Kitabı oku: «La zanahoria es lo de menos», sayfa 4

Yazı tipi:

Tercer personaje: el fatalista

«No lleves nunca a cuestas más de un tipo de problemas a la vez. Hay quienes cargan con tres: los que tuvieron, los que ahora tienen y los que esperan tener», dijo el autor y clérigo estadounidense del siglo XIX, Edward Everett Hale.

Para el fatalista, todo es un caos. No solo se cae, sino que se enamora del piso. Se preocupa no solo por lo que le sucede actualmente, sino por lo que pudiera suceder, que siempre para él es un problema sin solución; como un elefante que está corriendo frenéticamente hacia a él con toda la intención de aplastarlo y sin que se pueda defender.

Su toxina mental más preponderante es maximizar o agrandar todo lo que le pasa. Para este personaje, las crisis son el pan de todos los días y algo de lo que no se puede escapar, como si estuviera condenado a su fatal destino.

Cree en el determinismo de los eventos, en donde su libertad queda ajena a toda acción. Muchos creen que Dios o la naturaleza es quien los castiga, enviándoles experiencias difíciles como consecuencia de lo que hacen.

Para él, si alguien tiene una opinión diferente, la plática ya se convierte en una confrontación, una discusión es una contienda mano a mano, una ruptura es la pérdida de la felicidad, una enfermedad es la antesala de la muerte. Se inunda en una lluvia ligera o piensa que se acabará el mundo al ver el movimiento de los árboles. Un comportamiento que roza lo paranoico.

Una asistente a mis conferencias me comentaba que, cada vez que recibía una llamada de su madre, se ponía a temblar tan solo al escuchar su voz, porque el tono empleado por su progenitora era el de alguien que estuviera afrontando una gran tragedia, cuando lo único que quería expresar la bendita señora es que se había acabado el tomate para la sopa del almuerzo.

Recuerdo también que hace algún tiempo mi hermana estaba de visita en la Ciudad de México. Su esposo había salido a juntas de negocios y ella se encontraba en el cuarto piso de un hotel con mis sobrinos. De pronto, hubo un temblor y ella entró en pánico.

Para el personal del hotel era un poco más común, ya que la de México es una ciudad en donde no pocas veces tiembla, pero para mi hermana, al ser su primera vez, la referencia mental que tenía al respecto era de que algo muy malo e inevitable iba a suceder.

Desde esa ocasión ella prefiere hospedarse en el primer piso. Para muchos es precaución, pero sin duda influyó mucho el evento previo del temblor. Como menciona el doctor Puig: «El software mental se fabrica fundamentalmente a través de experiencias».

El filósofo romano Marco Tulio Cicerón también habla del fatalismo pero con este otro ejemplo: «Si tu destino es curar esta enfermedad, curarás tengas o no un médico; de la misma manera, si tu destino es no curarla, no la curarás, llames o no al médico; tu destino es, o bien uno, o bien otro; por tanto, no conviene llamar al médico».


La toxina mental preponderante del fatalista es maximizar todo lo que le pasa. Las crisis son el pan de todos los días y algo de lo que no puede escapar, son su fatal destino.

El fatalista, además de vinculado con el miedo, está muy conectado también con la indiferencia y con la pereza. En nuestros tiempos observamos a personas preguntándose: ¿para qué me alimento sanamente, si de algo me tengo que morir?; ¿para qué trabajo por mis proyectos si como quiera nunca me salen bien?; ¿para qué me esfuerzo si mi jefe nunca va a reconocerme y siempre me pagará lo mismo?

Este personaje piensa y se imagina consecuencias particularmente negativas, haga lo que haga. Aunque la verdad de las cosas no siempre sucederá eso que fatalmente espera. Como dijo Mark Twain: «He tenido miles de problemas en mi vida, la mayoría de los cuales nunca sucedieron en realidad».

Cuarto personaje: el historiador

Nos encontramos físicamente en el presente, pero emocionalmente, ¿dónde vivimos?

Carl Jung, psiquiatra y psicólogo suizo, expresó: «Todo depende de cómo vemos las cosas y no de cómo son en realidad». El historiador reside en el pasado, en la memoria. Y desde ahí observa al mundo.

En el baúl de sus recuerdos se quedaron estancados sus sueños, ilusiones, metas y proyectos. Todo lo que piensa actualmente está en relación con lo que pasó en el ayer. Para este personaje, él es víctima de un pasado que no merecía.

La nostalgia es su toxina mental preponderante. Este personaje es un fabuloso contador de historias con tintes nostálgicos. La película Big Fish (El gran pez), de Tim Burton, es un buen ejemplo para entender a lo que me refiero.

Los historiadores son personas que suelen inmortalizar emocional y mentalmente lo que, según ellos, sucedió, lo que vieron, lo que escucharon, lo que les hicieron y hasta lo que dejaron de hacer otros.

Recordar no es el problema, como tampoco lo es la nostalgia en sí misma, y más cuando se presenta de manera inevitable y necesaria, no como un bálsamo tóxico o de plano un cilicio para autoflagelarnos.

El asunto está en que el historiador, como aquel profesor que tuve y que en cada clase repetía cómo Estados Unidos nos robó parte de nuestro territorio, lo hace con dolor, tristeza o resentimiento. Esto significa que, en el presente, su pasado tiene un importante significado que no ha sido solucionado o al que no le ha dado vuelta a la página.

Hace tiempo leí una frase, cuyo autor desconozco, pero que me hizo pensar en esto:

«El pasado cobra importancia cuando el presente la empieza a perder».

Y ahí es donde está el conflicto: cuando se deja de vivir y de disfrutar por estar ciclado con lo que ya fue o ya no será.

La correcta o incorrecta gestión de las experiencias del pasado y de las emociones es lo que determina el futuro de las personas. La visión del historiador se distorsiona y la percepción del mundo se altera por los fantasmas del pasado que todavía circulan en su vida.

Eckhart Tolle, autor del libro El poder del ahora, dice claramente: «Ya sabes cómo funciona la mente. Reinterpreta gradualmente el pasado, de modo que lo que consideras cosas que realmente pasaron, tal vez no sucedieron. O tal vez ocurrieron; pero cuando pasaron era en el ahora, el único momento en que pueden suceder las cosas».

La mente edita el pasado a nuestra conveniencia para elevarnos o hundirnos.

El historiador se siente víctima de un pasado que no merecía. La nostalgia es su toxina mental preponderante.


Hace poco llegó conmigo un emprendedor que había sufrido un ataque de ansiedad a causa de sus malos hábitos y de la fuerte carga de estrés a la que se hallaba expuesto.

Estaba bloqueado en todos sus proyectos, según me platicaba. Sin embargo, mientras conversábamos pude darme cuenta que lo que más le inquietaba, cual piedra en el zapato, no era lo que actualmente hacía, sino que se sentía comprometido con su padre para seguir sus pasos y dirigir en un futuro el negocio familiar.

Su papá se la pasaba hablándole de la época dorada de la compañía y de todo lo que esperaba de él. El emprendedor no sabía cómo decirle que no, y eso lo estaba matando por dentro.

El padre del joven seguía muy anclado al pasado, tanto, que quería que su descendencia continuara manteniendo ese recuerdo vigente. Pero cuando pudieron hablar, honesta y asertivamente, el señor entendió que su hijo estaba llamado a construir su propia historia en el presente, por más diferente que fuera a la que él tuvo en su momento.

Un caso similar era el de una señora que había sufrido violencia de adolescente, y que a sus cincuenta y tantos años seguía como acuciosa historiadora de sí misma, recordando el lamentable suceso y platicándoselo a quien se topara enfrente, pero desde el miedo y el rencor, en lugar de hacer algo para cerrar esa cicatriz.

Definitivamente, usar al pasado como principal referencia puede convertirse en la principal distracción para estar en totalidad aquí y ahora, y es algo que el historiador generalmente aplica en su vida.

Quinto personaje: el separado

Es interesante la cifra que menciona el doctor Arnold Fox: «Noventa por ciento o más de las personas que inundan los consultorios médicos sufren de problemas generados por la soledad, el aislamiento, el distanciamiento o la separación de familiares y amigos, insatisfacción e infelicidad general».

Ese aislamiento o distanciamiento se da por una toxina mental muy potente pero más común de lo que creemos llamada soberbia. Es la sensación de creerse superior, por encima del resto, y que solo lleva a desconectarnos negativamente del mundo.

A una persona que solo está preocupada por lo que a ella le interesa, sin importarle nada ni nadie, y creyendo que no necesita aprender o conocer nada nuevo para crecer, le he querido llamar separado.

San Agustín lo expresa de una manera muy gráfica y didáctica: «La soberbia no es grandeza sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande pero no está sano».

El separado vive hinchado pero enfermo. Paradójicamente, en un estado solitario. Nada puede satisfacer sus necesidades o llenar sus vacíos, vacíos que se hacen más grandes al seguir con esta personalidad. Se siente tan lleno de su arrogancia y de un orgullo mal entendido, tan lleno de sí mismo, que ya no le cabe nada más.

Cuando alguien considera que el daño que se está ocasionando en nuestro planeta, por mencionar un ejemplo, es ajeno a él y tira la basura donde se le ocurre, o cuando no es capaz de detenerse un poco para escuchar a alguien que suplica su ayuda, simplemente se encuentra debajo del disfraz de este personaje.

El separado se puede ver mucho en las salas de espera de la política o en niveles altos de algunas organizaciones, en donde la búsqueda del poder se convierte en el motor principal de las acciones. Claro, sin estar exentas algunas personas que, si bien ajenas a posiciones importantes, creen que el mundo gira alrededor de ellas y ese pensamiento las lleva a comportamientos soberbios.

Este personaje ha estado más de moda en nuestros tiempos, ya que como en alguna ocasión dijo el autor argentino Jorge Bucay: «El mundo es tan sofisticado, tan alejado de la naturaleza, que cada vez nos resulta más difícil acceder a lo sencillo».

Es un ser que vive la mayor parte del tiempo en el exterior, en la superficialidad y las banalidades del día a día. Se conforma con obtener logros, reconocimientos y éxito a costa de lo que sea. Rara vez se toma el tiempo para observar un paisaje, elevar una oración, disfrutar de una taza de té o de la compañía de un ser querido.

El separado no solo se distancia de la gente o del mundo, se aleja tanto de sí mismo que llega un momento en que ya no logra encontrarse. Ese fue el caso de Luis, amigo de alguien muy allegado a mí, que vivía en este personaje y no quería salir del círculo, como si fuera una forma de suicidio lento.

Esta persona vivía en una actitud separada (hablaba mal de todo el mundo, exesposa, hermanos, amigos, incluso los que le hacían favores a menudo, entre otras cosas).

Tuvo dos hijos, y se separó de una mujer que pintaba como al diablo. Con el tiempo se fue haciendo cada vez más arrogante. Y muy tóxico, en especial desde la separación.

Incluso mi amigo le recomendó a Luis hace años que tomara como fuerza, como motor, los años felices que vivió de casado para salir adelante, pero lo tomaba a broma o no hacía caso. Solo quería que le presentaran amigas casaderas, divorciadas o viudas, a las que por salud y cautela mi amigo nunca le presentó (así evitaba estropearle la vida a mujeres que podían estar mucho mejor si continuaban solas). Se fue descuidando mucho, lucía desaseado y se veía mucho mayor.


El separado vive en un estado solitario. Nada puede satisfacer sus necesidades o llenar sus vacíos. Se siente tan lleno de arrogancia y de un orgullo mal entendido, que ya no le cabe nada más.

Al ver su comportamiento, que cada vez era peor, mi amigo dejó de buscarlo, y Luis también dejó de insistir al ver que no iba a obtener nada. El problema es que, en silencio, Luis se estaba destruyendo.

Murió de un absceso hepático, por fuertes problemas con el alcohol, pero decía que no era alcohólico porque si iba a un lugar y no había lo que él deseaba beber, no bebía una gota, sin comentar que en cuanto llegara a su casa se prepararía varios tragos para completar, o incluso para rebasar si se sentía deprimido. Una dosis diaria que observó por décadas. Vivió engañándose de ese modo hasta, tristemente, los últimos días de su vida.

Darle forma a lo que nos sucede

Cuanto más intoxicados estemos, mayor será nuestra tolerancia al veneno, y cuanto más desintoxicados, más sensibles nos volveremos a las situaciones o experiencias tóxicas.

La gente me pregunta: ¿de qué sirve conocer o saber cuál es mi personaje?

Precisamente para sensibilizarnos más, detectar de forma más fácil todo lo tóxico y así poder tomar las medidas correspondientes.

Además, recuerda que apenas estamos empezando. Esta selección y descripción es solo un ejercicio de honestidad e introspección para ver si tenemos poco o mucho de cada uno. A lo mejor algunas cosas ya las sabíamos pero no las queríamos ver, y hay otras que quizás están tan profundas que no las tomamos en cuenta por ahora, pero que después, mientras sigamos caminando, nos harán sentido.

Para poder avanzar hay que observar no únicamente lo que está en la punta, sino también lo que está debajo del iceberg. Por eso me gusta ponerle nombre y apellido a lo que nos pasa, para que no solo quede en buenas intenciones, sino que logremos un progreso más visible y muchas veces hasta medible. Sin importar si tienes algo de negativo, generalizador, fatalista, historiador o separado.

Para poder avanzar hay que observar no únicamente lo que está en la punta, sino también lo que está debajo del iceberg.


Tampoco pretendo hacer un juicio o dividir a buenos y malos. Creo más bien que hay personas que actúan destructivamente, al seguir frescas sus cicatrices emocionales. Muchos de nuestros resultados hoy son solo consecuencias de las heridas que no hemos curado.

Dice el proverbio chino: «No puedes evitar que aves de tristeza vuelen sobre tu cabeza; pero sí puedes evitar que aniden en tu pelo». Yo agregaría aves de angustia, desesperación, rencor, soledad, amargura, etcétera.

Estoy seguro de que este proceso de detox emocional te ayudará a «parar las antenas», a sanar esas heridas recientes y pasadas, y a quitarte poco a poco todas esas telarañas y nidos no deseados en tu vida personal y profesional.

CAPÍTULO 3
Hábitos que producen acidez emocional

¿Puedes recordar quién eras antes de que el mundo te dijera quién deberías ser?

Danielle LaPorte, autora y emprendedora canadiense

En noviembre de 2008, el neurocirujano Eben Alexander despertó con un fuerte dolor de cabeza y algunas molestias en la espalda. Horas después, su vida pendía de un hilo. Estaba en coma y con pocas posibilidades de sobrevivir debido a una rara infección en el cerebro.

El autor del éxito en ventas del New York Times, La prueba del cielo, un afamado médico de más de cincuenta años y con una vasta experiencia en su ámbito profesional, estuvo durante siete días aislado del mundo. Él mismo lo narra así en su libro: «En este tiempo, la totalidad de mi neocórtex —la superficie exterior del cerebro, la parte del mismo que nos convierte en humanos— estuvo desconectado. Inoperativo. En esencia, ausente».

Sus vivencias extracorporales, conocidas como ECM (experiencias cercanas a la muerte), y por las que pasó en esos días según cuenta en su texto, si bien desataron una fuerte controversia entre sus colegas —en especial porque para muchos ese tipo de temas no tiene cabida en su formación y esquema científicos—, lo llevaron a una importante reflexión sobre lo que estaba haciendo con su vida y, además, a abrirse a la posibilidad de levantar el velo de su mente de médico y poder ver más allá de lo terrenal.

Algunos años antes, en 1999, la cirujana ortopedista Mary Neal, también estadounidense, y por cuya formación se consideraba a sí misma una mujer sumamente escéptica, tuvo una experiencia similar al sufrir un accidente en kayak, en Chile, y quedar atrapada en el fondo del río.

Estuvo muerta clínicamente de veinte a treinta minutos antes de ser resucitada. En ese tiempo ella también dice haber tenido algunas vivencias espirituales, narradas en su libro Ida y vuelta al cielo.

Para Mary, el evento en el kayak fue un parteaguas en su vida que la llevó a replantear sus actividades, a soltar el control de las cosas, a descubrir su propósito y a gozar más del presente. En su libro lo describe como un viaje espiritual.

Tiempo después del incidente sufrió la muerte de su hijo mayor, y ella confiesa que sin los aprendizajes de aquella experiencia en Chile, no hubiera sido posible procesar su pérdida con la entereza y la confianza con que consiguió hacerlo.

«Me intriga que haya tantas personas con tanto miedo a la muerte que dejan de disfrutar la vida; están tan preocupados por el mañana que nunca ponen atención al presente… estar en la Tierra es una gran oportunidad», nos comparte en su libro la doctora Neal.

Las historias de los doctores Alexander y Neal no nos son ajenas. He conocido y disfrutado de sus libros y visto algunas de sus entrevistas, y al leerlos y escucharlos me queda muy claro que sus relatos son más cercanos de lo que creemos.

Tal vez no todos hemos estado a punto de morir, pero sí hemos atravesado dificultades inesperadas o puntos de quiebre, solo que con diferentes tramas y personajes. Aunque a veces, por conveniencia y miedo a pensar en ello, preferimos alejarlos de nuestra mente diciéndonos: «Esto no es para mí», «Jamás estaré en la misma situación».

El común denominador de estas dos historias de personas que han tenido experiencias cercanas a la muerte, así como de las cientos que conocemos o con las que nos toparemos, es que después de lo sucedido, quien las digiere adecuadamente y entiende que todo sucede por una razón más allá de toda lógica, comienza a hacer ajustes en su vida.

O desde la óptica de este libro: descubre que la zanahoria es lo de menos y comienza a vaciar su carreta y a disfrutar del paisaje.

Algunas otras, claro, permanecen igual, pero la mayor parte sí decide cambiar el switch y se toma muy en serio esa anhelada segunda oportunidad.

Algo en lo que concordamos quienes nos hemos especializado en el desarrollo humano, sobre todo al referirnos a la gestión del cambio y a la posibilidad de reinventarnos, es que en lo primero que hay que enfocarnos, como rayo láser, es en nuestros hábitos cotidianos; ellos son reflejo de nuestras decisiones y, a su vez, son la causa de los resultados que obtenemos.

Los hábitos, si los entendemos como los comportamientos que se repiten de forma regular, suelen estar tan arraigados en nuestra vida que funcionan en piloto automático y, sin darnos cuenta, nos impactan positivamente o cobran facturas muy altas.

Ahí, en esa zona a la que a veces no queremos acceder, es en donde se marca la diferencia entre los que materializan lo que desean y los que solo observan lo que pasa, y atribuyen todo a la suerte o al destino.

Cuando ejercemos una acción automatizada, aprendida en el pasado y que en su momento funcionó, es como si durmiéramos a nuestra mente consciente y menguara el esfuerzo por hacer o pensar en cómo hacer algo, por lo que realizamos dicha actividad casi con los ojos cerrados.

«Me intriga que haya tantas personas con tanto miedo a la muerte que dejan de disfrutar la vida; están tan preocupados por el mañana que nunca ponen atención al presente».


Uno, por ejemplo, no hace un grandísimo esfuerzo o diseña un complejo mapa mental para cepillarse los dientes o para amarrarse las agujetas. Como decía mi madre cuando yo aprendía a andar en bicicleta: «Lo que bien se aprende, jamás se olvida».

Mientras no exista alguna situación que de forma abrupta interrumpa el comportamiento, o no haya un acto de conciencia que nos despierte de ese letargo mental, seguiremos actuando de la misma manera de siempre, creyendo inconscientemente que es la mejor y la más práctica forma de hacerlo.

Según el concepto de cerebro triuno —límbico, neocórtex o racional y repitiliano o primitivo— este último es el que se enciende y se ocupa de hacer, sin razonar tanto. Este cerebro no tiene la capacidad de pensar, ni de sentir, solo de actuar mediante impulsos o de forma instintiva.

Desde que abrimos los ojos al despertar por la mañana, hasta que los cerramos al concluir el día, estamos conectados con este cerebro por medio de hábitos y rituales, al grado de que son parte integral de nuestra personalidad. Estos van desde lo primero que hacemos al levantarnos de la cama, la forma de asearnos, el orden en cómo nos vestimos, si primero nos ponemos las calcetas y después el pantalón o viceversa, la preparación del café, la manera de conducir a nuestro lugar de trabajo, lo que comemos y cómo lo comemos, hasta la dinámica que utilizamos para ponernos la pijama antes de dormir.

En fin, a lo largo de toda nuestra vida realizamos una serie de cosas, algunas menos trascendentes que otras, en sentido automático.

Nadie nace con una serie de hábitos bien definidos o determinados. Algunos dicen que tenemos cierta predisposición a aprenderlos, pero la verdad prefiero creer que estos se van formando y adquiriendo con el pasar de los años, debido a las circunstancias y exigencias del entorno. Vamos integrando los hábitos que, en determinado momento, llegamos a creer que necesitamos para funcionar.

En esta vida acelerada o, como le llaman algunos, en esta «jungla de asfalto», basada en la competencia y en donde el más fuerte, el más inteligente y el que más corre es el que sobrevive, somos más propensos a adueñarnos de ciertas formas de comportarnos que pueden causarnos estragos a nivel interior, muchas veces sin advertirlo.

El verdadero reto en este detox emocional radica en traer a la superficie de la conciencia esos comportamientos que están un poco escondidos para poder calibrar cuáles siguen funcionando bien para nosotros y cuáles hay que comenzar a erradicar, todo con miras a seguir construyendo nuestra mejor versión.

Türler ve etiketler
Yaş sınırı:
0+
Hacim:
404 s. 91 illüstrasyon
ISBN:
9786079380274
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

Bu kitabı okuyanlar şunları da okudu