Kitabı oku: «El Errante I. El despertar de la discordia», sayfa 4
Garrett se encaminó a la salida, dando la espalda al guardia. Teren, sin embargo, no estaba dispuesto a dejarlo marchar. Estaba exhausto, pero aun así cargó otra vez hacia él.
—Mal.
Con un solo movimiento, Garrett giró sobre sí mismo para esquivar la estocada, desenvainó el arma y le cortó la espalda a su contrincante con un golpe descendente desde el hombro derecho hasta el riñón izquierdo. La cota de malla apenas opuso resistencia contra la hoja afilada de la espada.
El contacto frío del metal fue seguido inmediatamente del dolor al sentir la piel desgarrada y del calor de la sangre. Con un alarido, Teren se retorció y cayó. Sin despegar la cara del suelo, vio cómo el hombre abandonaba el jardín con rapidez, seguido por las voces alarmadas de los guardias que acudían allí. Estaba tirado sin poder moverse. Los músculos no le respondían, y la sangre manaba de la herida. Junto a él descansaba la espada de su padre.
—He fallado —las lágrimas le anegaron los ojos. El peso de la derrota fue la parte más dolorosa de todas.
Los guardias finalmente llegaron al lugar, donde encontraron el cuerpo sin vida del consejero Denys y a uno de sus compañeros de la guardia, quieto y con una herida abierta que le recorría la espalda.
***
— ¿Te das cuenta de que siempre acabamos en situaciones como esta?...
—Esta es la última vez que me meto donde no me llaman.
—¿Te das cuenta de que eso dijiste la última vez?...
—Lo siento, pero no me parece que sea la mejor ocasión para ponernos a hablar.
—Me aburro… Nunca me das conversación…
—¿Y tenías que elegir este momento para echármelo en cara?
—Es tan bueno como cualquier otro…
—¿Sí? Pues lamento discrepar. No es a ti a quien buscan.
—Tampoco a ti… ¿Por qué huyes, si eres inocente?...
—Supongo que será por costumbre.
—Pero podrías explicarles lo sucedido…
—Dudo mucho que estos hombres me inviten a razonar con ellos.
Los gritos de alarma se propagaron como las llamas, y pronto toda la ciudad estuvo alerta. Los guardias le pisaban los talones, pero Garrett hacía lo posible por no encontrarse con ninguno. Mantenía una conversación en susurros apenas perceptibles mientras esquivaba patrullas y grupos de hombres armados que comenzaban a inundar las calles. Giró una esquina y se encontró cara a cara con un guardia, que a punto estuvo de avisar sobre la localización de Garrett, pero un cuchillo que voló hacia su garganta se lo impidió.
—¡ Hala!, ya has matado a alguien… De verdad que no tienes remedio...
—¿Y qué debería haber hecho, dejar que se me echara encima?
—Nada de esto habría pasado si me hubieras obedecido cuando te dije que te fueras…
—Te encanta echarme en cara mis errores, ¿verdad?
—No sabes cuánto…
Garrett llegó a una de las grandes puertas de la muralla, en el distrito medio. El rastrillo estaba izado y, gracias al revuelo que se había montado en el distrito superior, contaba con poca vigilancia. Solo dos guardias la custodiaban. Garrett estiró los brazos y tensó los músculos. Con la espada en la mano, avanzó hacia la puerta al amparo de la oscuridad. Cuando los soldados lo viesen, ya sería tarde para ellos.
—Espérame, Resacoso.
Una vez salió de la ciudad, no le llevó demasiado tiempo superar la distancia que lo separaba del lugar donde había dejado a la montura, en la linde del bosque, junto al camino que se dirigía a Lignum. Antes de tomar la ruta de regreso, echó un último vistazo a la ciudad, que aún parecía agitarse en busca del responsable de las muertes.
—¿Y qué hay de ese muchacho?... ¿No crees que te has excedido con él?...
—Puede, pero al menos ahora tiene más motivos para querer mejorar. En realidad, le he hecho un favor.
—¿No te preocupa que quiera intentar matarte?...
Garrett se encogió de hombros.
—Me faltan dedos para contar a todas las personas que sueñan con darme muerte. Hace tiempo que dejé de preocuparme por eso.
Capítulo 9
El chico se despertó con la mejilla húmeda, apoyada sobre un charco de baba. Se restregó la mano por la cara para limpiársela, todavía más dormido que despierto. Abrió los ojos despacio, mientras trataba de recordar dónde estaba. Cuando se acordó, y al ver que la chica no estaba con él, se levantó con rapidez.
El golpe con la cama fue tal que la cabeza del chico rebotó hasta casi dar con la frente en el suelo. Salió con cuidado del escondite a la vez que maldecía para sí y se frotaba el lugar del impacto, que le ardía cada vez más. Los muebles que habían sufrido los efectos de la pelea aún estaban desperdigados por la habitación, bastante iluminada por la luz que entraba a través de las puertas del balcón. Se asomó a la calle y vio un carruaje tirado por dos caballos, preparado para partir en cualquier momento. De repente, la chica apareció en la calle, en dirección al vehículo.
Sin perder más tiempo, comenzó a descender las escaleras de tres en tres escalones, hasta que alcanzó la planta baja. El cuerpo que había encontrado la noche anterior ya no estaba, pero la mancha de sangre de la alfombra parecía que nunca fuese a desaparecer. Se dirigió a la entrada principal, esquivando los muebles. La chica había comenzado a subir al carruaje.
—¡Espera! —gritó, justo cuando el cochero cerró la puerta después de que la chica hubiese entrado.
La cortina de la ventana se descorrió, y la chica asomó un poco la cabeza. El cochero aún cargaba alguno de los enseres que componían el equipaje, por lo que parecía que tenían tiempo para una breve conversación.
—¿A dónde vas? —preguntó mientras se acercaba a ella.
—Vaya, el ladrón durmiente se ha despertado. ¿Es que tanto te intereso? —sonrió—. A la finca de mi familia. Perdona que no te diga dónde es, pero no creo que debieras aparecer por allí de imprevisto. A mi padre no le gustaría.
—¿Cuándo vas a volver? —preguntó.
—Quién sabe, quizá no vuelva nunca y ya solo me veas en sueños.
El chico se quedó callado. El cochero terminó de cargar el equipaje y se sentó en la posición del conductor. Le quedaba poco tiempo para hablar.
—¿Cuál es tu nombre?
La chica sonrió y desapareció dentro del coche unos instantes antes de que la cortina volviera a descorrerse y apareciera una mano que le tendía un libro. El chico lo cogió, aunque no entendía el significado de aquello.
—¿Qué es? —preguntó.
—Ven algún día a devolvérmelo, si es cierto que tienes tantas ganas de volver a verme.
El conductor agitó las riendas, señal que indicaba a los caballos que era el momento de ponerse en marcha. El carruaje se alejó a un ritmo moderado, camino de una de las puertas de la muralla.
En cuanto lo perdió de vista, el chico abrió el libro. Se sintió abrumado al ver tantos símbolos diferentes escritos en las hojas de papel. No distinguía nada de lo que ponía, pero le llamó la atención que en la primera hoja no hubiera símbolos grandes y de trazo grueso como en todo el libro, sino otros de un trazo más fino y delicado. Se rascó la cabeza.
Mientras trataba de descifrar el contenido del libro, un hombre de aspecto humilde apareció en la calle, cargado con un martillo y varios rollos de papel bajo el brazo. Desplegó uno de los rollos sobre una pared y luego golpeó un clavo con el martillo hasta que el cartel se quedó en el sitio.
La curiosidad del muchacho lo llevó a acercarse al papel, y en él reconoció el retrato de una persona con una capucha y la cara tapada, de la que solo se veían los ojos. Era el jinete del bosque. No había reparado en que otro hombre también se había visto atraído por el cartel, y, después de examinarlo, lo arrancó de la pared y se fue con él calle abajo, hacia el distrito medio. También fue la curiosidad la que llevó al chico a seguir a aquel hombre hasta el interior de un edificio, una taberna que se anunciaba con un cartel que tenía dibujado un pájaro desplumado con las alas desplegadas.
El interior presentaba un aspecto humilde, con mesas rectangulares ocupando la mayor parte del espacio y algunas redondas un poco más apartadas. El hombre se unió a otros tres que bebían alrededor de una de las mesas alargadas, y plantó el cartel en la tabla ante ellos.
—¿Qué es esto? —dijo uno de ellos.
—Mirad la recompensa.
Los otros hombres obedecieron al primero, y soltaron gritos de sorpresa al ver la cantidad que se ofrecía por llevar a aquella persona ante las autoridades, con o sin vida.
—¿Qué vamos a hacer?
—Iremos a por él, por supuesto.
—Espera —intervino otro, que golpeó en el brazo a uno de sus compañeros—. ¿No es este el que le rompió la nariz a Reimus?
—Es verdad —dijo el segundo—. Es él.
—¿Ya lo habíais visto? ¿Dónde?
—En Lignum. Es una aldea, está cerca de aquí.
El hombre que había recogido el cartel sonrió.
—Muy bien, muchachos, tenemos un nuevo trabajo que hacer.
Los hombres brindaron ruidosamente y después dieron sendos tragos a las jarras de madera, mientras el chico permanecía escondido en un rincón desde donde pudo escuchar toda la conversación. No necesitó escuchar más para saber qué se proponían. Tenía que avisar al jinete, como forma de devolverle el favor por haberlo salvado.
Salió de la taberna y echó a correr calle abajo, decidido, hasta que llegó a una de las puertas de la muralla, donde se detuvo. En aquel punto, la decisión dejó paso a la incertidumbre.
«Espera, ¿dónde narices está esa aldea?»
Se agachó en el sitio y se restregó las manos por el pelo, frustrado. Se le había escapado ese detalle, y era el más importante de todos.
—Aparta, niño —escuchó de pronto tras él.
No se había dado cuenta de que estaba parado en mitad del paso, y ahora le bloqueaba el camino a un carro pequeño tirado por una mula, dirigida por un hombre de aspecto mayor.
—¿Es que no me has oído?
—Perdón, señor, ¿conoce una aldea que se llama Lignum?
—¿Que si la conozco? Voy ahora mismo para allá. Si te quitas de en medio, claro.
El chico sonrió. Aquel hombre era un regalo del cielo.
—¿De verdad? ¿Le importaría llevarme hasta allí?
—¿Tengo pinta de ser un cochero? Aparta de una vez.
El chico no tuvo más remedio que obedecer ante la negativa del hombre, pero eso no significaba que no fuera a sacar partido de él. En cuanto pasó de largo, y tras haberse asegurado de que ni el hombre ni nadie pudiera darse cuenta, se colocó en la parte trasera del carro y se sentó hecho un ovillo.
—Ya tengo transporte —dijo satisfecho—. Ahora queda esperar.
Capítulo 10
Teren se palpó la espalda una vez más. Sentía la presión de los vendajes sobre la piel. El corte le escocía a causa del sudor que le recorría la espalda bajo el uniforme de la guardia. Afortunadamente, la herida resultó ser menos profunda de lo esperado, pero era posible que dejara una cicatriz, como recordatorio del fracaso de aquella noche.
Le habían recomendado que se tomara unos días de descanso, pero hizo caso omiso del consejo. En ese momento estaba en el patio de entrenamiento del cuartel de la guardia, un cuadrilátero con el suelo de arena que precedía la entrada al propio cuartel. Llevaba allí media mañana, junto a uno de los varios muñecos de entrenamiento que había a lo largo del patio. Describía movimientos y ataques con precaución: la zona de la herida le dolía cuando se sobrepasaba.
Agarró con las dos manos la espada y se preparó para atacar de nuevo al estafermo que tenía frente a él. A esa hora del día no había nadie más en el patio de entrenamiento del cuartel de la guardia, por lo que nadie le molestaba o interrumpía.
Golpeaba con fintas, tajos y estocadas. Aunque estaba hecho de madera, Teren no podía evitar ver en el muñeco la imagen del hombre de la otra noche. Eso lo empujaba a atacar con furia y descontrol, hasta que la herida volvía a darle un toque de atención.
Tras recibir otro de los envites, el estafermo terminó por descomponerse, aunque Teren se ensañó un poco más con él antes de perdonarlo. Se detuvo a recuperar el aliento mientras observaba las piezas desprendidas del instrumento de entrenamiento, con unos ojos llenos de desprecio y rabia.
—Dale una tregua —sonó detrás de él—. No puede defenderse.
Teren se giró y vio a una mujer joven, quizá unos años mayor que él. Vestía una armadura sencilla confeccionada con cuero y escamas de acero, pero que no ocultaba su figura esbelta. El pelo rojizo, recogido en una coleta que le caía por el hombro izquierdo, contrastaba con la tonalidad clara de su piel. Tenía los ojos verdes puestos en él, y del cinturón le colgaba una espada envainada.
—¿Crees que puedes hacerlo mejor que él? —dijo Teren mientras señalaba el muñeco con la punta de la espada.
—Puedo intentarlo —la mujer extrajo la espada de la vaina con suavidad. Entrecerró los ojos—. Deberías hacer algo con tu pelo. Es la tercera vez que te apartas los mechones de los ojos.
Teren enarcó una ceja. Se acercó con paso lento a la joven, que retrocedía, con la misma tranquilidad, hacia el centro del patio. Hizo crujir las vértebras de su cuello.
—Vamos allá.
El cansancio acumulado por todo el entrenamiento anterior y la dificultad añadida por la herida le impidieron a Teren luchar con la f luidez de la que sí disponía la mujer, que trazaba movimientos con presteza. Pasaron varios minutos antes de que esta bloqueara uno de los ataques de su contrincante y, acto seguido, describiera un barrido con la pierna que lo derrumbara. El hombre intentó incorporarse, pero se encontró con la punta de la espada de su rival rozándole el mentón.
—Gano yo —le tendió la mano al chico, que aceptó a regañadientes la ayuda para levantarse—. Me llamo Kendra.
—Teren —dijo, frustrado por la derrota. Sacudió la cabeza—. ¿Qué haces aquí? ¿Quién eres?
—Solía trabajar como mercenaria, pero la guardia ha empezado a reclutar más efectivos recientemente. No estaba mal pagado, así que decidí unirme —sonrió—. Parece que ahora somos compañeros.
Sin mediar más palabra, Teren recogió la espada y abandonó el cuartel a toda prisa, con aspecto enfadado, mientras Kendra lo observaba alejarse con una pizca de desconcierto. Caminó por las calles del distrito medio varios minutos, hasta llegar a la plazoleta donde se encontraba la oficina del alguacil. Entró de manera estrepitosa, pero el alguacil, sentado tras el escritorio, no apartó la mirada de los documentos que tenía entre las manos.
—Es un error, señor —la voz de Teren sonó acalorada.
—¿Perdón? —el alguacil levantó los ojos del papel que tenía entre manos.
—Llevo media vida entrenando para ingresar al cuerpo de la guardia, ¿y ahora aceptáis a la primera persona con la que os cruzáis? Con el debido respeto, señor, creo que es una imprudencia.
El alguacil suspiró profundamente mientras dejaba el informe en la mesa y se levantaba del asiento. Su aspecto ref lejaba un cansancio causado por haber dormido poco en los últimos días.
—Tras el ataque que sufrimos la otra noche, me di cuenta de que nuestra seguridad no era tan eficiente como pensaba. La guardia no contaba con soldados lo suficientemente experimentados.
Teren bajó la mirada, molesto.
—Solo reclutaremos a aquellos que muestren las capacidades necesarias para entrar en el cuerpo —concluyó el alguacil.
—¿Y vender su espada al mejor postor es una de ellas?
—Ah, veo que has conocido a nuestra recluta más reciente. Tiene un espíritu entusiasta. Me recordó mucho a ti.
—Es una mercenaria, señor. Se pasará al bando de quien le ofrezca una bolsa de monedas más grande. Puede traicionarnos y vender la ciudad.
—Puede que hasta ahora me haya ganado así la vida —Kendra apareció en la oficina—, pero Alveo es mi hogar y daré mi vida por defenderlo.
Kendra se plantó frente a Teren y le dedicó una mirada desafiante, que fue respondida con otra igual de desafiante, incluso más. El silencio que inundó la estancia provocó que la tensión entre ambos aumentara. El alguacil se dejó caer en el asiento con un lamento.
—No se os pide que os llevéis bien, solo que cumpláis con vuestro deber.
—Pero, señor…
—Lo lamento, muchacho, pero ahora es tu compañera y, si aún quieres formar parte del cuerpo, debes aceptarlo. Es mi decisión.
Teren miró a Kendra, que le respondió con una sonrisa que decía: «Jódete».
—Y ahora, si no os importa, tengo trabajo que terminar.
El alguacil los despidió con un gesto de la mano, y los dos salieron a la plazoleta. Teren, que iba por delante, se detuvo. Con un movimiento enérgico, dio media vuelta y miró a Kendra fijamente a los ojos.
—No pienso quitarte el ojo de encima. Puede que hayas convencido al alguacil, pero yo conozco a los de tu calaña, y sé que nos venderás en cuanto alguien te pague más —las palabras sonaban amenazantes, pero la joven no se dejó amedrentar.
—Lo que tú digas, ricitos.
—Y quiero la revancha. Antes tuviste suerte.
Kendra levantó las cejas. Lo inesperado de aquella petición le provocó la risa:
—De acuerdo, pero primero aprende a pelear, ricitos. Y haz algo con ese pelo tuyo.
Capítulo 11
La tarde llegó acompañada de una lluvia intensa y de unas rachas de viento que la arrastraban en todas direcciones. Los trabajadores del aserradero recogían con prisa los aparejos y los instrumentos de trabajo y regresaban a la aldea, incapaces de continuar frente a las condiciones desfavorables. Garrett escuchaba el fuerte sonido de las gotas de agua golpeando el tejado de la cabaña mientras removía con aire tranquilo los leños que alimentaban el fuego de la chimenea de piedra.
Estaba agachado, en silencio y meditabundo, cuando un sonido más fuerte que los demás lo sacó de sus pensamientos. Alguien había llamado a la puerta. Se acercó despacio al mismo tiempo que agarraba la espada y la desenvainaba. Abrió la puerta con cautela a la vez que mantenía escondida el arma, lista para atacar.
Fuera lo que fuese que esperaba ver, no era lo que encontró: bajo la lluvia había un chico joven, casi un niño, mojado por completo. En las manos sostenía algo envuelto en un trapo y lo apretaba contra su pecho, protegiéndolo del agua con su cuerpo. Garrett no soltó la espada.
—¿Quién eres? —entrecerró los ojos—. Espera, te recuerdo. Eres el crío del bosque. Lo siento, pero no tengo manzanas, así que puedes irte.
—¡Acéptame como tu aprendiz, por favor! —exclamó el chico para hacerse oír sobre el ruido de la lluvia.
Garrett se quedó en blanco.
—¿Qué?
—¡Por favor, señor! ¡Quiero ser fuerte!
—Vete a casa, chico.
—No tengo casa. No tengo nada. Por favor, señor, enséñame a ser como tú.
—Lárgate. Busca un trabajo, cásate, forma una familia y luego muérete. Vive como quieras, pero déjame en paz.
—Quiero ayudar a la gente. Quiero ser igual que tú.
Al escuchar eso, Garrett acercó la cara a la del chico hasta que estuvo a escasos centímetros de ella. Después, confirió a su voz un tono sombrío:
—Mato hombres, mujeres y niños solo por dinero. Destrozo familias: dejo a las madres sin hijos, a las mujeres, viudas; y a los hijos, huérfanos. Soy un monstruo al que todos quieren ver muerto. ¿De verdad quieres ser como yo?
Pero sus palabras no impresionaron al chico, que ya había decidido enfrentarse a todo lo que hiciera falta. Lo había meditado en el tiempo que el carro tardó en llegar hasta la aldea, mientras esperaba escondido entre la carga. Aquel hombre era fuerte, él mismo lo había visto, y él deseaba ser fuerte. Necesitaba ser fuerte. Se mantuvo firme, sosteniéndole la mirada a aquellos ojos grisáceos.
—Sí —dijo tajantemente.
Garrett, cansado, retrocedió y cerró la puerta de un portazo. Después de envainar el arma y apoyarla contra la pared, se acercó al armario y sacó de él una cacerola metálica. La llenó con el agua de un odre de piel y la colgó del asa en la chimenea, sobre el fuego. Durante unos segundos se detuvo a observar cómo las llamas danzaban y devoraban los leños de madera.
Se sentó en la silla que había junto a la mesa, y allí estuvo durante bastante tiempo. De un bolsillo de su atuendo extrajo la cinta roja de extremos quemados, y fijó toda la atención en ella.
—Y ahora, ¿qué?...
Garrett sonrió ligeramente, con más tristeza que alegría.
—No lo sé.
La intensidad de la lluvia iba en aumento. Las gotas golpeaban con fiereza el tejado y las paredes de la vivienda. Garrett suspiró, guardó la cinta y se encaminó a la puerta. Esperaba que el muchacho hubiera cambiado de idea en ese tiempo y se hubiera marchado, obligado a encontrar cobijo.
Pero no se había movido. Estaba sentado en el suelo embarrado, con las piernas cruzadas y el cuerpo encorvado hacia delante, utilizándolo como un escudo para proteger lo que quiera que llevase en la mano.
Al oír el sonido de la puerta, el chico levantó la cabeza con un pequeño hálito de esperanza. Garrett estuvo un instante en el umbral mientras observaba el aspecto frágil del chico, que había comenzado a tiritar.
—Entra —dijo, mientras se apartaba y describía un movimiento con la mano.
El chico se levantó con torpeza y obedeció.
—Acércate al fuego —volvió a decir Garrett.
El muchacho aceptó con gusto la orden y se puso todo lo cerca que pudo de las llamas. Apenas sentía las extremidades por culpa del frío, que había penetrado en su piel hasta llegar a los huesos. Garrett retiró la cacerola con cuidado y la puso frente al chico.
—Mete las manos.
El muchacho lo hizo, y entonces notó cómo la sangre f luía de nuevo por sus brazos. El calor del agua se propagaba desde la punta de los dedos hacia los hombros. Sonrió, aliviado. Desde esa posición, se fijó en el rostro del hombre, que contaba con algunas arrugas de expresión marcadas y una barba de varios días. Se encontró con que los ojos grises de él también lo miraban. Así estuvieron durante casi un minuto, hasta que Garrett habló:
—¿Qué se supone que puedes aprender de mí?
—Te vi pelear en el bosque. Fue impresionante, tú solo te libraste de tres enemigos. Quiero aprender a luchar así.
—¿Para qué, para dedicarte a matar?
—No —respondió el chico con decisión—. Para ser fuerte y proteger a las personas que me importan.
Garrett rio como si le acabaran de contar un mal chiste.
—Claro que sí —se tomó un tiempo para dejar de reír antes de cambiar de tema—. Entonces, ¿siempre has estado solo?
El chico bajó la mirada hacia las tablas del suelo.
—No siempre —dijo, con un hilo de voz.
Garrett frunció el ceño.
—¿De dónde has salido, entonces?
El muchacho lo miró a los ojos otra vez, y entonces empezó a hablar.