Kitabı oku: «Las razones del altermundismo», sayfa 3
Un ejemplo de esa apropiación mercantil de los signos de rebeldía y antagonismo se encuentra insistentemente a lo largo de las seis temporadas de la serie Mad Men. El genial publicista que la protagoniza, Don Draper, atraviesa una seria crisis personal en los momentos finales del relato. Deambula por la California que despide los años sesenta pensando en dejar su trabajo, su familia y su acomodada posición… Quizá se convierta en vagabundo o piense incluso en el suicidio, como da a entender por sus últimas llamadas telefónicas, propias de un hombre confuso y desesperado. Acude a un retiro budista donde llora por la inmensa mentira que ha sido su vida. Por la mañana, hermanado con otros arrepentidos de la locura consumista y vestido como un convertido al budismo, saluda al nuevo sol. A continuación, observamos el mítico anuncio de Coca-Cola en su época más hippie y pacifista. Suponemos que es la nueva creación de Draper, quien, por fin, ha recordado que, por encima de todo, es un gran vendedor de sueños.
Abandonada en ese punto, la lectura de Williams es ingrata, pues podría sumirnos en la confusión de un pesimismo asimilacionista similar al de Thomas Frank. Entonces, es esencial conocer la postura de este autor con respecto a la existencia de formas culturales propiamente populares y no reductibles a la homogeneización de la cultura de masas. Lo singular del planteamiento de Raymond Williams, de sus compañeros de la Escuela de Manchester y de los estudios culturales consiste en la detección de diversas formas de resistencia en la recepción de los artefactos culturales generados por el consumo de masas. Alejándose de la pura pasividad, la comunidad reestructura y subvierte los signos que recibe; esto da lugar a una circulación simbólica en el territorio social que el poder no tenía prevista. En ese sentido, podemos encontrar un nexo con los planteamientos de Klein, que, en la cultura y, sobre todo, en las formas de participación política, encuentra líneas de acción originalmente populares que, en los tiempos de la mundialización, son capaces de articular proyectos de resistencia activos y eficaces.
¿Y después de los años sesenta? Volvamos a Klein y su experiencia en la universidad dos décadas después, cuando el recurso de la izquierda, ante el evidente triunfo del capitalismo frente a sus hostiles, fueron las políticas de identidad. Bajo la aparente radicalidad con la que se revelaban contra el uso de fórmulas racistas o patriarcales, a veces con una exhaustividad y una insistencia sospechosas, se escondía una lamentable incapacidad para contrarrestar ideológicamente el apogeo del capitalismo. Naomi Klein, que confiesa ser parte de aquel marasmo iluso que solo era capaz de simular posiciones agresivas, reconoce haber tardado en notar que esa batalla por la corrección política era parte de una derrota de la que aún no nos hemos repuesto del todo.
En este nuevo contexto globalizado, las victorias de la política de la identidad se han reducido a redistribuir el mobiliario mientras la casa arde. Sí, hay muchos programas televisivos multiétnicos y hasta más ejecutivos negros, pero cualquiera que sea el grado de mejora cultural posterior, no se han evitado las rebeliones de los marginados ni que el problema de los sin techo alcance proporciones de crisis en muchos centros urbanos estadounidenses. (Klein, 2005a, p. 160)
¿Perdieron aquellos universitarios la batalla contra la discriminación racial o sexual? Podemos afirmar que, una vez más, su lenguaje fue hábilmente asimilado por el marketing para la globalización comercial. ¿Creen las grandes corporaciones en la emancipación de la mujer, la distribución de la riqueza o la diversidad étnica y cultural? No, sus prácticas laborales alimentan todos esos males. Sin embargo, cuando, por ejemplo, Benetton convierte en símbolo distintivo la diferencia racial, sus productos se venden mejor. Cuando Starbucks emplea su monstruoso poder de inversión para arrasar las tiendas locales, no consigue proteger las opciones singulares, sino más bien uniformizarnos a todos en el consumo. Naomi Klein advierte, frente a la iridiscencia hortera y pueril de las franquicias que —como McDonald’s— proliferaron desde los años cincuenta, un toque new age en las nuevas marcas. Ikea, GAP, The Body Shop y Starbucks consiguen establecer una «conexión con el alma». No se trata de comprar muebles o pijamas ni de tomar café, sino de ayudar a encontrarnos con la espiritualidad.
Nunca el sistema es tan poderoso como cuando se apropia de los códigos que articulan el discurso antagonista. «Esto siempre lo hicieron los publicistas», dirán los pesimistas como Thomas Frank. Es cierto, pero nunca como ahora, ni siquiera en los años sesenta, se sofisticó tanto el mecanismo de incorporación de mensajes críticos hacia dispositivos tan característicos del sistema como la uniformización de las masas o la búsqueda del estatus a través de la adquisición de productos.
No podemos engañarnos en este punto: a fin de cuentas, se trata de capitalismo. Si los malls imitan a pueblos y ciudades, es porque, en estos, han desaparecido los espacios públicos; si las firmas incitan a la mujer o a los homosexuales a liberarse de sus opresores, es porque han descubierto su enorme poder de gasto. Con respecto a esto, Klein dice lo siguiente:
La unión de ventas y espectáculo que se observa en las supertiendas y los centros comerciales temáticos ha creado una amplia zona gris de espacios privados seudopúblicos. Los políticos, la policía, los trabajadores sociales y hasta los dirigentes religiosos saben que los centros comerciales se han convertido en la plaza principal de las ciudades. Pero a diferencia de las plazas antiguas, que eran y siguen siendo espacios de discusión comunitaria, de protestas y de reuniones políticas, el único tipo de discurso que se permite en estos espacios es la charla sobre el marketing y el consumo. Los manifestantes pacíficos son rutinariamente expulsados de ellos por los guardias de seguridad porque perturban las compras, y hasta las protestas políticas son ilegales allí dentro. (Klein, 2005a, p. 225)
¿El ágora ha sido trasladada al centro comercial? Eso es imposible; el ágora es impracticable en el mall, donde solo puede ser un simulacro.
¿Y la ética empresarial? Podríamos contestar que el capitalismo no es ético, que solo cree en la rentabilidad. Sin embargo, el discurso moralista es más potente a nivel publicitario que nunca. Sabemos que empresas extendidas por todo el mundo, y acusadas a menudo de prácticas nefastas respecto a los derechos laborales o al medio ambiente, han patrocinado programas solidarios de la ONU. También han creado organizaciones humanitarias y han presentado bellos discursos a favor de la cooperación y los derechos humanos. ¿No es esto un triunfo? No parece que, a consecuencia de esos aparentemente bondadosos proyectos, hayan surgido reglamentos con verdadero poder sancionador respecto a la ética corporativa. Se trata, en el mejor de los casos, de un voluntarismo escasamente transitivo; en el peor de los casos, de pura hipocresía calculada estratégicamente para vender más.
Obviamente, los controles no los van a establecer motu proprio Nike, Shell o Walmart. ¿Lo establecerán, entonces, los representantes de los ciudadanos? Parece difícil en un contexto en el cual las operaciones comerciales desbordan por completo el poder regulador de las instituciones del Estado-nación.
¿Consumidor o ciudadano?
Naomi Klein se muestra siempre extraordinariamente interesada por los movimientos de recuperación de los espacios públicos. Ese interés supone la constatación de un hecho acaso invisible pero sumamente inquietante: la ciudadanía ha perdido las calles, que están colonizadas ahora por ejércitos de publicistas, es decir, por los criados de las grandes corporaciones globales. Naomi Klein se refiere a formas activas de ciudadanía como los graffitis, el intercambio de productos alimentarios entre personas, la ocupación de casas deshabitadas por grupos de vida alternativa o los huertos urbanos, sin olvidar formas de pura supervivencia, como la mendicidad, que son perseguidas por la policía cada vez con más intensidad. Entonces, hoy las calles de las grandes ciudades se han convertido en parques temáticos, y el pulso de la vida social y política en ellas es muy criminalizado, aún más cuando es más espontáneo.
Klein elogia el esfuerzo de introducir perspectivas irónicas y lúdicas en las manifestaciones públicas realizadas por los movimientos con implantación transnacional como Recuperar las Calles, Hecho por Nosotros Mismos o los ciclistas de la Masa Crítica. Frente a un modelo anquilosado y previsible de reivindicación —pensemos en la organización sindical típica de la conmemoración del Primero de Mayo—, este estilo de fiesta urbana o happening alimenta el sentimiento de que las gentes pueden divertirse y debatir por sí solas, sin necesidad de pedirles a empresas o poderes públicos que administren su aburrimiento e indiferencia. Para el poder de estas iniciativas, lo desasosegante es que, lejos de la lógica indignada de quien afirma que «hay que hacer algo», han optado por hacerlo realmente. Nada que ocurra a sus espaldas deja tranquilos a los amos del mundo.
¿Qué ocurre con Internet? Su trascendencia en la apresurada transformación de nuestras comunidades es tan incuestionable como controvertidas son sus implicaciones políticas. Como en toda revolución tecnológica, el poder de desencadenar consecuencias opresivas o emancipadoras es tan colosal que los utopistas de la arcadia digital se cargan de razones tanto como los escépticos que, alimentando la hipótesis terrorífica del Gran Hermano y la deshumanización por el maquinismo, apuestan por la distopía. Es incuestionable que el procesamiento de datos a la velocidad de la luz es parte esencial de nuestras vidas. Naomi Klein apuesta rotundamente por aprovechar las opciones que presenta la Red para desarrollar vínculos entre movimientos solidarios, sin que ello suponga ignorar el papel determinante que la bestial aceleración de las comunicaciones, operada en los últimos veinte años, ha desempeñado en la globalización capitalista.
Es como Internet en general: puede haber sido creada por el Pentágono, pero pronto se ha convertido en juguete de los militantes y los piratas informáticos.
De modo que, aunque la homogeneización cultural —la idea de que todos coman en Burger King, calcen zapatillas Nike y vean vídeos de los Backstreet Boys— puede inspirar una claustrofobia global, también ha echado las bases para que exista una buena comunicación mundial. (Klein, 2005a, p. 412)
En este punto, debemos preguntarle a la autora de No logo, ahora que ya conocemos los peligros del poder de las marcas, si realmente es posible luchar contra su poder, que parece omnímodo. Para ello, es precisa una intensa labor de concienciación, de tal manera que, para cualquier tipo de consumidor, los principios éticos gobiernen la selección de la compra frente al argumento de la sugestión publicitaria.
Cuando los colegios, las universidades, las comunidades religiosas, las asociaciones gremiales, los cuerpos municipales y otras instituciones hacen sus compras al por mayor según criterios éticos, las campañas contra las marcas avanzan mucho más que lo que permite la guerra simbólica de los ataques contra los anuncios o las protestas ante las supertiendas. (Klein, 2005a, p. 462)
En otras palabras, la acción común de muchos consumidores es capaz de castigar o premiar a las empresas en función de factores como la higiene medioambiental, el trato a los empleados, las deslocalizaciones o el aprovechamiento del trabajo esclavo. Cuando esa presión es sistemática, su eficacia puede servir para que las empresas desistan de emplear medios éticamente execrables para hacer negocios. Existen ejemplos de ciudades cuyos consistorios han dejado de comprar energía a diferentes empresas de gran peso internacional porque sus barcos han producido ingentes vertidos en los mares o porque financian a dictadores africanos. La técnica del boicot o de compras selectivas puede hacer un tremendo daño a las empresas cuyas prácticas van contra principios éticos fundamentales.
No obstante, el error sería esperar demasiado del consumo selectivo. Conviene no eludir que, cuando se lucha contra la conversión del ciudadano en consumidor por la vía de concienciarle de su poder respecto a las compras, corremos el riesgo de reproducir el problema de raíz. Si lo que queremos es formar sujetos con conciencia social y política, ciudadanos con capacidad de compromiso y no compradores que les protesten a las uniones de consumidores cuando las empresas no les satisfacen, entonces tenemos que salir del espacio del mall en el que nos movemos, incluso cuando estemos fuera de sus límites físicos. Además, este tipo de iniciativas, realizadas con una escrupulosidad casi neurótica, corren el riesgo de resultar minoritarias y, por tanto, ineficaces, pues es difícil provocar simpatías en multitudes a las que se les pide sentirse culpables por consumir. De otro lado, estas campañas no suelen crear tejido jurídico obligatorio, sino códigos de conducta que se resuelven con etiquetas que vemos en los productos; por eso, resulta difícil saber hasta qué punto se cumplen, pues suponemos que es fácil eludirlas impunemente.
Zygmunt Bauman es más contundente que Naomi Klein a la hora de recomendar desembarazarse de la lógica del consumo cuando se profundiza en la reflexión ética. Si el principio moral que organizó a las sociedades durante milenios era el cuidado de los otros, entonces el problema es que esa función esencial de cuidar ha recaído sobre las marcas, las cuales necesitan que reconozcamos esa relación para que se multipliquen las situaciones donde el producto y el comprador puedan encontrarse. Mediante las «compras éticas», muchas marcas consiguen presumir que luchan contra el hambre en el mundo, contra la extinción de las ballenas o que luchan a favor de los niños víctimas de minas antipersona. De esta manera, consuman una función terapéutica muy significativa ante la conciencia de culpa de los consumidores. Esa conciencia no solo sufre por los niños hambrientos —que normalmente residen lejos—, sino también por el tiempo que dejamos de conceder a nuestros familiares y amigos, de manera que el purgante es a la vez cómplice de la enfermedad: «[…] mediante la publicidad y la entrega de analgésicos morales comercializados, los mercados de consumo no evitan, sino, por el contrario, facilitan el marchitamiento, el languidecimiento y la desintegración de los vínculos interhumanos» (Bauman, 2011, p. 107).
Sabemos que la tierra tiene límites y que necesitaríamos varias docenas de planetas como el nuestro para mantener el ritmo de consumo, considerando que otros países superpoblados aspiran hoy a emular nuestras costumbres. El problema es que, si son las grandes firmas las que monopolizan hoy la posibilidad de realizar conductas éticas, se debe seguir incrementando el consumo. La sostenibilidad es un concepto clave, pero ningún político que aspire a ser votado se atreve a prometer a sus ciudadanos que restringirá sus posibilidades de consumo, pues, entre otras cosas, le acusarían de perpetuar la crisis y trabar el crecimiento. Para Bauman, la solución pasa, inexcusablemente, por un giro en la conciencia ciudadana lo bastante escorado como para poner límite a los propios deseos de consumo.
Quizás haya llegado ya la hora de devolver la responsabilidad moral a su vocación primigenia: la de garantizar la supervivencia mutua. Y todo indica que la condición primordial entre todas las condiciones necesarias para llevar a cabo este reenfoque es la desmercantilización del impulso moral. (Bauman, 2011, p. 113)
En el capítulo de conclusión de No logo: el poder de las marcas, Naomi Klein asume que el consumismo es el gran enemigo del ciudadano, y así puede plantear la posibilidad de una lucha popular y a la vez global, tan global como los poderes económicos que debe combatir. Esa lucha, en el contexto de un país productor como Filipinas —nación que la autora visitó—, es la última secuencia de una larga batalla histórica que antes se libró contra los señores feudales, después contra los ejércitos de los dictadores militares, y ahora se dirige hacia los propietarios de las fábricas. Es inútil esperar que Inditex, Nike o Walmart creen códigos éticos: no les interesa redactarlos y, si los redactan, no les interesará cumplirlos, pues van contra el primordial de los intereses de una empresa, que es la rentabilidad económica.
En contra de lo que a menudo hemos oído sobre la alterglobalización, el objetivo no es acabar con los Gobiernos, ni siquiera combatirlos. Critican su inacción porque, en realidad, lo que pretenden es recuperarlos. Somos los ciudadanos los que hemos de aprender a gobernarnos a nosotros mismos, pero la auténtica transitividad de las propuestas que nacen de cualquier forma de asambleísmo solo existirá si sirve para presionar a los actores institucionales a cambiar sus programas. Si elevamos la voz para afirmar que no nos representan, es porque necesitamos que lo hagan; debemos buscar nuevas formas de representación popular, formas que, por cierto, deben empezar a desbordar el marco de los viejos Estados-nación. En vísperas de empezar el nuevo siglo, a punto de asistir a una forma completamente novedosa e inesperada de protesta en la cumbre de Seattle, la autora de No logo: el poder las marcas veía llegado el momento de globalizar la resistencia.
Cuando estos movimientos de resistencia comenzaron a formarse a mediados de la década de 1990, parecían ser un conjunto de partidarios del proteccionismo que se reunían por la sola necesidad de combatir todo lo que tuviera alcance global. Pero a medida que los militantes se han unido por encima de las fronteras, ha aparecido un programa distinto, que sigue integrando la globalización pero que requiere arrancarla de manos de las multinacionales. Los inversores éticos, los piratas culturales, los defensores de los espacios públicos, los sindicalistas de McDonald’s, los hacktivistas de los derechos humanos, los militantes universitarios y los vigías anticorporativos de Internet constituyen los primeros capítulos de la lucha para que exista una alternativa ciudadana al imperio internacional de las marcas. Esa exigencia, que en algunas partes del mundo se sigue susurrando apenas, como para evitar el mal de ojo, consiste en construir un movimiento de resistencia a la vez popular y altamente técnico; un movimiento tan global y capaz de una acción coordinada como las multinacionales que intenta subvertir. (Klein, 2005a, p. 512)
3
Lo que queda de Seattle
La contracumbre lo cambió todo
Durante más de medio siglo de duración del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio)6 se celebraron ocho rondas. La ronda que se celebró en Seattle se llamó Ronda del Milenio, término enunciado como si fuera a durar para siempre, pero que desapareció súbitamente y sin dejar rastro. Eran las últimas semanas de 1999, por lo que el nombre otorgado a la cumbre parece explicarse por lo inminente del 2000. Aquella grandilocuencia contenía propósitos en apariencia trascendentes: era el momento de que las naciones elaboraran una agenda común para el desarrollo y la convivencia, la globalización era la oportunidad para que la prosperidad y las libertades se mundializaran tanto como el comercio.
Hoy sabemos que se trataba de una farsa. El objetivo no confeso era avanzar en el ciclo liberalizador, lo que supuso incrementar la brecha norte-sur y la asimetría de los intercambios. Si hasta la década de los ochenta el contenido de las reuniones de la OMC (Organización Mundial del Comercio) solía centrarse en la vigilancia de las actividades de las empresas, en vísperas del nuevo siglo eran los Estados quienes recibían advertencias respecto a sus malas costumbres. En otras palabras, reuniones como la de Seattle, en el fondo, pretendían forzar a los países en vías de desarrollo a desactivar los marcos regulatorios internos con los que gravaban las operaciones de las corporaciones extranjeras.
Naomi Klein ha recordado años después que, en No logo: el poder de las marcas, se refirió varias veces a un activista inglés llamado John Jordan, cuyas intervenciones se le antojaron proféticas, pues, poco después de publicarse ese libro, ocurrió lo de Seattle. En el libro de Klein, se recogen las siguientes palabras de Jordan:
Las multinacionales están dañando la democracia, el trabajo, las comunidades, la cultura y la biosfera. Sin darse cuenta nos han ayudado a ver que todos los problemas responden al mismo sistema, a relacionar todos los temas con otros y a no pensarlos como si fueran independientes entre sí. (Klein, 2005a, p. 318)
En torno al movimiento Recuperando las Calles, Jordan estableció conclusiones sobre los métodos usados en algunas algaradas de ecologismo urbano, en ciudades como Londres, al enfrentarse a los bulldozers que destruían calles para facilitar el tránsito automovilístico. Se celebraban fiestas donde se leían poemas, se colgaban falsas televisiones de los árboles, se repintaban los pasos de cebra… Se trataba de convertir el arte y la imaginación en un instrumento político útil y eficaz. La experiencia que Jordan refirió a Klein fue profética incluso en lo relativo a los problemas de todo movimiento social. En una ocasión, el movimiento Recuperando las Calles consiguió celebrar una fiesta espontánea con veinte mil participantes nada menos que en Trafalgar Square. Aquello escapó de las manos de los activistas, quienes no pudieron evitar la hooliganización del acto, que acabó en duros enfrentamientos con la policía. Esto animó a los periódicos, al día siguiente, a hablar de vándalos y anarquistas que aterrorizan a los vecinos con consignas antisistema.
Conviene no olvidar estas alusiones a la experiencia como activista de Jordan, pues desvelan algunas claves de una forma de insurgencia ciudadana que tuvo, unos meses después de la publicación del primer libro de Naomi Klein, su pistoletazo de salida en la ciudad de Seattle. La creación del Foro Social Mundial, cuya primera edición se realizó dos años más tarde en Porto Alegre, es su resultado más palpable.
Pero ¿qué pasó en Seattle? No es objetivo de este trabajo dar cuenta periodística exhaustiva de unos hechos que parecen lejanos en el tiempo, sobre todo si consideramos todo lo que ocurrió después (el 11 de Septiembre, la segunda invasión de Irak, la Gran Recesión, el brexit, el ascenso de los partidos neofascistas en Europa, la elección de Trump…). Nos interesa conocer las conclusiones que Naomi Klein, y con ella los principales agentes del FSM, han ido obteniendo sobre lo ocurrido. Esto no fue fácil en aquel momento porque fue una sorpresa monumental para todo el mundo, sobre todo para los participantes a la cumbre oficial y para la prensa internacional, que no supo interpretar este acontecimiento y se limitó a dar por fracasado el evento y la llamada Ronda del Milenio.
La semana de protestas contra la cumbre se inicia el 28 de noviembre, y se establece un calendario dedicado a temas específicos como el derecho a la vivienda, del medio ambiente, de la mujer, derechos laborales, democracia, etcétera. Al día siguiente, se producen las primeras detenciones por descolgar una pancarta desde una grúa de setenta metros; hay una cadena humana por la condonación de la deuda; el conocido agricultor francés José Bové ofrece sus productos en las puertas de un McDonald’s. Al día siguiente, cientos de jóvenes manifestantes bloquean el hotel Sheraton, donde se ha de celebrar la cumbre; intervienen los antidisturbios y empiezan los supuestos enfrentamientos; la respuesta de los manifestantes a la violencia policial es la resistencia pasiva. Se suspende el acto inaugural porque la mayoría de delegados no ha conseguido acceder, así que permanecen en las habitaciones de sus respectivos hoteles. El 1 de diciembre se declara el estado de emergencia y se prohíbe cualquier acto de protesta en un amplio radio alrededor del Sheraton. Más de seiscientos activistas son detenidos y llegan noticias de malos tratos en los calabozos por parte de la policía. Las protestas continúan con actos y conciertos que reúnen cantidades crecientes de participantes. Días después se da por cerrada la reunión sin ningún acuerdo reseñable.
Conviene no olvidar los nombres de las organizaciones que tuvieron una participación decisiva en la contracumbre. Acción Global de los Pueblos (AGP) fue determinante por su capacidad organizativa, que le permitió coordinar con grupos de activistas contra la injusticia ambiental y social de todo el mundo para citarlos en Seattle. También fue importante Industrial Workers of the World, sindicato norteamericano de inspiración anarquista y que contaba, entre sus asociados, con Noam Chomsky. Direct Action Network (DAN), formado básicamente por estudiantes, estaba vinculado a los ingleses de Recuperando las Calles y coordinó con jóvenes de EE. UU. y Canadá. Public Citizen, con una espectacular cifra de miembros, se puede definir como un movimiento norteamericano de consumidores. Indigenous Enviromental Network, un grupo de indígenas de toda Norteamérica que defiende los planteamientos ecologistas y critica la fiebre desreguladora que en materia medioambiental defendía la OMC.
La lista es mucho más amplia. Para resultar inesperada, debemos reconocer que la contracumbre estaba perfectamente planificada por sus participantes. Pese a algunas acusaciones poco fundadas de violencia y desobediencia civil por parte de algunos grupos libertarios, la impresión general recogida por la prensa es que los disturbios sucedieron por el nerviosismo que provocó el acontecimiento en las autoridades más que por la agresividad de los manifestantes.
En su segundo ensayo, Vallas y ventanas. Despachos desde las trincheras del debate sobre la globalización, Naomi Klein ofrece su versión del nacimiento de todo un movimiento reivindicativo global. A diferencia de No logo: el poder de las marcas, este libro es una colección de escritos breves que se encadenan a partir de la precariedad que origina el hecho de ser manufacturado desde distintos lugares del mundo, los cuales no son elegidos por casualidad. Por eso, el libro empieza en Seattle, donde Klein tomó una activa participación. Con aquel acontecimiento clave como punto de partida, este segundo libro se anuncia como la crónica del tiempo en que decidió activamente dar noticia de los movimientos de lucha contra la globalización capitalista. La autora es optimista con ellos, pues cree que Seattle marca el inicio histórico de un gran movimiento de protesta universal. Sus protagonistas, mal llamados «antiglobalizadores» —en todo caso, son enemigos de las multinacionales—, saben que el fenómeno de la aceleración exponencial de las comunicaciones, que abrió las puertas a la gigantesca expansión de los mercados, es el que, acelerando los intercambios de información entre personas, ha impulsado las nuevas alianzas civiles.
Pero ¿por qué se manifestaron aquellas multitudes que tomaron Seattle? Para empezar, fueron audaces al cuestionar, públicamente, el mito de que lo que es bueno para las empresas lo es para la gente. Es cierto que han ido apareciendo formas de nacionalismo que, a veces desde el reclamo de nuevas formas de proteccionismo económico o desde la pura violencia fanática, han lidiado con las evidentes amenazas de este maelström que parece dispuesto a tragárselo todo. Pero, en realidad, los Nuevos Movimientos Sociales (NMS) cuestionan que las fronteras de la globalización se expandan sistemáticamente en detrimento de los derechos laborales, de la democracia o del medio ambiente.
¿Jóvenes hartos de reglas? No, ese es un cliché de los liberacionismos de los años sesenta del que ahora no podemos estar más lejos. En vez de abolir normas, se trata de proteger el derecho de los ciudadanos a establecer las normas que los protejan. Es falso que, como se desliza desde las reuniones de la OMC, la batalla sea entre globalización y proteccionismo; en realidad, se trata de un enfrentamiento entre la globalización neoliberal y los partidarios de una globalización basada en los derechos humanos.
Encuentros como el de Seattle han generado un efecto trascendental en la opinión pública: empieza a ser sospechoso que se diga «economía» cuando realmente se está diciendo «capitalismo». La primera escaramuza de guerra de guerrillas se le gana a aquello que en los años noventa se llamaba pensamiento único, como si tras la caída del Muro ya no fuera posible hablar de otras opciones y la crítica hubiera quedado proscrita, como si la célebre TINA («There is not alternative») thatcheriana diera por muerta y enterrada toda forma de insumisión. Al fin el capitalismo vuelve a ser tema de debate, no es un avance pequeño.
Pero no nos engañemos, no hay rastros del viejo conflicto, no se trata de volver al comunismo de Lenin o de Mao, entre otras cosas porque las condiciones históricas que hicieron posible la revolución proletaria han mutado. No podemos extrañarnos de que, en muchos países del este de Europa, exista la sensación de que las estatuas de Stalin han sido derribadas para poner en su lugar los monolitos de McDonald’s. Muchos de los conceptos marxistas (por ejemplo, el fetichismo de la mercancía) siguen teniendo una envidiable vigencia. Es cierto que el poder sigue en manos de unos pocos —como en los antiguos países de la órbita soviética— y que tratan igualmente mal a la mayoría de las personas. De aquellos Estados totalitarios, donde los ciudadanos se limitaban a la obediencia, hemos pasado al poder omnímodo de las multinacionales.
La lucha no puede ser idéntica a la de quienes la entienden como una experiencia de centralización de la batalla por el poder; esta lógica no corresponde al ciclo en que nos hallamos. Desde la vieja izquierda, se critica a los NMS (Nuevos Movimientos Sociales) por carecer de líderes y tender a la dispersión. Esa tendencia es, ciertamente, un riesgo, pero solo es posible enfrentarse a las multinacionales descentralizando el poder y descargando sobre las comunidades la capacidad de tomar decisiones y de autogestionarse. La acusación tiene sus fundamentos, pero fragmentar la lucha no significa sucumbir a la incoherencia, por más que la promiscuidad de temas, reclamaciones y grupúsculos que se exhiben en las manifestaciones alterglobalizadoras pueda inducir a la confusión. Así sucede con los visionarios o iluministas que se aproximan a este tipo de movilizaciones y a menudo terminan asumiendo el protagonismo mediático. También puede interpretarse que, al final, lo que se construye tiene mucho de simulacro o, si se prefiere, de ruido virtual, pues por todas partes surgen surfistas de la Red que llegan a presentarse como los auténticos cerebros de la protesta global. Es injusto reducir el movimiento a fórmulas tan simplistas, pero es cierto que, tras cada algarada, puede disolverse sin dejar apenas nada sólido tras de sí. No obstante, podemos dar vueltas al argumento y leer esa precariedad como un signo del fracaso de las viejas organizaciones partidarias antes que de las nuevas asociaciones. Al final, y en esto Naomi Klein es muy insistente, la cuestión es pelear en diversos campos para contrarrestar el poder de las multinacionales. Habrá momentos en que surjan voces en el movimiento que reclamen una mayor disciplina y la construcción de algunas estructuras jerarquizadas, pero lo que debe asumirse es que el éxito solo puede ser consecuencia de una lenta labor de concienciación de las multitudes. Las manifestaciones son, en este sentido, una ingente labor de aprendizaje para cientos de miles de jóvenes y no tan jóvenes.