Kitabı oku: «Las razones del altermundismo», sayfa 2
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A la sombra de las marcas
La era de la ingravidez
No logo: el poder de las marcas es un informe periodístico sobre las corrientes de protesta que empezaban a cuajar a fines del siglo. También recoge las nuevas formas de conciencia reivindicativa, y dota a los mal llamados «antiglobalizadores» de los fundamentos teóricos que necesitan para estructurarse como un movimiento sólido y transitivo. No insinúo que ese libro de Naomi Klein causara la contracumbre de Seattle ni que fuera decisivo en la arquitectura del Foro Social Mundial4. Pero podemos aceptar que su obra ensayística —empezando por el primer libro publicado en 1999— construye un exhaustivo mapa de ideas y una memoria de actuaciones imprescindible para comprender las claves del movimiento de protesta contra la globalización neoliberal. Cómo inspiró la acción reivindicativa de sus actores o si es justificable el elogio inconsciente de sus hostiles, que consideran este libro como «catecismo de los nuevos progres» o «puesta al día del Manifiesto comunista», son cuestiones que podemos ponderar más adelante.
El propósito de No logo: el poder de las marcas es enunciado por la autora con la máxima sencillez y rotundidad:
[…] a medida que los secretos que yacen detrás de la red mundial de las marcas sean conocidos por una cantidad cada vez mayor de personas, su exasperación provocará la gran conmoción política del futuro, que consistirá en una vasta ola de rechazo frontal a las empresas transnacionales, y especialmente aquellas cuyas marcas son más conocidas. (Klein, 2005a, p. 24)
«No es oro todo lo que reluce», solía decirle a Naomi su abuelo, Philip Klein, quien sabía muy bien el porqué de su advertencia: trabajó muchos años para Disney. Ningún relato ha sido tan fulgurante en el periodo entre siglos como el de la globalización, proceso glorioso que llevaría la intercomunicación y la libertad de información y expresión hasta los rincones más remotos, dotando al fin a los sujetos de las armas definitivas contra sus viejos opresores: la pobreza, el patriarcado o la ignorancia. Lo que no supimos inicialmente es que, tras la retórica triunfal de las corporaciones transnacionales, se ocultaba el incremento de las desigualdades o unas brechas tremendas en el acceso a la información. Fueron esas empresas las que, dotadas de un marketing portentoso, se apoderaron del relato de la aldea global.
En ese momento, firmas como Nike, Tommy Hilfiger, Apple o Microsoft, entre otras muchas, encontraban una clave de oro para su sistema de fabricación: la subcontrata.
Estos pioneros plantearon la osada tesis de que la producción de bienes sólo es un aspecto secundario de sus operaciones, y que, gracias a las recientes victorias logradas en la liberalización del comercio y las reformas laborales, estaban en condiciones de fabricar sus productos por medio de contratistas, muchos de ellos extranjeros. Lo principal que producían estas empresas no eran cosas, según decían, sino imágenes de sus marcas. Su verdadero trabajo no consistía en manufacturar sino en comercializar. Esta fórmula, innecesario es decirlo, demostró ser enormemente rentable, y su éxito lanzó a las empresas a una carrera hacia la ingravidez: la que menos cosas posee, la que tiene la menor lista de empleados y produce las imágenes más potentes, y no productos, es la que gana. (Klein, 2005a, p. 32)
Esta problemática viene de lejos. Como consecuencia del periodo de recesión que empieza en los años setenta, se difundió en el mundo mercantil la idea de que el problema de las empresas era su gigantismo. Colosos organizativos destinados a grandes desafíos productivos empezaron a plantearse que lo que ralentizaba su expansión y limitaba sus ganancias era su exceso de peso, de manera que optaron por reducirlo: empezaron por su personal. El modelo fordista, impuesto a partir de los años treinta, presumía la dignidad de sus condiciones laborales porque con ello se fidelizaba al asalariado y se limitaban los riesgos de insurgencia. Frente a ello, el nuevo estilo —el posfordismo— impulsó la idea de que los empleados, las máquinas y otras realidades tangibles constituían ataduras y estorbos que dificultaban el operativo que verdaderamente distingue a una marca: la creación, la identidad, el espíritu que seduce al mundo y que la convierte en una genuina lovemark. Por motivos como este, se habla de un salto más allá en el capitalismo contemporáneo, el cual se habría instalado en un espacio que ya no se deja atrapar por la lógica fordista, basada todavía en el principio productivo.
¿Hábil maniobra? Sin duda, pero necesita que el dispositivo no se conozca en profundidad, pues, a pesar de todo, es necesario producir algo más que glamour. Starbucks necesita café; Nike, zapatillas; Body Shop, cosméticos. Es importante que quienes cosen balones en un insalubre entramado fabril en Filipinas no sepan nada del recorrido comercial de lo que producen, y que quienes lo compren no sepan más de lo que ven en los spots. Se trata, en suma, de separar el logo de las circunstancias de elaboración del producto que venden.
Concepto y no producto: la filosofía entra de lleno en el mundo de la marca. No en vano hablamos del logo, del poder de atracción que el alma de la firma proyecta sobre los consumidores del mundo. Nunca se les pidió tanto a los geniales publicistas de la avenida Madison5 como ahora, cuando no se trata de difundir las virtudes de un determinado producto frente a la competencia, sino de hacer sentir al consumidor la experiencia de la compra. Nadie va, entonces, a Starbucks por su café, sino por la calidez que se siente cuando se está en uno de sus locales.
Ahora entendemos mejor por qué Nike no tiene una estructura de fabricación propia. Desde el principio, la firma entendió que era mucho más barato producir en Asia. En realidad, en esos prosaicos e insalubres lugares llamados fábricas, se produce un objeto en bruto, un ser inanimado que cobrará valor y alma solo en virtud de la firma, que lo volverá deseable e inducirá a un adolescente de Harlem a emplear una considerable cantidad de dólares para adquirir unas zapatillas. Entonces, la empresa, desprovista de la pesada carga de lo material, podrá concentrarse en la permanente reinvención de su propio logo. El ideal de Nike y de otras firmas es sustituir la fábrica por un espacio mínimo, sin más objetos que los ordenadores y la decoración, lleno de personas realizando brainstorming y que discuten eufóricos sobre cómo lograr que más consumidores del mundo amen la marca.
El publicista nunca ha estado más cerca de cumplir la profecía que Andy Warhol anunciaba en sus obras: el producto comercial es el arte mismo. Ya no tiene sentido que una firma patrocine a un artista que expone sus lienzos; el artista ya está trabajando para ella y sus creaciones son publicidad. Las grandes firmas pretenden colonizar el espacio de los signos; suya es la hegemonía cultural de nuestro tiempo.
El sentido de esta mutación ha sido, obviamente, incorporado al lenguaje publicitario. Según Vicente Verdú, hemos superado el estadio del capitalismo de consumo para situarnos en el de la ficción; ya no se trata de hacernos necesitar un artefacto, sino de ofrecernos un no thing. En esta nueva vuelta de tuerca del fetichismo de la mercancía —acaso el más visionario y enigmático de los conceptos marxistas—, lo que adquirimos en el acto de compra es una identidad, una forma de distinción, la participación en una forma cultural.
El anuncio de Kas preguntando «¿Y tú de quién eres?» constituye un tosco vestigio del capitalismo de consumo. En el actual capitalismo de ficción la marca no pretende que seamos sus rehenes o nos alistemos bajo su escudo, no intenta que seamos chicos Kas ni chicas Evax, sino que brinda su oferta para que cada cual, mediante ese don, pueda ser uno mismo. «En un mundo cada vez más globalizado, no está de más reivindicar tu individualidad», dicen los creativos de Lexus. «Nadie dicta tu moda», afirman los almacenes C&A. «No imites, innova», aconseja Hugo Boss. Pero, además, desde finales de 2002, algunas firmas de lujo como Chanel, Vuitton o Dior han comenzado a vender sus productos sin el logo a la vista para aumentar la ocasión —antes robada— de que el comprador personalice la prenda dentro del reino de la egonomía. Las marcas son hoy, ante todo, «proveedoras de ideas», suministradoras de estilos en los que surtirse, siempre para que disfrutemos la ilusión de hacernos nuestro propio yo, nuestro look exclusivo. Y ésta es también la poética de sus textos publicitarios. (Verdú, 2006, pp. 125-126)
La mentira de la flexibilidad
El estilo afectivo y posmoderno de la publicidad del nuevo siglo corresponde a unas prácticas económicas mucho más inquietantes. Para las megacorporaciones, el trabajador es un peso del que hay que desprenderse a toda costa. Realizar eso, en la actualidad, a diferencia de en los tiempos de Ford, es perfectamente posible; lo mismo ocurre con los espacios de producción y el costoso andamiaje técnico con el que hay que proveerlos. No se busca la expansión a partir de la multiplicación de cadenas de montaje, sino, en todo caso, de los centros de distribución y, sobre todo, de difusión. En esta fase avanzada del capitalismo, las grandes firmas no han hecho crecer sus instalaciones ni la cantidad de empleados; es el gasto en marketing lo que se ha incrementado espectacularmente. El capitalismo no es ficcional, pretende parecer que se mueve en el territorio de la ilusión y el espíritu, pero las zapatillas son fabricadas por alguien y en algún taller. Estamos en la era de las contratas y las subcontratas, que asumen realmente la responsabilidad de la manufacturación; la deslocalización, antes que un simple traslado de unidades productivas, es la delegación del peso de la fabricación sobre las espaldas de los contratistas del mundo subdesarrollado, es decir, aquel en el cual los costes pueden minimizarse al máximo. «Y a medida que los antiguos puestos de trabajo se trasladan al exterior, algo más se va con ellos: la anticuada idea de que el fabricante es responsable de sus empleados» (Klein, 2005a, p. 240).
Es aquí donde cobran sentido las zonas de procesamiento de exportaciones, también denominadas como zonas de libre comercio o, como se dice en México, maquilas. En países como Filipinas, China, India, Indonesia o México, entre otros muchos, se produce ropa, calzado, juguetes o artículos electrónicos. En estas factorías, el salario no permite superar el umbral de la pobreza, suele haber una fuerte rotación de empleados y la seguridad laboral brilla por su ausencia. Se traspasa la responsabilidad al contratista, que trabaja normalmente en países donde la observancia de los derechos humanos es laxa. La firma puede tranquilamente desligarse de las condiciones de producción, lo que refuerza su posición en los mercados ante la presión ética del consumidor.
Una zona franca conocida por Naomi Klein, que la visitó en el año 1997, es Cavite, ubicado a 90 minutos al sur de Manila, capital de Filipinas. Se trata de una de las numerosas «zonas económicas» del país. Klein descubrió que la transitoriedad y precariedad eran la lógica dominante dentro de un espacio donde solo se vivía para el trabajo. En las fábricas que Klein compara con inmensos cobertizos, se produce para las grandes firmas de ropa, de artículos electrónicos, de pijamas. En ese lugar, a la periodista le costó distinguir los nombres de las marcas, pues, al contrario de lo que sucede en los centros de consumo, intentan mantener la discreción. Descubrió que, en lo que podía ser una factoría de artículos para Nike, se podían producir también artículos para la competencia de esta firma. Esas condiciones de trabajo nos hacen recordar a escenas tan alejadas en el tiempo como las de las novelas de Charles Dickens:
El proceso de producción está concentrado, o aislado, dentro de esta zona como si se tratara de un residuo tóxico: una producción del 100 % a precios muy, muy bajos. Cavite, como el resto de zonas que compiten con ella, se presenta como el Price Club de las compras a bulto para las multinacionales que buscan gangas; es conveniente elegir un carrito de la compra bien grande. Una vez dentro, resulta claro que las filas de fábricas, cada cual con su puerta y su guardia de seguridad, han sido cuidadosamente diseñadas para arrancar la máxima producción a la franja de terreno donde se hallan. Los talleres sin ventanas, hechos de plástico barato y paredes de aluminio, se apretujan unos contra otros, apenas separados entre sí. Los casilleros con las tarjetas de asistencia se calcinan al sol, garantizando que de cada obrero se extrae el máximo de horas de trabajo, y que todos los días se logra el máximo de horas trabajadas. Las calles de la zona están inquietantemente vacías, y las puertas abiertas —que son el sistema de ventilación de la mayoría de las fábricas— dejan ver filas de muchachas inclinadas en silencio ante máquinas ensordecedoras. (Klein, 2005a, p. 247)
Para los defensores de este modelo, la posibilidad de un desarrollo sostenido para que países como Filipinas erradiquen su secular pobreza pasa por una política regional de atracción para los inversores extranjeros. El gran problema es cómo estos programas de creación de empleo para productos de exportación conducirán a la gente hacia el bienestar si los salarios que se les pagan apenas sirven para la manutención y el alquiler. Lo que existe, en realidad, es un magnífico negocio para la oligarquía local y las firmas extranjeras, que encuentran una mano de obra obediente y barata de cuyas condiciones de trabajo, además, no tienen que responsabilizarse.
«Ya era hora de que los pobres del mundo obtuvieran aquello de lo que siempre gozaron en los países ricos», escuchamos a menudo. Este es un argumento cándido. Ciertamente, los empleos huyen hacia el sur, pero no son los mismos empleos, su calidad es infinitamente inferior. La flecha, además, regresa a su origen arteramente envenenada: debido a la competencia feroz entre los trabajadores del planeta que propone la globalización, el trabajo tiende a precarizarse también en las sociedades desarrolladas. No es extraño que, ante esta tesitura, aparezca cada vez con más fuerza un concepto repleto de connotaciones: el precariado, al cual ya se refería, a fines del siglo XX, el sociólogo alemán Ulrich Beck bajo la designación de «brasileñización» de Occidente.
La consecuencia involuntaria de la utopía neoliberal del libre mercado es la brasileñización de Occidente. Lo que más llama la atención en el actual panorama laboral a escala mundial no es sólo el elevado índice de paro en los países europeos, el denominado milagro del empleo en EE. UU., o el paso de la sociedad del trabajo a la sociedad del saber, es decir, qué aspecto tendrá en el futuro el trabajo en el mundo de la información. Es, más bien, el gran parecido que se advierte en la evolución del trabajo en los denominados primero y tercer mundo. Estamos asistiendo a la irrupción de lo precario, discontinuo, impreciso e informal en ese fortín que es la sociedad del pleno empleo en Occidente. Con otras palabras: la multiplicidad, complejidad e inseguridad en el trabajo, así como el modo de vida del sur en general, se están extendiendo a los centros neurálgicos del mundo occidental. (Beck, 2000, p. 9)
Este modelo que va instalándose aceleradamente entre nosotros ha sido presentado por los ideólogos de la globalización financiera como un éxito del capital, el cual, al flexibilizar sus dispositivos laborales, libera al empleado de las viejas cárceles de hierro del fordismo: el centro de trabajo, los horarios rígidos, el uniforme, entre otros. Entonces, la flexibilización, la deslocalización o la liberalización son las versiones ideológicas que ocultan la verdad de la precarización y el abaratamiento del trabajo. Debemos preguntarnos si este dispositivo de torsión semántica e higienización terminológica es la aportación de la derecha a la era de la corrección política, fenómeno típico de nuestro tiempo y cuyos responsables son, comúnmente, buscados en la izquierda.
¿Es necesariamente negativa la flexibilidad? No. El problema se origina cuando entendemos que solo beneficia al gran empleador, en la medida en que puede esquivar el compromiso de proveer a sus trabajadores de horarios dignos, seguridad social y condiciones de salubridad. Los defensores de este modelo, que por lo general disponen de medios de comunicación muy potentes para hacerse escuchar, proponen el concepto de individuo autónomo para definir al trabajador del nuevo capitalismo, un reino rebosante de oportunidades en el que se vive poco menos que una arcadia profesional donde pasamos de esa antigualla del trabajo asalariado al reino del autoempleo. Muy bien preparados y dueños de los exquisitos conocimientos —en especial, en electrónica— que supuestamente requiere la nueva economía corporativa, los jóvenes se incorporan al mercado y trabajan según el horario que les apetece; lo hacen desde su casa y no aceptan las absurdas imposiciones de un modelo disciplinar que ya no tiene sentido en el nuevo milenio.
Desgraciadamente, como afirmaba el abuelo de Naomi Klein, «no es oro todo lo que reluce». Durante los periodos de crisis, el miedo se impone en el espacio desregulado. Atemorizados por las oleadas de despidos, nos convencemos de que debemos aceptar cualquier oportunidad para continuar en la empresa o para salir del paro, aunque las condiciones que proponen sean indignas. El empleador gana a corto plazo, pero olvida un principio que Henry Ford tenía muy claro hace un siglo: si el trabajo no es seguro ni está bien pagado, no es posible obtener la identificación del empleado con su empresa. Adiós a la cultura del mérito, el trabajador no dura tanto en la empresa como para que se consolide su valía, es despedido antes, seguramente después de haber sido despedido y readmitido en la misma empresa otras veces. Eso explica que el trabajo asalariado no produzca la redistribución de riqueza de otros tiempos, y que un número creciente de personas, directamente dañadas por este método, albergue una rabia incontenible contra las grandes corporaciones.
Siguiendo el célebre concepto de Max Weber, podemos considerar el capitalismo clásico, basado en la fidelidad a la empresa, como una «cárcel de hierro» para el trabajador, pero sin olvidar, como el propio Weber entendió perfectamente, que aquella podía ser también un hogar bastante confortable. He aquí el origen del estado del bienestar, donde los principios de negociación entre clases están garantizados por la maquinaria institucional, lo cual aleja el peligro de la individualización. A medida que avanza el siglo XX —y en especial durante la década de los sesenta—, las pirámides burocráticas de Estado y empresa van siendo sospechosas de coartar las libertades de los individuos deseosos de trazar biografías singulares y no reductibles a la categoría de hombre-masa, pero será recién durante el último cuarto de siglo cuando aquel modelo empiece a desmantelarse.
Según Richard Sennett, el final del periodo de los acuerdos de Bretton Woods, que supone la eliminación del patrón oro y el tránsito en las corporaciones de la hegemonía de las direcciones a la del accionariado, da lugar al llamado capital impaciente. Desde entonces, los valores de las acciones, y no necesariamente los de la producción, son los que determinan las ganancias a corto plazo, que son exigidas por el accionista. En ese contexto nuevo, las empresas flexibles y con un gran poder de innovación reciben los mayores apoyos financieros, mientras las que tienden a la estabilidad y la autoconservación empiezan a ceder la hegemonía. Eso explica por qué Wall Street y los demás centros financieros responden con entusiasmo a las empresas que despiden empleados. La consecuencia, más allá de los apresurados beneficios financieros, es el deterioro del otrora mayor tesoro de las compañías: el capital social. Sennett dijo lo siguiente:
Los tres déficits del cambio estructural son la baja lealtad institucional, la disminución de la confianza informal entre los trabajadores y el debilitamiento del conocimiento institucional […]. Según mi criterio el capital social es bajo cuando la gente decide que sus compromisos son de baja calidad, y alto cuando la gente cree que sus asociaciones son de buena calidad […]. Si un empresario le dice a uno que se las tiene que arreglar solo, que la institución no le ayudará cuando se encuentre en apuros, ¿por qué habría de sentir uno lealtad hacia ella? (Sennett, 2007, pp. 58-59)
Cómo las marcas se apoderaron de la protesta
¿Y qué hacía entretanto la izquierda? Naomi Klein ha insistido muchas veces en que la izquierda, por ejemplo, en las universidades, se desorientó completamente durante años, sobre todo al iniciar la década de los noventa.
Antes de referirnos a ese momento, previo a la eclosión de los nuevos movimientos sociales, conviene entender que el pensamiento antagónico al stablishment de las naciones opulentas, más allá de la tradición revolucionaria obrera del siglo XIX, encuentra un momento de apogeo en el fascinante pero confuso bullicio de los años sesenta, época que influenció intensamente la obra de Klein.
En la Década Prodigiosa, la que manifestó su inconformismo fue la primera generación que se sintió en condiciones de resistirse a la cultura del trabajo fijo, la familia tradicional y, en definitiva, la sumisión del sedentarismo. Aquellos trabajadores no empezaban a sentirse espiritualmente ligados a la empresa ni al american way of life por la misma razón por la que no creían en el propósito patriótico de liberar a nadie en Vietnam. El problema llegó después, cuando los enemigos burgueses dejaron de pedirles que se cortaran el pelo y que no fumaran más hachís, y asumieron, de la manera que les resultó más rentable, muchos de sus signos.
Un estudio exhaustivo de los modos con los cuales las marcas desplazaron históricamente su estrategia hacia la apropiación de las formas de la rebeldía es el de Thomas Frank, autor del libro La conquista de lo cool. Él considera que siempre hubo una secreta afinidad entre las formas de rebeldía de los años de los hippies y la transformación empresarial que llegaba del fin de la posguerra. Defensor de la teoría de la asimilación y crítico de los héroes de la contracultura de los años sesenta, anuncia con relación a su ensayo:
[…] se cuenta aquí la evolución histórica de una forma de vida y cultural alternativa, cómo dejó de ser una fuerza contestataria y pasó a convertirse en una fuerza hegemónica: la historia de cómo el hippismo pasó de ser la lengua de los marginados a ser el lenguaje de la publicidad (Frank, 2011, p. 31).
Thomas Frank detecta, incluso en la actualidad, una fuerte resistencia a aceptar que la contracultura fue connivente con la lógica del hedonismo consumista, como si fuera imposible salir de la lógica enunciada por los propios rebeldes, quienes se declararon enemigos del sistema. Sin embargo, no es casualidad que, frente al estilo conformista y aún traumatizado por la guerra de los años cincuenta, la publicidad en la era Kennedy apostara por la individualidad y la protesta. Contra el esclerotizado modelo laboral de las viejas empresas, donde sobrevivía el hombre de traje gris, es decir, el obediente que jamás salía del guion convencional, los nuevos creativos de la avenida Madison encontraron en el frenesí juvenil de aquellos años la legitimidad que necesitaban para proclamar su propio ego caótico y, a la vez, creativo e innovador. Impusieron ese modelo en sus agencias de marketing y con él fecundaron la imagen de las marcas. De esta manera, se hace difícil discernir si la contracultura fue una batalla contra el capitalismo burgués y la sociedad convencional o si —como propone Frank— fue un episodio más en la evolución histórica de la clase media norteamericana. En este sentido, no cabe la confusión respecto a aquellos tonos de alegre espíritu juvenil y revolucionario que pasaron a adoptar los spots: «El objetivo principal de liberar toda esa creatividad no era, desde luego, derribar el capitalismo, ni siquiera conseguir que los empleados fueran más felices en el lugar de trabajo, sino poner en marcha la locomotora del cambio —«la revolución permanente»— que conduciría a la actual sociedad de consumo» (Frank, 2011, p. 167).
Lógicamente, muchos protagonistas de los movimientos alternativos de aquel tiempo veían en la propuesta publicitaria de absorber los signos que llegaban de los festivales de rock o las comunas hippies una perversa intención: desactivar la revolución banalizando su sistema de señales. Pero Thomas Frank no comparte este punto de vista conspirativo: la iconografía del rock atraía a los publicistas porque encontraron un punto de convergencia entre la espontaneidad de aquellos jóvenes melenudos y la deriva del capitalismo de consumo que ellos detectaron con el cambio de década. Lo joven, lo camp, el amor libre y el inconformismo pasaron a convertirse en koiné, es decir, en lenguaje común. De esta manera, no solo se trataba de seducir a los menores de treinta años, sino al público en general, mucho más dispuesto, a partir de la beatlemanía y los fenómenos similares, a aceptar los nuevos valores, aunque solo fuera en relación con las compras.
No se estaba desplomando solo un mapa moral represivo y obsoleto que encerraba a las personas en las cárceles de la disciplina familiar y laboral o en la represión del deseo. Según Thomas Frank, lo que caía con estrépito, en las sociedades opulentas que habían superado la dureza de la posguerra, era la ética del ahorro y el premio diferido, el ascetismo de quien se sacrifica sin permitirse el derecho al goce.
No es de extrañar que los mismos textos que elogiaban la contracultura por cuestionar las formas convencionales acabasen adoptando su idea más importante: la revolución de las formas del consumo estadounidense. Las personas mayores habían sido contrarias a gastar, habían guardado su dinero celosamente; gastaban sólo cuando se aseguraban de la superioridad de un producto y a veces ni tan siquiera entonces. La cultura juvenil recibió sus mayores aplausos por su intención de acabar con aquella anticuada, incluso puritana, actitud, inducida los años de la depresión. (Frank, 2011, p. 211)
Aunque encontremos puntos de conexión entre la teoría de la asimilación y el lamento de Naomi Klein por la apropiación de las formas del lenguaje contracultural, la postura de Thomas Frank puede conducir a un callejón sin salida. En su ensayo, no estima el valor emancipatorio de aquel tsunami social y político de los años sesenta, del que son en gran medida herederos nuestros valores y costumbres —no solo nuestras compras—. Por eso no sabemos cómo podemos emprender un proyecto crítico y transformador sin que sus signos queden automáticamente expuestos a la absorción publicitaria.
Es muy oportuno revisar la versión que ofrece Raymond Williams sobre este problema. Es una figura clave del llamado Grupo de Manchester y, por tanto, de los cultural studies. Para este autor, la asimilación no es un fenómeno circunscrito históricamente a la era del pop. En realidad, lo que él llama modernismo, es decir, la cultura antagónica, vive en esa tensión permanente desde los tiempos en que Baudelaire observaba con el aire suspicaz de un flaneur el bullicio de las multitudes que la Revolución Industrial trajo a las grandes ciudades como París. La fractura biográfica, la soledad, el desclasamiento, la automarginación del artista o escritor adquieren una aureola mítica, pero todo empezará a cambiar tras los primeros años del siglo XX.
Lo que sucedió con bastante rapidez es que el Modernismo perdió muy pronto su postura antiburguesa, y se integró cómodamente al nuevo capitalismo internacional. Su intento de constituir un mercado universal más allá de las fronteras y las clases, resultó espurio. Sus formas se presentaron a la competencia cultural y la interacción comercial generadora de obsolescencia, con sus cambios de escuelas, estilos y modas tan esenciales para el mercado […]. Las imágenes aisladas y enajenadas de alienación y pérdida, las discontinuidades narrativas, se han convertido en la iconografía facilona de los comerciales, y el héroe solitario, amargo, sardónico y escéptico asume su lugar preparado de antemano como estrella del thriller. (William, 1997, pp. 55-56)
Williams no duda —refiriéndose, por ejemplo, a las vanguardias— que algunos de aquellos artistas, antes que disidentes antiburgueses, eran más bien burgueses disidentes: libertarios, iconoclastas respecto a los lazos sociales y nacionales, partidarios del mercado abierto e internacionalizado. Pero, al margen de si esta caracterización es válida o no para toda la cultura antagonista, no parece que la manera en que el capital ha interiorizado tales valores sea la que inicialmente proponían aquellos creadores:
[…] en particular en el cine, las artes visuales y la publicidad, ciertas técnicas que otrora fueron experimentales y significaron verdaderas conmociones y afrentas, se han convertido en convenciones operativas de un arte comercial de amplia distribución, dominado desde unos pocos centros culturales, mientras muchas de las obras originales se incorporaron directamente al comercio internacional corporativo […]. Pero en lugar de la rebelión, está el tráfico programado del espectáculo, en sí mismo significativamente móvil y, al menos en la superficie, deliberadamente desorientador. (William, 2010, p. 86)
La élite del modernismo tuvo el mérito de dislocar las convenciones asumidas por la sociedad burguesa, pero su lenguaje fue, a lo largo del siglo XX, cristalizando en formas simples y fácilmente traducibles a la imaginería del marketing y las multitudes. Los artistas que emigraban o huían desde lugares y lenguas remotos para vivir en un frío antro de Nueva York o París hablaban de la fragmentación, del abandono, de la incomunicación o del laberinto de la identidad individual y colectiva, ya que en sus biografías estuvo presente todo eso. Entonces, la significación de un cuadro de Van Gogh o de los poemas de Rimbaud es reconvertido a los intereses del stablishment, que alcanzó su culminación publicitaria en los años sesenta, cuando la rebeldía y el individualismo alcancen valor hegemónico en el mundo de los signos. Para el nuevo capitalismo, la precariedad, la transitoriedad o la pérdida de los referentes históricos ya no significa lo mismo que en las obras de los antagonistas; son, empero, las claves de su propia deriva como modelo productivo y de intercambio.