mercenario recogió la recompensa?
—Sí, señor. Tomó el dinero y se marchó después de asesinar a los consejeros.
—Bien. No creo que nos cause ningún problema, pero, si lo hace, ya sabes cómo actuar.
—Sí, señor.
—¿Qué ha pasado con nuestro chivo expiatorio? El hombre de esta mañana, ¿lo han capturado ya?
—Aún no, señor, pero toda la guardia está alerta por si aparece. Se han distribuido carteles con la noticia de la recompensa por toda la región.
—Bien. Casi siento lástima por él, pero alguien debía cargar con el muerto —inspiró profundamente—. Qué pena, el consejero Denys me caía bien, solía divertirme. Me produce un enorme pesar haber tenido que sacrificarlo. Pero es normal que los peones sean los primeros en caer. Deben hacerlo para que el rey triunfe.
Capítulo 15
El capitán Felion y sus hombres descansaban en el exterior de una taberna mientras contemplaban cómo el día tocaba a su fin. Estaban en una fortaleza pequeña de Orea, donde se encontraba la residencia de un sacerdote de la Capilla. Era un trabajo de escolta lo que los había llevado allí ese día. Debían asegurar la llegada del sacerdote a la capital. Se trataba de una tarea rutinaria, nada a lo que no se hubieran enfrentado antes y, por tanto, nada de lo que preocuparse. La capital estaba a poco más de dos horas a caballo desde allí, pero las ocupaciones del sacerdote habían retrasado la hora de partida hasta casi la noche, de modo que les tocaría cabalgar en la oscuridad.
Los hombres estaban descansados y preparados para comenzar el viaje en cualquier momento, con las armas listas y afiladas, aunque más por costumbre que por necesidad, dado que nadie esperaba darles uso esa noche. Ninguno de ellos estaba preocupado. Nunca habían tenido problemas antes, y aquella no habría de ser distinta a las demás escoltas.
El aire se enfriaba a medida que el sol se ocultaba en la distancia. Los soldados encendieron antorchas y fueron hacia las caballerizas, donde varios mozos se habían encargado de mantener a los caballos. Aquel punto era el que se había designado para reunirse una vez que anocheciera. Poco después de haber llegado, el sacerdote apareció.
—Todo listo, señor —comenzó el capitán—. Podemos partir en cuanto guste.
—Pues no nos demoremos más —dijo el sacerdote con una sonrisa—. Partamos.
—Sí, señor. Muchachos —hizo un gesto con la mano—, ¡nos vamos!
El sacerdote era un hombre entrado en años, con el pelo corto y canoso y la cara llena de arrugas. Vestía una túnica gris que le llegaba hasta los tobillos, y que mostraba un aspecto tan viejo como la persona que la llevaba. Se preparaba para subir al caballo cuando un niño apareció entre los soldados con una nota para él. En cuanto la entregó, el niño salió corriendo por donde había venido. Intrigado, el sacerdote desdobló el papel para ver que todo cuanto había en él era un símbolo. Una estrella de tres puntas. El hombre no entendió el significado del mensaje.
—¿Todo bien, señor? —preguntó Felion desde su montura.
—Por supuesto —respondió el sacerdote mientras dejaba caer la nota. Tras esto, subió al caballo.
El viaje comenzó por fin, cuando las estrellas ya brillaban en el cielo. El grupo, compuesto por siete soldados y el capitán, todos ellos con abundante experiencia en combate, avanzaba a trote ligero. El capitán encabezaba la marcha, seguido de cerca por el sacerdote y otros dos soldados, formando una punta de f lecha en cuyo centro estaba el objetivo a escoltar. Los demás estaban un poco más rezagados, aunque cerca del grupo. Hablaban tranquilamente entre ellos acerca de lo que harían al volver a casa: uno comentaba las ganas que tenía de volver a ver a su esposa, otro decía que pasaría tiempo con sus hijos, y aquellos que no tenían quien los recibiese pensaban animadamente en la cerveza y el vino que los esperaban en alguna taberna.
Tras casi media hora de viaje, el camino se estrechaba al pasar por un bosque, así que adoptaron una formación en fila de dos, manteniendo la cabeza de la f lecha en todo momento. El fuego de las antorchas disipaba las sombras alrededor de la partida de escolta, permitiendo ver los troncos anchos y fuertes de los árboles que les f lanqueaban el paso. El canto de los grillos, los cascos de los caballos sobre el suelo empedrado y el rumor del viento entre las ramas eran todos los sonidos que los acompañaban. No había presencia de lobos ni ninguna otra clase de bestia. Aquel viaje sería tranquilo.
Felion estaba también absorto en sus pensamientos, pero pronto los abandonó al notar una presencia. Alzó la antorcha y entrecerró los ojos para escrutar en la oscuridad.
—Alto —dijo de repente.
Todos los hombres que seguían hablando se callaron, sorprendidos por la repentina detención. Uno de los que estaba junto al sacerdote se acercó a Felion.
—¿Todo bien, capitán? —la única contestación de Felion fue señalar hacia delante con el dedo, así que siguió la dirección que indicaba con la mirada.
Frente al grupo, a unos veinte pasos de distancia, había una silueta oscura de pie en mitad del camino, cuya presencia se disimulaba en la sombra. Con un examen más atento, el soldado reconoció una figura masculina que vestía un atuendo y una armadura oscuras, así como una capa con capucha que le ocultaba el rostro. Llevó la mano a su ballesta y preparó un virote.
El hombre que les cortaba el paso se llevó la mano izquierda a la cintura y desenvainó una espada. Fue entonces cuando todos los soldados se alarmaron y prepararon sus armas. Respiraban alterados y en tensión, dispuestos a saltar sobre aquella figura en cualquier momento. El soldado de la ballesta se adelantó unos pasos y se puso por delante del capitán. Se llevó el arma a la cara, listo para disparar.
—Dispara, soldado —dijo Felion al ballestero que tenía ante él.
Con la misma tranquilidad con la que había desenvainado el arma, la figura trazó un corte horizontal a la altura de los hombros. Los soldados se asustaron un momento al verlo trazar ese movimiento, pero pronto se dieron cuenta de lo absurdo que resultaba. Sería alguna clase de amenaza o algo parecido, pero no podría tratarse de un ataque.
—He dicho que dispares, soldado —repitió el capitán. Pero el ballestero no solo no respondió, sino que además soltó la ballesta—. ¿Qué haces, soldado?
De repente, la cabeza del soldado se desprendió del cuerpo y cayó al suelo con un ruido sordo. Felion abrió los ojos con una mezcla de sorpresa y miedo. Los demás soldados se estremecieron, y algunos de ellos gritaron cuando el cuerpo también cayó de la montura. Ninguno era capaz de explicar lo que acababa de suceder, pero todos coincidían en que tendría que ver con el hombre que estaba de pie ante ellos.
Con una orden del capitán, los demás cargaron hacia él. La figura oscura no se inmutó mientras los jinetes recortaban distancia hacia su posición al galope y con las armas en alto. Dos de ellos se acercaban a la vez por ambos lados, de modo que, si trataba de detener el golpe de uno, recibiría el del otro.
Unos pocos segundos y un movimiento amplio con el brazo fue lo único que necesitó para librarse de ambos jinetes. El resto del grupo cargó hacia él, a excepción del capitán, que se mantuvo junto al sacerdote, expectante al resultado del nuevo ataque. Los otros cuatro soldados habían alcanzado el lugar donde descansaban los cuerpos de sus compañeros, pero la silueta oscura había desaparecido.
—¡Avanzad! —gritó el capitán—. ¡Debemos poner el objetivo a salvo!
Los hombres se reagruparon y continuaron la marcha al galope, más angustiados y alarmados que antes.
—¿Qué demonios era eso? —preguntó uno de ellos. Nadie respondió, precisamente porque esa pregunta también los asaltaba.
Se acercaban a la linde del bosque, y una vez que lo abandonaran, cabalgarían por una vasta llanura hasta la capital, de modo que sería más difícil que los sorprendieran, mientras que los árboles servirían de escondrijo a cualquiera que tramara algo contra ellos. Aunque esperaban que el peligro hubiera pasado, todos temían que el atacante de antes saltara en cualquier momento sobre ellos desde la oscuridad.
Afortunadamente, no apareció nadie. Ante el grupo de escolta se abrió una vista amplia del territorio de Orea, cuyos límites se perdían en la distancia y se difuminaban con el mar que aparecía en el horizonte. Desde la posición en la que estaban se contemplaba toda la planicie que conformaba el paisaje del reino.
Siguieron el camino mientras dejaban el bosque a sus espaldas. El capitán echó un último vistazo atrás, a tiempo de ver cómo los seguía otro jinete que sostenía un arma con la mano izquierda.
—¡Cuidado! —gritó para alertar al grupo, pero, antes de que se dieran cuenta, el jinete ya los había alcanzado.
Los dos hombres situados en la retaguardia cayeron en un abrir y cerrar de ojos. Los demás, conscientes de que la huida ya no era posible, se volvieron para plantarle cara. Debido a la oscuridad y a la velocidad con que avanzaba, Felion no vio los detalles de la pelea, pero que el jinete aún los siguiera le indicaba que todos sus hombres habían acabado de la misma forma.
—¡Corra!, ¡yo lo detendré!
El sacerdote continuó cabalgando, tal y como el capitán le ordenó, mientras este se detenía y daba media vuelta hacia su perseguidor.
—Hasta aquí has llegado, hijo de perra —cargó hacia él—. ¡Esto es por mis hombres!
En cuanto estuvo lo suficientemente cerca, asestó un corte rápido y fuerte sobre el enemigo, pero el otro jinete se tumbó de espaldas sobre la grupa del caballo para esquivarlo y se incorporó para atacar al capitán, que se había quedado expuesto. Sin embargo, Felion corrigió la maniobra a tiempo e interpuso su arma en el trayecto de la espada del atacante, que había comenzado a describir un tajo descendente.
Aquel intercambio de maniobras duró unos segundos, pero el tiempo pareció detenerse cuando el capitán observó cómo la hoja de su espada se cortó limpiamente al contacto con el acero de su rival. Se recuperó de la sorpresa demasiado tarde y recibió un golpe en la mandíbula que lo derribó.
Tumbado en el suelo, vio al jinete seguir avanzando hacia el sacerdote, completamente indefenso. Vio la mitad partida de su espada, así como la parte de la hoja que todavía se sostenía en la empuñadura, agarrada aún por unos dedos engarfiados. Dirigió la mirada desde la mano hasta el extremo ensangrentado de su brazo, separado y situado a un metro de él. No sabía cómo explicar lo que acababa de suceder.
Decenas de metros por delante, el caballo del sacerdote resollaba en un galope sin descanso. El viejo miraba hacia atrás con frecuencia, cada vez más asustado. Quienquiera que fuese aquella persona, había acabado con ocho hombres, y algo le decía que no se detendría ahí. No veía al perseguidor, pero sabía que no estaba a salvo. Sabía que iba tras él y no pararía hasta alcanzarlo. Hasta asesinarlo.
Sin previo aviso, el caballo se desplomó, y el sacerdote cayó hacia delante de tal forma que dio con la cabeza en el suelo de piedra. Un reguero de sangre le apareció en la frente. Se giró hacia el caballo, que no se levantaba, así que continuó a pie. No se sentía en edad de correr, pero el miedo y el instinto de supervivencia hacen que hasta un cojo pueda levantarse y huir cuando se ve en peligro.
El hombre tropezó y cayó al suelo, golpeado esta vez en los dientes. ¿De verdad había tropezado? No había notado nada que hubiera chocado con su pie, pero era la única explicación posible para que ahora estuviera tirado en el suelo. Trató de levantarse, y ahí fue cuando descubrió que algo iba mal.
No conseguía que los pies le obedecieran. Realmente, ni siquiera los sentía. Tampoco las piernas. Las rodillas le dolían, pero creía que se debía a que habían recibido el impacto de la caída. Giró la cabeza y vio que ambas piernas se encontraban en el suelo, a unos dos pasos de distancia de él. Un alarido sobrecogedor inundó la atmósfera nocturna.
Volvió la vista hacia delante, y allí estaba el jinete, observándolo desde su caballo negro. Desmontó y comenzó a caminar hacia el sacerdote. En una mano llevaba una pieza metálica, con un brillo incandescente. Se agachó junto al hombre y lo observó en silencio. Pasaron así casi un minuto en que el sacerdote no pudo más que intuir su final. Aquel hombre lo estaba torturando con la espera.
—¡Mátame! —imploró—. ¡Hazlo ya, criatura impía! ¡Las Hermanas te castigarán por tus actos!
El asesino miró al viejo con unos ojos cargados de ira.
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